¿Quiénes son nuestros padres, qué hay detrás de esos rostros que nos han engendrado? Entre millones de personas sólo dos, entre centenares de millares de espermatozoides sólo uno. Antes de ser hijos de nuestra madre y de nuestro padre somos el resultado de millones de combinaciones y elecciones —hechas y no hechas— sobre las cuales nadie es capaz de arrojar luz. ¿Por qué razón ese espermatozoide y no el que está un poco más a la derecha? ¿Por qué sólo ése contiene las características que dan vida a la persona que se necesita? El recién nacido puede ser Leonardo o un fontanero o también un cruel asesino.
Y si verdaderamente todo está ya predispuesto como en el menú de un restaurante, si Leonardo debe convertirse en Leonardo y en nadie más, y lo mismo sucede con el asesino y el fontanero, ¿qué sentido tiene toda nuestra existencia? ¿Estamos realmente sólo hechos de piezas de una caja de montaje y, en cada caja, hay una cifra que determina el proyecto?
Puede que en el cielo alguien —como un ama de osa hacendosa— decida: para hoy cuatrocientos fontaneros, unos ochenta asesinos y cuarenta y dos científicos.
O bien el cielo está vacío, como dicen muchos, y las cosas avanzan por una especie de movimiento perpetuo: la materia empezó a aglutinarse en un tiempo remoto y ahora ya no es capaz de detenerse y genera formas cada vez más complejas. Y es precisamente esta complejidad la que ha dado inicio a la gran ficción, la que quiere hacernos creer en alguien que está ahí arriba.
¿Por qué dos personas, que hasta hace pocas horas no se conocían, por un acto que no dura más de pocos minutos se convierten en nuestros padres? ¿Es éste nuestro destino, ser la mitad de uno y la mitad del otro, incluso si el azar nos manda en adopción al otro lado del mundo?
De todas maneras nosotros somos parte de ellos.
Ellos y sus padres y los padres de sus padres y aun más arriba, hasta cubrir las ramas de todo el árbol genealógico —la pasión por los insectos del abuelo, el amor por el canto de la bisabuela, la atracción por los negocios del tatarabuelo, el alcoholismo del otro abuelo, la voluntad de arruinarlo todo de los primos, el instinto suicida de un par de tíos, la obsesión por el espiritismo de una tía abuela—, todo está encerrado en nuestro interior como en una bomba de relojería: no somos nosotros los que ajustamos el temporizador, viene fijado desde el inicio sin que lo sepamos. La única sabiduría consiste en ser conscientes de que en nuestro interior —de un momento a otro— puede explotar algo incontrolado.
Así, un hombre y una mujer —de entre millones— en un momento determinado de sus vidas se encuentran y, tras un tiempo variable que va de unos cuantos minutos a una decena de años, se duplican en otra forma de vida.
Al inicio de ese acoplamiento, según los estudios más avanzados, se halla de nuevo el olfato, como en el caso de los pájaros migratorios.
De hecho, un ser humano comprende por el olfato que los gametos de la persona que tiene delante deberán unirse a los suyos. No hay un porqué ni un quizá sino sólo la ley de la vida que exige (según parece) que la calidad biológica predomine sobre cualquier otra.
Es pues el olfato lo que sugiere la cópula, porque este extraordinario sentido (sana herencia de nuestros antepasados) no falla la puntería y su tiempo es el imperativo: haz esto, haz aquello, sólo así tu descendencia brillará por mucho tiempo, como una estrella.
¿El olfato o la casualidad?
¿La especie mejor o la fragilidad de los seres humanos, con su inagotable e inexplicable necesidad de amor?
La única imagen que tengo de mi padre de joven —del que descubrí más tarde que era mi padre— es una fotografía de grupo. Está de pie al lado de mi madre, tienen un vaso en la mano como si estuvieran brindando —una reunión o una fiesta, no se sabe—, ella mira hacia arriba con la misma devoción de un perro que observa a su amo, el humo de su cigarrillo se mezcla con el humo que flota en la habitación. En el reverso, a lápiz, una fecha, marzo 1970.
La foto estaba mezclada con muchas otras de familia en una maleta grande de cartón cubierta por un par de alfombras. Encontré también muchas cartas, algunas atadas juntas con cintas de distinto color, otras metidas de cualquier manera en bolsas de plástico, junto a postales de Salsomaggiore, de Cortina, de las Pirámides, de Porretta Terme, billetes de tren, entradas de museos, participaciones de bodas y nacimientos, mensajes de pésame y en el fondo cuatro o cinco cuadernos y agendas que —a juzgar por las tapas— pertenecían a distintas épocas.
Además habías guardado, por motivos que sólo tú podías aclarar, dos cajas de alfileres (una de imperdibles y otra de los de costura, con la cabeza de colores), unas tijeras rotas, una vieja caja de caramelos que contenía botones de todas las formas y tamaños, una goma de borrar, un tubo de cola seco, una caja de cerillas sueca, un prospecto de la sociedad de los latinistas aficionados, un horario de trenes de posguerra, recortes de recetas de cocina y una Biblia a la que el tiempo, o los ratones, habían quitado las tapas.
A juzgar por el polvo, la maleta no se había abierto en años. Está claro que tú no te habías aventurado a subir desde hacía tiempo y a mí nunca se me había ocurrido hacerlo. El deseo de mirar hacia atrás y explorar el pasado surge sólo cuando las cosas, de repente, cambian por un imprevisto o por algo terrible: una enfermedad, un vacío; entonces se coge la escalera y el valor, ambos son necesarios para subir hasta el polvo y abrir la maleta: ahí dentro —comprimidas— hay palabras no dichas, acciones no realizadas, personas no conocidas y basta un impacto mínimo para que se desaten los fantasmas.
No fue el fantasma de mi padre el primero que me vino al encuentro (de todas formas no habría podido reconocerlo) sino el de mi madre. Lo vi de repente, estaba escondido entre un diario, un paquete de cartas y unas fotos sueltas.
Lo cogí todo, con mucha cautela, y bajé al salón; no quería quedarme arriba, en su territorio, me sentía demasiado vulnerable. Para hacer como si no estuviera sola, encendí la televisión y me senté en un sillón.
El diario era de cartón de Florencia, con pequeños lirios. En la primera página alguien había escrito con bolígrafo rojo y en mayúsculas REBELIÓN —subrayándolo tres veces— y rematado con un número impreciso de signos de exclamación.
14 de septiembre del 69
Exaltación de la Santa Cruz
¿Qué habrá de exaltante en una cruz? ¡Bah! ¡Lo único exaltante de este día es que es mi primer día de libertad! Lejos de los miasmas de Trieste, lejos de la reclusión de la familia.
No ha sido fácil imponer mi decisión. Las mismas facultades las hay también en Trieste, ¿por qué asumir los gastos de un traslado a otra ciudad?
Sin embargo, la momia ha cedido antes de lo que yo pensaba, la palabra mágica ha sido «autonomía»:
«¡Quiero poner a prueba mi autonomía!». Se le iluminó el rostro. Si es por eso, dijo, estoy de acuerdo. Podría haberle dicho que me habría ido de todas maneras. Soy mayor de edad y hago lo que me da la gana.
