Capítulo 6
La larga noche no había terminado todavía porque, al parecer, ningún miembro de la familia real dormía. Fuego acababa de cruzar de nuevo el patio y recorría con sigilo los pasillos del área de los dormitorios cuando se topó con el rey, apuesto y de aspecto fiero a la luz de las antorchas, que andaba por allí al acecho; los ojos se le pusieron vidriosos al monarca cuando la miró. A la joven le dio la sensación de que el aliento le olía a vino, y cuando se le acercó precipitadamente, la aplastó contra la pared e intentó besarla, ya no le cupo duda.
La había pillado por sorpresa, pero el vino le embarullaba la mente y eso le facilitó las cosas a la muchacha.
No desea besarme.
Nash abandonó el intento de besarla, pero siguió apretándose contra ella mientras le manoseaba los senos y la espalda, aparte de hacerle daño en el brazo herido.
—Me he enamorado de ti —manifestó el rey; una vaharada acre llegó al rostro de Fuego—. Quiero casarme contigo.
No quiere casarse conmigo. Ni siquiera desea tocarme. Quiere soltarme.
Nash se apartó de ella, y la muchacha retrocedió e inhaló aire mientras se alisaba las ropas, tras lo cual se dio la vuelta para huir.
Pero, de pronto, giró de nuevo sobre sí misma e hizo algo que jamás había hecho.
Pídame disculpas —exigió mentalmente con fiereza—. Estoy harta de aguantar esto. Discúlpese.
Al instante, el monarca se arrodillaba a sus pies en actitud galante y caballerosa; los negros ojos rebosaban arrepentimiento.
—Perdón, señora, por mi insulto a su persona. Vaya en buena hora a su lecho.
La joven se alejó deprisa, antes de que alguien presenciara el absurdo espectáculo del rey arrodillado ante ella; estaba avergonzada de sí misma e inquieta, presa de un desasosiego recién descubierto por la situación de Los Vals, desde que había conocido a su soberano.
Casi había llegado a su dormitorio cuando Brigan surgió de entre las sombras, imponente, en un momento en que Fuego estaba a punto de perder la paciencia.
Ni siquiera tuvo que intentar llegar a la mente del príncipe para percibir que se hallaba cerrada a su control como una fortaleza amurallada, sin el menor resquicio; contra él sólo disponía de su fuerza limitada y de sus palabras.
Brigan la empujó contra la pared, igual que había hecho Nash, la asió por las muñecas con una mano y tiró hacia arriba para subirle los brazos por encima de la cabeza; la violencia del gesto hizo que los ojos se le humedecieran a Fuego a causa del dolor que sintió en el brazo herido. También la aplastó con el cuerpo para impedir que se moviera; el rostro del hombre era una amenazadora máscara de odio.
—Muestre el más ligero interés en trabar amistad con el rey, y la mataré —gruñó.
El despliegue de la superioridad física del príncipe resultaba humillante, aparte de que le estaba haciendo más daño de lo que él creía; de hecho, Fuego no tenía siquiera resuello para hablar.
Cuán parecido a su hermano —pensó con vehemencia, encarándosele—. Aunque menos romántico.
—Embustera comedora de monstruos. —Brigan le apretó más las muñecas y ella ahogó un grito de dolor.
Sería una decepción para quienes tienen tan buena opinión de usted si lo vieran ahora, ¿no cree? La gente habla del comandante como si fuera una persona excepcional, pero no hay nada de especial en un hombre que atropella a una mujer indefensa y la insulta. Es de lo más rastrero.
—No esperará que crea que está indefensa, ¿verdad? —la increpó.
Estoy en su contra.
—Pero no en contra de este reino.
Mi postura no es la de oposición al reino. Al menos, no más que usted, Briganval.
