Capítulo 8

Cansrael siempre le permitió a Fuego entrar en su mente para que practicara el ejercicio destinado a cambiarle las ideas; en realidad fomentó esa práctica como parte integrante del entrenamiento de su hija. Y ella cumplía con la obligación, pero no hubo ni una sola vez que no supusiera adentrarse en una pesadilla estando despierta.

Como Fuego había oído contar historias sobre pescadores que luchaban contra monstruos en el mar Hibernal para salvar la vida, la mente de Cansrel le recordaba a una anguila monstruo: fría, escurridiza y voraz; siempre que penetraba en ella, notaba como si unos húmedos zarcillos se le enroscaran y trataran de arrastrarla hacia el abismo. Al principio luchaba con frenesí para asir esa mente resbaladiza, sin más, y después para conferirle suavidad y calidez, como si se tratara de un gatito o de un bebé.

Dar calidez a la mente de Cansrel le consumía una enorme cantidad de energía; a continuación, tenía que infundirle sosiego para aplacar sus ansias insaciables, y por último, forzaba la naturaleza de esa mente con todo su empuje a fin de formar pensamientos que Cansrel jamás desarrollaría por sí mismo, como por ejemplo, compadecerse de un animal aprisionado en una trampa, sentir respeto por una mujer o darse por satisfecho. Lograr semejante hazaña requería de toda la fortaleza de la muchacha, porque una mente escurridiza y cruel se resiste siempre al cambio.

Cansrel no lo confesó nunca, pero Fuego creía que la droga favorita de su padre era tenerla a ella en la mente y que lo manejara a su gusto para lograr que se sintiera satisfecho. Estaba acostumbrado a las emociones fuertes, pero la satisfacción era una novedad para él, un estado que parecía incapaz de alcanzar salvo con la ayuda de su hija, mientras que esa sensación de calidez, producto de la efusión y la ternura, era un sentimiento que rara vez experimentaba. Nunca, ni una sola vez, rehusó a Fuego cuando esta le pedía permiso para entrar en su mente, porque confiaba en ella, pues sabía que utilizaba su poder con buenas intenciones y no para dañarlo.

Sin embargo, olvidó tener en cuenta la inestable línea quebradiza que separaba el bien del mal.

Ese día no había acceso a la mente de Arquero, que rechazaba sin contemplaciones los intentos de Fuego de comunicarse con él; tampoco es que importara mucho, ya que no entraba jamás en la mente de su amigo para cambiarla, sino sólo para tantear el terreno, y hoy no tenía el menor interés en rastrearlo. No estaba dispuesta a disculparse ni iba a capitular ante la pelea que él deseaba provocar. Y no sería porque tuviera que esforzarse mucho para encontrar defectos que echarle en cara: prepotencia, despotismo, obcecación…

Se sentaron en torno a una mesa cuadrada con Roen y varios espías de esta para hablar sobre el cazador furtivo que le disparó a Fuego, del arquero que lo había matado, y del tipo que la muchacha percibió en la cámara del rey el día anterior.

—Pululan espías y arqueros a montones —comentó el jefe del servicio de espionaje de Roen—. Aunque imagino que serán pocos los que tengan la destreza que ese misterioso arquero parece tener. No obstante, Lord Gentian y lord Mydogg han creado escuadrones enteros de tiradores con arco, y algunos de los mejores del reino trabajan para los contrabandistas de animales.

Fuego se acordaba de esa particularidad; sin ir más lejos, Tajador, el contrabandista, alardeaba de sus arqueros; así era cómo obtenía su mercancía, a base de disparar dardos impregnados con sustancias sedantes.

—Los pikkianos también cuentan con buenos tiradores —intervino otro de los hombres de Roen—. Sé que preferimos pensar que esas gentes son un pueblo de cortos alcances que se agrupa en clanes y que sólo está interesado en la construcción de embarcaciones, en la pesca en alta mar y en realizar alguna que otra incursión en nuestras villas fronterizas, pero la realidad es que son víctimas de nuestra política. Ni son obtusos ni están de parte del rey; son nuestros impuestos y nuestras normas comerciales las que los mantienen en la pobreza desde hace treinta años.

—La hermana de Mydogg, Murgda, acaba de contraer matrimonio con un pikkiano, un navegante explorador de los mares orientales —informó Roen—. Tenemos razones para creer que Mydogg está reclutando pikkianos para su ejército valense, y con éxito, al parecer.

Fuego estaba estupefacta; eso sí que era una noticia, y nada buena, por cierto, así que preguntó:

—¿Es muy numeroso actualmente el ejército de Mydogg?

