Prólogo

Larch pensaba con frecuencia que, de no ser por aquel hijo recién nacido, habría sido incapaz de superar la muerte de Mikra, su esposa. En parte se debía a que la criatura necesitaba un padre vivo y activo, que se levantara por las mañanas y trabajara como una bestia de carga todo el día, y en parte, por la manera de ser del propio niño, pues era una criatura tan buena, tan tranquila, cuyos gorjeos y arrullos tenían un sonido tan musical… Por no hablar de los ojos, de un color castaño oscuro, iguales que los de su madre muerta.

Larch, que era guardabosque en el predio ribereño de un noble de escasa categoría, en el reino sudoriental de Monmar, cabalgó sin descanso todo un día para regresar a su casa, y al llegar, dominado por los celos, arrebató al niño de los brazos de la nodriza. Aunque estaba sucio y apestaba a sudor y a caballo, el hombre acunó a la criatura contra su pecho, se acomodó en la vieja mecedora de su esposa, y cerró los ojos. Lloraba de vez en cuando, y las lágrimas, al deslizarse por el mugriento rostro, le dejaban unos surcos muy bien definidos en la piel, pero era un llanto silencioso a fin de escuchar los sonidos que emitía la criatura. Esta lo observaba, y su mirada era un lenitivo para el padre. Pero la nodriza comentó que no era habitual que un bebé tan pequeño enfocara ya la vista.

—No es motivo de alegría que un recién nacido tenga los ojos raros —le previno la mujer.

Larch no veía razón para preocuparse por ello porque la nodriza ya lo hacía por los dos, puesto que, conforme a la costumbre que seguían de forma tácita las parejas de los siete reinos que acababan de tener un hijo, examinaba los ojos del bebé a diario, con las primeras luces, y todas las mañanas respiraba aliviada después de comprobar que no habían cambiado de tonalidad. Y es que, si un niño se dormía una noche con los ojos del mismo color pero, al despertar, tenía los iris de color diferente, era un graceling; y en Monmar, como en casi todos los otros reinos, los bebés graceling pasaban de inmediato a ser propiedad del rey, y las familias rara vez volvían a verlos.

Se cumplió un año del nacimiento del hijo de Larch sin que se produjeran cambios en los iris del pequeño, pero la nodriza no dejaba de rezongar entre dientes. Por historias que había oído, sabía que los ojos de algunos graceling tardaban más de un año en manifestar su condición; además, fuera graceling o no, el pequeño no era normal. Sólo hacía un año que Immiker había abandonado el vientre materno y ya pronunciaba su propio nombre; a los quince meses construía frases simples y al año y medio ya había relegado la pronunciación infantil. Al principio, cuando aceptó ocuparse del pequeño, la mujer albergaba la esperanza de que sus cuidados y su buen hacer le proporcionarían un esposo y un hijo sano y fuerte; pero con el tiempo, ese niño que conversaba como un adulto enano mientras mamaba, o avisaba con elocuencia cada vez que había que cambiarle los pañales, le resultó en verdad horripilante. En consecuencia, dejó su puesto de trabajo.

Larch se alegró de que la rancia mujer se marchara, y armó una mochila para llevar al pequeño colgado sobre el pecho mientras trabajaba; rehusaba salir a caballo los días que llovía o hacía frío, y se negaba a cabalgar a galope; trabajaba menos horas y descansaba a ratos para darle de comer, para acostarlo y que durmiera la siesta, para asearlo… El niño parloteaba sin cesar, preguntaba los nombres de plantas y animales e inventaba poemas absurdos que Larch se esforzaba en escuchar porque esos versos siempre le hacían reír.

—A los pajaritos les gusta volar muy deprisa entre las copas de los árboles, porque dentro de sus cabezas son pájaros —chachareó el niño con aire ausente mientras daba palmaditas a su padre en el brazo, a quien poco después le dijo—. Oye, padre.

