Si les parecieron exageradas la manías de Jack Nicholson en la película Mejor… imposible —entre las cuales destacaba que no podía pisar ninguna raya marcada en el suelo—, prepárense, señores directores de cine, para engordar sus guiones y llevar a la gran pantalla una serie de manías curiosamente protagonizadas en su mayoría por mujeres de la España profunda. Escojan un momento tremendo de depresión y resérvense para ese instante las historia de Ricardo, testigo de cómo su suegra llegó a castrar al gato, cortarle el rabo, arrancarle las uñas y ponerle unos calcetines del Cádiz con tal de que no defecara, ni orinase, ni rayara el parqué del piso…
• ANTES DE DORMIR
Pepi
F: Las manías de mi novio.
C: ¡A ver!
F: Él lo primero que hace es que se lleva una botella de cinco litros a la cabecera de la cama.
C: De lo cual se deduce, primero, que usted duerme con su novio.
F: Sí.
C: Bien.
F: En diciembre nos casamos.
C: Bueno.
F: Estamos viviendo en pecado.
C: ¿Qué dice mamá al respecto?
F: Mi madre al final lo tuvo que entender. Ya está más tranquila porque en diciembre nos casamos.
C: Bueno, ya me deja usted más tranquilo a mí también. Vamos a ver, Pepi, ¿una botella de cinco litros?
F: De cinco litros. Al principio se llevaba el vaso. Digo: «¿Este niño qué hace?» Pero ya me venía todas las noches con la botella de cinco litros a los pies de la cama.
Naranjo: Es precavido, ¿eh?
F: Es que parece que se harta de potajes todas las noches. ¡Eso no es normal! Que las cenas son ligeras, no para llevarse una botella de cinco litros.
C: ¿Y la consume?
F: ¡Es que me parece a mí que no bebe en toda la noche!, que son manías. Y después se lleva la linterna.
Naranjo: Por si se va la luz. ¿No te lo digo?
C: ¿Y por qué se lleva la linterna?
F: Yo me quedo extrañada. ¡Este niño no es normal! Una linterna o dos linternas.
C: ¿Y qué hace con las linternas?
F: Últimamente aquí en Baleares ha llovido mucho y se ha ido la luz. Pero eso lo hacía de siempre. Y últimamente hasta dos, por si una falla tiene la otra. Pero esto es verdad, ¿eh? No me lo estoy inventando. Y después se lleva… ¡Es que tiene muchas cosas! Se lleva un paquete de kleenex porque tiene vegetaciones y se abre las ventanitas de la nariz para respirar y después contrae la garganta: «Ag, ag, ag», que parece que va a cantar. Yo le mando quince minutos antes a acostarse para cuando yo llegue. Estoy en el salón y digo: «A ver, que voy para allá, ¿has terminado?»
C: Y dígame, Pepi. ¿Luego le duerme bien?, ¿es un hombre de buen dormir?
F: Sí, sí, él duerme toda la noche. Bueno, se levanta veinte veces a orinar.
Lorenzo: ¡Vaya perla!
F: Yo le digo que parece que tiene «angurria».
Lorenzo: Pero ¿usted ha estudiado psiquiatría?, porque vamos.
Naranjo: Ahora comprendo yo que su madre esté tranquila con que usted duerma con él. Lo entiendo perfectamente porque ¡no creo que la vaya a dejar embarazada! Porque con lo precavido que es, cualquiera le pilla de sorpresa.
C: Y dígame, Pepi, él se levanta a orinar unas cuantas veces. ¿Es ruidoso?
F: Yo soy muy nerviosa. Enciende la luz y para arriba: «¡Chiquillo, acuéstate ya!» Y hasta me ha propuesto que va a poner una escupidera debajo de la cama. Y digo: «¡Eso es muy antiguo!»
Óscar
F: Cuando yo era pequeño tenía la costumbre de pegar cabezazos contra la almohada. Pero el cabezazo iba acompañado con un «aaapum, aaapum, aaapum». Era curiosísimo. Y eso me costó mis palizas porque despertaba a toda la casa. Y mi padre más de una vez se levantaba ya mosqueado y me zarandeaba. Una vez incluso me caí al suelo y yo seguía «aaapum, aaapum». Gracias a Dios se me quitó la manía, pero se me quitó un día que dando cabezazos me debí ir moviendo hasta que llegué a encontrar la esquina de la cama «aaapum, catapum», y pegué un grito sangrando por la cabeza. Se me quitó porque con la brecha que tenía no podía pegar cabezazos y ya se me quitó.