Vine aquí en julio y encontré enseguida una casa, contestando a las ofertas del tablón de anuncios. Es un auténtico agujero y lo comparto con Tiziana, que es de Comelico y estudia medicina.
De todas formas estoy poco en casa, me siento como un perro que al cabo de muchos años ha logrado saltar la valla, voy siempre olfateando el aire, con los ojos abiertos de asombro, con ganas de probarlo todo, de comprenderlo todo.
21 de septiembre
Compra hecha —¡debe ser suficiente para una semana!
27 de septiembre
La mitad de lo que he comprado ha desaparecido de la nevera. He interrogado a T., que lo niega todo. Evito discutir.
2 de octubre
Llamada de m. Cuando ha sonado el teléfono estaba todavía durmiendo. Dice que el viento del norte sopla muy fuerte y que ha partido el tronco de un árbol. «¿Y a mí qué más me da?». Le contesto y cuelgo. Sé perfectamente que es sólo una manera de controlarme.
13 de octubre
Primera clase. El aula está abarrotada, llego tarde y me toca quedarme de pie. El profesor es viejo y tiene fama de fascista. Mientras habla hay tensión en el ambiente, vuelan pelotas de papel de un lado a otro. Cuando al final expone el programa del curso un pequeño grupo se levanta y empieza a silbarle, seguido por la mayoría de los presentes. Él sale enfurecido dando zancadas, acompañado por un coro de risas.
15 de octubre
T. no hace nunca la compra, espera que la haga yo para vivir como un parásito. Es una tacaña y un día de éstos se lo voy a decir.
30 de octubre
Llamada de M., siempre de madrugada, debe de estar convencida de que la vida de los estudiantes se parece a la de los campesinos. «Se acerca el puente de San Justo», ha dicho, «¿por qué no vienes?». He sido generosa, he contestado: «porque tengo que estudiar», me he dado la vuelta al otro lado y seguido durmiendo.
4 de noviembre
Hoy, al despertarme, he pensado en los tiempos que estamos viviendo. Increíble. Todo cambia a una velocidad de vértigo, ya no hay espacio para la hipocresía, para el conformismo, para la injusticia, es como si todos nosotros, de repente, hubiésemos abierto los ojos y comprendido que no se puede seguir así. ¡Basta con los simulacros! ¡Basta con la esclavitud! ¡El amo ya no puede explotar al obrero! ¡El hombre ya no puede explotar a la mujer! La religión no puede seguir oprimiendo a los hombres.
Libertad es la «palabra» para los tiempos venideros. Libertad para los trabajadores, libertad para las mujeres, libertad para los niños que no deberán seguir enjaulados en la estrecha rigidez de la educación. ¡No hay que cortarles las alas, sólo de la espontaneidad y de la libertad puede nacer un mundo diferente y seremos nosotros —precisamente nosotros— los protagonistas de este cambio revolucionario!
18 de noviembre
Han empezado las clases de filosofía del lenguaje. Las da un asistente que tiene unas cuantas canas pero eso lo hace todavía más fascinante. Es el único profesor con barba. Todos lo escuchan con atención. Saliendo del aula le he dicho a C, mi nueva compañera de estudios: no está nada mal el profesor Ancona. Ha sonreído con malicia: «¿Crees que eres la única que se ha dado cuenta?».
2 de diciembre
C. ha logrado arrastrarme a un grupo de conciencia personal. Al principio me sentía un poco intimidada, todas hablaban de su cuerpo.
Según ellas era sólo gracias a la desintegración del atávico sentimiento de culpa como finalmente habían aprendido a conocerlo y a reconocer, también, la inaudita violencia perpetrada contra su imaginario con la obligación infantil de tener que jugar sólo con muñecas y cacerolitas.
«¡El preludio de la esclavitud!», gritó una de ellas y todas aplaudieron.
Se acercaba mi turno y no sabía qué decir, pero me vino un flash a la mente, un episodio con mi padre: tendría yo seis o siete años y, después de comer caminando con mucho cuidado, le llevé el café al salón. «¡Qué buena mujercita de su casa!», comentó sonriéndome.
Ahora lo veía claro, había vivido hasta ahora con ese estigma dentro, con ese peso, con el destino trazado. ¿Y si hubiera querido ser neurocirujana o ir al espacio? Mis palabras suscitaron atención y consenso. ¡Al diablo las buenas mujercitas y todos los cortadores de alas! Saliendo de la reunión tuve la impresión de sentirme más ligera.
27 de diciembre
Para no transformar la guerrilla en guerra me tocó pasar la Navidad en casa. Estaba la acostumbrada corte de amigas viudas, de mujeres deprimidas, de parientes lejanos que no saben con quién pasar la Nochebuena, así al menos estamos todos juntos y además nos sentimos todos tan buenos.
M. como de costumbre se hacía la víctima, decía que había tenido que cocinar dos días enteros y esperaba recibir, en cambio, aplausos y gritos de júbilo y así fue, como lo exigía el guión: hay que representar la comedia hasta el final, sin cambiar nunca la trama. «Ha sido una velada estupenda, gracias, querida», beso beso, «por favor, no ha sido nada», y se seguía así, como en un minueto empalagoso.
Empalagoso lo era también el árbol con todos sus hilos plateados y todavía más empalagoso el belén, máxima representación del lavado de cerebro universal, la sagrada familia que desde hace dos mil años castra las familias normales, que no tienen nada de sagrado pero hacen como si lo tuvieran, beben cálices de veneno puro y siguen adelante, sonriendo.
Por la noche, en mi cama, pensé que, en el fondo, la Virgen es el emblema de la mujer de tiempos pasados, la más explotada, porque tuvo un hijo sin tan sólo disfrutar de la relación, le bastó mirar al Espíritu Santo a los ojos para fastidiarse y hace casi dos mil años que arrastra esa expresión embelesada.
Así, por la mañana, antes de marcharme, le di una alegría y en el belén, en su lugar, cerca de San José dejé una nota en la que había escrito «apáñatelas». Después cogí la estatuilla y me la llevé a tomar un poco el aire.
Antes de subir al autobús, la puse encima de la valla detrás de la parada. Esperemos que alguien la coja y la lleve a dar una vuelta para que se pueda resarcir del tiempo perdido.
31 de diciembre
Como T. se ha quedado en su valle nevado, he organizado una gran fiesta para esta noche. Mientras hacía la compra me he encontrado con el profesor A. y al verlo mi corazón ha dado un vuelco. Quería saludarlo pero me venció la timidez, probablemente me habría mirado estupefacto, ¡tampoco puede acordarse de todos sus estudiantes!
Mientras me alejaba con el carrito he tenido la sensación de que me miraba, tiene los ojos oscuros como el carbón y cuando habla parece que centellean. Tal vez por eso he sentido un gran calor entre los omóplatos.
Adiós, año viejo, te saludaremos envueltos por la gran humareda de la pipa de la paz.
Con ese final de año cerré el diario.