—¿Qué quieres, hijo mío?

—A ti te gusta hacer las cosas que a mí me gusta que hagas, porque dentro de tu cabeza están mis palabras.

Larch era muy feliz; no recordaba por qué lo había entristecido tanto la muerte de su esposa, y se decía que era mejor estar como ahora: el niño y él, solos. Rehuyó, pues, de forma gradual a la gente del predio porque su tediosa compañía lo aburría y porque nadie merecía compartir con él la deliciosa compañía de su hijo.

Al despertarse una mañana, Larch se percató de que el pequeño Immiker —de tres años—, acostado a su lado, lo miraba con fijeza; el ojo derecho del niño era de color gris, y el iris del izquierdo había cambiado a una tonalidad rojiza. Aterrado y desolado, el hombre se incorporó de un salto.

—¡Te llevarán con ellos, te apartarán de mi lado! —le dijo.

—No, no lo harán. —Immiker parpadeó con calma, y añadió—: Porque a ti se te ocurrirá un plan para impedírselo.

Ocultar un graceling al rey suponía un hurto de bienes realengos y estaba penado con el encarcelamiento y multas que Larch jamás podría saldar, pero aun así, el hombre se sintió impulsado a llevar a cabo lo que el niño le indicaba. Tendrían que cabalgar hacia el este, donde se hallaba la escarpada cordillera fronteriza casi deshabitada, y encontrar una oquedad en las rocas o entre la maleza que les sirviera de escondrijo. Puesto que él era guardabosque, sabría rastrear, cazar, encender lumbre y preparar un cobijo para Immiker que nadie sería capaz de descubrir.

El niño aceptaba con una extraordinaria tranquilidad el hecho de tener que huir; sabía qué era un graceling. Larch suponía que la nodriza se lo habría contado; o tal vez se lo explicó él mismo, aunque ahora no recordara haberlo hecho. La memoria le fallaba cada vez más, como si se le cerrara por partes y clausurara recuerdos detrás de puertas que se veía incapaz de volver a abrir; lo achacaba a la edad, ya que ni su esposa ni él eran jóvenes cuando Mikra murió al dar a luz.

—A veces me pregunto si tu gracia estará relacionada con el habla —reflexionó el hombre mientras se adentraban en las estribaciones orientales y dejaban atrás el río y la comarca que fuera su hogar.

—No, no lo está —replicó Immiker.

—No, por supuesto que no —convino su padre, sin explicarse por qué se le había ocurrido semejante idea—. Está bien, hijo, todavía eres muy pequeño; estaremos atentos a las señales. Confiemos en que sea un don útil.

El niño no contestó y Larch comprobó los cierres de las correas con que lo sujetaba a la silla de montar, delante de él; se inclinó para besar la rubia cabeza del pequeño y azuzó al caballo con los talones para que se pusiera en marcha.

Poseer una gracia era tener una habilidad particular que superaba, con mucho, las capacidades de un ser humano normal, y se manifestaba de cualquier forma imaginable. Casi todos los reyes disponían, al menos, de un graceling en las cocinas de palacio —un panadero o un viticultor con dotes sobrehumanas—, pero los monarcas más afortunados contaban con soldados dotados de un arte excepcional en el manejo de la espada. Un graceling tenía, por ejemplo, una capacidad auditiva muy desarrollada, la velocidad de un puma, la agilidad necesaria para realizar mentalmente largas sumas o incluso la pericia de detectar si los alimentos estaban envenenados. Asimismo, también había gracias sin utilidad, como girarse del todo por la cintura o ingerir piedras sin enfermar. Pero existían gracias inquietantes, pues algunos graceling veían sucesos antes de que ocurrieran, y otros tenían el don de adentrarse en la mente ajena y descubrir cosas que no eran de su incumbencia. Se rumoreaba que el rey norgando poseía un graceling con el don de saber, por el mero hecho de mirar a una persona a la cara, si esta había cometido algún delito.

