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La semana siguiente no fui a verlo.

Sus palabras se habían posado sobre mis pensamientos, como el polvo sobre los muebles, resbalando por los resquicios, por los espacios vacíos, oscureciéndolos; no era la suciedad inocente del descuido, que con un paño o un soplo se dispersa, sino un polvo maloliente, capaz de esconder entre sus moléculas metales peligrosos —plomo, arsénico—, sustancias que absorbidas en pequeñas dosis no dan síntomas al principio pero que con el paso del tiempo conducen al envenenamiento y a la muerte.

Muchas veces, al escucharlo me había sorprendido asintiendo a sus palabras; en el fondo compartía el desdén por la apariencia, por la ficción de los sentimientos. La cerrazón que entreveía en la mirada de muchas personas me irritaba y aterrorizaba al mismo tiempo. ¿Qué vida podía haber detrás de esos ojos opacos? Una existencia que de seguro nunca sería la mía, pero ¿qué alternativa se podía oponer a la opacidad? Gracias a su talante (que después de todo también era el mío) mi padre se había apartado del coro, pero ¿era de verdad una vida libre la suya?

La imagen que le gustaba dar de sí mismo era la de un árbol que se recortaba solitario en un claro, alzando la majestuosa estructura de sus ramas hacia el cielo.

¿Pero no se parecía su vida más bien a uno de esos grandes plátanos de tronco potente que bordean las calles de la ciudad, crecido despreocupándose de las meadas de los perros, de los papeluchos, de las colillas de cigarrillos y de las latas acumuladas entre sus raíces, indiferente al espray fluorescente con el que los enamorados trenzan sus nombres, a las obscenidades, que cada temporada son más fuertes, grabadas en su corteza?

Un árbol cuyas raíces no respiran, sofocadas por el asfalto, agotadas por las vibraciones de los autobuses, con las hojas grises y el tronco ennegrecido por el hollín que, a pesar de todo, conserva su poderosa altura porque, como todos los árboles, sólo quiere una cosa —saciarse de luz— y para hacerlo debe continuar elevándose: hacia arriba, más arriba aún, hasta sobrepasar la sombra de los edificios. Una conquista que todos los inviernos es aniquilada por la implacable hacha del Servicio de Jardines que lo poda a la perfección y de sus bonitas ramas no deja más que minúsculos muñones. A pesar de la mutilación, sin embargo, el plátano no se rinde y cada primavera de sus amputados brazos despuntan numerosas varas y, de esas tiernas ramas, las primeras hojas.

Duele ver un árbol en esas condiciones, sobre todo para quien sabe cuánto espacio puede ocupar en un claro. Sin embargo, muchos lo ignoran y se maravillan igualmente.

«¡Mira qué bonito!», le dice el abuelo al nieto mientras pasa a su lado: «¡ha echado hojas!».

Al viejo ni le roza la duda de que esa reducida aparición no es otra cosa que una agonía que dura desde hace decenios, el canto de una ballena cubierta de arpones que se hunde moribunda en el océano.

Mientras estaba con mi padre me sentía como una liebre entre los anillos de una pitón, la complejidad y audacia de sus razonamientos me dejaban sin aliento, me mareaban.

Sin embargo, en cuanto me alejaba y volvía a pensar en sus palabras, el aturdimiento se transformaba en intolerancia y la imagen del plátano se volvía a asomar en mi mente con insistencia. Había buscado la verdad con la misma fuerza con que el árbol tiende hacia la luz entre los edificios pero, negando la vida, al final, sólo se había replegado sobre sí mismo.

Era como un viandante que espera el autobús sentado en una parada en el desierto, sin saber que esa línea ha sido suprimida hace años.

¿Qué habría sucedido si, por ejemplo, en lugar de lavarse las manos ante el embarazo de mi madre, hubiera aceptado la responsabilidad, si se hubiera casado, si hubiera cultivado la relación con su familia de origen, si, en lugar de abandonar la universidad, hubiera seguido con la enseñanza, ocupándose con pasión de sus estudiantes?

En definitiva, ¿cómo hubiera sido su vida, y la de las personas que lo rodeaban, si en lugar de huir de sus responsabilidades las hubiera asumido?