En algún lugar, fuera, sonaba la alarma de un coche, la televisión transmitía un talk show, todos hablaban y hablaban con los rostros vacíos. En la cama las sábanas estaban extremadamente frías, por mucho que me acurrucara no lograba entrar en calor, entre los batientes, la luna de abril cortaba en dos el suelo y la mesa, hasta posarse sobre la fotografía de Ilaria.
Entre todas las cosas que había imaginado, soñado y supuesto sobre mi madre, en ningún momento me vino a la mente la más sencilla: el hecho de que sólo era una chica.
A la mañana siguiente a las nueve estaba ya en el salón. Antes de retomar el diario dispuse las fotografías como si fueran las cartas de un solitario: ella sola, ella con sus amigas, las fotos que ella hizo, las fotos con representantes del otro sexo, aunque éstas, sin embargo, eran escasas y eran casi todas fotos de grupo.
Entre ellas había una sacada en un fotomatón, debía de ser invierno porque llevaba una bufanda y un gorro de lana, al lado suyo una presencia masculina, una mano le cubría el rostro y entre los dedos abiertos se entreveían apenas los ojos y los pelos de la barba. ¿Era carnaval? ¿Estaban jugando? ¿Qué significaba aquella mano abierta? ¿Una negación? ¿Una barrera? Quizá estaba casado y no quería comprometerse o simplemente no quería que se supiera que mantenía relaciones con sus estudiantes.
Comparé esa fotografía con otra, la del brindis de grupo: además del hombre con la barba, al lado de mi madre había otro más esmirriado con la cara llena de granos, un poco más a la derecha, agachado como un futbolista, delante de un par de amigas —¿Carla? ¿Tiziana?—, un tipo descolorido, con ojos saltones azules y una bufanda roja demasiado ajustada al cuello.
¿Podía ser hija de éste?, ¿o del de los granos? En realidad el único con barba era el hombre a sus espaldas: comparé sus manos con las mías, sus ojos con los míos y seguí leyendo.
Avanzaba por las páginas con mucha cautela, como un conductor que antes de meterse por una carretera ve la señal de peligro —peligro avalancha, peligro caída de piedras, peligro precipicio— pero no se detiene, sigue con el pie en el freno, la mano dispuesta a cambiar de marcha y el corazón en un puño porque ése es el único camino en el mundo que desea recorrer hasta el final.
6 de enero
La befana[1], vieja bruja, me ha traído un regalo. Me arrastraron, a pesar de que no me apetecía, a una fiesta de gente desconocida y allí me encontré con el profesor A.
Hice como si nada cuando lo vi, o al menos lo intenté porque mis mejillas se pusieron de golpe incandescentes. Entonces me volví hacia la pared y me puse a charlar con una chica que apenas había conocido en una reunión feminista, mientras pensaba en cómo acercarme a él.
No fue necesario porque fue él quien se me acercó.
«Me da la impresión de que nos hemos visto ya», dijo mirándome fijo a los ojos, mientras bebía lentamente un sorbo de vino blanco.
Creo que mi voz salió de golpe demasiado chillona: «¡Sí, en el supermercado!». (¡Qué estúpida!). Después, por suerte, añadí: «Soy alumna suya».
Entonces me tomó del brazo.
«¿Te interesa la filosofía?».
«Muchísimo».
Al terminar la fiesta salimos a pasear bajo los pórticos y caminando llegamos hasta los canales. La niebla se levantaba y, en el silencio de la ciudad dormida, se oía sólo el murmullo del agua y nuestra respiración. Mientras cruzábamos la plaza de la basílica del santo —su brazo prácticamente ceñía mi talle—, por oriente, el sol empezó a aparecer iluminando las fachadas y los tejados.
«¿Lo ves?», dijo entonces, «la filosofía y el sol se parecen, ambos deben ahuyentar la noche —la noche física y la noche de la mente—, la que hace que el hombre viva sumergido en un océano de superstición».
Nos separamos en mi portal.
«¿Nos volveremos a ver?», pregunté.
Él me saludó misterioso con la mano abierta.
11 de enero
Desgraciadamente me vuelvo a morder las uñas. He buscado su nombre en la guía pero no hay ningún Massimo Ancona. No puedo llamarlo y no sé dónde vive. No me queda otra cosa más que esperar…
15 de enero
Para sentarme en primera fila he llegado al aula una hora antes, pero no me ha mirado en ningún momento, aunque yo estaba justo enfrente de él. Quizá no quería distraerse, no quería delatarse ante los demás.
Lo he esperado a la salida, pero una pelirroja ha sido más rápida que yo, se alejaron juntos por el pasillo hablando como si se conocieran desde hace tiempo. Una futura licenciada suya probablemente…
25 de enero
He faltado a otras dos clases, creo que estoy enloqueciendo. Con frecuencia paseo cerca de aquel supermercado con la esperanza de encontrarme con él. Nada.
28 de enero
Fiestas de carnaval, una tras otra, pero no me divierto en absoluto. Las chicas del grupo se han vestido de brujas, en cambio yo hubiera querido vestirme de esqueleto porque es así como me siento sin él, sin su mirada, muerta. Voy a las fiestas sólo con la esperanza de encontrarme con él. Él no está y acabo fumando. Por lo menos así el tiempo pasa más rápidamente…
30 de enero
Quisiera interrumpir la clase gritándole a la cara: ¡¿Por qué no me miras más?! Esta noche he soñado que lo hacía, por la mañana tenía la mandíbula rígida como el acero. Me he desahogado con C. Ella dice que se trata sólo de miedo, intuye que entre nosotros el sentimiento es demasiado grande, demasiado importante y que por eso tiene miedo de seguir. Creo que tiene razón.
¿Por qué huir si aún no ha pasado nada entre nosotros? C. me ha aconsejado dar el primer paso. Los tiempos han cambiado, ya no es el momento de ir de niña bonita por la vida y lamentarse.
2 de febrero
He logrado por fin poner una nota en su casillero en la sala de profesores. Tras un largo rato de reflexión, he escrito: «la luz del intelecto ahuyenta las tinieblas de la superstición, estoy libre todas las noches para esperar juntos el amanecer». Después, por seguridad, he escrito debajo mi nombre y dirección.
6 de febrero
Me confundía entre la gente del aula y creo que él me empezó a buscar con la mirada. He sonreído y me parece que él también lo ha hecho.
12 de febrero
Ilusión, ilusión, ilusión… Puede que incluso regrese a Trieste, que lo cierre todo y vuelva a empezar en otro lugar o bien ahogarme en una nube de humo…
15 de febrero
C. ha traído unas pastillas, dice que podríamos hacer un viaje fantástico, un viaje por tierra de hadas, por mundos que nadie más puede ver. Le he contestado que en este momento sólo deseaba hacer un viaje, y era entre los brazos de Massimo…
2 de marzo
¡Ha sucedido! ¡Ha sucedido! ¡Ha sucedido! ¿Será el efecto mágico de la primavera? ¡¿Quién sabe?! ¡Y a quién le importa! Lo importante es que haya ocurrido.
¡Y yo que me creaba tantos problemas! Cuando ha llamado a la puerta yo ya estaba en la cama, le he abierto en pijama (un pijama con ositos, ¡vaya femme fatale!). He tartamudeado: «lo siento, no estoy…», sus manos cálidas me han acariciado las mejillas: «También así estás guapísima».