—Aún no lo es tanto como la Mesnada Real —aseguró Roen con firmeza—. Mydogg me dijo cara a cara que cuenta con veinticinco mil soldados, pero los espías que tenemos en su feudo del nordeste calculan que son unos veinte mil. Brigan tiene veinte mil entre las cuatro divisiones que patrullan, y otros cinco mil en tropas auxiliares de reserva.

—¿Y Gentian?

—No estamos seguros. Creemos que unos diez mil, todos ellos instalados en cuevas, bajo el río Alígero, cerca de su feudo.

—Números aparte —dijo el jefe de espionaje—, todo el mundo dispone de arqueros y espías, así que el que le disparó a usted, señora, podría estar a sueldo de cualquiera. Si nos permite examinar la flecha, tal vez podamos eliminar probabilidades o, al menos, determinar su procedencia. No obstante, para ser sincero con usted, no albergo muchas esperanzas de conseguir gran cosa, puesto que no nos ha proporcionado muchos datos con los que poder trabajar.

—Y ese hombre, al que mataron en las jaulas y a quien usted llama cazador furtivo, ¿no le dio ni siquiera a usted alguna pista de cuál era su propósito, Fuego? —preguntó Roen.

—Tenía la mente en blanco —contestó la joven—. Ni mala fe, ni buena intención. Daba la impresión de ser un simplón, un mero instrumento de alguien.

—¿Y el hombre que estaba ayer en la cámara del rey daba esa misma sensación? —inquirió Roen.

—No, no. Es posible que trabajara para alguien, por supuesto, pero la mente le rebosaba determinación, así como sentimiento de culpabilidad. Tenía sus propias ideas.

—Nash dijo que hurgaron en sus pertenencias, pero no se llevaron nada —informó la reina—. Quizás ese hombre buscaba ciertas cartas que, por suerte, dio la casualidad de que las llevaba yo encima durante la ausencia del rey. Seguro que era un espía, pero ¿de quién? Fuego, ¿reconocería usted a ese hombre si volviera a cruzarse con él?

—Desde luego, pero no creo que se halle en el castillo. Quizá se marchó con la División Tercera, para ponerse a cubierto.

—Hemos perdido un día —arguyo el jefe de espías—. Debimos haberla utilizado a usted ayer para dar con él e interrogarle.

Fue entonces cuando Fuego constató que, aunque ni siquiera la mirara a la cara, Arquero seguía siendo su amigo, porque espetó con sequedad al jefe de espionaje:

—Ayer lady Fuego tenía que guardar reposo y, a fin de cuentas, la dama no es una herramienta que esté a su disposición.

Roen tamborileó los dedos en el tablero de la mesa, absorta en sus pensamientos, sin prestar atención a lo que se hablaba en su presencia. Al fin, manifestó con crudeza:

—En todos y en todo late un enemigo: Mydogg, Gentian, el mercado negro, Pikkia… Tienen gente que trabaja bajo cuerda para descubrir los planes de Brigan con respecto a las tropas, para quitarnos aliados o averiguar un buen lugar y un buen momento para deshacerse de Nash, del príncipe, de uno de los gemelos o incluso de mí. Y entretanto, nosotros intentamos descubrir el número de sus tropas, localizar quiénes son sus aliados y de cuántos soldados disponen, desentrañar sus planes de ataque, robarles los espías y convertirlos a nuestra causa, algo que, a buen seguro, ellos también intentan hacer con los nuestros. De entre nuestra propia gente, sólo el cielo sabe de quién deberíamos fiarnos. Un día de estos llegará un mensajero que llamará a mi puerta para comunicarme que mis hijos han muerto.

La reina hablaba con serenidad, y no lo hacía para despertar compasión o para que la contradijeran; solamente exponía un hecho.

—La necesitamos, Fuego —añadió Roen—. Y no ponga ese gesto de pánico, porque no es para dominar la mente de la gente u obligarla a pensar de forma diferente, sino para aprovechar el sentido aguzado que tiene usted para percibir a las personas.

Resultaba evidente que la reina hablaba en serio, pero con la inestabilidad que imperaba en el reino, las expectativas de menor importancia acabarían dando paso a las de mayor importancia, cosa que no tardaría mucho en ocurrir. A Fuego le dolía la cabeza tanto, que creyó que no sería capaz de soportarlo; entonces miró a Arquero, quien, en respuesta, le eludió la mirada y contempló la mesa con el entrecejo fruncido.

—¿Puede prescindir de más soldados para prestármelos, majestad? —preguntó Arquero, cambiando de tema con brusquedad.

—Supongo que no estoy en situación de negarme a lo que me pide cuando Fuego les salvó la vida ayer —contestó Roen—. Brigan me lo ha facilitado al dejarme diez docenas de hombres de la División Tercera, de modo que puede reclutar a ocho de los soldados de mi propia guardia que fueron a Refugio Gris.

