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Son muchas las causas por las que los árboles enferman y más aún las que debilitan a los hombres.

Cuando en un árbol la enfermedad está muy avanzada resulta difícil salvarlo, se pudren las raíces, se hincha el tronco, el proceso se interrumpe y las hojas, privadas de linfa, caen.

Cuando un hombre enferma se piensa de inmediato en un virus o en una bacteria que probablemente está, pero nadie se pregunta de dónde viene, por qué se ha insinuado en su interior, por qué precisamente hoy y no hace un mes, en esa persona y no en esta otra que quizá estaba mucho más expuesta al riesgo de contagio. ¿Por qué con el mismo tratamiento uno se cura y otro sucumbe?

Basta con que un rayo roce la corteza de un roble centenario para que se desencadene la destrucción, en esa hendidura se introducen bacterias, hongos y coleópteros que en breve se propagan en detrimento de su vida.

Los frutales se vuelven frágiles cuando pierden la verticalidad. Un pino puede crecer incluso si está doblado por el viento pero no un albaricoquero: es la perpendicularidad perfecta con relación al suelo lo que le permite vivir y fructificar.

Para destruir a un hombre, para que enferme, ¿qué se necesita? ¿Y para curarlo? ¿Qué significado tiene una enfermedad en el curso de una vida? ¿Condena? ¿Desgracia? ¿O quizá una ocasión imprevista, un don valioso que nos ofrece el cielo?

¿Acaso no es en la enfermedad cuando se nos entrega una lámpara?

Era la imagen de la lámpara la que me volvía siempre a la mente durante las largas semanas transcurridas en el hospital. Me veía como el gnomo de las fábulas que con una linterna en la mano exploraba espacios desconocidos; no sabía hacia dónde me dirigía, me movía con pasos recelosos entre las robustas raíces de árboles centenarios, en la guarida de un topo o por el interior del laberinto de una pirámide; procedía cauta, atemorizada pero también impaciente. Intuía que antes o después llegaría ante una puerta desconocida y cuanto más me acercaba más me daba cuenta de que allí dentro encontraría el tesoro; detrás de la puerta, como la que abrió Aladino, se hallaban custodiados baúles llenos de perlas, piedras preciosas y lingotes de oro, sólo para mí. No sabía quién los había escondido ni por qué razón, mi único deseo era encontrarlos, sacarlos fuera y ver cómo resplandecían a la luz del sol.

Mi madre había muerto. Turbada por algo que me resultaba oscuro, decidió lanzar su coche contra un muro pero, antes de ejecutar su plan, había querido escribirme unas líneas firmando por primera vez mamá. Aceptar su papel y morir había sido para ella una única cosa.

Mi padre daba vueltas con su coche ruinoso por los centros comerciales de una Busto Arsizio desierta, sin más consuelo que sus pensamientos, cada vez más solo, más desesperado, como si su inteligencia lo hubiera encerrado en una jaula de plexiglás.

Hacía muy poco tiempo que habías muerto. A la imagen que de pequeña tenía de ti se sobreponía con excesiva frecuencia tu rostro devastado por la ira, debido a la presencia de los extraterrestres.

En la casa desierta, donde retumbaban únicamente mis pasos, empezaba a faltarme cada vez más el aire.

Una noche me desperté de repente como si alguien me estuviera aplastando la carótida, hacía aspavientos como un buzo que ha permanecido demasiado tiempo en apnea. A partir de ese momento la respiración se hizo cada vez más escasa, de día sentía los pulmones encogerse y crepitar como dos esponjas secas, habría bastado una mínima presión para convertirlos en migajas.

Fuera, el calor era sofocante y yo buscaba la explicación de mi creciente malestar en la psicología: me cuesta trabajo respirar porque he cortado el cordón umbilical, me repetía.

En septiembre, sin embargo, cuando me di cuenta de que vivía dentro de mis trajes en lugar de llevarlos puestos, decidí ir al médico. Y del médico fui directamente al hospital. Un virus se había instalado en los alvéolos y allí se había reproducido alegremente. Una pulmonía sin fiebre, sin tos, pero no por ello menos susceptible de matar.

El tiempo transcurrido en el hospital no fue un período infeliz, había siempre alguien que me atendía y me distraía sin que yo me moviera de la cama. Entablé amistad con un par de señoras ingresadas en la misma habitación: se asombraban de que nadie viniera a verme.

El día que salí intercambiamos direcciones y falsas promesas de futuros encuentros.

Era la segunda semana de octubre, caminaba por las calles como en un sueño, la violencia de los ruidos y de los movimientos me aturdía, mis pasos eran frágiles, inciertos.