¿Cuál es la relación entre verdad y vida?

Era la pregunta crucial que me repetía durante esos meses. Me lo preguntaba por él pero también por mí.

La noche era el peor momento.

Sola en aquella gran casa, exasperada por el ruido del viento que golpeaba los postigos, tenía la certeza de que su búsqueda de la verdad, con el pasar de los años, se había transformado en un biombo, en uno de esos de bonita artesanía, perfectamente bordados, como los que se usan en China, pero que no dejaba de ser un armazón forrado, un lugar tras el cual esconderse y esconder las cosas.

Si además pensaba en mi madre, la rabia se transformaba en furia. Si ella era tan ingenua, ¿por qué la había abandonado a su destino?, ¿no sentía remordimiento? ¿De verdad yo era sólo el fruto de la reacción bioquímica de dos seres, que sin ella hubieran sido dos extraños? ¿Fue la luz de marzo —la solicitación del hipotálamo con sus tormentas hormonales— la que les impuso el acoplamiento, sus líquidos se mezclaron y eso fue todo?

Les sucede también a los sapos: en febrero se encuentran en las charcas y en marzo regresan a los bosques, dejando allí los huevos. Pero un sapo no se pregunta: ¿quién soy, qué sentido tiene mi vida?

¿Era mi madre un sapo, un puerco espín, una culebra, o, en cambio, una cosa distinta, alguien, en cualquier caso irrepetible? ¿Y era su final, de verdad, imputable sólo a una innata incapacidad de sobrevivir en la jungla de la vida o existían también responsabilidades de otros, acciones no hechas —o mal hechas— por quien estaba cerca de ella y tenía el deber de ayudarla, teniendo seguramente más años y experiencia que ella?

¿Se puede, de verdad, comparar los animales con el hombre?

Más de una vez, en el corazón de la noche —prisionera de la inextricable red de esos razonamientos—, he cogido el teléfono dispuesta a gritarle: me das asco. Te odio. ¡Vete al infierno!, pero cada vez, después del prefijo, me bloqueaba sorprendida por un inexplicable temor.

¿Acaso tenía miedo de su voz irónica, de su inevitable cantinela «sabía que acabaría así»? ¿O lo que temía era caer —sin posibilidad de apelar— en la masa mucilaginosa en la que había relegado con desprecio a «los demás»? Los demás —los normales—, los que se conforman, los que no tienen la inteligencia ni el valor para ponerse en pie y escrutar el horizonte, todos esos miserables que pasan los días siguiendo al que lleva la batuta sin percatarse de que la vida no tiene ningún sentido.

Normales como mi madre, su padre (con la mujer criolla y sus críos mulatos), como los estudiantes que no habían sabido plantarle cara, los amigos (si algún día los tuvo) o las mujeres que no habían tenido el valor de seguirlo, de colonizar con él los primeros frentes de la nada.

Sí, es verdad, en mi indecisión existía también el temor a su desprecio, no estaba preparada para soportar ningún tipo de humillación por su parte. En el fondo era (o al menos así lo creía entonces) el único pariente que tenía en el mundo, el más cercano. Para bien o para mal, el cincuenta por ciento de mis genes se los debía a él.

Durante esos meses empecé a ver claras las cosas que teníamos en común, regulando los prismáticos encontraba cada vez más: por eso, me decía, no me apetece interrumpir bruscamente nuestra relación. Cuando llegue el momento justo iré y con calma y lucidez le enumeraré uno a uno los motivos de mi desprecio. Seré yo la que decida romper y no al revés. Lo último que deseaba era acabar como mi madre, abandonada por la calle como una maleta con el asa rota.

Con la llegada del verano todo el cansancio de ese año —tu enfermedad, tu muerte, el encuentro con mi padre— me pudo, transformándome en un guiñapo. Lo único que deseaba era estar sola, tumbada en algún sitio, sin comida, sin palabras, para recuperar fuerzas como una planta en invierno o como una marmota que espera el deshielo.

Hacía ya tres semanas que había interrumpido mis visitas a Grado.

Una tarde sonó el teléfono. Era él. Con una voz extraña —¿dónde había ido a parar su socarrona impasibilidad?— me reclamaba: «¿Qué pasa? ¿No vienes más?».