Fue como si lo hubiera abofeteado a juzgar por la reacción del príncipe; se borró la mueca agresiva de su semblante y la mirada se le tornó cautelosa, desconcertada. Le soltó las muñecas y se echó atrás un poco, lo suficiente para que la joven se apartara de él y de la pared y le diera la espalda antes de sujetarse el brazo herido con la mano derecha. Estaba temblando, y advirtió que la tela del vestido estaba pegajosa por encima del hombro. El príncipe había provocado que se le abriera la herida, le había hecho daño, y ella estaba furiosa, mucho, más que en toda su vida.
No supo de dónde sacó aliento para hablar, pero soltó las palabras tal como le vinieron a la boca:
—Ya veo que ha estudiado detenidamente el ejemplo de su padre antes de decidir la clase de hombre que quería llegar a ser —le espetó en un murmullo rabioso—. ¡Los Vals están en excelentes manos, ya lo creo! Usted y su hermano, los dos, pueden irse a paseo y ser pasto de las rapaces.
—Su padre fue la perdición del mío y de Los Vals —barbotó Brigan a su vez—. Lo único que lamento es que Cansrel no muriera atravesado por mi espada. Lo desprecio por acabar con su propia vida y privarme de ese placer, y envidio al monstruo que le desgarró la garganta.
Al escuchar estas palabras, la joven se volvió hacia él y, por primera vez, lo miró, pero de verdad. El príncipe abría y apretaba los puños mientras la respiración se le aceleraba. Fuego vio que tenía los ojos límpidos, de un color gris muy claro, impregnados de un sentimiento que sobrepasaba la ira y destellantes de desesperanza. Superaba ligeramente la media de estatura y de constitución; tenía la boca proporcionada y bonita de su madre, pero aparte de eso y de los ojos cristalinos, no era apuesto. Él la contemplaba con intensidad, tan tenso que daba la impresión de que se partiría en cualquier momento; de pronto le pareció muy joven, agobiado por el peso de la responsabilidad y al mismísimo borde de la extenuación.
—Ignoraba que estaba herida —añadió Brigan al advertir la sangre que le manchaba el vestido; y lo dijo de un modo que la desconcertó porque parecía lamentarlo, pero ella no quería sus disculpas; ansiaba odiarlo, porque era odioso.
—Es usted inhumano. Hacer daño a la gente es su única ocupación, no sabe hacer otra cosa. —Fue lo peor que se le ocurrió decirle—. Usted es el monstruo, no yo.
Dicho esto, se dio media vuelta y se marchó.
Primero entró en el dormitorio de Arquero para cortar el flujo de sangre y vendarse el brazo otra vez; después se escabulló hasta su propia habitación y una vez allí comprobó que su amigo aún dormía. Se desnudó y se puso la camisa de él, que encontró tirada en el suelo; le gustaría que la llevara puesta y ni se le pasaría por la cabeza que si la había elegido era para que le tapara las muñecas, porque las tenía azuladas y con moretones que él no debía ver.
Fuego no se sentía con fuerzas para afrontar las preguntas del hombre ni su cólera vengativa.
Rebuscó en las bolsas de viaje y encontró las hierbas que prevenían los embarazos. Se las tragó en seco, se acostó al lado de Arquero y se quedó profundamente dormida, sin soñar.
Por la mañana, despertar fue como si se ahogara; oyó a Arquero hacer mucho ruido por el dormitorio, de modo que se esforzó en recobrar la conciencia e incorporarse en la cama, aunque se detuvo con brusquedad, gimiendo a causa del ya habitual dolor del brazo y del nuevo dolor en las muñecas.
—Estás preciosa por la mañana —dijo Arquero, plantado delante de ella; la besó en la nariz—. Estás increíblemente adorable con mi camisa.
Tal vez fuera así, pero ella se sentía fatal; sería una bendición que las cosas fueran al revés: sentirse increíblemente encantadora y tener un aspecto fatal.
Arquero ya se había vestido, aparte de la camisa, y se dirigía hacia la puerta.
—¿A qué viene tanta prisa?
—Se ha encendido una almenara.
Las poblaciones montañesas encendían fuego en las torres de almenara cuando eran atacadas para que acudieran en su ayuda las villas vecinas.
—¿En qué ciudad?
