Si regreso a la casa con la memoria, la veo envuelta en la luz del alba. Es todavía otoño porque, en la tibieza de los primeros rayos, la tierra empieza a humear y la niebla asciende. La veo siempre desde lo alto y de lejos, como un pájaro en vuelo; me acerco lentamente y observo las ventanas —cuántas están abiertas y cuántas cerradas—, controlo el estado del jardín, los hilos del tendedero, la herrumbre de la verja; no tengo prisa en bajar, es como si quisiera cerciorarme de que esa casa es de verdad mi casa, de que esa historia es mi historia.
Parece ser que las aves migratorias se comportan de la misma manera, recorren miles de kilómetros sin ningún tipo de distracción, después, cuando llegan a la zona en la que el año precedente han puesto su huevo, empiezan a controlar: ¿sigue allí el castaño de Indias de flores blancas? ¿Y el automóvil de color verde? ¿Y la simpática señora que sacudía siempre en la hierba las migas del mantel? Observan todo con precisión, porque durante meses en los desiertos de África esa señora y ese automóvil han permanecido en su mente. Pero el mundo está lleno de señoras amables y de automóviles verdes, ¿cuál es entonces el factor determinante?
No es una visión, sino un olor, el conjunto de los perfumes que pueblan el aire en las cercanías del nido: si la fragancia del lilo y la del tilo se superponen por un instante, pues bien, ésa es la casa, el lugar exacto al que regresar.
En cambio el olor que me invadió al regresar de América fue el de las hojas mojadas que no logran arder; era por la mañana, nuestro vecino las había amontonado e intentaba inútilmente prenderles fuego, llenando el aire de una pesada humareda blanca.
De ese humo surgiste tú, quizá algo más delgada de como te recordaba.
Convencida de que, cruzando el océano habría logrado liberarme de ti, viajé durante meses, vi muchas cosas, conocí a muchas personas, sin embargo, la distancia produjo exactamente el efecto contrario.
El odio que sentía hacia ti seguía intacto. Me sentía como un zorro de cola grande, inadvertidamente rocé el fuego y caminaba perseguida por las llamas; dondequiera que fuera sentía furia, y dolor y deseo de escapar del incendio; el incendio me seguía a todas partes, cada vez más grande, más devastador. Cuando introduje la llave en la cerradura, detrás de mí ya no estaba la cola sino una gavilla entera, el heno estaba seco y crepitaba, ardía con alegría emanando sus siniestros fulgores.
Estabas en la vereda del jardín con la escoba en la mano.
«¡Estás aquí!», exclamaste, la escoba se cayó, la madera del mango golpeó la piedra con un ruido seco.
«Me parece evidente», te contesté y, sin añadir nada más, fui a mi habitación seguida por los alegres gemidos de Buck.
En las semanas siguientes reemprendimos nuestro ritual de crueldad cotidiana —yo te odiaba y tú intentabas esquivar ese odio—. En los días en que te sentías más fuerte tratabas de atenuarlo pero tus movimientos de boxeador sin entrenamiento tenían el poder de provocar en mí una irritación aún mayor. «¿Qué quieres?», gritaba, «¡desaparece!». Te llamaba vieja, le daba patadas a las puertas repitiendo como un mantra muérete muérete muérete muérete muérete…
Es difícil comprender cómo se había formado ese odio en mí. Como todos los sentimientos complejos, no era posible imputarlo a una única causa sino más bien a un conjunto de sucesos, relacionados de manera desfavorable con la innata predisposición del carácter.
Lo que en mi primera infancia fue un riachuelo tranquilo, en los albores de la adolescencia se transformó en un río devastado por las lluvias; el agua ya no era verde sino amarilla, a cada obstáculo se encrespaba produciendo un fuerte rugido, en sus meandros se acumulaban todo tipo de desechos, trozos de poliestireno, bolsas de plástico, pelotas pinchadas, muñecas desnudas y sin piernas, ramas arrancadas, gatos muertos con la barriga tensa como un tambor —chocaban entre sí con un blando chapoteo, impotentes, resentidos, incapaces de liberarse—; así, desde la infancia, debajo de la superficie, empezaron a acumularse tantas cosas y ni tú ni yo éramos entonces capaces de verlas: una palabra dicha o no dicha, una mirada de más, un abrazo no dado —todas las normales incomprensiones de cualquier relación— con los años se transformaron para nosotras en un polvorín.
