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En una casa abandonada el deterioro procede de manera lenta pero inexorable, el polvo se acumula, las paredes, sin calefacción, empiezan a absorber el frío del invierno y el calor del verano; sin la renovación de aire, el calor y la humedad transforman la casa en una sauna, los estucados se agrietan y caen en forma de polvo; al poco tiempo empieza también el mortero, se desprende de las paredes y cae al suelo con batacazos cada vez más consistentes, como cuando del tejado cae la nieve en el momento del deshielo. Mientras, por las ráfagas de viento o por algún gamberro aburrido, los cristales también acaban hechos añicos. Los cambios meteorológicos son ahora más potentes, lluvia y viento penetran sin barreras así como rayos encendidos y montones de hojas, papelajos, trozos de plástico, ramas, acompañados por todo tipo de insectos y de pájaros, de ratones y murciélagos; colonias de palomas anidan en el suelo, los abejorros construyen sus nidos en las vigas del techo, mientras que los murciélagos herradura encuentran más cómodas las lámparas; lo que queda del suelo lo corroen los excrementos y los dientes de los roedores se encargan de destruir lo demás.

Así, la que un día fue una bonita casa, es ahora un edificio habitado sólo por espectros, a nadie se le pasaría por la cabeza abrir esa puerta: demasiado peligroso, las continuas infiltraciones han podrido el forjado, basta un peso mínimo para caer al piso de abajo. El suelo se derrumba y arrastra consigo todo lo que un día fue la vida de la casa: se desploman uno tras otro muebles, jarrones, platos, vasos, macetas, álbumes de fotos, abrigos, zapatos, zapatillas, libros de poesía, fotografías de los nietos, recuerdos de viajes.

Durante aquellos largos meses, la imagen del deterioro de la casa estaba siempre presente en mi mente, visualizaba una habitación y después la veía derrumbarse, no de golpe sino poco a poco, como si a su alrededor la realidad tuviese otra consistencia —arenas movedizas o gelatina—. Las cosas caían pero, en lugar de estrellarse, eran engullidas por una nada silenciosa y en ese vacío se movían sólo los fantasmas, entraban y salían por las rendijas con la agilidad de las anguilas.

A lo largo de años, quizá décadas, los extraterrestres dormitaron en algún lugar de tu cerebro, probablemente salieron de un documental y entraron en tu cabeza, con sus piececillos con ventosas y su nariz-boca en trompeta, y allí permanecieron sin nunca dar señales de vida. Mientras tú cocinabas, hablabas, conducías el coche, leías libros, escuchabas música y recitabas poesías de memoria, esa pequeña colonia estaba allí pendiente en una especie de medio sueño esperando sólo que cedieran los goznes y que un golpe de viento más fuerte que los demás la liberara.

Sí, los extraterrestres-dibbuk fueron la señal de alarma. Debí preocuparme por esos primeros indicios, prepararme para la batalla, en cambio ni siquiera me puse una armadura, no podía imaginar que la guerrilla de casa se transferiría a otro frente, que ya no sería yo la que tendería las trampas sino un invisible enemigo que combatía en dos frentes.

Tenía que defenderte y defenderme a mí misma. Día tras día, tu memoria se derrumbaba como el forjado de la casa deshabitada.

Se derrumbaba y se poblaba de fantasmas.

En un momento dado, entre tú y yo había una gran multitud, vivíamos con esa funesta compañía, poniendo los pies sobre un suelo tan fino y transparente como el hojaldre.

Un par de meses después de la aparición de los extraterrestres llamé al médico y, para no alarmarte, fingí que era para mí.

Aquel día te comportaste de modo absolutamente normal, pusiste la mesa en el cenador del jardín, extendiste un bonito mantel y le ofreciste galletas y té frío al médico, tu viejo amigo. Él, como si nada, te hacía preguntas y tú le respondías contenta; después pasasteis a hablar de las inminentes vacaciones, de uno de sus nietos que estaba por llegar, y del mejor sistema para combatir el pulgón de los rosales, te habían dicho que la manera más económica y eficaz era la de rociarlos con el agua de colillas de cigarrillos remojadas.