—Se trata de Refugio Gris, al norte. Nash y Brigan parten a caballo de inmediato, pero están seguros de que perderán hombres en las garras de las rapaces antes de que hayan llegado a los túneles. Yo dispararé desde la muralla, así como cualquiera que esté capacitado para hacerlo.
Fuego se despejó tan de golpe como si se hubiera zambullido en agua helada.
—¿Quieres decir que la División Cuarta se ha marchado ya? ¿Con cuántos soldados cuentan Nash y Brigan?
—Con mis ocho hombres, además otros cuarenta de la fortaleza de los que Roen puede prescindir.
—¡Sólo cuarenta hombres!
—La reina envió gran parte de su tropa con la Cuarta. Los soldados de la Tercera los reemplazarán, pero aún no han llegado.
—Pero ¿qué pretenden conseguir cincuenta hombres en total habiendo doscientas rapaces? ¿Es que se han vuelto locos?
—La otra opción era hacer caso omiso a la llamada de ayuda.
—¿Y tú no los acompañas?
—El comandante cree que mi arco será más efectivo desde la muralla.
El comandante… Se quedó petrificada.
—¿Estuvo él aquí? —logró preguntar al cabo de un momento.
—Pues claro que no. —Arquero la miró de soslayo—. Cuando sus hombres no lograron localizarme, la propia Roen vino en persona.
Qué más daba; Fuego ya había olvidado el asunto y ahora le daba vueltas en la cabeza al otro dato: la locura de que cincuenta hombres intentaran pasar a través de una bandada de doscientas rapaces monstruo. Saltó de la cama, buscó su ropa y se dirigió al cuarto de baño para que Arquero no le viera las muñecas mientras se vestía. Cuando salió, él ya se había ido.
A continuación se cubrió el cabello y se ajustó el protector del antebrazo; después cogió el arco y la aljaba y echó a correr tras él.
En situaciones peligrosas como la que vivían en aquel momento, Arquero no descartaba recurrir a la intimidación; en las caballerizas, rodeados de hombres que gritaban y de azogados caballos, le dijo a Fuego que si era preciso la ataría a la puerta de la cuadra de Corto para que no saliera a la muralla.
No era más que una bravuconada, así que la joven no le hizo caso y reflexionó con detenimiento sobre la situación: era una arquera bastante buena y se hallaba en condiciones aceptables para disparar mientras aguantara el dolor del brazo. Por consiguiente, en el tiempo que los soldados emplearían en recorrer a galope tendido la distancia que había hasta los túneles, ella estaría en disposición de acabar con dos o, tal vez, tres monstruos, lo que significaba que habría dos o tres rapaces menos para atacar a los jinetes.
Se ha de tener en cuenta que una rapaz era capaz de matar a un hombre, de modo que algunos de esos cincuenta soldados iban a morir antes de llegar siquiera a la batalla que se libraría en Refugio Gris.
Y al hacerse esta reflexión, el pánico la invadió y todo su razonamiento saltó en pedazos. Ojalá los hombres no se fueran, ni corrieran un riesgo tan grande para salvar a una población montañesa. Hasta ese momento no había comprendido por qué la gente decía que el rey y el príncipe eran muy valientes. ¿Por qué tenían que serlo tanto?
Intentó localizar a los hermanos. Ahí estaban: Nash montado ya a caballo, exaltado, impaciente por ponerse en marcha, transformado, de forma que el borracho disparatado de la noche anterior se había convertido en una figura que, al menos por el porte, parecía regia; Brigan, por su parte, alentaba a los soldados yendo a pie entre ellos, y también intercambió unas palabras con su madre. Se mostraba tranquilo, animoso; incluso rio una ocurrencia de uno de los guardias de Arquero.
Y en ese instante, a través del ruidoso mar de armaduras y crujidos del cuero de las sillas de montar, el príncipe la vio y la alegría se borró de su semblante varonil; la mirada se le tornó gélida, el rictus de la boca, duro, y recobró el aspecto con el que Fuego lo recordaba.
