Olor a cerrado, a humo frío, penumbra. Muebles blancos de casa de vacaciones en la playa, postigos desencajados con el laminado levantado por la humedad. Libros por todas partes, hojas desparramadas, en el suelo, una vieja máquina de escribir cubierta con su funda, un ordenador portátil abierto —única fuente de luz—, periódicos, revistas, una botella de whisky con un vaso, al lado, opaco por las huellas de los dedos, una colcha sucia para proteger una cama de niño transformada en sofá.
En el centro de la habitación, él.
La misma cara de la foto, sólo que algo más hinchada, el cabello negro, la barba canosa, los ojos llameantes, el físico aún delgado pero ligeramente caído por la barriga que tensa los botones de la camisa, como si quisiera arrancarlos.
«¡Qué buena sorpresa para una tarde que de lo contrario se anunciaba melancólica!».
«Encantada, Elena», dije antes de sentarme en el desvencijado sofá cama.
Más que hablarle de mí o de mis estudios, tema sobre el que no precisé nada, lo dejé hablar. Parecía que no esperaba otra cosa. Debía de ser un hombre muy solo, con la cabeza llena de pensamientos, y le parecía mentira que hubiera alguien que lo escuchara.
La curiosidad tuvo la prioridad sobre la rabia. Intentaba verlo con los ojos de mi madre, ¿qué le habría llamado la atención? ¿Qué emociones lograría suscitar en ella como para determinar de manera tan trágica su destino?
«Te sorprenderá», continuaba él, en su largo monólogo, «que haya escogido vivir en un lugar tan alucinante, a lo mejor hubieras preferido venir a verme en un loft transformado a partir de una vieja pescadería en Venecia, con muebles antiguos y viejos grabados en las paredes, pero eso, ¿entiendes?, hubiera sido, una vez más, un convencionalismo, habría adherido al modelo preestablecido —el profesor de filosofía en su hábitat natural— y eso es precisamente lo que no quiero hacer, meterme en un molde que me ha preparado otro. En el desarraigo se da también esto —colonizar los frentes de la nada—. Voy donde nadie tendría nunca el valor de ir ¿y sabes por qué? Porque no tengo miedo. Eso es todo. Al no vivir en la mentira de una unión, no temo nada. Es la ficción la que nos convierte en frágiles. Debemos llenarnos de cosas, de objetos y de simulacros para controlar el terror, pero esta acumulación, en lugar de procurar alivio, genera un terror aún más grande, el de perder. Más lazos tenemos, más vivimos en el pánico, las personas se mueren o nos abandonan, las cosas se pierden o se rompen, son robadas y, de golpe, nos encontramos completamente desnudos. Desnudos y desesperados. Naturalmente siempre hemos estado desnudos, sin embargo, hemos hecho como si no lo supiéramos, como si no lo viéramos y cuando lo descubrimos es con frecuencia demasiado tarde para ponerse a salvo. Si no te puedes agarrar a nada, te preguntarás, ¿cómo haces para salvarte? Te salvas no actuando —o mejor aún, actuando en armonía con la nada—. La nada nos precede, la nada cubrirá nuestros pasos. En la nada radica la sabiduría del aparecer y desaparecer, por eso debemos entregarnos a la nada como a una nodriza generosa… Colonizar los frentes de la nada es justamente el título del ensayo sobre el que estoy trabajando…».
Pasaba el tiempo y no lograba inserirme en el curso de sus frases. Me quedaba una hora antes del último autobús. No sabía cómo afrontar el asunto.
Por suerte, en un cierto momento, se levantó para llenar de nuevo su vaso de whisky y mi mirada se posó en un bellísimo tapiz persa, la única cosa antigua de la casa.
Se lo indiqué: «Y eso, ¿de dónde viene?».
«¿Te parece una señal contradictoria? Efectivamente lo es… Mi padre vendía tapices y ése es uno de los últimos que me han quedado».
«¿Un recuerdo?».
«No, mi caja fuerte. Algo para vender en caso de necesidad».
En lugar de sentarse en la silla vino a mi lado en el sofá cama, los muelles chirriaron por el peso. Permanecimos un momento así, en silencio; no lejos un perro ladraba desesperadamente, acto seguido cogió mi mano entre las suyas y empezó a observarla.
«Antiguamente se decía que la mano de una persona encierra todas las cualidades de su alma… Aquí veo inteligencia y nobleza de pensamiento… Se parece mucho a la mía».
Nuestras manos estaban apoyadas sobre mi pierna, una al lado de la otra. La mía temblaba levemente.
«Se parece porque soy su hija», dije con una voz que me sorprendió por su serenidad.
A los ladridos del perro se habían añadido las blasfemias de un viejo que, sin conseguirlo, intentaba acallarlo.
Inmediatamente se alejó de mí.
«¿Es un chiste?», su voz era entre alarmada y divertida, «¿o una mala obra de teatro?».
