Capítulo 9

Y ocurrió de nuevo; habían pasado unos pocos días desde que Fuego y Arquero regresaron a sus tierras cuando se descubrió a otro hombre desconocido en el bosque del predio. Los soldados lo condujeron a la casa, y Fuego le detectó la misma bruma mental que notó en el cazador furtivo. Y antes de que se planteara si era adecuado usar su poder y cómo utilizarlo para sacarle información, una flecha entró por la ventana abierta, voló derecha al centro de la sala de guardia de Arquero y se hincó entre los omóplatos del extraño. El propio Arquero saltó sobre Fuego y la tiró al suelo; el desconocido se desplomó también, a su lado, al tiempo que un hilillo de sangre le resbalaba por la comisura de los labios y la mente vacía se le deshacía en la nada. Desde su posición en el suelo, sufriendo los pisotones de los soldados en el pelo y mientras Arquero impartía órdenes a voz en cuello casi aplastándola con el cuerpo, Fuego proyectó la mente hacia el hombre que había disparado.

Se hallaba a bastante distancia, pero lo encontró; intentó controlarlo, pero alguien le pisó un dedo y el repentino e intenso dolor la distrajo. Cuando quiso localizarlo otra vez, el asesino ya no estaba.

Se dirige hacia el oeste, hacia los bosques de Trilling —le comunicó a Arquero con el pensamiento, porque le faltaba resuello para hablar—. Y tiene la mente tan en blanco como los demás.

No le habían roto el dedo, pero lo tenía muy magullado y le dolía al moverlo; era el anular de la mano izquierda, así que tuvo que dejar de tocar el arpa y la flauta durante un par de días, pero se negó a dejar el violín. Llevaba mucho tiempo sin disfrutar de su instrumento preferido y no hubo forma de disuadirla, de modo que procuró no pensar en el dolor, porque ahora cada pinchazo iba acompañado de un aguijonazo de exasperación; estaba harta de recibir heridas.

Un día, sentada en su habitación, se puso a interpretar una alegre melodía, una canción para bailar, pero su estado de ánimo la indujo a lentificar el tempo y a descubrir fragmentos tristes en la pieza, hasta el punto de transformarla en una canción distinta por completo, claramente melancólica, y el violín sonó emocionado.

Paró de tocar y soltó el instrumento sobre su regazo; lo miró con intensidad y después lo estrechó contra sí, como si acunara a un bebé —una criatura muy triste— mientras se preguntaba qué le ocurría.

No lograba apartar de la cabeza la imagen de Cansrel en el momento en que le entregó ese violín.

«Me han dicho que este suena bien, cariño», le dijo su padre mientras se lo entregaba sin cuidado alguno, casi como si se tratara de un trasto insignificante por el que había pagado una pequeña fortuna. Ella lo cogió, complacida por su belleza, pero sabedora de que el verdadero valor del instrumento dependería del tono y del sentimiento, aunque Cansrel era incapaz de juzgar ninguna de esas dos cualidades. Entonces probó a pasar el arco por las cuerdas, experimentando, y el violín respondió de inmediato, deseoso de sentir el tacto de su propietaria, y le habló con una voz emocionante que ella comprendió y reconoció.

Y así un nuevo amigo entró en su vida.

Le fue imposible ocultar a Cansrel su complacencia, y la satisfacción de su padre se desbordó.

—Me asombras, hija mía —le dijo él—. Eres una fuente inagotable de sorpresas para mí, y nunca me siento tan feliz como cuando consigo hacerte feliz. Qué extraño, ¿verdad? —rio con ganas—. ¿De verdad te gusta, cariño?

Todavía sentada en la silla de su habitación, Fuego se obligó a mirar alrededor para ver las ventanas y las paredes, y volver al presente. Arquero regresaría pronto de los campos, donde ayudaba en las labores de labranza, pues empezaba a oscurecer; a lo mejor tenía noticias sobre la búsqueda del fugitivo, o quizá Brocker había recibido alguna misiva de Roen con novedades sobre Mydogg y Murgda, o sobre Brigan o Nash.