He dicho nosotras, pero en realidad debería decir para mí, porque tú tratabas con todas tus fuerzas de evitar cualquier explosión.
Callabas cuando pensabas que era mejor, hablabas si considerabas que era más útil hacerlo, pero tus silencios y tus palabras estaban siempre fuera de lugar. «¿Por qué te callas?», te gritaba, irritada por tu falta de reacción. «¿Por qué hablas?», rugía convencida de que lo que decías era sólo una provocación.
De vez en cuando tenía una crisis. La electricidad invadía mi cerebro, termitas agresivas corrían debajo de la caja craneal, eran ellas las que apagaban la luz, sus mandíbulas seccionaban los cables y todo se sumía en una profunda oscuridad. Y de la oscuridad a la reconquistada serenidad. De repente ya no había un río dentro de mí sino un lago, un pequeño lago de montaña, la luz del alba teñía de rosa las cimas y, en el fondo, grandes truchas se movían con la sinuosidad de las algas.
Sí, absolutamente todo podía volver a empezar, como el día emerge de la noche. Se abrían las ventanas y un aire fresco invadía la casa; con el aire entraba la luz, parecía que ya no había rincones oscuros: hacíamos juntas una tarta, salíamos juntas a hacer la compra o íbamos a la biblioteca a escoger nuevos libros.
«¿Por qué no tomas tus pastillas?», me decías, y yo te obedecía durante dos o tres semanas.
Las semanas de la tranquilidad.
Era bonito, en esos días, poder respirar, caminar, mirar alrededor sin oír siempre a las espaldas el chisporroteo de la mecha, era reconfortante dormir y levantarse sin el temor de estallar.
Pero como todas las cosas agradables, duraba poco.
De golpe, una mañana, abría los ojos y me asaltaba el tedio de la paz, esa vida coherente y responsable ya no era la mía, no era mío el mundo del sentido común donde las acciones se sucedían la una a la otra, despreocupadas como los niños en un corro.
Necesitaba el dolor para sentirme viva, tenía que correr por mis venas junto a la hemoglobina, era el único camino de verdadera existencia. Sabía que era ácido, veneno, nube tóxica, intuía que corrompería mi interior y todo aquello con lo que entraba en contacto, pero no podía renunciar a él. La bondad, la sensatez no tenían tanta energía, eran sentimientos débiles, monótonos, carentes de una verdadera dirección.
¿De qué servía ser bueno? Vivir una vida de fantoche, una existencia de saco de patatas, víctima inerte de voluntades más grandes.
Además, ¿qué era la bondad? Una nube indefinida de acciones inocentes, la melaza que hay que atravesar para llegar a una forma cualquiera de recompensa, los cotorreos odiosos de los talk show vespertinos. ¿De qué me servía un producto tan mediocre? De nada, absolutamente de nada.
Del amanecer a la puesta de sol deambulaba como si fuera el cono de un volcán, entre el corazón y el fuego el contacto era directo, no había meandros, sofiones, ni callejones sin salida: el magma incandescente y fluido se movía dentro de mí, subía y bajaba con ritmo irregular, a veces rebasaba, como el agua en un recipiente demasiado lleno.
A los diez, once, doce años todavía podía leer a tu lado en el sofá, pero a los trece, empecé a dar señales de intolerancia; a los catorce, la única historia que de verdad quería conocer era la mía.
Fue precisamente durante una de esas tardes de lectura —era el mes de abril, una lluvia fría caía en el jardín— cuando de repente salió de mi interior otra persona: estábamos leyendo Las mil y una noches, uno de tus textos preferidos, y me levanté de golpe resoplando: «¡No aguanto más estas tonterías!».
Inclinaste el libro, incrédula.
«Pero ¿qué dices?».
«Digo lo que me da la gana», contesté, y dando un portazo salí de la habitación.
Durante toda mi infancia, mientras mis compañeros se atiborraban de programas televisivos, llenabas mi vida de fábulas, de poesías, de historias extraordinarias. Amabas la lectura y querías transmitirme esa pasión o también puede que estuvieras convencida de que alimentarse de cosas bellas era un antídoto para el horror.