«¡Claro!», comentó el médico, «si nos matan a nosotros, también matarán a los pulgones».

Te miraba y me sentía desconcertada. ¿Dónde habían ido a parar los indeseables habitantes de la cocina?

En el fondo del jardín, un mirlo reclamaba con insistencia su territorio, los mosquitos se aglomeraban sobre un parterre particularmente húmedo, mientras la luz del atardecer iluminaba sus alas, transformándolas en esquirlas doradas. Al pasar un ruidoso ciervo volante por encima de la mesa, te levantaste.

«Os dejo solos un momento, las hortensias tienen sed».

Te seguimos en silencio con la mirada hasta el grifo; Buck te acompañaba, ladrándole a la manguera negra de plástico que reptaba por el suelo. ¿Jugaba? ¿Creía que te defendía? Quién sabe.

Una vez solos, no me costó convencer al médico de que esa calma, esa normalidad eran sólo aparentes. En las enfermedades que comprometen la memoria y la personalidad —me explicó—, al principio, existe un cierto control; inconscientemente, la persona se esfuerza ante los extraños en mantener el mismo comportamiento de siempre, es como si una especie de extraordinario pudor descendiera sobre ella para protegerla.

Habías tenido un ictus mientras yo estaba en América —¿acaso no me había enterado?, me preguntó él—, probablemente se había producido algún otro episodio isquémico, el cerebro tenía cada vez menos riego, el hipocampo empezaba a fallar; al principio, desaparecían los días, después los meses, los años, las voces y los rostros, era como si se subsiguieran los tsunamis: cada ola se llevaba un detalle, lo arrastraba hasta el mar abierto, al océano, a un lugar del que no era posible regresar. Las pocas cosas que podían resistir, las deformaba la violencia del impacto.

Estabas todavía regando las flores, veíamos tu silueta moverse a contraluz, sumergida en la llovizna luminosa de las gotitas de agua en suspensión.

«¿Se puede curar?», pregunté.

El médico abrió los brazos.

«Poco o nada. Sólo administrarle unos calmantes».

«¿Y cuánto puede durar?».

«Hasta que el corazón aguante. Parece cruel, pero es así. La cabeza se va y el corazón resiste, puede latir durante años en un cuerpo que es como una concha vacía».

Cuando acompañé al médico a la puerta, lo saludaste de lejos con la mano abierta, como una niña a punto de irse de excursión con el colegio.

El día se terminó sin sorpresas. Después de haber regado el jardín, entraste en la casa y preparaste la cena. Por la ventana abierta entraba el aire de principio de verano, perfumado, tibio, cargado de esperanza. Hablamos de libros, querías volver a leer los Buddenbrook. «¿No es aburrido?», te pregunté. «¡En absoluto!», y te pusiste a hablarme del cervecero Permaneder, de su mujer y de todos los personajes que en esos años habían permanecido en tu mente.

Antes de ir a dormir nos dimos un beso de buenas noches, no lo hacíamos desde mucho antes de que me fuera a América.

En la cama pensé que quizá habías bromeado, que te habías divertido tomándome el pelo y ahora el juego se había terminado, y con ese pensamiento me dormí.

A la mañana siguiente me desperté de golpe, con tu cara furiosa encima de la mía: «¡Me has robado las zapatillas!».

Al cabo de unas semanas me encontré conviviendo con una persona completamente desconocida, habían desaparecido los extraterrestres pero los reemplazó la manía persecutoria.

Todo y todos conspiraban contra ti.

Una conjura de cuchicheos malévolos, de burlas a las espaldas, de continuos hurtos; desaparecían las zapatillas y la bata, se volatilizaban el bolso y el abrigo, desaparecían en la nada las llaves de la casa y las gafas; alguien había robado las cacerolas con las que querías cocinar y la comida que acababas de preparar; en la nevera no había huella de la compra y faltaba el jabón en el baño. De todos estos robos, y dado que los extraterrestres ya no estaban, era siempre y sólo yo la responsable, lo hacía únicamente para hacerte rabiar, para transformar tu vida en un infierno de pesquisas.