Tanto en Monmar como en casi todos los otros seis reinos, los graceling eran instrumentos en manos de los monarcas, nada más; pero no se los consideraba personas normales, y la gente los evitaba si era posible. Nadie deseaba su compañía.

En el pasado, Larch mostró esa misma actitud hacia la gente tocada por la gracia, pero ahora comprendía que se trataba de una postura cruel e injusta, producto de la ignorancia, ya que su hijo era un niño normal que daba la casualidad de ser superior en muchas cosas, no sólo en lo relativo a su gracia, fuera cual fuera esta cuando por fin se revelara. Razón de más para que lo apartara de la sociedad. De modo que no lo enviaría a la corte y así evitaría que se sintiera rechazado y fuera objeto de bromas pesadas, o se viera obligado a prestar servicio al rey en lo que a este le placiera.

No llevaban mucho tiempo en las montañas cuando el guardabosque tuvo que aceptar con amargura que las cumbres no eran un lugar apropiado para esconderse. El impedimento no era el frío, precisamente, si bien el otoño allí era tan crudo como el pleno invierno en el predio de su antiguo señor; tampoco se debía a la clase de terreno, aunque la maleza era áspera y lacerante, y dormían sobre rocas todas las noches, ni a que no hubiera el mínimo espacio en el que plantearse siquiera la posibilidad de cultivar vegetales o cereales. El problema lo constituían los depredadores, pues no pasaba ni una semana sin que Larch tuviera que defenderse de algún ataque: pumas, osos, lobos o enormes aves de presa, de una envergadura que duplicaba la estatura de un hombre… Algunos de estos animales eran propios de la zona, y todos ellos, feroces; y a medida que el invierno se avecinaba y envolvía con su inhóspito manto a Larch e Immiker, el hambre volvía más audaces a las alimañas. Un día, por ejemplo, perdieron al caballo en las garras de dos pumas.

Por la noche, guarecidos en el refugio espinoso construido con palos y maleza, Larch utilizaba su chaqueta para abrigar al niño mientras escuchaba los aullidos, el desprendimiento de rocas rodando ladera abajo y los chillidos de algún animal que indicaban que los había olfateado. Al primer sonido delatador, metía a su hijo dormido en la mochila que se colgaba al pecho, prendía toda la leña de la que disponía como si fuera una potente antorcha, salía del refugio y rechazaba el ataque a fuego y espada; a veces pasaba horas así y apenas dormía.

Tampoco comía mucho.

—Te pondrás enfermo si sigues comiendo tanto —lo reconvino Immiker una noche mientras tomaban la parva cena, consistente en fibrosa carne de lobo y agua.

Larch dejó de masticar de inmediato; si enfermaba, sería mucho más penoso defender al niño, así que le pasó la mayor parte de su ración.

—Gracias por advertírmelo, hijo.

Comieron en silencio un rato; a todo esto, Immiker, que devoraba la comida de su padre, propuso:

—¿Y si subimos un poco más por las montañas y las cruzamos?

—¿Crees que deberíamos hacerlo?

Immiker se encogió de hombros e inquirió a su vez:

—¿Sobreviviríamos a la travesía?

—¿Tú crees que lo lograríamos? —Al plantear esta pregunta, el propio Larch tuvo un estremecimiento; el niño sólo contaba tres años y no sabía nada sobre cruzar montañas. Que él sondeara la opinión de su hijo de forma tan desesperada y con tanta frecuencia era la prueba de hasta qué punto lo atenazaba su gran fatiga.

—No sobreviviríamos —fue la rotunda contestación que dio el guardabosque—. No sé de nadie —ya sea de aquí, de Elestia o de Nordicia— que haya conseguido cruzar la cordillera hacia el este, y tampoco conozco las tierras que hay más allá de los siete reinos, excepto las fábulas que las gentes del este de Monmar relatan sobre monstruos de los colores del arco iris y de laberintos subterráneos.