Recogió el arco largo y la aljaba y, apartando de un manotazo los recuerdos como si se sacudiera los cabellos sueltos pegados a la ropa, salió de casa al encuentro de Arquero y Brocker.

No había noticias ni misivas.

Fuego tuvo el sangrado menstrual, con las molestias y el bochorno concurrentes porque todo el mundo —en su casa, en la de Arquero y en la villa— sabía el significado de que saliera acompañada de una escolta de guardias. Tuvo otro menstruo, que transcurrió como el anterior; el verano estaba próximo y los granjeros cruzaban los dedos para que las patatas y las zanahorias plantadas en el pedregoso suelo arraigaran y medraran.

Por otra parte, las clases que impartía progresaban tanto (o tan poco) como de costumbre.

—Parad, os lo imploro —exclamó un día en la mansión de los Trilling, interrumpiendo así un ensordecedor clamor de flautas y trompas—. Empecemos de nuevo, al principio de la página, ¿de acuerdo? Trotter, procura no soplar con tanta fuerza, por favor —le pidió al chico mayor—. Te garantizo que ese ruido estridente se debe a que soplas demasiado fuerte, ¿entiendes? Va, ¿preparados?

La entusiasta escabechina se reanudó. Fuego quería a esos críos; para ella, los niños encarnaban una de las pequeñas alegrías de su vida, incluso cuando se portaban mal entre ellos, o cuando creían que conseguían ocultarle cosas, como que habían sido holgazanes o, en algunos casos, al hacerse pasar por tontos. Los niños eran listos y maleables; el tiempo y la paciencia los fortalecía, impidiendo así que le tuvieran miedo o la adoraran en exceso. Además, las frustraciones de los pequeños le eran conocidas, y muy queridas.

«Sin embargo —pensó—, al final del día tengo que renunciar a ellos, porque no son mis hijos, y otras personas los alimentan y les relatan cuentos. Yo nunca tendré hijos y estoy atropada en esta villa en la que nunca sucede nada ni sucederá nada, y adonde jamás llegan noticias. Estoy tan inquieta que sería capaz de quitarle a Renner esa horrible flauta y rompérsela en la cabeza».

Se llevó la mano a la frente, hizo una inspiración profunda y se aseguró de que el segundo hijo de Trilling no captara cómo se sentía.

«He de recobrar la calma —pensó—. A fin de cuentas, ¿qué espero? ¿Que aparezca otro asesino en el bosque? ¿Una visita de Mydogg y Murgda con sus piratas, o una emboscada de lobos monstruo? Tengo que dejar de desear que pasen cosas, porque al fin acabará ocurriendo algo y, cuando suceda, desearé que no hubiera acontecido».

Al día siguiente, Fuego caminaba por el sendero que iba de su casa a la de Arquero, con la aljaba colgada a la espalda y el arco en la mano, cuando uno de los guardias la llamó desde la terraza trasera de la casa de su amigo:

—¿Le apetece una giga, lady Fuego?

Era Krell, el guardia al que embaucó la noche que no pudo trepar por el árbol hasta la ventana de su habitación; sabía tocar bien la flauta y, ahí estaba, ofreciéndose a rescatarla de su desazón.

—¡Ya lo creo, sí! —aceptó—. Dame un minuto para ir a buscar mi violín.

Una giga con Krell siempre suponía un juego; tocaban por turnos —ella, el violín, y el guardia, la flauta o el caramillo—, cada cual improvisando un pasaje que era un auténtico desafío para que el otro lo pillara y se incorporara, siempre guardando el compás, aunque incrementando el tempo de forma gradual, de manera que la interpretación requería de toda la concentración y la destreza de ambos para ir parejos. Sus actuaciones merecían un público, y el de ese día lo formaban Brocker y varios guardias que se acercaron a la terraza trasera, porque no querían perderse el espectáculo.

