No falleciste esa mañana sino tres días más tarde, en la sala de un hospital.
El ángel de la muerte con su espada llameante descendió antes del amanecer, mientras yo, en casa, me agitaba inquieta en la cama. Buck debió sentirlo porque, por la mañana, no lo encontré esperándome como siempre en el jardín; desaparecía con frecuencia, y, por lo tanto, no me alarmé demasiado, pero por la tarde recibí una llamada de alguien que había visto mi número de teléfono en su chapa: un coche lo había atropellado no lejos del hospital. Quizá corrió hacia allí para despedirse o para aprovechar el viaje a la ultratumba. Ya se han llevado su cuerpo a la incineradora, me informaron.
A tu sepelio asistieron sólo cuatro o cinco personas: los vecinos y dos viejas amigas que todavía se mantenían en pie. El cura habló como lo hace el propietario de un concesionario de coches, las palabras habituales, vagamente aburridas, para realzar la buena calidad del producto.
Faltaban pocos días para el fin de año; a la salida del cementerio nos saludó una ráfaga de fuegos artificiales.
En el autobús un alegre grupo de jóvenes alborotaba, debían de haber bebido bastante ya, uno de ellos llevaba en la cabeza un gorro de Papá Noel, otro una careta de un muerto viviente.
De vuelta a casa no hice otra cosa que dormir. Dormí tres o cuatro días con un sueño pesado, carente de sueños. La casa estaba fría, las imprevistas ráfagas hacían batir las persianas con violencia, de vez en cuando el ruido seco y violento me despertaba con un sobresalto, como un disparo.
Cuando empecé a moverme de nuevo, la gran ausencia cotidiana no era la tuya sino la de Buck: seguía hablándole, lo buscaba, le guardaba las sobras; la tentación de ir a la perrera a escoger otro perro fue grande, pero después me vi atrapada por el número infinito de gestiones que conlleva el final de una vida.
No lograba sentir todavía dolor por tu ausencia. Las habitaciones estaban vacías, sumergidas en el silencio como un teatro al finalizar la función, ya no se oían pataleos, pasos, ni golpes de tos.
La parte de mí que hubiera tenido que sufrir el luto se había agotado antes de tiempo, quemada por la exasperación y por la violencia de tu rapidísimo deterioro; acogí tu desaparición con alivio: finalmente dejaste de sufrir.
Sólo el tiempo, un día, permitiría que resurgiera en mi memoria lo importante que fuiste para mí.
Una vez finalizados todos los trámites burocráticos, no sabía qué hacer, tu enfermedad había agotado todas mis energías, no lograba sentir dolor, sino sólo un gran desconcierto.
¿Quién eres?, me preguntaba, ¿qué harás de mayor?
No tenía la menor idea.
Durante todo el mes de enero, el viento del norte sopló con una extraordinaria intensidad, un par de veces llegó a nevar y los corzos llegaron hasta el jardín en busca de brotes.
Me quedaba acurrucada en el sillón delante de la chimenea con nuestros libros al lado (ahora cubiertos de polvo) y aún podía oír tu voz contándome el cuento de los tres cerditos. «Soplaré, soplaré y lo destruiré todo, rugía el lobo por debajo de las puertas».
«Es imposible que entre aquí», decías después para tranquilizarme, «esta casa es sólida, de ladrillos, no se ha construido sobre la arena, sino sobre la dura roca del Carso».
Los cimientos y las raíces, añadías, se asemejan un poco, permiten mantenerse estable y no ceder a la violencia del viento. Para dar solidez a una casa se debe excavar y excavar, exactamente como lo hacen las raíces de los árboles, año tras año, en la oscuridad de la tierra. En cambio en América, añadías, ponen las casas encima del suelo como si fueran tiendas de campaña, por eso es suficiente el soplo de un lobo para desarraigar ciudades enteras.
Sola, en el silencio de la casa, ya no estaba tan segura de tus palabras, me daba la impresión de que el viento silbaba entre las jambas repitiendo se ha terminado, terminaaaadoooo, como me susurraba el tambor de la lavadora de niña: todo es inútil, todo será destruido.
En el corazón de la noche, la puerta de entrada gemía bajo las arremetidas del viento del norte, parecía que de verdad alguien daba patadas ahí fuera gritando: ¡Gestapo!
De día, en lugar de defenderme del viento, salía a afrontarlo, corría al encuentro de sus ráfagas como don Quijote con sus molinos de viento. Mátame, purifícame, ráptame, llévame lejos, lejos de aquí, arráncame de mi vida, repetía sin parar en mi corazón.
Dormía poco, comía aún menos, no veía a nadie, no tenía proyectos, me sentía como un boxeador solo en medio del ring. Durante años me había entrenado, había practicado el jab y el uppercut, saltado a la cuerda para prepararme para el encuentro final y de repente el adversario, sin ningún preaviso, había abandonado el combate. Yo seguía saltando, claro, pero el único enemigo que tenía ante mí era mi sombra.
Sin esos momentos de oposición, mi vida era como una bolsa vacía a merced del viento, no se movía por voluntad propia sino que seguía los caprichos de las ráfagas.
Jamás había pensado en mi futuro.