«Padua, años setenta. Una alumna suya…».
Se puso de pie para mirarme mejor a la cara.
«Años maravillosos, las chicas caían en mis brazos como abejas en una corola».
«La evidencia de la verdad».
Una dura luz cruzó sus ojos volviéndolos opacos y eliminando sus distintos reflejos.
«Si quieres recriminarme algo te digo enseguida que te has equivocado».
«Ninguna recriminación».
«¿Qué quieres, entonces? ¿Quieres un resarcimiento, dinero? Si es por eso lo máximo que te puedo dar es un tapiz».
«No necesito dinero ni quiero tapices».
«¿Entonces, por qué has venido hasta aquí?, suponiendo que tú seas de verdad mi hija».
«Por curiosidad. Quería conocerte».
«Entre seres humanos el conocimiento total es imposible».
«Pero la curiosidad es un atributo de la inteligencia».
«Touché!».
Faltaba poco para que pasara el autobús y mientras me ponía la chaqueta abrió la puerta de la casa diciendo: «Vuelve cuando quieras. Por las tardes estoy siempre aquí, por las mañanas mejor que llames por teléfono porque salgo con frecuencia».
Después de aquella primera visita volví a verlo todas las semanas durante tres meses. A menudo íbamos a pasear a la playa, la estación estival aún quedaba lejos y en el rompiente se pudrían montones de algas que en los días de sol desprendían un fuerte olor que atraía a manadas de gaviotas reales, siempre en busca de comida.
El nivel del agua oscilaba mucho con las mareas. A veces, los jubilados-pescadores debían alcanzar casi el horizonte para poder encontrar almejas y vieiras.
De vez en cuando nos cruzábamos con personas que hacían jogging, jóvenes atléticos u hombres de barriga voluminosa, empapados de sudor incluso en pleno invierno.
Frecuentemente, durante los días más cálidos, los enamorados se sentaban en los troncos arrojados en la playa por las mareas.
«¿Sabes por qué a todos los enamorados les gusta mirar el mar?», me preguntó una vez mi padre mientras señalaba una pareja abrazada. «Porque están convencidos de que su amor no tiene fin, como el horizonte. En definitiva, a una línea ilusoria le sobreponen un sentimiento ilusorio».
No perdía ocasión para demostrarme la falacia del mundo aparente. Maya (la gran ilusión cósmica, según la filosofía védica hindú) nos encierra en su red mágica en la que pocos elegidos logran encontrar una salida y huir, abriendo finalmente los ojos. Todos los demás están obligados a perseguir sombras.
«El amor no puede ser sólo una sombra», repliqué.
«Por supuesto que lo es. Es la sombra de la parcialidad. ¿Ves?, ahora yo me siento contento de pasear contigo por la playa, disfruto hablándote de muchas cosas, pero ¿es esto amor? No, es sólo la satisfacción del conocimiento de una parte. De ti, que dices ser mi hija, amo el reflejo de mi propia inteligencia, lo que conozco de mí y que puedo ver en ti. Pero si, por ejemplo, tú tuvieras un rasgo genético distinto (de alguna tía estúpida de tu familia o de la mía), si tú fueras una niña tonta que vive para los talk show y para los pantalones de última moda, te habría echado inmediatamente y habría cambiado el número de teléfono para que no me encontraras. No me interesa poseer sino más bien reconocer una señal, una huella que, misteriosamente, persiste de generación en generación. Es precisamente por eso —por la no posesión— por lo que te he dejado libre. Intenta imaginar si tú hubieras sabido, desde el principio, que eras la hija del profesor Ancona. Automáticamente habrías actuado según esquemas de comportamiento predefinidos, sintiéndote quizá obligada a ser la primera de la clase. O a lo mejor, por contraste, habrías hecho cualquier cosa para parecer lo más tonta posible, taladrándote hasta los párpados con clavos y siguiendo como una oveja todas las abominables modas con tal de hacerme enloquecer de rabia. En cambio, así has crecido sin condicionamientos y has llegado a ser lo que verdaderamente tenías que ser, no una planta de vivero sino un árbol que crece solo y majestuoso en medio de un claro y todo esto gracias a mí porque me he escondido, me he apartado. No creas que no ha sido un sacrificio para mí, he debido renunciar a las tantas pequeñas alegrías concedidas a los padres, no he querido cortarte las alas. ¿Comprendes? He preferido que fuera tu patrimonio genético el que se manifestara, sin deformaciones, sin condicionamientos, porque a fin de cuentas ésa es nuestra esencia. Durante milenios, nuestro ADN ha estado enrollado encerrando entre sus espirales el secreto de nuestra capacidad de supervivencia: vives, sobrevives y mueres; todo está escrito ahí, en esos micrones de materia».