Fue una suerte que Fuego estuviera bien dispuesta para realizar arpegios muy técnicos, porque Krell tocó como si su propósito fuera conseguir que ella rompiera una cuerda del violín. Los dedos de la muchacha volaban, el violín era una orquesta completa, y todas y cada una de las notas que cobraban vida de forma maravillosa pulsaban una cuerda de satisfacción en su interior. Le sorprendió sentir una ligereza desconocida en el pecho, y entonces cayó en la cuenta de que se reía.

Era tal su concentración que tardó un poco en advertir la extraña expresión de Brocker, el cual tamborileaba en el reposabrazos de la silla de ruedas; sin embargo, el inválido tenía la vista fija en un punto detrás de ella y hacia la derecha, en dirección a la puerta trasera de la casa de Arquero, y comprendió que debía de haber alguien en la entrada, alguien a quien el noble contemplaba con sobresalto.

Entonces todo ocurrió a gran velocidad: Fuego identificó la mente de la persona que estaba en el umbral, se dio la vuelta con tanta precipitación que el arco y el violín se separaron con un chirrido, y miró fijamente al príncipe Brigan, que estaba apoyado en el marco de la puerta.

Acto seguido, Krell interrumpió la rápida sucesión de notas que interpretaba con la flauta, los soldados apostados en la terraza carraspearon, dieron media vuelta y se cuadraron al reconocer a su comandante. Los ojos de Brigan no expresaban nada; se apartó de la puerta y se enderezó, y Fuego, presintiendo que iba a decir algo, giró sobre sus talones y bajó a todo correr los peldaños de la terraza que conducían al camino.

Una vez que los perdió de vista, Fuego aflojó el paso y se detuvo; se apoyó en una roca, falta de aliento, golpeando el violín contra la piedra, y el instrumento emitió un grito de protesta disonante y agudo. Tovat, el guardia de pelo anaranjado y mente muy fuerte, llegó corriendo en pos de ella y se detuvo a su lado.

—Perdone la intrusión, señora, pero se ha marchado desarmada —le dijo—. ¿Se encuentra mal?

La joven apoyó la frente en el peñasco, avergonzada porque el soldado tenía razón; además de huir como una gallina espantada a causa del revuelo de la falda de una mujer, se había ido sin armas.

—¿Por qué ha venido aquí? —le preguntó a Tovat, todavía con el violín y el arco apretados contra sí y sin retirar la frente de la piedra—. ¿Qué quiere?

—Me he marchado enseguida y no me he enterado de nada —contestó el soldado—. ¿Quiere que volvamos? ¿Necesita ayuda, señora? ¿Quiere que venga la sanadora?

La muchacha no creía que Brigan fuera de los que hacen visitas de cortesía, aparte de que raras veces viajaba solo; cerró los ojos, pues, y proyectó la mente hacia las colinas, pero no captó la presencia del ejército, aunque sí percibió un grupo de unos veinte soldados no muy lejos, precisamente en la puerta de su casa, y no en la de Arquero.

Suspiró mientras se erguía, comprobó cómo llevaba el pañuelo de la cabeza y se colocó el violín y el arco debajo del brazo antes de dar media vuelta para dirigirse hacia su casa.

—Vamos, Tovat, no tardaremos mucho en enterarnos, porque ha venido a por mí.

Los soldados estacionados ante la puerta de la casa de Fuego no eran como los hombres de Roen ni como los de Arquero, que la admiraban y tenían razones para confiar en ella; en cambio, estos eran normales y corrientes, y cuando Tovat y Fuego estuvieron al alcance de la vista, la muchacha percibió en ellos una serie de reacciones habituales: deseo, estupefacción, recelo… Y también prevención, puesto que esos hombres se habían parapetado la mente más de lo que cabría esperar en un encuentro circunstancial; sin duda, Brigan los había seleccionado por su capacidad para protegerse mentalmente, o bien les había advertido que no olvidaran hacerlo.