De niña había tenido algún sueño efímero: ser jefe de estación (con el disco indicador en la mano y la gorra roja) o capitán de una nave, acróbata en un circo o adiestradora de perros, pero eran sólo eso, sueños, sin ninguna relación práctica con la realidad; a partir de la adolescencia sólo tuve una meta: la de atacarte. Ahora que, con una estrategia genial, habías abandonado el campo, caminaba por la casa como el perro de Pavlov, tiraba de la cadena y mis dientes rechinaban, pero la tan esperada campanilla no sonaba nunca.
¿Qué sentido tenían mis días ahora que estaba sola en el mundo? ¿Qué sentido tenían incluso cuando estabas tú? ¿Y cuál era en general el significado de los días de todos los seres humanos? ¿Por qué motivo las personas repetían siempre los mismos gestos? ¿Por costumbre, por aburrimiento, por incapacidad de imaginar algo distinto, de hacerse preguntas? O tal vez por miedo, porque es más fácil seguir el camino ya trazado.
Mientras empujaba el carrito del supermercado, miraba los rostros blanquecinos bajo la luz de neón y me preguntaba: ¿Qué vida tiene sentido? ¿Y cuál es el sentido de la vida? ¿Comer? ¿Sobrevivir? ¿Reproducirse? Lo hacen también los animales. Y entonces, ¿por qué nosotros caminamos sobre dos patas y usamos las manos? ¿Por qué escribimos poesías, pintamos cuadros, componemos sinfonías? ¿Sólo para decir que la barriga está llena y que hemos copulado lo suficiente para garantizarnos la descendencia?
Ningún ser humano desea venir al mundo. Un buen día, sin que nos hayan consultado, nos encontramos en medio del escenario, algunos obtienen el papel de protagonista, otros son simples comparsas, otros salen de la escena antes de finalizar el acto o prefieren bajar y disfrutar del espectáculo desde la platea —reír, llorar o aburrirse, según el programa del día.
A pesar de esta evidente violencia, una vez nacidos nadie se quiere ir. Me parecía una paradoja: no pido venir al mundo, pero una vez aquí, ya no me quiero ir. ¿Cuál es entonces el sentido de la responsabilidad individual? ¿Soy yo el que escojo o soy escogido?
¿Es pues verdadero acto de voluntad —lo que diferencia al hombre de los animales— decidir cuándo marcharse? No escojo venir al mundo, pero puedo decidir cuándo decir adiós: no ha sido por mi voluntad que he bajado, pero sí lo será cuando suba.
¿Pero bajar y subir de dónde? ¿Hay un abajo y un arriba? ¿O sólo un vacío absoluto?
Después de tu muerte, la imagen que me volvía a la mente, en relación con la casa, era la de una caracola. Cuando aún no había cumplido los seis años, le compraste una para mí a un viejo pescador de Grado, aún recuerdo tu voz mientras me decías apoyándola en mi oreja: «¿Oyes?, es el ruido del mar…».
Permanecí a la escucha un momento y después, de golpe, estallé en uno de esos llantos tremendos e irrefrenables que te asustaban e irritaban a la vez.
«¿Por qué? ¿Qué sucede?», me repetías.
No lograba responderte, no podía decirte que lo que había ahí dentro no era el mar sino el lamento de los muertos, era su voz ese insólito soplo, invadía nuestras orejas con toda la violencia de lo inexpresado, de allí iba al corazón y lo aplastaba hasta hacerlo explotar. Antes, esa caracola había albergado a un gasterópodo (así como, durante muchas décadas, la casa del altiplano había sido la cáscara protectora de nuestra familia), más tarde un cangrejo o una estrella de mar lo habían devorado dejando el caparazón de carbonato de calcio vacío; el agua, insinuándose en su interior, lo había pulido hasta abrillantarlo como la madreperla y ahora, en sus relucientes curvas, ese canto resonaba sin parar.
Los habitantes de nuestra casa corrieron la misma suerte: habían muerto todos y el viento había pasado para limar todos sus recuerdos. Deambulaba, sola, entre las curvas en espiral y por momentos tenía la impresión de perderme en un laberinto. Otras veces, en cambio, comprendía que sólo ahí dentro, buscando, excavando y escuchando, podría llegar a encontrar estabilidad dentro de mí.
También el viento era una voz, transportaba los suspiros de los muertos, sus pasos y las cosas que entre ellos no se habían dicho.
Estando sola en esa casa, de paredes cada vez más lisas, cada vez más transparentes, comencé a pensar en la joven mujer de la fotografía envuelta en una nube de humo. Intentaba recordar el tono de su voz o el calor de su mano, algo que nos hubiese podido unir antes de su desaparición.
Quería saberlo todo de ella, pero ahora ya no tenía a nadie a quien hacerle preguntas. ¿Cómo era, quién era, qué gustos tenía y —quizá lo que más me apremiaba— por qué me había traído al mundo?
Empecé a llamarla vagando por las habitaciones vacías.
Me daba vergüenza pronunciar ese nombre, era como si te traicionara: durante veintidós largos años había repetido «abuela» y ahora, de repente, sólo quería decir «mamá».