En la ferretería compraste numerosos candados y cadenas con los que lo atabas y cerrabas todo. Para no perder las llaves las habías ensartado en una larga cinta roja que te colgabas del cuello; ese tintineo continuo unido a las pisadas de tu infatigable caminar, es el ruido de fondo que me ha quedado de aquellos meses.

Me acusabas de las cosas más impensables y no sabía cómo defenderme, las pocas palabras que intentaba decir eran como un líquido inflamable, pocas gotas bastaban para hacerte explotar; estallabas entonces con furia, la mandíbula contraída, los ojos entornados, las manos delgadas que arañaban el aire; pasabas horas profiriendo maldiciones irrepetibles. Abrías y cerrabas los cajones, llevabas furtivamente las cosas de un sitio a otro aún más secreto. Abrías y cerrabas los armarios, la nevera, el horno. Subías y bajabas las escaleras. Abrías y cerrabas las ventanas, te asomabas de golpe para descubrir a alguien al acecho y lo mismo hacías con la puerta de entrada: estabas segura de haber visto a alguien, detrás de las jambas se escondían presencias que te escrutaban con maldad, había que combatirlas de manera implacable, anticipándose a ellas.

Para crear un mínimo de complicidad, te ayudaba a organizar las distintas estrategias de defensa; compré un silbato y te confié que era mágico, que tenía el poder de mantener alejadas a las entidades malignas. Me lo arrebataste de la mano, mirándome pasmada. «¿De verdad? ¿Funciona?», repetías con una especie de alivio agradecido.

En efecto, funcionó durante un tiempo.

Ahora, en la casa, al ruido de tus pasos, al tintineo de las cadenas se había añadido ese silbido agudo, acompañado puntualmente de los ladridos de Buck, molesto por la frecuencia demasiado aguda. En medio de esa sinfonía infernal ahora era yo la que vagaba como un fantasma. En los escasos momentos en los que cedías al sueño te contemplaba: te recogías en posición de defensa, los puños contraídos, los labios tensos, los músculos del rostro seguían moviéndose sin parar así como, debajo del sutil velo de los párpados, lo hacían los ojos.

Observaba tus facciones tratando de reencontrar la persona que me había criado. ¿Dónde estaba? ¿Quién era esa anciana que tenía delante? ¿De dónde había salido? ¿Cómo era posible que una persona razonable y amable se transformara en lo opuesto? Mezquindad, ira, desconfianza, violencia, ¿de dónde venía toda esa basura?, ¿la albergaba desde siempre dentro de sí o simplemente había logrado controlarla durante todos estos años y ahora, sin el freno inhibidor de la salud mental, manifestaba lo que siempre había deseado ser?, ¿o era de verdad un dibbuk, una entidad venida del exterior?, ¿existía la posibilidad de que este dibbuk entrara en mí también?

¿Y si, como sucede con ciertos robots de las películas de ciencia ficción, todos contenemos desde el principio —escondido entre la pía madre y la dura madre— un programa de autodestrucción? ¿Y quién pone en marcha el temporizador? ¿Quién establece los tiempos?

Nunca me había detenido demasiado sobre la cuestión de si el cielo estaba habitado o no por Alguien diferente a los extraterrestres, pero en esas largas tardes de otoño, por primera vez reflexionando sobre ello, me di una respuesta: el cielo está vacío o, si no lo está, la entidad que lo habita se desinteresa totalmente de lo que sucede en este mundo, se trata de alguien, en definitiva, que mientras creaba su juego se distrajo bastantes veces. ¿Cómo se puede explicar si no el hecho de que una persona pudiera contener una forma tan alta de deterioro?, ¿que en pocos meses quedara anulada una vida llena de dignidad y de inteligencia?, ¿que la memoria pudiera desaparecer así como por encanto? ¡Qué hipocresía había en los que hablaban de un Padre bueno! ¿Qué padre puede desear un destino similar para sus hijos?

A menudo, por la noche, para escapar del continuo repiqueteo de tus pasos, del silbato, del chirrido de las bisagras, me refugiaba en el punto más alejado del jardín.