—Preferiría que fueran ocho hombres de esas diez docenas de la Tercera —sugirió él.

—Todos pertenecen a la Mesnada Real y han sido entrenados por el personal de Brigan; todos son igual de competentes —razonó Roen—. Además, en los que fueron a Refugio Gris ya existe una disposición de lealtad hacia su dama, Arquero.

En realidad el término «lealtad» no era exactamente lo que describía esa disposición; los soldados que habían ido a Refugio Gris miraban ahora a Fuego con una especie de adoración, lo cual era, claro está, el motivo por el que Arquero no los quería. Varios de esos soldados se habían presentado ante la joven por la mañana y, arrodillados a sus pies, le habían besado la mano al tiempo que juraban protegerla.

—Bien, bien —accedió de mala gana el hombre, aunque un tanto aplacado por el hecho, sospechaba Fuego, de que la reina se hubiera referido a ella como «su dama». La joven añadió «inmadurez» a la lista de fallos que podría reprochar a su amigo en la pelea que no iban a mantener.

—Bien, repasemos de nuevo todos los acontecimientos, de uno en uno, con la mayor minuciosidad posible —propuso el jefe de espías—. Lady Fuego, empiece otra vez con lo ocurrido en el bosque, por favor.

Arquero habló por fin con ella al cabo de una semana, cuando las rapaces ya se habían marchado, gran parte de los dolores se le habían pasado a Fuego y la partida de su grupo era inminente. Se hallaban sentados a la mesa, en la sala de Roen, esperando a que la reina se reuniera con ellos para cenar.

—No puedo soportar más tu silencio —le espetó Arquero.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse por la ironía de la situación. Observó a las dos criadas que, de pie junto a la puerta, mantenían el gesto inexpresivo mientras que las mentes les trabajaban a toda velocidad con los comadreos que sin duda propagarían nada más volver a las cocinas.

—Arquero, eres tú el que te has comportado como si yo no existiera.

Él se encogió de hombros, se recostó en el respaldo de la silla y se la quedó mirando con una expresión de desafío en los ojos.

—¿Crees que podré fiarme de ti de ahora en adelante, o tendré que estar preparado para este nuevo estilo de locuras heroicas?

Fuego tenía respuesta para esa pregunta, pero no podía expresarla en voz alta, de modo que se inclinó hacia él y, sosteniéndole la mirada, le transmitió:

No es la primera locura que he realizado por este reino, y quizá tú, que sabes la verdad, no tendrías que haberte sorprendido. Del mismo modo que Brocker no se sorprenderá cuando le contemos lo que he hecho.

Arquero bajó la vista al cabo de unos segundos y se puso a recolocar, innecesariamente, los cubiertos que había en la mesa.

—Sería mucho mejor que no fueras tan valiente —susurró un poco después.

A eso, Fuego no tenía respuesta; a veces la ausencia de esperanza la llevaba a actuar como si estuviera un poco chiflada, pero no era valiente.

—¿Te has propuesto dejarme en este mundo para que viva en él sin corazón? —le preguntó Arquero—. Porque eso es lo que estuviste a punto de lograr.

La joven lo observó; él, eludiendo su mirada, jugueteaba con los flecos del mantel y se esforzaba en usar un tono ligero, como si se refiriera a algo sin importancia —de una cita que a ella se le hubiera olvidado—, y el despiste le hubiera ocasionado inconvenientes.

—Haz las paces conmigo, Arquero —le pidió al tiempo que le tendía la mano.

En ese momento Roen entró en la sala y se sentó en una silla que había entre ambos, se volvió hacia el muchacho, lo escrutó muy seria con los ojos entrecerrados, y lo reconvino:

—Arquero ¿queda alguna criada de mi fortaleza a la que no haya metido en su cama? Anuncié su próxima partida y, en cuestión de minutos, dos de ellas andaban a la greña, mientras que una tercera está en el fregadero llorando a mares desde entonces. Lleva usted aquí nueve días en total, ¡por favor! —A todo esto, se fijó en la mano extendida de Fuego—. ¿He interrumpido algo?

Arquero siguió contemplando la mesa unos segundos más al tiempo que pasaba con suavidad las yemas de los dedos por el borde de su copa; saltaba a la vista que tenía la mente en otra parte; suspiró.

—¿Hacemos las paces? —insistió Fuego.

Al fin él alzó la vista y le cogió la mano.

—Está bien —aceptó de mala gana—. Hagamos las paces, pero sólo porque es insoportable estar en guerra contigo.

—Ustedes dos sostienen la relación más rara que pueda haber en todo el territorio de Los Vals —comentó la reina.