C: Es decir, levantaba usted la cabeza, la ladeaba un poco y entonces…
F: No, frente a la almohada, levantaba la cabeza y «aaapum».
C: Con la frente.
F: Con la frente, con la frente.
C: Y eso, ¿hasta qué edad lo tuvo usted, Óscar?
F: Hasta los diez años más o menos.
C: Y ya de mayor no ha tenido ningún…
F: No, no, gracias a Dios no. Me ha quedado una marca puñetera en la cabeza pero gracias a Dios no.
• DE LA LIMPIEZA
Ignacio
F: Yo lo tengo en casa, chico. Tengo una mujer que debe ser como esos ratones casi, como ese gen. ¡Tremenda! Yo le pedí a los Reyes Magos servilletas de tela, porque como pases una servilleta de tela por los labios, a lavar, a lavar y a lavar. Entonces, no hay servilletas de tela que lleguen. Termina por ponerlas de papel y yo las odio para comer. Yo le dije este año a los Reyes: «Quiero que me pongan cincuenta servilletas de tela». Todas con la «I» de Ignacio para mí, para tenerlas siempre a disposición.
C: ¿Y ella ya sólo le pone servilletas de papel?
F: Claro, claro, claro, porque es que si no, las de tela se tienen que echar a lavar inmediatamente.
C: ¿Pero simplemente porque usted se la haya pasado por los labios?
F: Nada más limpiarte. Te limpias las manos con ellas, ¡pumba!, a lavar. Te limpias con ellas la boca, ¡a lavar!, es decir, todo va para lavar. El pijama todos los días a lavar.
C: ¿Todos?
F: ¡Todos los días! Es tremendo, chico. Llega por ejemplo cansada… llegamos a las cinco de la mañana de salir de marcha. Yo me levanto, me tiro en el sofá a ver el fútbol y después por la tarde a oír el Carrusel con el José Mari y ella a lo mejor se sienta diez minutos. Dice: «¡Ya estás! Todo el día ahí tumbado». «¡Túmbate tú también! ¿Quién te dice que te levantes?» A los diez minutos de estar sentada: «Hija, ¿a dónde vas?» «A limpiar, tengo las baldosas del baño que están sucias». Viene a los diez minutos: «Qué, ¿va perdiendo el Barça?» Porque quiere que pierda el Barça.
Lorenzo: Encima de limpia que pierda el Barça.
F: Es guarra en ese sentido, en que quiere que pierda el Barcelona y yo soy del Barcelona. Ella quiere siempre que gane el Madrid.
Naranjo: Es lógico que su mujer quiera ser del Madrid porque visten de blanco.
F: Es que si llega a entrar en los vestuarios les lava las camisetas todos los días.
C: Ya me ha dicho usted que los pijamas todos los días a lavar, pero por ejemplo, el suelo, los picaportes…
F: Todo, todo, todo, todo, todo, todo… Las alfombras, si las lava, te marca por dónde tienes que pisar mientras no se seca. Y no puedes pasar por el centro hasta que ella tenga constancia de que eso está seco. Y no te digo nada si pisas barro. Yo tengo tres hijos, entonces ya empieza a investigar: «¿Quién pisó barro?»
Agustín
F: Mi caso y mi obsesión es mi novia. Bueno, es mi caso y su obsesión, que no es lo mismo. Tiene obsesión con los mocos. Pero que estás en cualquier lado y: «¿Tengo un moco, tengo un moco?» Y como es bajita, yo mido 1,80, levanta así la cabeza le pille donde le pille; en un restaurante, en mitad de la calle, en casa comiendo…: «¿Tengo un moco, tengo un moco?» Y hasta que no le dices que no, no se queda tranquila. Igual estás en el cine y en el final de la película se oye un: «¿Tengo un moco, tengo un moco, tengo un moco?» Y ese no es el peor problema. El peor problema es que le preocupan sus mocos y los de los demás. Y entonces, en las mismas situaciones te coge de la nariz y te la levanta a ver si tú llevas un moco.
C: Pero vamos a ver, Agustín. Y en el caso de que usted le responda: «Sí, tienes un moco», ¿qué pasa?
F: Le entra la histeria: «¡Un papel, un papel, un pañuelo, un pañuelo, un pañuelo!» Y como no lleves un pañuelo encima o como no lo lleve ella encima… donde sea. Si le pilla en mitad de la calle, entra a un bar, va al cuarto de baño, coge papel higiénico…; o entra a una tienda, compra kleenex… Lo que sea pero se tiene que quitar el moco. Ya está nerviosa.
C: Y, por ejemplo, si la mucosidad la tiene usted, ¿qué ocurre?