Fuego rectificó interiormente, ya que no todos eran varones; entre los soldados, había tres de ellos de cabello largo, atado hacia atrás; por sus rasgos y por lo que ella percibía de esas tres personas, se deducía su condición femenina. Aguzó su poder mental para obtener más datos: había otros cinco soldados varones que no la evaluaban con un interés determinado, y se preguntó, esperanzada, si serían hombres que no deseaban a las mujeres.

Se detuvo delante de ellos, y todos se la quedaron mirando con fijeza.

—Bien hallados, soldados —saludó—. ¿Quieren entrar y reposar?

Una de las mujeres, alta, de ojos color avellana y voz potente, respondió:

—Tenemos orden de esperar fuera hasta que nuestro comandante vuelva de la casa de lord Arquero, señora.

—Bien, de acuerdo —aceptó Fuego, un tanto aliviada de que los soldados no estuvieran allí con órdenes de apresarla y meterla en un saco de arpillera, y pasó entre ellos hacia la puerta de su hogar, seguida de Tovat. A todo esto, se le ocurrió una cosa y, deteniéndose, se dio la vuelta y le preguntó a la soldado—. Entonces, ¿está usted al mando?

—Sí, señora, en ausencia del comandante.

Tanteó de nuevo las mentes del grupo en busca de alguna reacción como, por ejemplo, resentimiento, celos o indignación, por el hecho de que Brigan hubiera elegido a una oficial femenina para ostentar el mando… Pero no encontró nada.

Tendría que cambiar de opinión y reconocer que no se trataba de soldados corrientes; la joven no sabía por qué el príncipe había actuado de esa manera, pero algún motivo habría para inducirlo a tomar tal decisión.

Por fin entró en la casa con Tovat, que cerró la puerta tras ellos.

Mientras Fuego y Krell interpretaban sus melodías en la terraza, Arquero se encontraba en la villa, pero debió de llegar a la casa poco después de que el concierto acabara de forma tan repentina; no había pasado mucho rato de su regreso cuando, acompañando a Brigan y a Brocker, se personó en la vivienda de la muchacha.

Donal los condujo a la sala de estar, y Fuego, en un intento de disimular su turbación y para que tuvieran la seguridad de que no iba a salir corriendo otra vez hacia las colinas, se apresuró a decir:

—Alteza, si sus soldados desean descansar o beber algo, serán bienvenidos en mi casa.

—Gracias, señora, pero no me quedaré mucho tiempo —respondió él.

Arquero estaba inquieto, y a Fuego no le hacía falta recurrir a su poder mental para percibirlo; invitó con un ademán a Brigan y a su amigo a que se sentaran, pero los dos hombres permanecieron de pie.

—Señora, vengo en nombre del rey —anunció el príncipe.

No la miraba a la cara mientras hablaba, sino que dirigía la vista al vacío, evitando en todo momento posarla en ella, así que Fuego se lo tomó como una invitación a observarlo físicamente, ya que él tenía la mente protegida con tanta intensidad que era imposible atisbarla.

Pulcramente afeitado, Brigan iba armado con arco y espada, pero no vestía armadura sobre la oscura ropa de montar. Era más bajo que Arquero, aunque de mayor estatura de lo que ella recordaba; todo en su aspecto —cabello oscuro, entrecejo fruncido y semblante severo— contribuía a mostrar una actitud muy distante, aparte del empeño que ponía en no mirarla, Fuego no percibía qué sentimientos despertaba en él aquel encuentro. Sí reparó, no obstante, en una pequeña cicatriz, fina y curvada, que le partía la ceja derecha; era muy parecida a las que ella tenía en el cuello y en los hombros; es decir, que una rapaz monstruo había estado a punto de sacarle el ojo. Tenía otra cicatriz en la barbilla, pero esta era recta, lo que indicaba que se la habían hecho con un cuchillo o una espada. Suponía que el comandante de la Mesnada Real debía de tener muchas cicatrices, tantas como un humano monstruo.

—Hace tres semanas se encontró a un extraño en los aposentos del rey, en el palacio real —explicó Brigan—. Su majestad le pide que acuda a Burgo del Rey para que vea al prisionero, señora, y diga si es el mismo hombre que estaba en su cámara, en la fortaleza de mi madre.