—Entonces, padre, tendrás que llevarme de regreso a las colinas y buscar un lugar donde ocultarme, porque debes protegerme.

Larch se sentía confuso, cansado, hambriento… Un único propósito atravesaba como un rayo cegador la bruma que le enturbiaba la mente: la determinación de hacer lo que decía Immiker.

Nevaba mientras Larch descendía con cuidado una pendiente escarpada, llevando al niño atado al cuerpo, bajo la chaqueta, y cargando a la espalda la espada, el arco y las flechas, unas mantas y un paquete con sobras de carne. Cuando la gran ave rapaz de color pardo sobrevoló una lejana cresta, el hombre intentó asir el arco con una torpeza nacida del cansancio, pero el ave se zambulló con tal rapidez que, en un visto y no visto, ya era demasiado tarde para dispararle. Larch se apartó a trompicones del trayecto de la rapaz, perdió el equilibrio y se precipitó ladera abajo; braceó, frenético, para resguardar a su hijo, que gritaba con tanta fuerza que apagaba los chillidos del ave:

—¡Protégeme, padre! ¡Tienes que protegerme!

La pendiente por la que se deslizaba Larch desapareció de repente bajo su cuerpo, y los dos, padre e hijo, se precipitaron al vacío, envueltos en la oscuridad.

«Un alud», pensó Larch, embotado, aunque cada centímetro de su cuerpo seguía centrado en proteger al chiquillo que llevaba bajo la chaqueta. A todo esto, algo afilado le rozó un hombro y notó un desgarro en la carne, seguido de un goteo húmedo y caliente. Qué extraño precipitarse así al vacío; era una caída embriagadora, vertiginosa, vertical… Una caída libre. Un momento antes de perder el sentido, Larch pensó si estarían cayendo a través de la montaña hasta las profundidades del mundo.

El guardabosque despertó con un sobresalto, acuciado por una única preocupación: Immiker. No notaba el cuerpo del niño contra el suyo, y las correas que llevaba sujetas al pecho colgaban sueltas; envuelto en la oscuridad, tanteó a su alrededor al tiempo que gimoteaba. Yacía sobre una superficie dura y resbaladiza, como hielo viscoso; extendió los brazos para tantear más lejos y gritó de forma incoherente, pero lo asaltó un dolor desgarrador desde el hombro hasta la cabeza. La náusea le subió a la garganta aunque la contuvo con un esfuerzo; desvalido, sacudido por los sollozos, se quedó inmóvil y llamó a su hijo con voz quejumbrosa.

—Está bien, está bien, padre —sonó la voz de Immiker, muy cerca de él—. Deja de llorar y ponte de pie.

Los sollozos angustiados del hombre dieron paso a otros de consuelo.

—Levántate, padre, tenemos que irnos —lo apremió el pequeño—. He explorado este lugar y hay un túnel.

—¿Estás herido?

—Tengo frío y hambre. Ponte de pie.

Larch intentó levantar la cabeza del suelo, pero gritó de dolor y estuvo a punto de perder el sentido.

—Es inútil, me duele demasiado.

—No es un dolor tan fuerte que te impida levantarte —lo contradijo Immiker; Larch lo intentó de nuevo y comprobó que el niño tenía razón. Aunque atroz, y a pesar de que vomitó un par de veces, el dolor no le impidió incorporarse y apoyarse en las rodillas y en el brazo herido para arrastrarse por la helada superficie y seguir a su hijo.

—¿Dónde…? —Dio un respingo y renunció a hacer la pregunta por representarle un esfuerzo excesivo formularla.

—Caímos a través de una grieta de la montaña y nos deslizamos por ella —explicó Immiker.

Larch no lo entendía; además, caminar le exigía una gran concentración y no quería detenerse para intentar comprenderlo. La superficie que recorrían era resbaladiza y cuesta abajo, y el lugar hacia donde se dirigían era un poco más oscuro que el que abandonaban; Immiker descendía a buen paso delante de su padre.