El mero hecho de verla había acabado con su jovialidad.
Bien, pues, él no era el único que tenía derecho a arriesgar la vida, ni el único que era valeroso.
Todo pareció cobrar sentido para ella mientras se volvía hacia Arquero y le aclaraba que no tenía ninguna intención de disparar a las rapaces desde la muralla; acto seguido, se encaminó hacia la cuadra de Corto para hacer algo que carecía de toda lógica; o, al menos, que no tenía lógica aparente.
Estaba segura de que el episodio duraría sólo unos cuantos minutos, pues las rapaces se zambullirían tan pronto como se percataran de su superioridad numérica. El mayor peligro lo correrían los hombres situados al final de la columna, porque tendrían que aflojar el paso conforme los caballos llegaran al cuello de botella que era la boca del túnel más próximo. Los soldados que entraran en el túnel estarían a salvo, ya que a las rapaces no les gustaban los espacios reducidos y oscuros; nunca perseguían a los hombres si se metían en cuevas.
Por lo que había oído decir en las caballerizas, Brigan había ordenado que el rey marchara al frente de la columna, y que los mejores lanceros y espadachines se situaran detrás porque, en el momento de mayor peligro, no se podría disparar con los arcos contra las rapaces dada su cercanía; sería el propio príncipe quien cerraría la marcha.
Los caballos salían en fila de los establos y se congregaban cerca de las puertas de la muralla, al tiempo que Fuego terminaba de preparar y ensillar a Corto, y enganchaba el arco y una lanza a la silla. Sacó al animal al patio sin que nadie le prestara mucha atención, en parte porque controlaba las mentes para que la ignoraran y las desviaba cuando alguna de estas la detectaba. Condujo, pues, a Corto a la parte trasera del patio, lo más lejos posible de las puertas, e intentó transmitir al caballo lo importante que era para ella la misión que se proponía, cuánto lo lamentaba y lo mucho que lo quería; en respuesta, Corto le babeó el cuello.
A todo esto, Brigan dio la orden, los criados abrieron las puertas, subieron el rastrillo y los hombres salieron de sopetón a la luz del día. Fuego montó a Corto y lo taloneó en pos de la columna; las puertas se cerraban de nuevo cuando caballo y amazona la cruzaron a galope y cabalgaron solos en dirección opuesta a los soldados, hacia el desierto roquedal que se extendía al este de la fortaleza de Roen.
Como los soldados tenían puesta la atención en el cielo y al frente, no le prestaron atención; en cambio, algunas de las rapaces sí la divisaron y, llevadas por la curiosidad, se apartaron de la bandada, que se lanzaba ya en picado sobre los soldados. Apretando los dientes para aguantar el dolor, Fuego les disparó desde la silla. Los arqueros situados en las murallas también la vieron, y ella lo detectó merced a la oleada de pánico y conmoción que le llegó a través de la mente de Arquero.
Es muy probable que sobreviva a este enfrentamiento si te quedas en la muralla y no dejas de disparar —le transmitió ferozmente, con la esperanza de que con ese pensamiento bastara para hacerle cambiar de idea y no saliera en pos de ella.
Situada a bastante distancia de las puertas, mientras que los primeros soldados llegaban al túnel, Fuego comprobó que la escaramuza entre monstruos y hombres había dado comienzo en la retaguardia de la columna. Era el momento oportuno; frenó a su valeroso caballo y lo obligó a volver grupas, tras lo cual se quitó el pañuelo de un tirón y el cabello le cayó en ondas sobre los hombros, como una cascada llameante.
Durante unos instantes no ocurrió nada, y la asaltó el pánico porque su plan no funcionaba; en consecuencia, bajó la guardia mental que prevenía que las rapaces la identificaran por lo que era. Pero tampoco hubo ninguna reacción. Así las cosas, proyectó la mente hacia los monstruos a fin de llamarles la atención.