F: ¡Ufff! ¡Eso es peor todavía! Coge el papel y te hurga en la nariz hasta bien dentro, hasta asegurarse de que tus vías respiratorias quedan completamente limpias. Desde la punta de la nariz hasta los alveolos pulmonares.
Naranjo: Pero ¿se subirá en una silla, no?
F: No, no, no, claro. ¡Y coge y te agacha! Te agacha y te mete el dedo hasta no poder más.
C: Y esa obsesión, ¿de qué le viene, Agustín?
F: Pues no lo sé. Debe ser algo de pequeñita porque también tiene obsesión con lavarse las manos. Yo soy zapatero, entonces, como tú comprenderás, las manos las llevo todo el día sucias. Llego a casa: «¿Te has lavado las manos antes de salir del trabajo?» «Sí.» «Ve y lávate las manos». Voy, me lavo las manos. Estás por ahí y tocas cualquier cosa: «Ve y lávate las manos que las llevarás sucias». Si vas a comer te lo dice antes de comer y cuando ya te has sentado: «¿Te has vuelto a lavar las manos?» ¡Se me van a desgastar de tanto lavarme las manos!
C: Que la gente es así, Agustín. Que la gente es limpia y es limpia. ¡Qué le vamos a hacer!
Verónica
F: La maniática es mi suegra. Esa no se pone el trapo en las manos. Esa se pone unas bragas en los pies.
C: ¿Cómo?
F: ¡Se las deja enganchadas a los pies!
C: ¿Una braga?
F: Y entras en el piso, te vas a la cocina y ella detrás meneando el pie, limpiando las pisadas con la braga liada en los pies. ¡Agobiante!, es que es agobiante. Y es que te ve llegar con el coche y ya está asomada a la ventana: «¡Que sus limpiéis los pies en el felpudo!» Y eso no es nada. Después, está mi novio duchándose y está tocándole en la puerta: «¿Te queda mucho?» Pero no por entrar sino para recoger el cuarto de baño. «Mamá, ¡que todavía no he terminado!» «Que si te queda mucho, que tengo que recoger, que tiene que entrar tu hermana».
Lorenzo: Pero explique bien usted eso de las bragas en los zapatos.
C: Se envuelve el zapato en una braga.
F: Yo le digo: «Carmen, pero mujer, ¿usted por qué se pone unas bragas liadas a los pies?, ¿por qué no se pone un trapo cualquiera?» Que no, que ella dice que las bragas las tiene para tirarlas: «Yo, para tirarlas me las engancho en el pie». Y detrás tuya va meneando el pie. Tú te vas a la cocina y ella detrás tuya. Y tú te das la vuelta en el pasillo y ella se da su vuelta. Y si tú te sientas, se sienta al lado tuyo; como haga un gesto para levantarme ya está ella para moverse. ¡Agobiante, agobiante de la limpieza!
C: La cocina la tiene limpia, las mesas, los platos…
F: En el comedor no se come. Se come en la cocina. Yo llevo siete años con mi novio y todavía no le he visto comer en el comedor.
José María
F: El caso mío es de mi novia más bien que el mío porque yo de limpio, lo justito. Cada vez que voy a su casa, que voy todos los días, al entrar, el típico felpudo. Esta chica que ha hablado antes, salía la suegra para que se limpiara los pies. ¡Yo me tengo que quitar los zapatos!
C: ¿Ah, sí?
F: Yo tengo que entrar descalzo. Pero yo y todo el que entre, ¡vamos! Nos ponemos a cenar o a almorzar o lo que sea, las miguitas del pan no pueden caer encima del mantel o en el suelo. Si es en el suelo ya te la lía. Todo el día con la fregona en la mano, el vaso tiene que estar reluciente, el plato igual, tenedores, cucharas, ¡todo! Eso de entrar en casa con unas pelusitas en la ropa o algo…
C: Por ejemplo, ¿fumar se puede en esa casa?
F: No, no, no, ¡qué va! ¡Bueno! ¡Eso es pena de muerte! ¡Eso es pena de muerte!
C: Y usted, ¿jamás ha encendido un cigarrillo, el primer día que fue o algo parecido?
F: Sí, sí, sí. El primer día que fui y por poco me lo como.
Enrique
F: Te voy a hablar de la tía Maruchi.
C: ¿De la tía Maruchi?
F: ¡La tía Maruchi es una fenómena, hombre! Eso era una delicia. Tenía la casa que aquello parecía los chorros del oro.