Hasta donde me alcanza la memoria de nuestra vida en común, entre tú y yo ha habido siempre un libro: ése era el camino por el que sabías conducir tus relaciones, era tu mundo, el mundo en el que habías crecido, la burguesía judía que había abandonado el estudio de la Torah por el de las novelas. Con los libros se comprende mejor la vida, decías con frecuencia, a través de la lectura puedes comprender en profundidad las emociones.
¿Era contra eso contra lo que me rebelaba? ¿Contra tu pretensión de comprender las cosas? ¿O contra el hecho de que, a pesar de la gran cantidad de personajes inmortales que caminaban cotidianamente con familiaridad por el territorio de mis sueños, en lugar de volverme más juiciosa, era cada vez más inquieta? ¿Por qué en lugar de sentir la profundidad de las emociones era su falsedad lo que percibía?
Era como si, en el transcurso de los años, el andamiaje de nuestra relación lo hubieran construido manos poco expertas, al principio parecía sólido, pero más tarde, elevándose, empezó a mostrar sus fallos; bastaba un poco de viento para hacerlo oscilar. A lo largo de los tubos se habían encaramado tantos personajes: Oliver Twist y Miguel Strogoff, Aladino y el Principito, la Sirenita y el Patito Feo, el Golem y la bruja de Hansel y Gretel, la jauría de perros de Colmillo Blanco, Martin Eden, Urashima y la divinidad benigna y maciza de Ganesh que, en medio de una danza frenética de dibbuk, hacía rechinar con un sonido lúgubre las traviesas. Estaban todos allí, entre tú y yo, unos sentados, otros de pie, y sus rostros se interponían entre los nuestros, sus cuerpos proyectaban sombras sobre nuestra historia y yo quería luz, la luz de la sinceridad, la luz de la claridad.
La luz que me permitiría ver los únicos rostros que realmente deseaba ver, los de mis padres.
Sí, el período de la inquietud fue el momento de la reaparición de mi madre. Hasta entonces su presencia había permanecido discretamente en un segundo plano. Estábamos nosotras dos y en nuestra relación éramos —o creíamos ser— autosuficientes: ningún roce, ninguna pregunta indiscreta, los días se deslizaban como un tren en la niebla, todo estaba atenuado, carente de verdadero espesor, la constricción impuesta por los raíles nos daba la certeza de la tranquilidad.
Pero, una mañana de mayo, al despertarme me di cuenta, por primera vez, de que no había una fotografía suya en toda la casa, ni en el salón ni en la cocina, ninguna huella en tu habitación y ni tan sólo tuviste el buen gusto de poner una en la mía. La única reminiscencia de su aspecto yacía en mis recuerdos, pero era pequeña entonces y con los años sus facciones, como un dibujo expuesto demasiado tiempo a la luz, habían empezado a desvanecerse, confundiéndose con otros rasgos, con otros fragmentos de historias.
¿Quién era mi madre?
De ella sólo sabía dos cosas: que había muerto en un accidente de coche y que había estudiado en la Universidad de Padua sin llegar a licenciarse.
Esa mañana irrumpí en la cocina, la leche estaba ya en el fuego, lo estabas apagando.
«¡No tenemos fotografías suyas!», exclamé.
«¿Fotos de quién?».
Oí un ruido dentro de mí como cuando se anda sobre el hielo, la garganta me tembló un instante antes de que lograra decir: «De mamá».
Dos días más tarde, en mi mesilla de noche apareció un pequeño marco que contenía una imagen en blanco y negro de una niña que llevaba un gracioso vestidito de nido de abeja; estaba sentada en un columpio, el mismo columpio de tubos rojos que teníamos en el jardín. Cogí la foto y te alcancé en el jardín.
«No quiero tu hija», te dije, «quiero mi madre».
Antes de romperla me dio tiempo a leer en el dorso: Ilaria, once años.
Entonces en mi habitación apareció una polaroid de colores inciertos, representaba a una joven mujer en una sala llena de humo, tenía una mano debajo de la barbilla y parecía estar escuchando a alguien.