—Ella no acepta que convirtamos esa relación en matrimonio —contestó Arquero con un atisbo de sonrisa.

—No se me ocurre qué razón tendrá para negarse —dijo Roen con sorna—. Supongo que no se habrá planteado usted ser menos munificente con sus afectos.

—¿Querrás casarte conmigo, cariño, si no duermo en otro lecho que no sea el tuyo?

Él ya conocía la respuesta a su pregunta, pero Fuego creía que no le vendría mal recordársela.

—No, no me gustaría dormir apretujada en mi cama entre tanta gente.

Arquero río y le besó la mano antes de soltársela de forma ceremoniosa. Sonriente, ella cogió el cuchillo y el tenedor, en tanto que Roen movía la cabeza con aire de incredulidad y se volvía hacia un lado para coger la nota que le traía una criada.

—¡Vaya! —exclamó tras leerla con el entrecejo fruncido—. Por suerte, regresan ustedes a su casa, porque lord Mydogg y lady Murgda vienen de camino.

—¿Cómo? ¿Quiere usted decir que vienen aquí?

—De visita, nada más.

—¡De visita! Pero ¿es que acaso se visitan ustedes?

—Oh, es obvio que se trata de una farsa. —La reina agitó la mano, demostrando cansancio—. Es su modo de demostrar que la familia real no los intimida, y es nuestro modo de demostrar que estamos abiertos al diálogo. Ellos nos visitan y a mí me toca recibirlos, porque si me niego, lo interpretarán como un gesto hostil y tendrán un pretexto para volver con su ejército. Una vez instalados aquí, nos sentamos a la misma mesa frente a frente, bebemos vino, me hacen preguntas impertinentes sobre Nash, Brigan y los gemelos, y yo no les contesto; me cuentan secretos de Gentian que sus espías, supuestamente, descubren; una información que ya sé o que ellos se han inventado; defienden que Nash debería aliarse con Mydogg contra Gentian, porque simulan que este es el verdadero enemigo del rey; yo finjo que es una buena idea y sugiero que Mydogg ponga su ejército a las órdenes de Brigan, como muestra de buena fe. Pero Mydogg lo rechaza; convenimos que hemos llegado a un punto muerto, y entonces Mydogg y Murgda se despiden y, de camino a la salida, fisgonean en todas las habitaciones que pueden.

—¿Y actuar así no es demasiado peligroso para que merezca la pena lo que se consigue a cambio? Peligroso para todos —argumentó Arquero, denotando escepticismo.

—Llegan en un buen momento, puesto que Brigan acaba de dejarme tantos soldados. Además, cuando vienen, estamos tan protegidos a todas horas que dudo que ninguno de los dos bandos trate de hacer nada por miedo a acabar muertos. Estoy tan a salvo como pueda estarlo siempre, pero —añadió observándolos a los dos con expresión grave— sugiero que se marchen ustedes mañana con las primeras luces, porque no quiero que se encuentren con ellos… No hay por qué involucrarlos ni a Brocker ni a usted en los enredos de Mydogg, Arquero. Y tampoco quiero que vean a Fuego.

Pero casi lo consiguieron. Fuego, Arquero y sus guardias habían recorrido cierta distancia desde la fortaleza de Roen y estaban a punto de girar para tomar un camino diferente cuando el grupo procedente del norte, se les acercó: veinte soldados corpulentos, de tez pálida —quizá pikkianos—, de aspecto bastante temible —¿tal vez elegidos por su apariencia de piratas, por las cicatrices y los dientes rotos?—, que escoltaban a un hombre de aspecto tosco y a una mujer que superaba el helor de un viento invernal. Hermanos, sin lugar a dudas; ambos rechonchos, de labios finos y expresión gélida, hasta que (en su minucioso repaso al grupo de Fuego) posaron los ojos, con genuino e impremeditado asombro, en la propia joven.

Los hermanos intercambiaron una mirada, y se produjo un entendimiento entre ellos sin necesidad de palabras.

—Vamos —murmuró Arquero, que apuró a los guardias y a Fuego para que siguieran la marcha. Los dos grupos se cruzaron en el camino sin intercambiar siquiera un saludo.

Nerviosa sin saber por qué, la joven palmeó el cuello de Corto y le acarició la áspera crin; hasta ese momento, aquellos dos nobles no eran más que unos nombres, procedentes de cierto punto del mapa valense, y señores de un número de soldados que nadie conocía con certeza, pero ahora eran seres reales, de carne y hueso; y fríos, muy fríos.

A Fuego no le gustó la mirada que Mydogg y Murgda habían intercambiado al verla, ni la sensación de notar dos pares de ojos clavados con dureza en la espalda mientras Corto la alejaba de ellos.