—Hay una caída a plomo —anunció el niño, pero el sentido de la advertencia llegó con demasiada lentitud al cerebro del hombre para que reaccionara a tiempo, y se precipitó de cabeza desde un saliente no muy alto. Cayó sobre el hombro herido y perdió el sentido unos instantes; cuando volvió en sí, notó una fría corriente de aire y un olor a moho que le resultó molesto. Aprisionados en un espacio estrecho, encajado entre paredes, el guardabosque trató de preguntar al niño si se había hecho daño en la caída, pero de sus labios sólo salió un gemido.

—¿Hacia dónde? —inquirió Immiker.

Larch no sabía a qué se refería y gimió de nuevo. Cuando el niño habló de nuevo, lo hizo en un tono entre cansado e impaciente:

—Te lo dije antes: estamos en un túnel, y he tanteado las paredes en ambas direcciones, así que debes elegir cuál tomamos. Sácame de este sitio, padre.

Para el hombre no había diferencia entre una dirección u otra; la oscuridad reinaba a ambos lados, que olían a humedad y a verdín por igual, pero debía tomar una decisión porque era lo que el niño consideraba más adecuado. De modo que se movió con cuidado; la cabeza le dolía menos si se situaba de cara a la corriente de aire que cuando se ponía de espaldas a ella, y eso lo ayudó a decidirse: se encaminarían hacia el origen de la corriente.

Y fue así como —después de cuatro días de sangrar, de avanzar a trompicones y de pasar hambre, después de cuatro días de oír cómo su hijo le recordaba una y otra vez que se encontraba lo bastante bien para seguir adelante— Larch e Immiker salieron del túnel, aunque no a la luz de las estribaciones monmardas, sino a la de un territorio desconocido que había al otro lado de la cordillera de Monmar; a un territorio oriental del que ninguno de los dos sabía nada, excepto los absurdos cuentos que se relataban en su reino mientras se cenaba, cuentos de monstruos de los colores del arco iris y de laberintos subterráneos.

Larch se preguntaba de vez en cuando si el día en que cayeron por la grieta de la montaña se habría dado un golpe en la cabeza que le hubiera dañado el cerebro, porque cuanto más tiempo pasaba en aquellas tierras desconocidas, más se veía obligado a luchar contra la bruma siempre cernida al filo de su raciocinio. La gente hablaba de forma diferente en ese lugar, y le resultaba difícil comprender las extrañas palabras y los aún más insólitos sonidos. Por ello, dependía de lo que Immiker le traducía, y a medida que pasaba el tiempo, esa dependencia fue cada vez mayor porque el niño tenía que explicarle muchísimas cosas.

Se hallaban en un territorio montañoso y agreste en el que menudeaban las tormentas, un reino al que llamaban Los Vals, unos valles recogidos, donde habitaban animales semejantes a los que Larch había visto en Monmar; criaturas normales, de apariencia y comportamiento comprensibles para él porque le resultaban familiares. Pero allí vivían también animales increíbles, de colores muy vivos, a los que los valesanos denominaban monstruos. El colorido inusitado era la característica que los identificaba como tales, porque en las demás particularidades físicas guardaban similitud con los otros animales normales de esos valles. Tenían, por lo tanto, forma de caballo, tortuga, puma, ave rapaz, libélula u oso, pero los colores pertenecían a la gama de los fucsias, turquesas, bronces, verdes iridiscentes… En Los Vals, por ejemplo, a un caballo tordo rodado se le consideraba un caballo corriente, mientras que otro que tuviera la capa de un intenso color anaranjado, era un monstruo.