15 de abril
Quizá he nacido sólo para vivir estos días. Con él a mi lado, todo cambia, me siento como un gigante, en mi mente ya no hay miedos ni conformismos, mi cuerpo ya no tiene límites. Massimo no teme las barreras, al contrario, las busca adrede para poderlas destruir.
En Pascua, dos días en casa, es como aterrizar en otro planeta.
M. dice: «¡Por fin tienes buena cara!».
¡La apariencia! Lo único que les interesa a mis padres. La apariencia, como la máscara de cera de los muertos.
Si ella fuera otra persona, podría contarle lo que estoy viviendo, pero ¿qué se le puede contar a un lenguado que ha vivido siempre en el congelador? De vez en cuando los miro, observo a mis padres encerrados en el vacío absoluto que los envuelve: no tienen nada que decirse, no sienten nada el uno por el otro, me pregunto incluso cómo han hecho para concebirme y si en realidad soy su hija. ¿Me parezco a ellos? ¿No me parezco?
Puede que él sea impotente, quizá me han adoptado y no han tenido el valor de decírmelo, pero al final, ¿qué importancia tiene? Lo importante es que mi vida sea libre, sin constricciones, sin hipocresía.
Al despedirme, por primera vez me han dado casi pena, pobres momias apergaminadas con las vendas que se les van cayendo.
1 de mayo
No voy a la manifestación porque estoy mareada. C. dice que debería hacerme los análisis. En cualquier caso, según ella, no tengo que preocuparme, porque deshacerme de él sería muy fácil. Se ocuparían de ello las chicas de la asociación y sin gastar una lira. Dice que, sin embargo, no debo esperar mucho porque si no me tocará ir a Londres y todo se complica. Me siento extraña, aturdida, sin palabras. Jamás había pensado en una tal eventualidad.
3 de mayo
Positivo.
Me levanto de golpe, las fotografías y los folios caen al suelo. Me pongo el chaquetón y salgo, recorro a zancadas toda la cresta del Carso.
Más abajo el mar brilla como un espejo, a mis espaldas el Nanos está todavía cubierto de nieve.
Positivo.
No podía ser yo, los años no coincidían. ¿Qué fue de ese hermano mío?
Al día siguiente la temperatura es suave y desde el amanecer los pájaros cantan en coro produciendo una gran algarabía.
Frente a la tibieza del exterior, la casa se asemeja a un antro oscuro, gélido, el diario sigue en la mesa, las cartas y las fotos en el suelo, en la penumbra de la habitación parecen desprender una luz amarillenta.
Cojo una tumbona del garaje y la pongo en la hierba cerca del gran ciruelo, ahora completamente cubierto de flores de las que se desprende un delicado perfume que atrae enjambres de abejas y abejorros; su frenético zumbido me hace compañía.
Es esto lo que necesito para poder seguir avanzando, sentir la vida, la luz, sentir que formamos parte de un mundo más grande.
12 de mayo
No he tenido el valor de ir a clase, no he tenido el valor de mirarlo a los ojos. Mis sentimientos cambian cada minuto, primero siento que tengo dentro de mí un dulcísimo secreto —me gustaría dar un largo paseo romántico con él y al final, a lo mejor delante de un vaso de vino, susurrarle, ¿sabes? Vamos a tener un niño, y observar su reacción de estupor y de alegría—. Inmediatamente después, en cambio, se convierte en un peso tremendo, en algo que me aplasta, que no me deja respirar.
Me dan miedo las obligaciones, el trabajo, la responsabilidad: deseaba una vida sin límites ni barreras, sin embargo, enseguida me he encerrado en la jaula claustrofóbica de la maternidad. Y además, ¿qué digo en casa? ¿Que espero un hijo de un hombre que me lleva veinte años? Puedo inventar una trola, un viaje romántico, una aventura en Turquía ya que Massimo fuma como un turco… O bien puedo presentarme un día en casa con él y decir: papá, mamá, éste es el hombre que amo y del que espero un hijo, y dentro de mí pensar: nosotros jamás caeremos en vuestra mediocridad.
Puede que él también esté deseando presentarme a sus padres. Pero es inútil seguir soñando. Ante todo él debe conocer la noticia, el resto lo decidiremos juntos. Entre otras cosas porque cada vez que me encuentro con Carla me pregunta: ¿y?, como queriendo decir que debo darme prisa.
20 de mayo
Hace dos semanas que no da clases. Me he informado y parece que está enfermo. He echado cuentas y creo que estoy de dos meses. Siento cada vez menos dulzura, es el miedo lo que predomina, y la rabia. ¿Es verdad que está enfermo? ¿O ha intuido algo y quiere darse un tiempo? Hace un mes que no aparece. A lo mejor es verdad que está muy mal y sólo soy yo la mala que se imagina otras cosas.
24 de mayo
Carla ha convocado una reunión extraordinaria de la asociación porque, «si no tomamos las decisiones juntas, ¿qué clase de confraternidad sería?». Al principio me sentía un poco incómoda, más que una reunión parecía un juicio, pero después el ambiente se relajó y salieron un montón de cosas bonitas. Durante un rato hubo dos bandos, el del pro y el del contra, pero a medida que transcurría la discusión las posiciones fueron cediendo.
El detonante ha sido P.
«Ante todo, para tomar una decisión habría que saber si es un niño o una niña… no querríamos que viniera al mundo otro enemigo». Unas aplaudieron y otras no.
B. replicó inmediatamente: «Precisamente por ser niño habría que conservarlo; si no empezamos nosotras a traer al mundo al hombre nuevo, ¿quién se supone tendría que hacerlo?».
Más aplausos y un coro:
«¡Sí, lo haremos jugar con pucheritos! ¡Lo haremos cuidar las muñecas! ¡Le enseñaremos que la agresividad no es necesaria, lo vestiremos de amarillo o de verde y nada de celeste en casa! ¡Ni príncipes ni niños!».
«Y además», concluyó C, «debemos recordar siempre a la naturaleza, nuestra maestra. ¿Acaso las leonas preguntan a los leones: cariño, quieres este cachorro o no? ¡No! Lo paren y basta y lo crían entre todas, como en una verdadera hermandad. Hembras y cachorros: ésta es la ley que gobierna el mundo, todo lo demás son cuentos. Los machos sirven sólo para un momento, después ya no son necesarios». Un alboroto de aprobación estalló en la sala.
A duras penas levantando la mano conseguí que se me oyera y dije la verdad: «¡Compañeras! Yo… no sé qué hacer… no sé si lo quiero tener».
Se hizo un gran silencio.
«Tanto en un caso como en el otro eres tú la que debe decidir, nuestra obligación como hermanas es la de apoyarte. Si lo quieres, haremos como las leonas, lo criaremos juntas, si en cambio quieres deshacerte de él, nos ocuparemos también nosotras de ello, L. y G. han hecho un curso y se han convertido en expertas…».
Con esta frase se disolvió la reunión oficial y finalmente salieron los porros de los bolsos.
5 de junio
He ido al decanato y he pedido información.