Tenía un perro, era un setter irlandés precioso, se llamaba el Keri. Y al Keri le tenían puesto por el parqué cuatro calcetines. Y como es muy del Cádiz, le ponían los calcetines del Cádiz. Lo gracioso era que llamaba al Keri: «¡Keri, ven, Keri!» Y el Keri se ponía en la puerta de la cocina y hasta que no le ponía los calcetines era incapaz de pasar al parqué. Y los cinco sobrinos cuando íbamos a la casa era para ver lo que le hacíamos al Keri. Llamábamos al Keri sin los calcetines y le empujábamos. Y el Keri se pegaba unas leches saliendo del parqué… ¡Era una artista la tía Maruchi!
C: Y la tía Maruchi, además de los calcetines del Keri, ¿tenía alguna que otra manía?
F: No, era de tener todo muy limpio, pero era la gracia del perro nada más. Lo de la casa muy limpia y eso, claro, cuando llegábamos los cinco sobrinos se le revolucionaba un poco la cosa pero con cariño, con cariño.
C: Y el Keri, ¿falleció ya?
F: Sí, el Keri tenía diecisiete años ya cuando murió el pobre. Y el Keri con los calcetines se pegaba el pobrecico unos guantazos…
Ricardo
F: Yo empecé con mi madre. Yo empecé a sospechar que lo de mi madre era algo raro cuando a primeros de los sesenta, yo tendría unos siete añitos o así, cuando a los chavales los lavaban una vez por semana el que lo lavaba, a mí me lavaban todos los días. Y eso yo lo llevaba en secreto porque de verdad que no quería decirlo en el colegio por si acaso pensaban que era algo raro. Y eso yo lo llevaba oculto. Luego, cuando fui mayor, el problema fue cuando en mi casa pusieron el parqué. Aquello ya fue el sin vivir absoluto. Teníamos un gato que mi madre también le ponía como el otro vecino unos calcetines. Y el gato era un espectáculo verlo andar por el parqué. Era un espectáculo porque andaba como las arañas, levantando mucho las patas. Era graciosísimo. Creo que intentó quitarse la vida porque es que pasó una cosa. Al gato, primero le cortaron los huevos para que no fuera haciendo cosas raras, anteriormente le habían cortado el rabo y cuando logró quitarse los calcetines le cortaron las uñas, se las arrancaron. ¡Y se tiró por un cuarto piso! No sé si sería por esto. El caso más sangrante fue que a la salida de la cocina ella colocó una alfombra para que cuando saliera uno con los pies manchados de algún resto de comida no pisara el parqué. Como aquella alfombra que puso era tan bonita puso un trapo encima para no manchar la alfombra. Iba poniéndole capas como las cebollas. Le puso a los sofás unas fundas para no mancharlos y encima de las fundas unas sábanas. ¡Eran muy bonitas! Y menos mal que me casé y me fui de mi casa. Creí que aquello se había arreglado, pero aquello empeoró mucho porque ahora mi mujer, directamente antes de entrar en la casa, me hace levantar los pies y me limpia los zapatos con un trapo. Y eso porque hay que andar nada más dos pasos y entrar en la cocina. ¡Un desastre!
C: ¡Y ahora tiene usted la casa de mírame y no me toques!
F: Sí. Mi mujer cuando llego, para señalarme que a lo mejor he andado con los calcetines, enciende la luz del pasillo para que se vea el reflejo, se tira al suelo y me dice: «¡Mira, por ahí has andado!» No sé si pretenderá que vuele o que me deslice o yo no sé.
C: Entonces, Ricardo, ¿ha llevado usted toda la vida esa presión?
F: ¡Toda la vida! Mi mujer me hace que vaciemos una vez al mes toda la vajilla y la cristalería de todos los armarios; de esa cristalería que no se gasta nunca… pues hay que sacarla, meterla al lavavajillas y lavarla toda porque parece ser que eso se tiene que hacer. Y este es mi sino.
Daniel
F: Yo os he llamado para comentaros el caso increíble de mi suegra que yo creo que como ella solamente hay una. Totalmente respetable pero ¡a cuadros! Todo lo que os cuente os vais a quedar con los pies vueltos que lo que habéis oído no es nada comparado con ella. ¡Y eso que eran cosas increíbles! Yo estuve saliendo con mi mujer durante siete años y los siete años que fui a buscarla a casa me recibía en la cocina. Me sentaba en una banqueta y mi suegra y mi suegro se subían a ver la televisión mientras que ella se terminaba de arreglar. No podía pasar a la casa.
C: ¿Ah, no?
F: No, no, no. No podía pasar. Me recibían en la cocina y me despedían en la cocina.
C: O sea, no llegó usted a conocer la casa hasta que casó con la muchacha.