Burgo del Rey… La ciudad que la vio nacer, donde su madre vivió y murió; la esplendorosa urbe que se alzaba sobre el mar y que se perdería o se salvaría como consecuencia de la guerra que se avecinaba. No la conocía; nunca la había visto, salvo en su imaginación, ni nadie le había sugerido jamás que la visitara para conocerla de verdad.

Hizo un esfuerzo para considerar la propuesta con seriedad a pesar de que su corazón ya había decidido por ella; en Burgo del Rey tendría muchos enemigos y también habría muchos hombres a los que les gustaría en exceso; las miradas escrutadoras la seguirían siempre, sufriría acoso y nunca tendría la opción de bajar la guardia ni descansar la mente… El soberano del reino la desearía; él y sus consejeros querrían utilizar sus poderes para obtener beneficios sobre prisioneros, enemigos o sobre la totalidad del millón de personas en las que no confiaban.

Y, además, tendría que viajar con ese hombre hosco al que no le caía bien.

—¿Es una petición del rey o es una orden? —preguntó la joven.

—La transmitió como una orden, señora —contestó el príncipe, que en ese momento fijaba la fría mirada en el suelo—. Sin embargo, no la obligaré a venir.

De modo que, al menos en apariencia, el comandante tenía posibilidades de desobedecer las órdenes del monarca; o quizás era un indicativo de lo poco que deseaba llevarla junto a su mentecato hermano, y de que estaba dispuesto a contravenir la orden.

—Si el rey confía en que utilice mi poder para interrogar a sus prisioneros, se sentirá defraudado —advirtió Fuego.

Brigan abrió y cerró una vez la mano con la que manejaba la espada, indicio tal vez de impaciencia o de ira. Después, por fin, la miró fugazmente a los ojos, aunque apartó la vista de inmediato.

—No me imagino al rey obligándola a hacer nada que usted no quiera.

Ese comentario le bastó a Fuego para comprender que el príncipe estaba convencido de que ella no sólo era capaz de controlar al rey, sino que su intención era hacerlo. Por consiguiente, se ruborizó, pero alzando la barbilla con gesto resuelto, anunció:

—Iré.

Arquero resopló, a punto de estallar de rabia, aunque antes de que tuviera tiempo de pronunciar ni una palabra, la joven se volvió hacia él y le transmitió mentalmente:

No peleemos delante del hermano del rey y no estropees estos dos últimos meses de paz.

—No soy yo quien los estropea —respondió él en voz baja.

Brocker estaba acostumbrado a esas escenas, pero ¿qué pensaría Brigan al verlos enfrentados y sosteniendo una discusión unilateral?

No voy a darte cuerda. Puedes ponerte en evidencia si quieres, pero no me avergüences a mí.

Arquero respiró hondo, y el aire vibró al inhalarlo; salió de la sala hecho una furia, cerró la puerta de golpe y dejó tras de sí un silencio embarazoso.

Fuego se llevó una mano al pañuelo que le cubría la cabeza y le dijo a Brigan:

—Le pido disculpas por nuestra falta de consideración.

—Bien —contestó él, impasible, sin parpadear siquiera.

—¿Cómo garantizará la seguridad de la dama durante el viaje, comandante? —inquirió Brocker con tranquilidad.

Brigan se encaró a Brocker y se sentó en una silla, apoyando los codos en las rodillas; su actitud pareció cambiar por completo, y de súbito, demostró que se sentía cómodo y tranquilo con el inválido, como un militar joven que habla respetuosamente con un hombre que podría ser su mentor.

—Señor, cabalgaremos hasta Burgo del Rey en compañía de la División Primera al completo. La columna se encuentra apostada cerca de aquí, al oeste.

—No me ha entendido, hijo —sonrió Brocker—. ¿Cómo va a asegurarse de que ella esté a salvo de la División Primera?