Larch no comprendía a esos seres; los monstruos ratón, mosca, ardilla, pez o gorrión resultaban inofensivos, pero los monstruos grandes, los devoradores de hombres, eran muy peligrosos, más que los animales equivalentes que habitaban en los siete reinos. Les entusiasmaba la carne humana, y la de otros monstruos les gustaba con locura; la de Immiker parecía volverlos locos también, por lo que este, tan pronto como creció lo suficiente para tensar la cuerda de un arco, aprendió a disparar. Larch no sabía con seguridad quién le había enseñado; le daba la impresión de que su hijo tenía siempre a su lado a alguien —ya fuera un hombre o un muchacho— que lo protegía y lo ayudaba en diversos menesteres, pero nunca era la misma persona. Larch apenas había aprendido el nombre de los que auxiliaban a Immiker cuando estos desaparecían, y otros ocupaban su lugar.

Ni siquiera sabía de dónde provenía esa gente. Al principio, Immiker y él vivían en una casita; después, en otra más grande; y luego, en otra aún mayor situada en un claro rocoso, a las afueras de una ciudad. Algunas de las personas que atendían a Immiker venían de esa población, pero parecía que otros salían de las grietas de las montañas o de las fisuras del suelo. Esas personas raras, de tez pálida, que procedían de debajo de la tierra, le proporcionaron medicinas y se ocuparon de curarle el hombro.

Oyó comentarios de que en Los Vals había un par de monstruos de hechuras humanas, cuyo cabello era de color muy intenso, pero no llegó a verlos jamás; tanto mejor así, ya que era incapaz de recordar si los humanos monstruo eran amistosos o no, y porque contra los monstruos en general no tenía defensa posible porque eran tan bellos que, cada vez que se encontraba frente a uno de ellos, la mente se le quedaba en blanco y el cuerpo se le paralizaba; en consecuencia, Immiker y sus amigos tenían que defenderlo.

—Eso es lo que hacen, padre —le explicaba su hijo una y otra vez—. Parte del poder que poseen esos monstruos consiste en dejarte pasmado con su hermosura, y después se apoderan de tu mente y te vuelven tonto, así que debes aprender a protegértela contra ellos, igual que he hecho yo.

Larch estaba por completo convencido de que su hijo tenía razón, pero, pese a ello, seguía sin entender nada.

—Qué idea tan horrible —comentó el hombre—. Aterra imaginar que existen criaturas con el poder de dominar la mente de las personas.

Immiker rio con complacencia y abrazó a su padre por los hombros, pero Larch seguía sin entender; no obstante, las muestras de afecto de su hijo eran tan escasas que, cuando se daban, le sobrevenía una oleada de felicidad tan apabullante que acallaba la desazón provocada por el aturdimiento.

En los contados momentos de lucidez, Larch se convencía de que, a medida que Immiker se hacía mayor, él se volvía más estúpido y desmemoriado. El chico le explicaba sin cesar la inestabilidad política del país en el que vivían ahora, le hablaba de las facciones militares que lo dividían, del mercado negro que prosperaba en las galerías subterráneas que conectaban las regiones entre sí, y de dos señores valesanos —lord Mydogg en el norte, y lord Gentian en el sur— que buscaban labrar sus propios imperios y arrebatarle el poder al rey. Asimismo le indicaba que, en el lejano norte, había otro país de lagos y cadenas montañosas, llamado Pikkia.

El antiguo guardabosque no conseguía encontrarle sentido a ese galimatías, pero sabía que en esas tierras no existían los graceling, y por lo tanto, nadie le arrebataría a su hijo.

El hecho de tener los iris de diferente color significaba que Immiker era un graceling; por ello, cuando Larch estaba lúcido, a veces pensaba en esa cuestión y le hubiera gustado saber en qué momento se revelaría la gracia de su hijo.

Y en esos lapsos en que razonaba con mayor claridad, que únicamente se daban cuando Immiker lo dejaba solo un rato, el hombre se preguntaba si no se habría revelado ya.