F: Sí. Y aun así tampoco voy porque tampoco se puede pasar. Su propia hermana vive al lado y llevan treinta años viviendo y yo creo que no se conocen la casa la una a la otra.
C: Pero vamos a ver. Y cuando usted ha entrado, ¿cómo es el tesoro que tienen allí?
F: Para empezar, los suelos los tiene puestos de sintasol. Pues yo no he visto una persona que se ponga a cuatro patas todos los días y abrillante los suelos con una mano y una bayeta y con el Pronto, duro que te pego, duro que te pego con el suelo. Le saca brillo al suelo por donde no se pisa.
C: ¡Qué bonito!
F: Claro, luego pegas unos patinazos. Te dice: «¡Aquí has pisado!» Digo: «Claro, ¡si lo tienes con un dedo de Pronto que le has echado aquí en el suelo!»
C: Y los muebles, ¿los tiene también relucientes?
F: Los muebles no se usan.
C: ¿Cómo que no se usan?
F: Te explico.
Lorenzo: Se miran.
F: Sí, sí, se miran y no los mires mucho. Fui una vez a buscar a mi novia y me senté en una silla, ¡me senté en una silla!, que me dijo mi novia: «Siéntate y espera un momento mientras que termino de arreglarme». Salió ella y me dijo: «¿Qué haces ahí sentado?» Y me echó de casa.
C: Pero ¿por qué?
F: Porque estaba sentado en una silla. Como era de terciopelo se podía estropear.
C: Y en el salón, ¿ellos dónde moran?
F: Ellos tienen una habitación que la han hecho cuarto de estar y están allí. Pero cuando ahora subo algunas veces quitan los cojines de donde te sientas y donde te recuestas, los quitan y le ponen unas esponjas y un trapo en el suelo para que no pises en el suelo. «¿Y por qué me quitas los cojines? Qué pasa, ¿los estropeo o algo?» Dice: «No, no, es que se deforman».
C: Y para comer y para…
F: En la cocina. El salón está de adorno. Yo le he dicho: «Pues mira, colócale un metacrilato, le pones unas luces desde fuera y al menos la gente lo ve». Lo puede utilizar de museo.
C: Y los platos muy limpios, los vasos muy limpios…
F: Sí, sí, sí, sí, sí. Bueno, bueno, bueno, los platos una mota de polvo y: «Oye, que esto no tiene…» «Sí, sí, sí, esto está manchado». «¿Pero dónde está manchado?» «No, no, esto hay que lavarlo». Pum, a lavar.
C: Y son iguales él y ella, ¿no?
F: Claro, dicen que dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición.
Jesús
F: Yo tengo un amigo que es el no va más de la pulcritud. De tanto lavarse sus manos las tiene siempre necesitadas de cremas y demás. Su rollo llega a tal extremo que incluso en el sentido del orden, de conservador, de tener la ropa siempre… le dura la ropa mil años, el coche dos mil, ¡es increíble! Los pantalones de pana que se compró hace diez años, cuando se sienta en una silla de rejillas pone el periódico para no joder el canutillo. ¡Es que es un señor! El tío es un caballero. Es de los que dobla el calzoncillo y los calcetines antes de acostarse. ¡Es algo increíble! Y anécdotas de este estilo te estaría contando mil y una.
C: Cuénteme usted, porque lo de doblar el calzoncillo y el calcetín es…
F: ¡Es un señor! Eso es algo acojonante. Es un hombre tremendamente ordenado, pulcro… No sé, es que en este momento no se me ocurre…
C: ¿Cómo tiene la casa?
F: La casa impecable, impecable. Es de los que te dice que tienes que entrar con los pies en los hombros, con los zapatos encima para no manchar, para no rayar después de haber encerado mucho. No se me ocurre ahora, Carlos, porque es la primera vez que conecto con vosotros, ninguna anécdota de él. Pero es que ¡es increíble! Por ejemplo, cuando entra con los zapatos mojados los seca en el radiador, pero pone encima del radiador, para no estropear la pintura del radiador, un periódico.
• MÚLTIPLES MANÍAS
Ángel
F: En un pueblo de Orense, cerca de Carballiño, hay un restaurante muy famoso y muy bueno, y el dueño, hace como quince años la primera vez que le vi, tiene una costumbre que es con rollos de papel Albal se sienta en una especie de secreter que tiene cara al público pero escondidas las manos y empieza a hacerle dobladillos y lo corta. Hace: «ñiiiiiiiiiiiii, ñiiiiiiiii». Hace quince años los rollos eran de diez metros pero es que hace tres años que estuve la última vez los compra de estos industriales.