Vista desde fuera, la casa parecía verdaderamente la nave de los fantasmas: te veía aparecer anunciada por el tintineo de las llaves y desaparecer como una sombra detrás de las ventanas iluminadas, mientras que de la carretera nacional llegaba el ruido de los camiones y resonaba el solitario ladrar de los perros de las casas diseminadas de la zona.

En las noches de viento, los pinos negros crujían por encima de mí como los palos de una nave.

Me quedaba allí acurrucada y finalmente podía llorar. Más que de dolor, de rabia; del llanto pasaba a las patadas, golpeaba los troncos con violencia, le daba puñetazos a la corteza hasta que me chorreaba la sangre por las muñecas. ¡Deja que me muera! Le gritaba al viento, levantando la voz para que se llevara mis palabras lejos, hacia lo alto. ¡Haz que se muera, llévatela, destrúyela, pulverízala! ¡Si no la quieres a ella, al menos tómame a mí! ¡Sí, si existes, Tú, allí arriba, haz que me muera! Después me tiraba al suelo y abrazaba a Buck que, asustado, movía la cola a mis pies.

Una mañana, tras despertarme de una de esas noches al raso, tuve el temor de que mi ruego hubiera sido atendido; había dormido más que de costumbre y al entrar en la casa sentí que flotaba una inaudita calma: ni pisadas, ni silbidos o ruido de cadenas, ni una imprecación, nada.

Tras unos minutos de incrédula espera, abrí con cautela la puerta de tu habitación, temiendo encontrar tu cuerpo; con el mismo temor registré todas las habitaciones: no había rastro de ti.

Bajé entonces al jardín seguida por Buck, pero no estabas entre las hortensias, ni en el leñero, ni tampoco en el fondo del garaje. No podías haber cogido el coche porque hacía tiempo que había hecho desaparecer las llaves, por lo tanto, si habías salido, lo habías hecho a pie, a pesar de que el abrigo estaba en su lugar, así como tu inseparable bolso.

Iba a ir a la policía para denunciar tu desaparición cuando sonó el teléfono: era el frutero, te había detenido mientras atravesabas un cruce, descalza y en combinación, y te había llevado a su tienda.

«Estamos en el túnel», repetías sin cesar. «¡Papá, mamá, estamos en el túnel, lo hemos logrado!».

Hacía algún tiempo que tu nueva obsesión eran los bombardeos, y los alemanes que llamaban a la puerta. Cuando me viste aparecer me recibiste con hostilidad, sin reconocerme. «¿Qué quiere de mí?». Sólo cuando me acerqué para decirte al oído que yo era la responsable de la defensa antiaérea, me diste la mano y me seguiste hasta la casa con la docilidad de una niña cansada.

A partir de esa mañana, lo alarmante fueron las huidas y los actos irreflexivos. Te lavabas las manos en los hornillos de la cocina; si querías comer mermelada, en lugar de abrir el frasco, lo rompías y te tragabas también los cristales como si nada. Si por seguridad te encerraba en una habitación, gritabas que había que correr al refugio porque la sirena había sonado ya; cuando Buck se asomaba a la puerta, quizá por su lejano parecido con un pastor alemán, gritabas: «¡viene la Gestapo!», y con el rostro surcado de lágrimas corrías a esconderte.

De persona hostil, me convertí en una extraña, nunca sabías quién era. En esos meses, para sobrevivir y hacerte sobrevivir, me transformé, como el genio de Aladino que tanto amabas, en una infinidad de personas diferentes.

El juego se terminó en una ventosa mañana de diciembre. Cuando regresaba de la compra, te encontré tumbada en el jardín, llevabas puesto el camisón, los pies desnudos sucios de tierra y Buck que gemía a tu lado. Perseguida por uno de tus fantasmas habías salido corriendo de casa y, probablemente al tropezar con una raíz, te golpeaste la cabeza contra un árbol. Estabas estirada con un brazo hacia delante como si estuvieras nadando en la hierba, y sonreías. Un reguero de sangre te surcaba la frente. Y, por fin, los ojos estaban quietos debajo de los párpados.