Me justifiqué casi sin darme cuenta.

«No me encuentro muy bien. En cuanto me sienta mejor iré».

¿Por qué no se me ocurrió contestarle enseguida «iré cuando me parezca» y sobre todo «si me apetece»?

¿Por qué motivo tenía que sentirme culpable hacia una persona que no había visto más de una decena de veces, un hombre que no había tenido, no digo ya un sentimiento de culpa, sino ni tan sólo el más mínimo remordimiento, un seductor que se había comportado siempre como si sus acciones no tuvieran consecuencias?

No fui ni la semana siguiente ni la otra, aunque me sentía mejor y tampoco le avisé. El teléfono sonó tres días seguidos, siempre a la misma hora, por la tarde, sin que yo pensara ni por un momento alargar la mano y contestar. Evidentemente me estaba buscando, sin conseguir encontrarme. Su ansiedad me procuraba una sorda satisfacción.

Al cuarto día respondí.

«¿Eres tú?», dijo.

Sentí titubeo en su voz, casi temor, parecía la voz de un anciano. Puede que hubiera bebido porque el tono de la voz oscilaba como la llama de una vela expuesta a la corriente.

Esperaba que me dijera algo, que me preguntara cómo me sentía, si me había curado; en cambio, después de un hondo suspiro, dijo: «Aquí ya no se puede estar, es una locura, está lleno de niños que lloran, de televisiones a todo volumen, la escalera está llena de mujeres gordas con el cucharón en la mano, los hombres hacen bricolaje con los taladros; en lugar de matar a sus mujeres utilizan el cortacésped para cargarse los nervios de sus vecinos. ¿Sabes en lo que se ha convertido mi avanzadilla? En el preludio de un modesto Apocalipsis. Cada año es lo mismo, es más, es cada vez peor. Por suerte tengo un amigo que me deja su apartamento de Busto Arsizio durante el verano y es allí donde se desplaza la avanzadilla. Estoy a punto de irme y quería dejarte la dirección, en el caso de que…».

«¿De qué?».

«En el caso de que te apeteciera ir. También hay un teléfono… ¿Tienes donde escribir?».

«Sí», contesté, garabateando su número en una vieja factura.

«Acuérdate, sin embargo, de dejar sonar tres veces. Tres veces y cuelgas. Si no, no contesto. Les permito a muy pocos llamarme».

«Ya lo sé».

«Oye…», su voz había adquirido un matiz de una fragilidad casi inquietante: «quería decirte una cosa más…».

«¿Sí?».

Agudos gritos infantiles lo interrumpieron, dominados por una imprevista música rap a todo volumen.

«Será otro día… no puedo más, ¡huyo!».

Con el verbo de la huida —su preferido— colgó el teléfono.

Ante ese «quería decirte una cosa más» mi corazón se aceleró, me esperaba una revelación, un reconocimiento, un recuerdo, un arrepentimiento: algo que llevara nuestra historia a los banales caminos de lo humano, que me autorizara a dejar de llamarlo Massimo para llamarlo papá.

En cambio es posible que sólo quisiera decirme que se iba, pero ¿no significaba esto que comenzaba a ceder: te digo dónde estoy porque te necesito, porque espero que me encuentres, porque ya no puedo vivir sin oír tu voz, sin tu mirada?

Después de su llamada telefónica bajé al jardín.

El aire estaba saturado de ozono y por el este llegaban las nubes veloces y amenazadoras de un gran temporal, rasgadas, en la lejanía, por relámpagos que empalidecían el horizonte. Un viento seco —el que precede a la tempestad— sacudía las ralas copas de los pinos negros haciendo crepitar sus ramas, para después abalanzarse sobre los frutos dorados del ciruelo que se desplomaban en tierra con el ruido que hacen las cosas saturadas de agua al caer. Por el lado opuesto el sol desaparecía y lo que se salvaba de la normal rotación terrestre se lo tragaban las nubes que avanzaban.

Pronto se desencadenaría la tempestad en la meseta, pero en mi mente y en mi corazón ya había empezado, había arrancado los hilos y la electricidad corría por todas partes como un duende loco de alegría.