Epílogo

El fuego era el medio que se utilizaba en Los Vals para enviar los cuerpos de los muertos al lugar donde sus almas habían ido antes, y para recordar que todo acababa en el olvido de la nada, salvo el mundo.

Así pues, viajaron al predio de Brocker, para celebrar la ceremonia, porque lo apropiado era que tuviera lugar allí y porque llevarla a cabo en cualquier otro sitio habría sido un inconveniente para el noble quien, por supuesto, debía estar presente. Lo dispusieron todo para realizarla hacia el final del verano, antes de que llegaran las primeras lluvias, y para que asistieran Mila con Liv, su hijita recién nacida, y Clara con su hijo, Aran.

No todo el mundo pudo hacer ese viaje, aunque fueron prácticamente todos, incluso Hanna, Garan y Sayre, así como una escolta de la guardia real increíblemente numerosa. Nash se quedó en la capital, ya que alguien debía encargarse de que las cosas funcionaran; Brigan prometió hacer todo lo posible por asistir, y llegó a la propiedad de Fuego la noche antes de la ceremonia, acompañado por un contingente del ejército. No habían pasado ni quince minutos de su llegada cuando Garan y él discutían sobre la posibilidad de destinar parte de los recursos del reino a una exploración por el oeste. Si al otro lado de las montañas existía una tierra habitada por personas a las que llamaban graceling que fueran como el chico aquel, argüía Brigan, lo sensato sería organizar una observación pacífica y discreta —es decir, espiar— antes de que en los graceling se despertara un interés por Los Vals que fuera cualquier cosa menos pacífico. Por su parte, Garan se oponía a gastar más dinero.

Brocker, que se puso de parte de Brigan en la discusión, estaba que no cabía en sí de gozo por la creciente familia que invadía su casa, y habló —al igual que Roen— de mudarse a Burgo del Rey y dejar el predio (del que ahora era heredero Brigan) al cuidado de Donal, que siempre había cuidado de la propiedad de Fuego de forma competente. A los gemelos se les había revelado —sin aspavientos— la verdadera ascendencia de Brigan. En cuanto a Hanna, de repente atacada por la timidez, hay que decir que pasaba ratos con su recién descubierto abuelo; le encantaban las grandes ruedas de la silla de inválido.

Clara le tomaba el pelo a Brigan diciendo que, por un lado, no tenía ninguna relación directa con ella, pero por otro lado, era tío de su hijo por partida doble, ya que, en el sentido más liberal, Brigan era su hermano, así como del padre del niño.

—En fin, al menos así es como prefiero enfocar el asunto —dijo la princesa.

Fuego escuchaba aquellas conversaciones con una sonrisa y cogía en brazos a los bebés en cuanto alguna de las madres se lo permitía, cosa que solía pasar muy a menudo. Tenía un don especial (quizás innato a su naturaleza) para los niños; cuando lloraban, por lo general sabía el porqué.

Fuego se encontraba sentada en el dormitorio de su casa de piedra y pensaba en todas las cosas ocurridas en aquel cuarto.

—¿Puedo entrar, señora? —preguntó Mila desde la puerta, sacándola de su abstracción.

—Pasa, pasa, Mila, adelante.

Mila llevaba en brazos a la pequeña Liv, que estaba dormida; el bebé emitía suaves gorjeos y olía a espliego.

—Señora, una vez me dijo que podía pedirle lo que quisiera.

—Sí, lo dije —respondió Fuego, mirando a la joven madre.

—Quiero pedirle consejo.

—Te lo daré, por si te sirve de algo.

Mila bajó la vista y contempló unos segundos la pálida carita y el pelo fosco de Liv; parecía que tuviera miedo de hablar.

—Señora, ¿cree usted que en su trato con las mujeres el rey es un hombre como lord Arquero?

—¡Ay, no! No puedo imaginarme al rey actuando de forma despreocupada con los sentimientos de una mujer. Sería más justo compararlo con sus hermanos.

—¿Cree usted…? —Mila enmudeció y, de improviso, se sentó de golpe en la cama; estaba temblando—. ¿Cree usted que sería una locura que una soldado de los Gríseos Chicos meridionales, una chica de dieciséis años y con una hija, tomara en consideración…?