—He seleccionado una guardia de veinte soldados, en cuyas manos puede confiarse la seguridad de la señora.

—No hace falta que nadie se ocupe de mi seguridad —dijo ella, cortante, cruzada de brazos—. Sé defenderme sola.

—No lo pongo en duda, señora —convino Brigan en voz queda—. No obstante, si va a cabalgar con nosotros, tendrá una escolta. No puedo llevar a una mujer, que no sea soldado, en una columna de cinco mil hombres durante un viaje de casi tres semanas sin proporcionarle una guardia personal. Confío en que sepa apreciar lo atinado de esta medida.

Hacía alusión de manera sutil al hecho de que ella era una humana monstruo que provocaba que las personas sacaran a relucir lo peor de sí mismas. A decir verdad, jamás se las había tenido que ver con cinco mil hombres.

—Está bien, de acuerdo —accedió la joven, y se sentó.

—Cuánto desearía que estuviera presente Arquero para que constatara el poder que tiene un razonamiento coherente —río Brocker.

Fuego resopló con sorna; Arquero no se habría planteado en absoluto que si ella había accedido a tener una escolta era porque demostraba el poder de un razonamiento de ese tipo, sino que lo habría tomado como prueba de que estaba dispuesta a enamorarse del guardia de dicha escolta que fuera más atractivo. Se puso en pie, y Brigan se levantó al mismo tiempo; el semblante del príncipe volvía a ser impasible.

—Iré a preparar mis cosas y a pedirle a Donal que ensille a Corto —anunció la joven.

—Muy bien, señora.

—¿Quiere esperar aquí conmigo, comandante? —propuso Brocker—. Tengo que comentarle un par de cosas.

Fuego dirigió una mirada escrutadora al inválido.

¡Vaya! ¿Qué es eso que tiene que comentarle? —le preguntó con el pensamiento.

Brocker tenía demasiada clase para entrar en una discusión unilateral; también poseía una mente tan clara y fuerte que era capaz de transmitirle a la joven un sentimiento con absoluta precisión, de manera que casi le llegó como si él hubiera pronunciado la frase: «Quiero aconsejarle en el terreno militar», pensó Brocker.

Un poco más tranquila, Fuego salió de salón y los dejó solos.

Cuando llegó a su habitación, encontró a Arquero sentado en una silla pegada a la pared; su presencia allí era una libertad que se había tomado, porque no se debía entrar en su cuarto sin ser invitado, pero Fuego se lo perdonó. Como Arquero no podía abandonar las responsabilidades de su predio tan de repente para acompañarla, tendría que quedarse. Estarían separados mucho tiempo, ya que se tardaba seis semanas en ir a Burgo del Rey y volver; a lo que, había que añadir el tiempo que pasara ella en la corte.

En su decimocuarto cumpleaños, Brocker le preguntó cuánto poder tenía realmente cuando estaba dentro de la mente de Cansrel, y Arquero fue quien salió en su defensa:

—¿Es que no te da pena, padre? Es su progenitor. No hagas su relación con él más difícil de lo que ya es.

—Sólo he hecho una pregunta —respondió Brocker—. ¿Tiene poder para hacerle cambiar de actitud, o sería capaz de modificar sus ambiciones de manera permanente?

—Cualquiera se daría cuenta de que tus preguntas no son pertinentes.

—Te equivocas; son preguntas necesarias —replicó Brocker—. Aunque preferiría que no lo fueran.

—Me da igual. ¡Déjala estar! —exclamó Arquero con tanta pasión que su padre no insistió; al menos, de momento.

Fuego suponía que echaría de menos la presencia de su amigo para defenderla durante el viaje, y no porque deseara especialmente dicha defensa, sino por la sencilla razón de que era así cómo él se comportaba cuando la acompañaba.

Sacó las alforjas de entre el montón de cosas apiladas en el fondo del armario, y fue metiendo en ellas ropa interior y prendas apropiadas para montar a medida que las doblaba; no tenía sentido llevarse vestidos, porque nadie se fijaba nunca en lo que llevaba puesto. Además, después de ir apretujados en las alforjas tres semanas no estarían en condiciones de ser utilizados.

