Cuando cae un avión lo primero que se hace es buscar la caja negra, parece que lo mismo ocurre con los trenes. En ese pequeño espacio queda todo grabado, desde la trayectoria a las maniobras, a los hechos, por mínimos que sean, que hayan contribuido al accidente: las indecisiones y los descarrilamientos, las confusiones y los choques. En el hombre esta función la desempeña la memoria. Es el recuerdo el que construye al ser humano, el que lo sitúa en la historia —en la suya personal y en la más amplia del mundo que lo rodea—, y las palabras son las señales que dejamos detrás de nosotros.
Las palabras son como las huellas que encuentras en la playa al amanecer. Durante la noche, entre las dunas, hay un ir y venir de zorros, ratones, cuervos, gaviotas, gamos, jabalíes, limícolas, cangrejos e incluso esos pequeños coleópteros negros que, como señoras que siempre llegan tarde, resbalan rápidamente en la arena. Todos se mueven en la oscuridad y dejan rastros. Unos se encuentran y se olfatean con curiosidad, otros aterrizan para después reemprender el vuelo, los menos afortunados son devorados, otros se acoplan o simplemente estiran las patas. Los cangrejos al hundirse construyen castillos de arena, las huellas de los limícolas duran lo que una ola, mientras que los coleópteros dejan sobre la arena largas estrías ordenadas, haciendo que sea fácil llegar hasta sus guaridas.
¿Y tú de qué guarida has salido?, ¿adónde vas?
Pero puede que antes de preguntarnos adónde vamos deberíamos descubrir de dónde venimos.
Si el coleóptero no sabe a qué especie pertenece, ¿cómo hará para comportarse de la manera adecuada, para decidir si debe comer estiércol, polen o animales muertos?
Un animal sabe de qué se ha alimentado en su larga y somnolienta infancia y es el sabor de ese alimento lo que lo guiará en sus selecciones, así como también es capaz de reconocer su guarida y el motivo que lo induce a salir: está todo escrito en sus genes.
Con el hombre, en cambio, las cosas se complican.
Somos similares en las funciones físicas, pero muy diferentes en todo lo demás. Cada uno de nosotros tiene una historia que es sólo suya y que hunde sus raíces muy lejos, en los abuelos, los bisabuelos, los tatarabuelos y más atrás aún, siempre más atrás hasta llegar a los primeros hombres, al momento en que, en lugar de comportarnos como los coleópteros, empezamos a escoger.
¿Qué elecciones hicieron nuestros antepasados? ¿Con qué fardos nos han cargado? ¿Y por qué tanta diferencia en los pesos? ¿Por qué hay quien corre ligero como una pluma y quien, en cambio, no logra despegarse del suelo?
Con estos pensamientos subí nuevamente al desván. El sol del verano había comenzado a calentar el aire y para no ahogarme abrí el ventanuco. Me senté con las piernas cruzadas delante de la maleta abierta: no había quedado mucho en el fondo, unas cartas que parecían polvorientas y un cuadernillo, de aspecto más reciente, abandonados como confeti después de una fiesta de carnaval; eran las últimas huellas, las estrías que deja el coleóptero antes de alcanzar su guarida.
¿Adónde me llevarían esos folios?
Temía una desilusión, a lo mejor no era más que un montón de banales cartas enviadas por los bisabuelos desde alguna estación termal… «el tratamiento hace efecto… se come bien… volvemos el jueves en el tren de las ocho».
Me las llevé abajo y las dispuse ordenadamente en fila sobre la mesa, pero ahora era tarde: no me apetecía abrirlas al anochecer, así que decidí esperar la luz de la mañana.
En la cama, fastidiada por la música de alguna feria estival, no lograba conciliar el sueño; hacia la una miré el despertador, en el aire sonaban las notas de Bandiera rossa; eran las tres cuando se hizo el silencio en la meseta, interrumpido a veces por el ruido de algún TIR. En la lejanía percibía, aunque débil, el tintineo de las jarcias de los veleros amarrados en el puerto, parecían ejecutar un pequeño concierto al son de una leve brisa estival.
¿Qué música será ésta?, me pregunté, mientras me dormía: ¿la sinfonía de la ida o la del regreso?
En la tapa del cuaderno, un paisaje invernal: en primer plano las huellas de un lebrato en la nieve, en el centro árboles con ramas copiosamente nevadas; en el fondo, cerrando el horizonte —bajo un cielo terso y luminoso—, una cadena de montañas que resplandecían por el hielo. Era un simple cuaderno idóneo para ejercicios de latín o para las cuentas de la compra de una casa. Quizá por eso lo abrí con despreocupación.
Una despreocupación que se convirtió en hielo en cuanto reconocí la letra de mi madre.
En la primera página había escrito Poesías. No me sentí incómoda cuando hojeé su diario, ni cuando leí su carta a mi padre; ahora, en cambio, ante este cuaderno me sentía turbada e intimidada: jamás habría imaginado que mi madre tuviera una vena lírica.
Había muchos poemas, unos cortos y otros muy largos. Leí unos cuantos salteadamente.
No seré nunca una flor
No seré nunca una flor
que en primavera ofrece su corola al sol.