Ese día el sol calentaba. Nos sentamos en un patín de agua que estaba en la arena y nos quitamos las chaquetas. Mi padre encendió un cigarrillo. Mi mirada se posó en un cormorán muerto no muy lejos de nosotros; una rapaz debió de comerle la cabeza y las moscas se agolpaban sobre el muñón de su cuello, si lo hubiera desplazado habría encontrado a los sepultureros en plena faena.
En ningún momento me preguntó por mi madre, ni quién era —si era una de tantas— ni qué había sido de ella. Me parecía extraño.
«Mi madre ha muerto», dije, sin mirarle a la cara.
«¿Ah, sí?».
«Hace casi veinte años. Yo tenía cuatro».
«También esto es, en cierto modo, una suerte. ¿Y cómo?».
«En un accidente de coche pero no sé mucho más. Creo que ya no podía más y que, de alguna manera…».
El humo del cigarrillo ascendía formando anillos regulares delante de su cara. Suspiró profundamente.
«Así es… el gen de la ingenuidad delata, con frecuencia, un defecto».
«¿Cuál?».
«El de la autodestrucción».
Un día, después del paseo, me llevó a comer a la ciudad vieja, a un mesón del que era probablemente cliente habitual porque el camarero, ya mayor, lo llamó profesor mientras lo acompañaba a la mesa.
«Pensarán que eres mi última conquista», susurró mientras se sentaba.
«¿Desde cuándo te importa lo que dicen los demás?», hubiera querido replicar, pero me callé.
Desde la pared a sus espaldas, el borracho de un cuadro al óleo me miraba; tenía una jarra vacía delante, el sombrero ladeado y dos lágrimas le surcaban el rostro. En el cuadro de al lado un enorme sol naranja envolvía dos caballos blancos enfrentados morro contra morro, patas con patas, no resultaba claro si por rivalidad o por amor. En el fondo, es lo mismo, habría dicho mi padre.
«Pide el caldo con polenta», me sugirió.
«No, prefiero los calamares fritos».
Mientras esperábamos nos trajeron entremeses y vino blanco. Era la primera vez que lo veía comer. Pensaba que lo haría con soberana indiferencia, como todo lo demás, y en cambio, con gran sorpresa por mi parte, lo devoraba todo con avidez, la mirada baja, los dedos rápidos, como si saliera de una abstinencia.
Hasta entonces no me había dirigido ninguna pregunta sobre mí ni sobre mi vida. Mientras lo observaba inclinado sobre su plato, tuve la fundada sospecha de que si en mi lugar hubiera un maniquí o una silueta de cartón sería exactamente lo mismo. Pero era yo la que quería saber de él, y así, durante la interminable espera del caldo, lo interrogué por su familia.
La madre era de Rodas y el padre, Bruno Ancona, era comerciante de alfombras; en realidad, se había licenciado en Económicas y heredó el negocio de alfombras de su suegro. Entre trabajar para una compañía de seguros y viajar por Oriente en busca de las mejores piezas, prefirió la segunda opción. Vivían en Venecia, donde en 1932 nació él.
Poco antes de las leyes raciales se embarcaron en una nave con destino a Brasil, logrando llevarse un arcón de alfombras con ellos. Su madre había intentado oponerse con todas sus fuerzas: sus amigas de las partidas de canasta seguían permaneciendo en sus casas, no había ningún motivo para alarmarse.
Eran italianos. Italianos como todos los demás.
El marido tuvo que soportar sus quejas durante toda la travesía. «Tienes demasiada imaginación», le repitió, «y tu imaginación nos llevará a la ruina».
El suplicio no se interrumpió ni tan sólo en São Paulo. Todo era excesivo para ella: demasiada humedad, demasiado calor, demasiado sucio, demasiado pobre, demasiado lleno de negros y, más grave aún, no había nadie con quien jugar a la canasta. Aguantó dos años más y después enfermó y se murió.
«Una mujer estúpida, en definitiva», fue el comentario que hizo mi padre. «Muy guapa, morena, con ojos como carbones encendidos, pero estúpida».
Bruno, en cambio, no era nada estúpido, tras un año de viudedad se casó con una bella criolla y trajeron al mundo una ristra de hijos de color.
Él, Massimo, al final de la guerra se hizo entregar por el padre lo que le correspondía y regresó a Europa. No volvió a verlo ni a saber de él, ni tan sólo sabía si había muerto.
«Esto tampoco tiene ninguna importancia», concluyó, chupando ávidamente la concha de un crustáceo. «El pasado no se puede modificar y el futuro no nos pertenece por derecho. Lo que existe de verdad es el presente. Sólo el instante tiene importancia».
Esa noche, regresando a Trieste, el olor a frito me persiguió hasta dentro de mi casa. Estaba cansada y sólo deseaba dormir, pero a pesar de eso tuve que ducharme. Temía que durante la noche esa desolación penetrara dentro de mí y se mezclara con la tristeza.