Mari
F: Una de las manías es que me dice que me quiere y por eso le respetamos. Una de las manías que tiene es que tiene que limpiarse la parte trasera con lo que él mide, el cuerpo que él mide. Empieza a desenrollar el rollito del papel, con lo que siempre tengo un montón de rollitos sin acabar porque no miden lo que él mide. Y con eso te puedo decir un montón pero solamente era para saludarte y darte un abrazo.
Naranjo: ¿Cuánto mide su marido?
F: Mide 1,70.
Naranjo: ¡Ah!, bueno, es recortadito porque si no el gasto…
F: Se me juntan en el cuarto de baño, Naranjo, hasta cuatro rollitos sin terminar.
C: Y lo que no le sirve, ¿lo deja ahí aparte?
F: Exactamente. ¡Menos mal que me sirve a mí que yo mido 1,54!
César
F: Yo veo a dos personas andando por la calle juntas y voy poniéndoles mis conversaciones: «Hola, qué tal, ¿cómo estás?» «Muy bien, don Ernesto. A propósito, el otro día me comentó un amigo mío que le debía usted…» Mis conversaciones, uno le debe cinco mil pesetas a otro… Y entonces, esa es mi pequeña manía. La otra es que pongo la antena, me explico. Yo estoy, por ejemplo, tomando un café con mi novia y estoy pendiente de lo que me está diciendo ella y de la mesa de detrás porque están teniendo una conversación a lo mejor más interesante que la que estamos manteniendo nosotros.
Adoración
F: Una manía de mi marido es que si está subiendo unas escaleras, aunque esté casi llegando arriba del todo, como se tropiece en algún escalón tiene que volver hasta abajo y volver a subir.
• LOS SUPERSTICIOSOS: UN MUNDO APARTE
Blas
F: Yo era un poquito, un poquito nada más, supersticioso. Pero me llegó a pasar una cosa que me hizo que fuera totalmente supersticioso al máximo. Y fue que estaba parado y me buscaron un puesto de trabajo. Ese día yo no sabía que me habían llamado a mi casa y decían que fuera que me iban a colocar en Sevilla. En un bar estaba tomándome una tapa y se me partió un colmillo que tenía de un pequeño puente. Cuando llegué a mi casa el puesto era de relaciones públicas y me dijo mi mujer: «Mira, que te ha llamado fulanito que te van a recibir, que ya tienes el puesto de trabajo». Y cuando me miró me dijo: «¿Qué te pasa?» Y digo: «Será que como me has dicho que tengo el puesto de trabajo se me ha cambiado un poco la cara». Y dice: «No, que te has hecho algo. ¡Me cago en diez, un colmillo que se te ha roto! ¡Y esto es un puesto de relaciones públicas! Fíjate qué imagen vas a dar tú ahora con ese boquete en la boca». Total, que dije, no hay problema, me lo arreglo. Me dice: «Compras un tarro de Loctite que eso te lo pega en un momento y no pasa nada». Y efectivamente. Me arreglé, me puse mi traje, mi corbata, comí y me fui para Sevilla. Y cuando llegué a Sevilla aparqué en El Corte Inglés y me fui a la calle Tetuán que es donde tenía este hombre la oficina. Me pasaron: «¿Fulano de tal?» «Sí». «Le están esperando». Me llevaron a un salón oscuro y me senté a leer unas revistas. Y me acordé del diente. Entonces dije: «Me va a dar tiempo de pegarme el diente». Abrí, cogí el tarro de Loctite, me tanteé el colmillo, el puente, me lo quité, saqué el colmillo, le puse dos gotitas de Loctite y cuando lo fui a pegar se abre la puerta y aparece el que me iba a dar el puesto de trabajo. Y con los nervios, en la mano derecha se me quedó el diente y el tarro de Loctite y me dice: «Hola Blas. ¿Qué hay?» Porque era amigo de un amigo mío. Le doy la mano y se me quedó pegado el diente a su mano. Se me quedó el tío mirando y miraba la mano y dice: «Esto, ¿será de usted?» Y me quedé sin el puesto de trabajo, Carlos.
C: Y luego, ¿le arreglaron el colmillo, Blas?
F: El colmillo me lo arreglaron, gracias a Dios, por la Seguridad Social, porque sigo parado.