Entonces una rapaz que volaba muy alto la percibió y, un instante después, la divisó; el espantoso chillido que lanzó sonó como el chirrido de un choque entre piezas de metal. Fuego sabía lo que significaba aquel chillido, como también lo sabían las otras rapaces que, a semejanza de una nube de mosquitos, se elevaron por encima de los soldados, ascendieron a toda velocidad, realizando giros y piruetas frenéticas, en busca de la presa monstruo; y la localizaron. Olvidados los soldados por completo, todas las rapaces se lanzaron en picado sobre ella.
Fuego tenía ahora dos misiones: regresar a caballo hasta las puertas de la fortaleza, si era posible, e impedir que los soldados cometieran una estúpida heroicidad al percatarse de lo que había hecho. Taloneó a Corto para ponerlo a galope tendido y dirigió el pensamiento hacia Brigan con toda la contundencia de que era capaz; no había manipulación en la idea que le quería transmitir, porque sabía que no serviría de nada, sino sólo un mensaje:
Si usted no sigue adelante ahora mismo hacia Refugio Gris lo que he hecho no servirá de nada.
Notó la vacilación del hombre; no lo veía ni percibía sus pensamientos, pero sí notaba que la mente del príncipe seguía allí; Brigan continuaba montado a caballo, sin moverse. La muchacha supuso que, si no quedaba más remedio, podría manipular la mente del animal.
Déjeme que haga esto —insistió—. Mi vida me pertenece, y estoy en mi derecho de ponerla en peligro, igual que arriesga usted la suya.
La actividad mental del comandante desapareció en el interior del túnel.
Bien, pues ahora le llegaba el turno a la velocidad de Fuego y de Corto para librarse de la bandada que descendía sobre ambos desde el norte. El caballo corría a la desesperada, con un maravilloso comportamiento; jamás había cabalgado tan veloz.
Ella, por su parte, se agachó en la silla todo lo posible; cuando la primera rapaz se cernió con las garras extendidas sobre el hombro de la muchacha, esta le arrojó el arco, que a esas alturas sólo era un trozo de madera inútil que le estorbaba; por el contrario, la aljaba podría hacer las veces de una especie de armadura. Asió la lanza, pues, y la sostuvo con la punta hacia atrás, de forma que sería otro obstáculo más que las aves tendrían que sortear; empuñó el cuchillo con la otra mano para arremeter con él cada vez que notaba el golpe seco de una garra o de un pico en los hombros o en el cuero cabelludo. Ya no sentía dolor, sólo ruido; un ruido que tal vez eran gritos en el interior de su mente, y un esplendor, fruto del brillo del cabello y de la sangre, y un viento, consecuencia de la impetuosa cabalgada de Corto. En estas, sintió cómo unas flechas le pasaban silbando muy cerca de la cabeza.
Una garra la asió del cuello y tiró con tanta fuerza que la alzó en la silla; se le pasó por la mente la idea de que estaba a punto de morir, pero en ese momento una flecha alcanzó a la rapaz que tiraba de ella; a esa flecha la siguieron otras. Miró hacia delante y vio una rendija abierta en las cercanas puertas de la muralla, y a Arquero quien, desde la estrecha abertura, disparaba más deprisa de lo que ella lo creía capaz.
Entonces él se apartó a un lado y Corto entró en tromba por la rendija; los monstruos se precipitaron hacia esta, pero chocaron contra las puertas que se cerraban a toda prisa y las arañaron chillando como locas. Fuego dejó que Corto decidiera adónde ir y cuándo detenerse. A todo esto, la rodeó un montón de gente, mientras Roen se ocupaba de aferrar las riendas del caballo. La muchacha notó que su montura cojeaba, y al observarlo, descubrió que tenía la grupa y las patas desgarradas, embadurnadas de sangre; gritó con angustia al verlo y vomitó.
Alguien la cogió por debajo de los brazos y la bajó de la silla; era Arquero quien, tenso y temblando como un azogado, tenía el semblante crispado y una expresión de querer matarla; en ese instante le pareció que la imagen de su amigo resplandecía, y a continuación todo se oscureció.