«El profesor Ancona no retomará las clases hasta el año que viene», me han dicho.
He tenido la presencia de ánimo de decir que era una estudiante suya y que tenía necesidad urgente de hablar con él. Creo que me he sonrojado porque la secretaria me ha mirado con recelo.
«¿No lo puede consultar con el suplente?».
«No…».
«Entonces escríbale y deposite la carta en secretaría».
Las páginas siguientes del diario estaban todas llenas de frases tachadas, probablemente repetidos intentos para encontrar las palabras justas. De vez en cuando entre los garabatos del rotulador y los borrones azules aparecían algunos fragmentos, como peces escapados de la red. La palabra Amor asomaba por un lado, responsabilidad. ¿Qué hacer? Conservar niñ. y debajo, en mayúsculas y subrayado varias veces: DESESPERADA, DESESPERADA, DESESPERADA.
Probablemente había hecho varios borradores antes de escribir la carta: en el fondo él era profesor de filosofía del lenguaje. Leyendo esos fragmentos, tuve la impresión de que le daba terror equivocarse con las palabras, cada frase estaba escrita con gran inseguridad, parecía una persona que sufre de vértigo obligada a caminar por el borde de un barranco. El precipicio era elegir o no una vida.
Mientras ella participaba en las reuniones, o iba ansiosa a la universidad, mientras fumaba o probablemente lloraba en su cama, en su cuerpo, aquel hermano mío (o hermana) seguía formándose; con gran sabiduría y ritmo imperturbable, las células se multiplicaban y se disponían a crear lo que, un día, sería su cara; el niño se desarrollaba y ella dudaba si dejarlo crecer o no, su poder sobre él era absoluto. Leyendo esas líneas no lograba percibir ningún sentimiento de hostilidad o desprecio, lo que me nacía era el instinto de protección, como si toda esa desesperación, esa soledad y esa ingenuidad burlada hubieran acabado directamente en mis venas, transformándose en un sentimiento de pena infinita.
El sol de mediodía era insoportablemente abrasador y ensordecedor el zumbido de los insectos entre las flores; cuando estaba a punto de cerrar el diario, un abejorro, con las patas posteriores cargadas de polen, cayó entre las páginas y con delicadeza le ayudé a reemprender el vuelo.
En el punto del impacto quedó un cerco dorado, debajo había escrito:
Decidido.
Dentro de tres días en casa de B.
Tiziana, por sus conocimientos de medicina, ha dicho: «estás loca, te matarán».
Le he contestado que «quizá sería mejor así».
Seguían dos páginas arrancadas y después, con letra nerviosa, había escrito:
La noche siguiente, entre aliviada y aturdida, he tenido un sueño. No sé dónde me encontraba exactamente, sólo recuerdo que en un momento determinado estaba comiendo un trozo de pan crudo que empezaba a fermentar en mi estómago. Las personas con las que me encontraba me preguntaban: ¿una dulce espera? «No», respondía, «es sólo la levadura que sigue haciendo su trabajo», pero en el mismo momento en que lo decía ya no estaba tan segura de tener razón.
Al despertarme me sentía extraña y decidí llamar a B. «¿Estás segura de que todo ha ido bien?». Me ha tranquilizado: una intervención perfecta. «Y además», ha añadido, «¿no te acuerdas de que te lo enseñé en la palangana?».
Me pareció algo ofendida por haber dudado de ella, de su experiencia, entonces para desdramatizar he bromeado: «¿Y si hubieras hecho como los curanderos filipinos? Un higadillo de pollo et voilà, el problema está resuelto». Nos reímos y la tensión desapareció.
Durante un par de días sentí la necesidad de alejarme de las memorias de mi madre. No podía seguir en compañía de la pesadumbre de aquellos años.
Para quitarme de encima la escoria y las sombras, para purificarme caminé largos ratos por el altiplano.
Escondidos entre los matorrales, los mirlos y las currucas cruzaban sus cantos de amor, el verde tierno de las hojas recién despuntadas daba esplendor al paisaje, mientras, en los prados diseminados de jaramagos, mayas y crocos, zumbaban, atareados, una infinidad de insectos polinizadores.
A veces me tumbaba en la profundidad húmeda de las cañadas: desde allí admiraba las copas de los arbustos y de los árboles mientras a contraluz las arañas subían y bajaban a lo largo de invisibles hilos de seda y los xilófagos, como gemas violeta, surcaban el aire con su vuelo pesado.
Otras, en cambio, sentía la necesidad de subir, de alcanzar un punto desde el que mi mirada pudiera perderse más allá del horizonte.
Caminando entre las cañadas y las cimas de las crestas pensaba en aquel hermano —o hermana— a quien no había sido dada la posibilidad de nacer. ¿Habría salvado a mi madre su existencia o habría acelerado la tendencia destructiva? ¿Existiría yo si él hubiera nacido?, me preguntaba. ¿Significaba su final, de alguna manera, la posibilidad de mi comienzo?
Más allá de nuestra voluntad, de nuestra fragilidad, de nuestros planes, en cualquier caso limitados, ¿existe Alguien, algo que gobierna el gran ciclo de los nacimientos? ¿Por qué nací yo y no él? El aborto hubiera podido no funcionar, así como, por otro lado, mi madre hubiera podido perderme, a lo mejor tropezando en las escaleras mientras estaba embarazada de mí.
Subía y bajaba por los senderos pedregosos: a mi paso las culebras, que abandonaban al sol el último sopor del letargo, serpenteaban entre los matorrales y las lagartijas salían disparadas. Una serpiente que nace, pensaba, un ratón de campo, o una corneja se pueden diferenciar de sus semejantes únicamente por la habilidad de permanecer el mayor tiempo posible en este mundo. Un animal (por extraordinariamente complejo que sea) puede sólo ejecutar, con mayor o menor eficacia, el proyecto inscrito en el patrimonio genético de su especie, pero ¿y el hombre? ¿Acaso no puede el hombre, en un momento dado, modificar su camino? ¿Y no es quizá ese abismo de potencialidades lo que nos produce desaliento, lo que nos sugiere la impotencia de nuestra visión? ¿Quién habría llegado a ser mi hermano? Y yo, ¿por qué razón había venido al mundo? ¿Para convertirme en quién?
En esos largos paseos volví a encontrar la fuerza para seguir con mi búsqueda. Una mañana me desperté con el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas. Durante la noche se había levantado el oscuro viento del norte, la temperatura bajó y el viento soplaba más bien fuerte cubriendo el jardín de una luz otoñal. Lo único que recordaba que estábamos en primavera era la gran cantidad de pétalos blancos esparcidos debajo del ciruelo y del cerezo.
Después de desayunar subí lentamente a la buhardilla. Una vieja cortina de flores cubría un montón de cajas pequeñas y grandes, unas debieron de contener licores y chocolatinas, otras eran sólo anónimos contenedores de cartón cerrados con cinta adhesiva. Abrí uno con un cortaplumas: en su interior había adornos de Navidad, desenrollé unos metros de cinta plateada antes de encontrar el pesebre; el portal no era antiguo ni especialmente bonito: dos paredes de corcho y una escalera que llevaba a una especie de pajar debajo del techo. Dentro, patas arriba, yacían el buey y la mula y, atravesados, san José y la Virgen; otra bolsita contenía el comedero, las ovejas y los corderos. Encontré mi figurita preferida: una vieja oveja de yeso con una pata rota y un lazo rojo alrededor del cuello. Era ésa la que yo escondía todas las nochebuenas por la casa, era esa oveja perdida que, balando por las habitaciones, te obligaba a buscar.