Isabel
F: Yo te hablo de una vecina mía que es muy supersticiosa. Mira, ¡eso es horroroso! Estar al lado de ella es que me pone de los nervios porque es que eso es ¡todo! Esa mujer escucha un afilador, se abre su ventana de su cocina, se pone un pañuelo en la cabeza, se engancha… Ahora, ese día hay que comprar un número de los ciegos, el día que escucha al afilador. Quema romero todos los viernes: «Que salga lo malo, que entre lo bueno». Parece aquello una casa de indios. Mira, cuando viene de un entierro se tiene que beber un vaso de vino porque aleja lo… ¡yo qué sé! Y luego su casa es un hospital, siempre están malos. Y le digo: «Menos mal que quemas romero, porque vamos». Cuando no tiene el niño fiebre, cuando no le ha dado un ataque de anginas, cuando no ella tiene artrosis, cuando no el médico de urgencias, la casa… Le digo: «¡Tú eres fija de la Seguridad Social!»
C: Y ella, por ejemplo, ¿tiene mucho cuidado con un martes y trece?
F: ¡Uh! ¡Tú no vayas a pedirle sal a su casa!
C: No, ¿verdad?
F: Ni se te ocurra. ¡Que no vayas a derramar una gota de sal en la cocina! ¡Uh, por Dios! Enseguida el romero, el romero, a quemar romero. ¡Es horrorosa, horrorosa!
C: Y, por ejemplo, con los espejos también mucho cuidado, ¿no?
F: ¡Uh, por Dios! Es que eso es todo. Ella se pone a hablar contigo y: «No hagas esto, no hagas lo otro. Esa tijera, esa lata. Niño, el paraguas». Mira, yo muchas veces digo: «Mari Carmen, si tú tienes mala suerte de lo que tú tienes…» Porque cuando no tiene un niño con anginas, le tiene que le ha dado tos, cuando no que a la niña se le ha bajado el azúcar, cuando no que a ella de duele un brazo, cuando no que al marido le duele un dedo. Digo: «¡Pues menos mal que tú estás siempre quemando romero…!»
C: Pero Isabel, ¿y esa técnica que no conocía yo de abrir la ventana y ponerse un pañuelo en la cabeza?
F: Te puedes imaginar cuando tú pasas por el barrio y ves a esa mujer, con el pañuelo en lo alto de la cabeza, la ventana abierta y haciendo sus rituales. Porque ella dice sus refranillos y sus cosas: «No sé qué y no sé cuántos, porque trae muy buena suerte», con un pañuelo normal de mocos, digamos, en lo alto de su cabeza, chin, chin, chin, chin, chin. Y ahora, ese día un número corriendo para que entre la suerte, para que se vaya la mala suerte, para que yo no sé qué… Es que es imposible acordarse de todo lo que es.
Jorge
F: En Buenos Aires somos muy supersticiosos a ciertos nombres, o sea, hay personas a las cuales no se pueden nombrar. Por ejemplo, hay un navegante solitario que para los que somos navegantes cuando se le nombra trae muy mala suerte. Y un cantante que tú tienes que conocer, que es uno que aparecía hace mucho tiempo con un perro y es ciego, no por favor, no lo nombres… Entonces, cuando alguien te nombra a ese cantante, para contrarrestar la mala suerte que te desean tú te tienes que coger un testículo con una mano y con la otra llevar una llave al suelo.
Naranjo: ¡Jo, qué dolor!
F: Entonces, en un torneo que organizaba una firma de tabaco, de Philips Morris, en un torneo de backgamon, estábamos jugando un soet y había una compañera y uno, para desearle mala suerte al otro, coge y nombra a este personaje. Todos nos agachamos con las llaves cogiéndonos un huevo y la pobre chica, que no sabía qué hacer, a uno de los jurados le cogió el huevo y metió la llave para no tener mala suerte.
Pedro
F: Yo trabajo en un bingo, Carlos. He trabajado, ahora mismo no trabajo. Y allí he visto de todo. Allí cogen los cartones, se los ponen en la cabeza, se los pasan por las partes bajas de su cuerpo, te piden agua… ¡pero no para beber! Cuando llevas el vaso de agua lo tiran debajo de la mesa. Otros que te ven pasar y te dicen: «Llévate el vaso de agua, llévate el vaso de agua…», y le quitas el vaso de agua a un cliente que está bebiendo. El cliente se mosquea con el otro… que «yo quiero beber». Chinitos, cabezas de ajo… Si ve a alguien con un poquito de chepa, con disimulo le saluda y le pasa el cartón por lo alto. De todo, en un bingo puedes ver de todo.
C: Pero tiene que ser muy distraído, ¿verdad?
F: ¡Claro que sí! Además, tú te sientas allí en la sillita hasta que te llamen y vas viendo a cada uno lo que hace. Tiran los cartones, queman los cartones, intentan pedir el cartón con cuatro esquinas y con el cuarenta y cinco en el centro…
C: ¡Qué bonito! ¿Y hay alguna técnica que sea más productiva que otra? ¿Usted ha comprobado que algo vaya mejor?