De nuevo la muchacha se interrumpió y agachó la cabeza sobre su hijita; por su parte, Fuego sintió que una inmensa felicidad crecía dentro de ella, cálida como una bella melodía.

—Se nota que los dos estáis muy a gusto juntos —insinuó con cuidado, procurando no revelar sus sentimientos.

—Sí, es verdad. Siendo yo la ayudante militar de lord Brocker estuvimos juntos en la guerra, en el frente septentrional. Después lo visité muy a menudo mientras se recuperaba de la herida y yo me preparaba para el inminente parto. Cuando Liv nació, fue él quien me visitó con igual frecuencia, a pesar de sus múltiples obligaciones, y me ayudó a elegir el nombre de la niña.

—¿Te ha dicho él algo?

Con la vista fija en los flecos de la mantilla del bebé que acunaba, entre cuyos pliegues asomó de pronto un pequeño pie gordezuelo, Mila comentó:

—Dijo que le gustaría pasar más tiempo en mi compañía, señora. Tanto como estuviera dispuesta a darle.

Todavía conteniendo la sonrisa, Fuego le respondió con afecto:

—Mi opinión es que se trata de un asunto muy importante, Mila, una petición a la que debes responder sin precipitarte. Podrías hacer lo que te pide y pasar más tiempo con él, simplemente, para ver cómo te sientes con esa relación. Hazle un millón de preguntas si es preciso. Pero no, no me parece una locura. La familia real es muy… flexible.

Mila asintió con la cabeza, absorta en sus pensamientos; al parecer meditaba muy en serio lo que Fuego le había dicho. Al cabo de un momento, le puso a Liv en los brazos y preguntó:

—¿Querría quedarse un rato con ella, señora?

Acurrucada en las almohadas de su antigua cama con la hijita de Arquero suspirando y bostezando contra su pecho, Fuego se sintió feliz a más no poder durante un ratito.

La vista desde la parte trasera de la casa que fuera de Arquero era una vasta y gris extensión rocosa; esperaron hasta que el ocaso tiñó el cielo de rojo.

No tenían un cuerpo que incinerar, pero Arquero poseía arcos largos, tan altos como él, ballestas, arcos cortos, arcos de la infancia que se le quedaron pequeños, pero que había querido conservar. Brocker no era un hombre que desperdiciara las cosas y tampoco deseaba destruir las pertenencias de su hijo. No obstante, salió de la casa con uno de los arcos predilectos del muchacho, junto con otro que le regaló Aliss siendo niño, y le pidió a Fuego que los pusiera encima de la leña apilada.

La joven hizo lo que el inválido le pedía y también dejó al lado de los arcos algo que llevaba ella, una cosa que tenía guardada en el fondo de una alforja desde hacía más de un año: el puente de su violín destrozado. Ya había encendido una gran hoguera para Arquero meses atrás, pero nunca había encendido ni siquiera una vela por Cansrel.

Ahora entendía que, si bien hizo mal matando a su padre, también hizo bien; el chico de ojos raros, el chico que mató a Arquero, la ayudó a ver lo positivo de aquel acto. Algunas personas tenían demasiado poder y eran demasiado crueles para que siguieran vivas; ciertas personas eran demasiado terribles, por mucho que las amaras, y por eso no importaba si uno mismo tenía que volverse terrible también con tal de detener sus pasos. Había cosas que se debían hacer.

«Me perdono —pensó Fuego—. Hoy me concedo el perdón».

Brigan y Roen encendieron la pira y todo el grupo se acercó para rodearla. En Los Vals se tocaba una elegía para lamentar la pérdida de una vida, de modo que Fuego cogió el violín y el arco que le ofrecía Musa.

Era una melodía evocadora e inquietante en la que no había lugar para la resignación, un grito que salía del corazón por todo lo que se destruía en el mundo. Mientras las cenizas se elevaban al cielo, negras en contraste con el brillante rojo del ocaso, el violín de Fuego lloró por los muertos… Y por los vivos que quedaban atrás y les decían adiós.