No había rastro del Niño Jesús, estaría en el fondo de la caja o se quedaría en algún bolsillo en el período del Adviento. En el contenedor de al lado brillaban las escasas bolas de cristal que sobrevivieron a numerosas navidades y una contera horadada.
Las cajas que estaban debajo contenían las distintas colecciones de coleópteros del abuelo: pequeñas vitrinas de cristal con el fondo de terciopelo sobre el que largos y finos alfileres fijaban los insectos, cada uno acompañado por su nombre en latín escrito con letra clara y sin titubeos.
Mientras trataba de desplazarlas con cuidado, me topé con un sobre de plástico que se cayó al suelo, estaba cerrado con cinta aislante y llevaba el membrete Policía del Estado: dentro parecía que había un bolso bandolera de tela. Durante unos instantes mi corazón se aceleró. ¿Qué otra cosa podía ser sino el bolso que mi madre llevaba en el momento del accidente?
Rompí el envoltorio con las uñas. No tenía cremallera, sólo un botón desabrochado. En el bolso encontré una cartera con unos billetes de mil liras, la tarjeta de un cineclub alternativo, unas monedas, un abono de tren del trayecto Trieste-Padua y, protegida por una funda transparente, una polaroid descolorida de cuando yo era pequeña en brazos de un hombre en la orilla del mar. El desconocido, con el pelo largo y revuelto y un collar de conchas en el cuello, le sonreía al objetivo y yo, con un cubito en la mano, parecía claramente fastidiada, debía de haber llorado hacía poco o estaba a punto de hacerlo. Por lo que entreveía del paisaje de fondo debíamos estar en la bahía de Sistiana.
Además de la cartera, había un bolígrafo con la tinta seca, un librillo de papel de fumar, un artilugio para confeccionar cigarrillos, las llaves de la casa, un pañuelo sintético, un lápiz de labios, caramelos para fumadores y, escondidas en un bolsillo interior, dos cartas. La primera, dirigida a mi madre, había sido enviada desde Padua pocos meses antes de que yo naciera.
La caligrafía era menuda, regular, de trazos algo angulosos.
Querida Ilaria:
He recibido tu carta y te contesto de inmediato porque, además de no querer hacerte perder tiempo esperando inútilmente, tampoco quiero que te hagas ilusiones que pueden ser nefastas.
Si al menos fuera un poco más hipócrita, si los tiempos no fueran los que son —tiempos de clarificación de la verdad— podría mentir y decirte que estoy casado, que no tengo la más mínima intención de poner mi matrimonio en entredicho por una aventura de un mes.
Pero prefiero ser sincero y decirte claramente que yo no quiero tener hijos. Ni hijos, ni esposas, ni novias, ni nada que, de alguna manera, pueda limitar mi libertad. No quiero porque mi vida es la de un explorador y un explorador no viaja con lastre.
Sin embargo, de tus palabras, a veces —y perdona— demasiado tontorronas, intuyo que para ti no es así y que aún te haces grandes ilusiones. Por otro lado, aunque hayan transcurrido algunos años desde nuestro primer encuentro, eres todavía muy joven y el destilado de respetabilidad burguesa (y de sentimentalismo) que ha penetrado en ti con la educación sigue intacto. A pesar de tu comportamiento libre, en el fondo sólo aspiras a la eterna canción de contigo pan y cebolla, puede que en la versión revolucionaria «tú y yo y nuestra descendencia en marcha hacia el sol del futuro».
«Construiremos un mundo distinto —escribes—, a nosotros nos corresponde dar el ejemplo de una manera nueva de vivir las relaciones sin opresión, sin abusos, sin violencia. Criar a los niños con creatividad, vivir la pareja con libertad».
Según tú, en definitiva, deberíamos jugar a ser jóvenes pioneros y estás convencida de que así lograrías —lograríamos— liberarnos de la cerrazón del destino burgués, de esa lenta agonía que, hasta hoy, ha sido para todos el matrimonio.
Te lo concedo sólo por la gracia que te otorga tu ingenuidad. Por otro lado, cómo negarlo, es precisamente eso lo que más me ha gustado de ti desde el primer instante. Por eso —y debido a nuestra breve relación— me siento en la obligación de ofrecerte unos puntos de reflexión.
En tu escrito aparece muchas veces la palabra «amor». ¿Te has preguntado alguna vez, de verdad, sobre lo que se oculta detrás de un sustantivo tan usado y del que tanto se ha abusado? ¿Has sospechado alguna vez que puede ser una especie de escenografía, un fondo de papel para ambientar mejor la representación? La característica de los decorados es la de cambiar en cada escena.
La esencia del drama no está en esos cartones pintados —la ilusión pictórica nos ayuda a soñar, a soportar mejor el trago amargo— pero si somos honestos con nosotros mismos, no podemos negar que estamos frente a un simple artificio, frente a una ficción.
El amor —que tanto ha alimentado tu fantasía— no es otra cosa que una forma sutil de veneno. Hace efecto despacio pero es inexorable y es capaz, con sus invisibles emanaciones, de destruir cualquier vida.
¿Por qué?, te preguntarás con tu mirada perpleja.
Porque para amar cualquier cosa es necesario conocerla antes. ¿Puede la complejidad de un ser humano llegar a conocer la complejidad de otro ser humano? La respuesta es evidente: de ninguna manera. Por lo tanto no se puede amar de verdad porque no se puede conocer de verdad.
Has podido conocer una minúscula parte de mí, así como yo he podido entrar en contacto con una minúscula parte de ti. Nos hemos ofrecido recíprocamente nuestra parte mejor, aquella a la que sabíamos que el otro no habría podido resistirse.
Lo mismo les sucede a las flores. Para atraer al insecto, la corola exhibe colores extraordinarios, pero una vez concluido el acto, los pétalos caen y, del pasado esplendor, queda muy poco.
Es una ley de la naturaleza, no hay nada de qué escandalizarse. Todos los apareamientos suceden a través de distintas formas de seducción —cada especie tiene la suya—, desde la flor hasta el hombre. Pero así como la abeja no puede decirle a la flor te amo, tampoco nosotros podemos mentir sin pudor diciendo que nos amamos. Con la honestidad que caracteriza estos tiempos lo único que podemos decirnos (como la abeja a la flor y viceversa) es «te necesito».
Hace años, en un momento difícil de mi vida, te he necesitado para pasar un par de meses llenos de frescor. En ese momento yo también te he sido necesario —al menos lo espero— para hacerte abrir los ojos sobre algunos temas complejos además del innegable placer del que han disfrutado nuestros cuerpos, naturalmente. Y el placer —más allá del goce en sí— es también un medio extraordinario de subversión. Volver a encontrarte después de unos años ha confirmado la gran atracción de nuestros cuerpos.