Immiker desarrolló ciertas aficiones: le gustaba jugar con monstruos pequeños; los ataba y les arrancaba las garras, las escamas de vivos colores, matas de pelambre o puñados de plumas. Un día Larch sorprendió al niño, que a la sazón tenía diez años, cortando a tiras la piel de la barriga de un conejo tan azul como el cielo.

Al observar detenidamente al animal, le pareció precioso a pesar de que sangraba, temblaba y tenía desorbitados los ojos, y se le olvidó el motivo por el que había ido a buscar a su hijo. Qué triste ver que se dañaba por placer a una criatura tan pequeña y tan indefensa, a un ser tan bonito. El conejo emitía horribles chillidos de terror, y el propio Larch se echó a llorar.

—No le duele, padre —comentó Immiker.

El hombre se sosegó al saber que el pequeño monstruo no sufría; en estas, el conejo soltó un débil quejido de desesperación, y Larch se sintió confuso. Miró a su hijo; el chico sostenía una daga de la que goteaba sangre ante los ojos de la temblorosa criatura; le sonrió a su padre.

En lo más recóndito de la mente de Larch alentó un atisbo de sospecha; acababa de recordar por qué había ido a buscar a Immiker.

—Tengo una idea sobre la naturaleza de tu gracia, hijo mío —anunció.

—¿Ah, sí? —El chico lo contempló pausadamente, con cautela.

—Verás, tú dijiste que los monstruos me controlaban la mente con su belleza —prosiguió su razonamiento el exguardabosque.

Immiker bajó el cuchillo y ladeó la cabeza para observar a su padre con mayor atención aún; su expresión era rara, y Larch creyó identificarla como un gesto de incredulidad, pero también sonreía de forma extraña, divertida, como si jugara a un juego que estaba acostumbrado a ganar y en el que, por una vez, había perdido.

—A veces pienso que me controlas la mente al hablarme —concluyó Larch.

Immiker sonrió más abiertamente y después se echó a reír. El sonido de aquella risa produjo tal contento a Larch que no pudo por menos de hacerse eco de las risas de su hijo. Cuánto le quería; el amor le salía a borbotones, como las carcajadas, y cuando Immiker se dirigió hacia él, el padre abrió los brazos de par en par. El chico le clavó en el vientre el cuchillo que empuñaba, y el hombre se desplomó como una piedra en el suelo.

—Tu compañía ha sido una delicia, y echaré de menos tu devoción —dijo el muchacho, inclinándose sobre su padre—. Ojalá fuera tan fácil controlar a todos los demás como controlarte a ti. Ojalá todos fueran tan estúpidos como tú, padre.

La sensación de estar muriéndose resultaba extraña; Larch tenía frío y se mareaba, igual que cuando se precipitó por la cordillera monmarda, pero sabía que ahora no caía a través de una grieta de la montaña. En la hora de la muerte, por primera vez desde hacía años, fue consciente de dónde se hallaba y de lo que sucedía. Y su último pensamiento fue decirse que no se debía a su estupidez que las palabras de su hijo lo cautivaran con tanta facilidad, sino que la causa había sido el amor. Sí, porque su amor por él le impidió reconocer la gracia que poseía, pues aun antes de nacer, cuando no era más que una promesa en el vientre de Mikra, ya se había rendido a su embrujo.

Quince minutos más tarde, el cadáver y la casa del antiguo guardabosque eran pasto de las llamas, e Immiker, montado en su poni, se abría camino hacia el norte a través de las cuevas. Para él fue un alivio emprender viaje porque, de un tiempo a esta parte, el entorno y sus habitantes le resultaban aburridos, cosa que lo incomodaba; y es que ya estaba preparado para algo más importante.

A continuación decidió señalar esa nueva etapa de su vida con un cambio del absurdo y sensiblero nombre que le dieron al nacer; y como siempre le había gustado cómo sonaba la manera un tanto extraña que tenía la gente de esa tierra de pronunciar el nombre de su padre, se lo cambió por el de Leck.

Y transcurrió un año.