En el jardín nuestro rosal había florecido —una flor pequeña, encogida, preparada ya para afrontar el hielo—, el césped empezaba a amarillear y en el comedero de Buck, lleno de agua de lluvia, navegaban cadáveres de avispas y el de un abejorro. Había bastado un mes de ausencia para que en la casa dominara el olor a cerrado y a humedad.

El otoño estaba ante mí y a mi alrededor el vacío. Comenzaba a sentir el viento del norte arremolinarse más allá de los Cárpatos, lo oía bajar, envolverme con sus silbidos y penetrar dentro de mí hasta los huesos del cráneo.

No podía soportar pasar aquí otro invierno. Me parecía que había vivido veinte años en pocos meses, estaba demasiado cansada para continuar.

Se me habría podido ocurrir algo: encontrar un trabajo, inscribirme en una universidad, experimentar un amor, pero lo habría hecho todo con una mano sola, con un solo ojo, con sólo medio corazón.

De hecho sabía que no se trataría de una elección sino de una huida, de un desvío, de una tapadera colocada a medias sobre la cacerola. Una parte de mí estaría ahí interpretando un papel y la otra continuaría vagando por el mundo, recorriendo los caminos con los pasos medio vacíos del Golem, se arrojaría en cada abismo, en cada incógnita; esperaría con confiada humildad delante de cada puerta cerrada, como un perro que espera a un amo que aún no conoce.

Quería luz, esplendor.

Quería descubrir si la verdad existe, si ése es el eje en torno al cual gira todo como en un calidoscopio, o morir.

La mañana que fui a sacarme el billete asistí a un fenómeno extraño: a pesar de que el mar estaba tranquilo, miles de lenguados remontaban el Canal nadando en la superficie como alfombras voladoras, para terminar agolpándose bajo la iglesia de San Antonio sin posibilidad de seguir.

En el puente, una pequeña aglomeración de curiosos observaba estupefacta la insólita forma de suicidio colectivo. ¿De qué se trataba? ¿Era una señal del cielo? ¿Ha estallado un submarino nuclear? ¿O acaso una potencia nuclear extranjera estaba experimentando una nueva forma de arma tóxica?

Unos pescadores empezaron a recoger los lenguados con cubos y a subirlos a las barcas. «¿Se podrán comer?», murmuraba la gente. «¿Qué sabemos de lo que en realidad pasa en el mundo?».

Ante sus ojos, los peces, agitando lomos y colas, agonizaban y morían uno tras otro mientras las gaviotas, con agudos chillidos, surcaban el aire. Era como una descarga de flechas de siluetas blancas que se tiraban de cabeza desde los tejados o llegaban en vuelos rectilíneos desde el mar como una bandada de artilleros. La superficie del agua vibraba con una energía de muerte, en cuanto una gaviota alzaba el vuelo con la presa en el pico. Las demás se le tiraban encima para arrollarla, persiguiéndola implacables en el cielo.

De curiosa, la escena pasó a ser inquietante, las madres dejaron de detenerse en el puente con sus niños y los corros de jubilados se disolvían en silencio.

Mientras, la vida en la ciudad continuaba su cotidiana normalidad. A lo largo de las orillas, la acostumbrada fila de coches que esperaban el semáforo verde; en el puerto, un crucero arrastrado por un remolcador, ejecutaba las maniobras de atraque; una música ensordecedora, proveniente de una tienda de ropa para jóvenes, acompañaba el perezoso ritual de los tenderetes de un reducido grupo de personas en Ponterosso.

El cielo enviaba señales pero nadie sabía verlas, pensaba mientras cruzaba el umbral de la compañía naviera que se asomaba al Canal.

La primera salida disponible tendría lugar al cabo de una semana, no había problema para la plaza, me aseguró la empleada: actualmente, ¿quién está tan loco como para perder cinco días para ir a un sitio al que se puede llegar en dos horas de avión?

Reservé una cabina de las más económicas, baja e interior.

Mientras volvía a casa me percaté de que caminaba con mayor ligereza, la decisión de irme me hacía mirar las cosas con distancia, casi con nostalgia. Durante los últimos meses no había cuidado el jardín, los parterres estaban plagados por malas hierbas, los arbustos se mezclaban de manera desordenada, las hortensias, con las flores secas y oscurecidas por la estación, parecían un encuentro de viejas maestras con sombreritos en la cabeza, y una capa de hojas cubría, casi por completo, el césped.

Las hojas eran una obsesión para ti. Las hojas y las malas hierbas. ¡Cuántas veces nos hemos peleado por esto! Tú pensabas que eran elementos que molestaban y como tales había que eliminarlos, en cambio yo estaba convencida de que ambas eran necesarias. Entonces me reprochabas que fuera perezosa, y yo contraatacaba acusándote de tratar a los árboles y a las plantas como a un montón de ignorantes.