—¿Vas a abandonar a tus alumnos? —preguntó por fin Arquero, acodado en las rodillas y sin perder detalle de los preparativos de Fuego—. ¿Así, por las buenas?

Ella le dio la espalda con el pretexto de buscar su violín, y sonrió; era la primera vez que Arquero mostraba tanto interés por sus alumnos.

—No has tardado mucho en decidirte —añadió él.

—No he visto nunca Burgo del Rey —se limitó a exponer lo que para ella era obvio.

—Pues no es para tanto.

Eso era lo que Fuego quería constatar por sí misma; rebuscó entre los montones que tenía encima de la cama y no replicó.

—Correrás más peligro en esa ciudad que en cualquiera de los sitios en los que has estado hasta ahora. Tu padre te sacó de allí porque no estabas a salvo.

La joven dejó el estuche del violín al lado de las alforjas, y replicó:

—Entonces, Arquero, ¿he de elegir una vida triste, aislada, para seguir viva? No pienso esconderme en una habitación con las puertas y las ventanas cerradas, porque eso no es vivir.

Él pasó un dedo por las plumas de una flecha de la aljaba que tenía al lado y, apoyado el mentón en el puño, contempló ceñudo el suelo.

—Te enamorarás del rey —rezongó entre dientes.

Fuego se sentó al borde de la cama, frente a él, y le aseguró con una sonrisa:

—Es imposible que me enamore del rey; es un mentecato y bebe demasiado vino.

—¿Y qué? Yo soy muy celoso, pero a pesar de ello me acuesto con muchas mujeres.

—Por suerte para ti, ya te quería mucho antes de que ocurrieran ambas cosas —contestó ella, más sonriente.

—Pero no me quieres tanto como yo a ti, esa es la razón de que me comporte así.

Semejante afirmación, viniendo de un amigo por el que daría la vida, era muy dura; y la hacía más dura el hecho de que la manifestara en ese momento, en que ella estaba a punto de irse para mucho tiempo. Fuego se levantó y le dio la espalda.

El amor no se mide de esa forma —le transmitió mentalmente—. Y quizás estés en tu derecho de responsabilizarme por lo que sientes, pero no es justo que me culpes por tu comportamiento.

—Lo siento —se disculpó Arquero—. Tienes razón, perdóname.

Y de nuevo lo perdonó, sin otra condición, porque sabía que la ira de Arquero se disipaba casi siempre con la misma rapidez con que estallaba, y que, tras ese estallido de rabia, su corazón rebosaba cariño. Sin embargo, no fue más allá del perdón; estaban en su habitación, y no era difícil deducir lo que él deseaba antes de su marcha, algo que no estaba dispuesta a darle.

Hubo un tiempo en que era sencillo aceptar a Arquero en su lecho; no hacía tanto que resultaba muy fácil, pero, no sabía bien cómo, el equilibrio entre ambos se desniveló y empezaron las propuestas de matrimonio y el enamoramiento enfermizo, de modo que cada vez se hizo más y más fácil decir «no».

Se lo diría con delicadeza. Le tendió la mano, y él se levantó para acercársele.

—Tengo que ponerme la ropa de montar y sacar unas cuantas cosas más, así que nos despediremos ahora. Vuelve a la sala y dile al príncipe que bajaré enseguida.

Comprendiendo el significado de sus palabras, Arquero se miró los zapatos un instante y después alzó la vista hacia ella; le tiró del pañuelo que llevaba en la cabeza hasta que la tela se desprendió, y la melena le cayó en cascada sobre los hombros. Luego le recogió el cabello con una mano, se inclinó y lo besó; a continuación la atrajo hacia sí y le besó el cuello y los labios de un modo que la hizo desear no tener una mente tan picajosa. Entonces la soltó, se apartó y se dirigió hacia la puerta; su semblante era la viva imagen de la desdicha.