F: Por lo visto, son los cartones de cuatro esquinas con el número cuarenta y cinco. Y si no te toca lo tienes que guardar debajo del cenicero durante tres manos. Si a las tres manos no te ha tocado, lo quemas.
Luca: ¿Y el trece?
F: El trece no. Cuatro esquinas y el número cuarenta y cinco en el centro.
Luca: ¿El trece es un número malo para ellos o no?
F: ¡Ah, bueno, no! A ellos les da igual. Ellos con tal de cantar bingo…
Mercedes
F: Yo compré en la Expo, en el pabellón de la India, un elefante monísimo de mármol rosa que eso era divino. Yo llegué a mi casa y lo puse en lo alto del televisor, lógicamente, para que lo viera todo el mundo de la casa. Bueno, pues el elefante estuvo allí una noche. Al día siguiente, cuando me levanté, el elefante no estaba. Y yo: «¿Y el elefante?» Y dice mi madre: «No, el elefante que… que lo he tirado, vamos». Digo: «¿Que has tirado el elefante, de mármol con lo monísimo que era? ¿Y eso por qué?» Dice: «No, porque el elefante tiene la trompa para abajo y eso da mala suerte». «Mamá, por Dios, ¿la trompa para abajo?» «Un elefante con la trompa para abajo da mala suerte y eso está en el cubo de la basura». ¡Y allí se quedó!
C: ¡No me diga!
F: ¡Allí se quedó! Y de verdad que me dio mucho coraje porque el elefante era monísimo.
C: Era muy mono… ¡Pues era para verlo!, ¿eh? Rosa y de mármol…
F: Rosa, de mármol… ¡De la India!
C: De la India. ¿Y era muy grande? ¿Era muy grande el elefante?
F: No sé. Levantaba como una cuarta del televisor. Ya sabe, la decoración propia de…
C: ¡Qué pena de cosa bonita!, ¿eh?
F: Es que otro día tienes que hacer también el temita ese, la decoración de los interiores.
Naranjo: Claro, porque yo supongo que usted le pondría un pañito de croché por debajo para que el elefante no rayara la tele.
F: ¡Hombre, por supuesto! Eso es matemático. El pañito es que no falta… pero debajo del elefante, del retrato de la abuela, en todos sitios el pañito.
C: Y dígame, Mercedes, ¿cómo tiene usted el salón?
F: El salón… lo típico, ¿no? El sofá con los pañitos de croché, en la parte de atrás, sobre los hombritos, en la cabeza, también a la altura del codo… Bueno, imagínatelo. La tapicería propia del estampado este de la flor. ¡Que se vea bien el estampado!
C: ¿Tiene usted su mueble bar también?
F: El mueble bar también, que en las tiendas de los veinte duros se compran cosas monísimas y muy elegantes.
Pepa
F: Tengo una amiga que es divertidísima. Es tremendamente supersticiosa, pero la superstición más graciosa que tiene es que no se puede ver reflejada en los escaparates de la calle. Cuando va por la calle ella no va mirando nunca los escaparates. Pero cuando vamos de compras se para a ver la ropa y se pone a pata coja, mientras está mirando. Y cuando se marcha, hasta que desaparece del escaparate, va cojeando por la calle. ¡Pero le da igual si tiene un tacón de veinte centímetros que lo que lleve! Más de una vez le he tenido que agarrar porque se cae.
C: Pues cuando coja El Corte inglés, por ejemplo, que tiene vidrieras largas, ¿qué hace?
F: Y yo le digo: «Pero bueno, esa historia, ¿a cuento de qué te viene?» Dice que es porque hay gente en el escaparate y que no se mueve, que hay gente inmóvil. Y le digo: «Pues chica, ¿y eso?» Dice: «Es que eso trae muy mala suerte». O sea, que tú fíjate el numerito cuando se va de compras con ella.
C: Por recordarlo. Ella, si mira un escaparate y se ve reflejada, que es lo más probable…
F: Levanta la pierna.
C: Levanta una pierna. ¡El problema es cuando tiene que marcharse!
F: ¡Claro! Mientras está mirando está con la pierna levantada pero cuando se marcha, hasta que desaparece del escaparate, va con la pata coja aunque ya no mire.
C: ¿Tendrá una pierna más desarrollada que otra, no?
F: ¡Es horroroso! Porque, además, se pone muy seria. Es como una cosa muy importante para ella.
C: ¡Es fantástica esta superstición!