No seré nunca una flor
porque mi espíritu se parece más a la hierba,
una brizna verde igual a otras mil,
tan alta como las demás, que inclina la cabeza
ante la primera helada del invierno.
Niebla
La niebla lo envuelve todo: casas y personas,
ni las bicicletas hacen ruido.
El nuestro es un mundo de fantasmas
¿o soy yo el fantasma?
Mi corazón está envuelto en algodón,
un valioso don
que no tiene destinatario.
Miedo
No son los monstruos los que me asustan
ni los asesinos.
No temo la noche,
los aluviones, los cataclismos,
los castigos, la muerte
o un amor que no existe.
Sólo tengo miedo
de tu pequeña mano
que busca la mía,
de tu tierna mirada,
que me pregunta «¿por qué?».
La vista se me nubló, sentí una presión en el centro del esternón: parecía un asta, uno de esos palos afilados que se utilizan para matar a los vampiros. Una mano la empujaba con fuerza como para desgarrar mi caja torácica.
Habría sido bonito
Qué bonito habría sido
que nuestra vida fuera feliz
como una canción de Sanremo.
Tú y yo, cogidos de la mano,
y, en la ventana, una maceta de lilas.
Qué bonito habría sido
esperar juntos la puesta de sol
y no temer la noche.
Qué bonito habría sido
guiar los pasos de nuestros hijos
con una sola mano.
Pero el ogro ha venido a devorar
nuestro escaso tiempo
dejando en el suelo sólo los huesos y las cáscaras,
los restos de su obsceno banquete.
El palo avanzó un poco más, penetró el diafragma, si se hubiera desviado algo a la izquierda habría perforado el pericardio.
¿Era ésa mi madre? ¿Dónde estaba la chica inquieta y superficial del diario, la mujer confundida y desesperada de la carta? Tenía que haber escrito esas poesías poco antes de morir pero, de todas maneras, parecían los pensamientos de una persona distinta.
Había oído decir que, cuando se acerca el final, todo se vuelve más claro, también ocurre cuando no sabemos que tenemos los días contados; de repente se rasga un velo y vemos con claridad lo que hasta ese instante había permanecido en la sombra.
Mi madre vivió plenamente su tiempo, se dejó arrastrar por aquella corriente colectiva sin sospechar la inminente vorágine del precipicio. Habiendo crecido sin raíces sólidas la arrolló el ímpetu del torrente, no era un sauce, que podía verse embestido por la crecida y permanecer en su lugar, sino, en realidad, una humilde brizna de hierba, como decía en su poesía. El terrón en que había nacido había caído en la corriente, obligándola a una navegación en solitario. Puede que ante el estruendo de la cascada, que al cabo de poco la arrojaría a lo desconocido, haya sentido nostalgia de esas raíces que nunca tuvo.
En el fondo, pensé, la estructura de un hombre no difiere mucho de la de un terreno cárstico: en la superficie se suceden días, meses, años, siglos de un tiempo histórico en continua transformación —por encima de él pasan coches o carrozas, simples excursionistas o un ejército vencido— pero por debajo la vida permanece intacta, siempre igual a sí misma. No existen variaciones de luz ni de temperatura en esas cavernas oscuras, no hay estaciones ni transformaciones, los urodelos chapotean felices tanto si llueve como si hace sol y las estalactitas continúan bajando hacia las estalagmitas como enamorados separados por una divinidad perversa. En ese mundo creado por el agua todo vive y se repite con un orden casi invariable. Así mi madre vivió con fervor los años de la revolución y, para abrazar ese sueño, llegó hasta alterar sus sentimientos: entonces era más importante la aprobación del grupo.
Avanzaban compactados sobre la proa de una imaginaria nave rompehielos, quebrando la corteza cerrada de la superficie, con la mirada fija en el horizonte luminoso de la justicia universal. Prosiguiendo su navegación llegarían al fin a un mundo nuevo, una tierra en la que el mal no tendría ya razón de existir y reinaría soberana la fraternidad. La grandeza de esa meta no permitía dudas ni indecisiones, había que seguir adelante unidos, sin individualismos, sin añoranzas, marcando todos el mismo paso como las hormigas africanas, capaces de devorar un elefante en pocos instantes.
Sin embargo, en un momento dado ella debió apartarse del grupo. Mientras muchos de sus compañeros empuñaban literalmente las armas, mi madre escogió el camino solitario de la introspección. Se ahogaba en la fragilidad, en la confusión y el señor G. se le apareció como el primer salvavidas al que aferrarse. La sostenía permitiéndole flotar y esto, para ella, debía de ser más que suficiente. Durante algún tiempo, las marañas de estrellas con las no resueltas uniones kármicas, frustradas por el paternalismo y el capitalismo, le permitieron proseguir.
Pero bajo esa apariencia, bajo la dureza de la corteza ideológica y la confusa aspiración de una abstracta armonía universal, en realidad, había una joven mujer que, en la parte más oculta de su ser, soñaba, a pesar de todo, con el amor.
En las cavidades profundas el río seguía su curso y era esa agua la verdadera fuente de vida, capaz de apagar la sed, alimentar, fecundar, hacer crecer y unir entre sí a los seres humanos de cualquier lugar de la tierra. Porque es amar y ser amado, y no la revolución, la aspiración más profunda de toda criatura que viene a este mundo.