Lo que he dicho hasta ahora es válido también, por consiguiente, para la llegada de un hijo. Las flores que se hacen fecundar por el polen no gozan, lo hacen para garantizar la supervivencia, para que puedan existir en el futuro otras flores iguales a ellas.
El mismo mecanismo es innato también en los seres humanos. A pesar de la complejidad de nuestras mentes, nuestros cuerpos quieren sólo reproducirse. A ellos, como a las flores, no les importa que nos amemos o no, o que el orgasmo nos arrolle; se puede también nacer de una violación, de una eyaculación precoz. De doscientos cincuenta millones de espermatozoides el que gana la carrera es siempre uno solo, el mejor, el más fuerte, el más afortunado, el más deshonesto, no importa. Lo importante es que la vida se repita, que perdure. Es lo que te ha ocurrido también a ti. Es una ley de la naturaleza.
A decir verdad, debería tirarte un poco de las orejas. ¿Por qué no has usado algún tipo de protección? ¿Pensabas aún, con tu romanticismo soñador, en las cigüeñas y en las coles? ¿O acaso no tan inconscientemente, sino con voluntad lúcida, era precisamente lo que deseabas, un lazo, una cadena, para atarme definitivamente a ti?
Probablemente, dada la profundidad y el arcaísmo de tu condicionamiento, no te das ni cuenta pero en realidad lo que deseas, como muchas de tus amigas, es sólo la certeza de un futuro en pareja. Algunos hombres, ante vuestro chantaje biológico y primordial, bajan la guardia y ceden. Lo hacen por debilidad, por banalidad, por el innato, y nunca vencido, temor a la muerte. ¿Quién, sino un hijo, puede garantizarles la eternidad?
Muchos ceden, pero yo no. La idea de que el niño que crece dentro de ti no sólo será un desconocido sino también un tirano capaz de consumir la energía de nuestros días, un parásito que puede devorar —sin el menor remordimiento— a los que lo han traído al mundo, me impide incluso la más mínima duda. No podré conocerlo jamás y por ello nunca lo podré amar. Tampoco tú lo podrás hacer, a pesar de haberlo llevado en tus entrañas. Una mañana te despertarás y te darás cuenta de que has metido en tu casa a un extraño y que ese extraño tiene el rostro de un enemigo.
Dicho esto, no quiero condicionarte de ninguna manera. Como decís en vuestras manifestaciones, «el útero es mío y lo administro yo». Haz lo que quieras. Si lo quieres conservar, hazlo; si quieres abortar, no tengo nada que objetar. Ambas decisiones me dejan completamente indiferente.
Que sepas que si un día te presentas ante mí con un niño en brazos no me conmoverás de ninguna manera, ni abdicaré de mis convicciones.
Te agradezco los maravillosos ratos pasados juntos, la filosofía, la poesía, el sexo y la ingenuidad con la que siempre me has mirado.
M.
Así, mi padre y el de mi hermano perdido eran la misma persona. La misma infame persona.
Tenía ya pocas duelas sobre el contenido del otro sobre, el que estaba en blanco. Levanté un poco un borde y distinguí la escritura que había aprendido a conocer.
Cada una de tus palabras me ha confirmado lo que he sabido siempre. Los hijos son sólo de las madres, los padres fecundan y su historia acaba ahí.
Dentro de poco ni tan sólo serán necesarios, bastará un donante y una jeringuilla, y así finalmente se cerrará la penosa historia de la familia, el baile de las ficciones que ha devastado el equilibrio psíquico de tantas generaciones.
En mi casa de Trieste somos muchos, no me faltará ayuda, ni compañía. El niño crecerá sin anteojeras, sin hipocresías, nunca se verá obligado a colgar en su habitación un panfleto con las palabras: «La familia es tan armoniosa y estimulante como una cámara de gas».
Será un niño libre e irá al encuentro de un mundo igual de libre, sin deformaciones, sin las represiones impuestas por el patriarcado, el capitalismo y la Iglesia.
No tendrá temores ni angustia porque podrá crecer siguiendo la bondad natural que yace en el corazón de todos los hombres. Y su alma será tan grande que puede que de verdad yo nunca llegue a conocerla, pero eso, contrariamente a ti, no me inquieta ni me hace cambiar de idea.
El desafío es precisamente éste, traer al mundo seres más completos que nosotros. Si no se logra hacer la revolución con armas se puede hacer, por los menos, criando a los hijos de otra manera.
G. dice que en algún lugar en el cielo estaba escrito que nuestras existencias tenían que encontrarse y unirse en una nueva vida. Aunque tú no lo aceptes, en alguna conjunción astral estaba ya escrito nuestro destino y el de nuestro hijo. Probablemente, para realizar este plan nos perseguimos desde vidas pasadas pero, como tú rehúsas procrear, tu karma será muy largo y desolador. Probablemente te reencarnarás en un animal: te vería bien como reptil (con la sangre fría que riega cada célula de tu cuerpo y de tu minúsculo cerebro), o bien, como mandril, con el morro de color rojo encendido como el trasero.
Tu hijo se parecerá inevitablemente a ti, tendrá tus ojos, tus manos o tu manera de reír, pero para mí será sólo él mismo, y tú serás un número en el catálogo pedido por correspondencia. Si me pregunta algo de ti, le contaré de un magnífico amor imposible, vivido una noche en una playa lejana…, haré que sueñe con su padre.
Por suerte, G. está en mi vida. No sé lo que hubiera hecho sin él. A pesar de tus sarcasmos, no es un nuevo amante sino una persona única, muy importante para mí. Me está ayudando a reunir los trozos del caos que tengo dentro. Sólo él tiene la paciencia de pegarlos, de darle a cada fragmento un sentido. G. sabe ver donde los demás no ven, sabe localizar, en la maraña de caminos y senderos de nuestras vidas, el hilo que nos lleva a la salvación.
No te lo he dicho nunca pero, hace años, también esperaba un hijo tuyo. No lo has sabido porque, apenas alcanzado el tamaño de un renacuajo, acabó en el váter. Lo hice todo sola, sin recurrir a nadie. En aquel momento me pareció algo de escasa importancia. Sólo ahora excavando entre las ruinas, me he dado cuenta de cuánto ese acto, en realidad, ha determinado la gran inestabilidad de mi casa. Probablemente estaba ya amenazada debido a la mala calidad del material con el que se había construido. Detrás de mí estaba mi madre, con su cerrazón burguesa, mi padre, un hombre gris que ha volcado en mí sólo un tibio afecto al que yo he correspondido con un sentimiento aún más frío: un coleóptero entre los coleópteros, el escarabajo de la metamorfosis que se protege debajo de la cama.
Pero no quiero aburrirte con estas minucias burguesas.
Entonces me deshice de nuestro hijo porque tenía miedo. Miedo de la responsabilidad, del compromiso, de tener que renunciar a mi juventud, de no estar preparada para combatir por la revolución, miedo de no estar a tu altura, de desilusionarte. Te mentí la primera vez que dormimos juntos: no tomé la pastilla. Y a lo mejor aborté porque temía que tú te burlaras de mí por esa mentira.