«Si las hojas caen», te decía, «seguro que es por alguna razón, la naturaleza no es estúpida como los hombres y lo que tú llamas malas hierbas no saben que lo son; eres tú quien las juzgas y condenas, pero ellas se consideran flores y hierba, bonitas e importantes como todas las demás».

«No ves el alma del jardín», te grité un día, exasperada, «¡no le ves el alma a nada!».

Empecé con tranquilidad los preparativos para el viaje. Primero, fui al banco a cambiar dinero, después puse unas lavadoras y coloqué antipolillas en los armarios; para evitar una invasión de larvas metí el arroz, la harina y la pasta en botes herméticos. Desplacé, por el mismo motivo, los muebles de la cocina temiendo que algún resto de comida que hubiera quedado en los intersticios permitiera a legiones de larvas negras colonizar el suelo y el techo.

Los últimos dos días, con un orden más bien meticuloso, coloqué en la maleta la ropa y todo lo necesario para el viaje; para terminar, puse encima la vieja Biblia sin tapas que había encontrado en el desván.

Mi padre no había vuelto a dar señales de vida, el verano había terminado y probablemente estaba de nuevo en Grado Pineta. No me apetecía llamarlo y le escribí una nota.

Querido papá me parecía fuera de lugar, y así arrugué la primera hoja, en la segunda sólo escribí: Me voy de viaje. Voy a la tierra de tus antepasados y de los míos, y añadí debajo el sitio donde con toda probabilidad me alojaría.

La nave zarpó al atardecer después de haber embarcado una fila interminable de TIR albaneses y griegos. No había restaurante a bordo sino sólo un autoservicio, la decoración era de plástico amarillento y la luz de neón imprimía un aspecto mortecino a los rostros que iluminaba.

Aparte de los camioneros, viajaban conmigo dos autocares de jubilados israelíes de regreso de un tour por Europa: observé cómo subieron las cajas que contenían sus cacerolas y sus cubiertos de la bodega de la nave.

Subí al puente para mirar la ciudad que se alejaba.

El remolcador se puso al lado del buque para que embarcara el práctico. La luz del faro rebotaba regularmente sobre la superficie del mar, el agua negra y quieta parecía una infinita y amenazadora extensión de tinta.

Sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas, las mismas que, hacía más de veinte años, velaron a mi madre y a mi pequeña vida que crecía en su vientre. El ruido de los potentes motores me parecía casi tranquilizador en los escasos momentos que lograba no pensar en lo que había debajo de nosotros.

Quién sabe si las estrellas tienen ojos, me preguntaba, si nos ven así como nosotros las miramos a ellas, quién sabe si tienen un corazón misterioso, si —como desde siempre piensa el hombre— tienen la capacidad de influir en nuestras acciones. Quién sabe si es verdad que entre sus limbos incandescentes viven los muertos, los que ya no están vivos aquí abajo, los que han abandonado una de las formas del cuerpo.

Cuando era muy pequeña, antes de ir a acostarme, insistía en asomarme a la ventana para saludar a mi madre que, según me habías dicho, se había ido a vivir allí arriba; cuando las nubes, ciertas noches, cubrían el cielo rompía a llorar. Me la imaginaba como un hada con un largo y ligero vestido vaporoso de colores, un cono luminoso cubierto de estrellitas en la cabeza, el rostro sereno, ligeramente sonriente, y, en lugar de las piernas, una estela luminosa: sólo así podía seguirme volando de estrella en estrella.

En cambio, ahora, no quedaba casi nada de ella en la caja de zinc; también tú te estabas disolviendo ahí abajo, como un día me sucederá a mí.

¿Qué sentido tenían, pues, nuestras vidas, los sueños de mi madre para mí, o los tuyos para tu hija? ¿Era, acaso, nuestro destino perseguir sombras o se ocultaba algún sentido detrás de la vacuidad?

¿Por qué abandonasteis —tú, tu madre, mi padre— vuestras raíces? ¿Por miedo, por pereza, por comodidad? ¿O quizá para ser libres, modernos?

Cuando se lo pregunté a mi padre me respondió que el hebraísmo, en realidad, no era otra cosa que un cúmulo de costumbres antropológicas y etiquetas sociales y, para corroborar su tesis, me puso el ejemplo de su padre —muy devoto mientras trabajó con su suegro en Venecia y frecuentó su casa—, dispuesto más tarde a bailar la samba sin el menor remordimiento tan pronto como enterró a su mujer en Brasil.

En cambio tú me dijiste que no teníamos religión. No estábamos de un lado pero tampoco del otro. Al verme preocupada añadiste: «no tiene nada de malo, ¿sabes? Al contrario, es bueno. Ser libre, en el fondo, es la única riqueza que tiene el hombre».

¿Es por este motivo por el que mi alma se asemeja a la de un perro? ¿Es por eso por lo que, desde siempre, vago por las calles invadida por la feroz inquietud de los que no tienen amo?