¿Por qué no me lo has preguntado estas últimas veces?
Según G. la respuesta es clara: inconscientemente también tú deseas un hijo. Te das aires de Herodes para enmascarar tu terror, pero ahora, tras haber leído tu carta, ya no me importan nada tus miedos. Mi tripa crece día tras día y es como si tuviera un pequeño sol dentro de mí: es cálido, da luz y me ayuda a seguir.
Llevaré este embarazo hasta el final: tengo treinta años y no puedo seguir esperando, ya no soy la chica ingenua que tú describes, prendada de su fascinante profesor.
Ahora se trata de elecciones responsables y yo, como adulta, quiero ser madre. No tengo un empleo, pero tengo una casa en Trieste (regalo de mis padres burgueses que no he querido rechazar). Mientras, estoy analizando mi subconsciente, y no es poco. De vez en cuando doy alguna clase particular y cuando mis padres se vayan al otro mundo, tendré una renta con la que contar. O sea que tranquilízate, no presenciarás nunca la penosa escena de verme mendigar a tu puerta con un hijo en brazos.
¿Sabes lo que dice G.? Que cada uno de nosotros tiene un hilo en la mano y que ese hilo nos lleva a nuestra estrella. Cada uno de nosotros tiene una estrella en el cielo y nuestro destino es aprender a seguirla. Es una estrella cometa, nuestro karma está escrito en su estela, si soltamos el hilo todo está perdido, se forma un enredo, una maraña de estrellas.
Y es precisamente éste, Maraña de estrellas, el título de su libro más importante. Sé que a ti no te importan nada estas cosas pero debes saber que si no buscas tu estrella, si no la sigues, antes o después, se enredará con el hilo de otras estrellas y será imposible desenredarla, empezará a apagarse hasta desaparecer.
La estrella es un pequeño sol pero cuando se agota su luz se vuelve fría, glacial. Y es bajo esta siniestra claridad como tú conducirás tus pasos mientras mi hijo y yo correremos felices en pos del arco iris de nuestras estrellas cometa.
Om Shanti, Om Shanti, Om Shanti.
Por un instante, durante la lectura, un velo opaco cubrió mis ojos, las palabras bailaban confusas y mis manos ya no estaban tan seguras.
Los sueños de mi madre no coincidían en nada con mis recuerdos. Lo que para ella era libertad, para mí, de niña, sólo había sido desconcierto, confusión. Jamás hubo carreras felices debajo del arco iris. Su estrella fue una estrella de destrucción: la escasa fuerza que había empleado para salvarse me sumió en un estado de profunda turbación.
Puse las dos cartas de nuevo en el bolso con la delicadeza con que se maneja el material arqueológico que vuelve a la luz después de siglos. Descansad en paz, me decía, descansad, flechas incandescentes dispuestas a perforar la fragilidad de mis entrañas.
Mientras lo decía, mis manos rozaron un papel arrugado en el fondo del bolso. Era una hoja cuadriculada de un bloc de notas, arrancada de mala manera. ¿A qué época se remontaba ese nuevo resto arqueológico?
La fecha era del mes de mayo, del año de su muerte.
¡ME HAS TOMADO EL PELO TODA LA VIDA!, había escrito en letras de imprenta y con caracteres enormes.
En el reverso, con trazos nerviosos, una carta:
Perdona, perdóname por haberte traído al mundo. He cometido un error tras otro, he excavado toda mi vida por galerías como un topo, sin ver nada, dando vueltas como un ratón.
No había horizonte, no había futuro.
He nacido para vivir en un callejón sin salida, ahora ya estoy al final del camino.
Perdóname si puedes.
Si no puedes, paciencia, te abrazo fuerte, te beso en la frente.
La firma —Ilaria— estaba tachada con dos trazos negros y un poco más abajo, con caracteres grandes y algo infantiles, había escrito:
Tu mamá.
Cuando el corazón está herido, ¿qué ruido hace? ¿El ruido sordo de una esponja empapada al caer o el silbido de unos fuegos artificiales mojados por la lluvia?
Habría querido saber más pero no era posible. Ahora debo confiar únicamente en mi memoria, en aquellos pocos, débiles y centelleantes pasajes que pertenecen a los primeros tiempos de mi conciencia, pero aquella puerta se había cerrado hacía demasiados años. Mi vida —la vida que conocía— te había pertenecido, había pertenecido a tu casa. Todo lo que había sucedido antes se había difuminado como si en realidad hubiera nacido a los cuatro años.
Repasar aquellos años, sin embargo, descubriendo cosas que puede que un hijo nunca quiera saber, arrancó un velo de mi memoria, como —tras una larga ausencia— se quitan las sábanas de los sofás.
Primero, me volvió a la mente un olor, muy preciso. Olor a cigarrillo mezclado con el del hachís quemado en un ambiente cerrado. Si hubiera sido un pájaro migratorio lo habría seguido para volver al nido. De hecho, mi nido era el apartamento de mi madre en Trieste, una especie de comuna abarrotada de personas que entraban y salían constantemente. Gateaba entre mujeres y hombres sentados o tumbados en el suelo, como si fueran los caminos de un laberinto.
En la maleta encontré sólo dos fotos de esa época. En la primera estaba de morros con la cara sucia y un jersey rojo, en brazos de mi madre, mientras ella con el pelo largo y bolsas debajo de los ojos me hacía saludar a alguien tomando mi mano entre las suyas. La segunda foto se remontaba al día de mi tercer cumpleaños. Como de costumbre, mucha gente sentada en el suelo y yo en el centro delante de una masa oscura e informe iluminada por tres velitas amarillas que debía de ser el pastel. A mis espaldas colgaba como un festón un rollo de papel higiénico que llevaba escrito con rotulador Feliz cumpleaños.
No tenía ningún recuerdo real de estos dos acontecimientos, lo que me quedaba de esos primeros años de vida era una especie de rumor de fondo, un cúmulo de voces contrapuestas, de fuertes ruidos dominados a veces por el sonido desgarrador de un instrumento (más tarde identificado como una cítara) que me hacía llorar.
Tenía miedo de aquel sonido, como también tenía miedo de estar sola cuando todos se dormían en el suelo, de cuando el sol estaba alto y zarandeaba a mi madre y ella, en lugar de abrir los ojos, seguía durmiendo y se daba la vuelta hacia el otro lado.
Tenía miedo de la cítara y tenía miedo de mi madre porque a menudo no era ella sino otra persona, cogía cosas y las rompía, golpeaba la cabeza contra la pared, daba patadas a las puertas.
Tal vez fue ese terror el que ha borrado su rostro de mi memoria. En cualquier momento la realidad podía estallar, explotar en mil pedazos y, en cierto modo, encender la mecha dependía de mí.
De esos días, aparte del desaliento y de la ansiedad constante, recuerdo el nacimiento de algo más pequeño y devastador cuando se refiere a un niño: el sentimiento de la compasión. Sí, era compasión ese nudo en la garganta que me hacía llorar cuando ella caía exhausta al suelo y yo, con temor y delicadeza, me acercaba para rozarle la cara.