Capítulo 5
Fuego se decía que era mucho suponer que el rey y el comandante pasaran tan cerca de la residencia de su madre sin hacer un alto para visitarla. Por ese motivo, el último tramo del trayecto condujo al pequeño grupo de viajeros a través de colinas rocosas atestadas de soldados del rey que descansaban.
Estos no habían montado ningún campamento, así que dormían, cocinaban carne en las lumbres y jugaban a las cartas en medio de la naturaleza; el sol ya estaba bajo, aunque debido al cansancio mental que experimentaba, Fuego no recordaba si el ejército viajaba de noche, y esperaba que este no se quedara en las colinas hasta el día siguiente.
Arquero y sus guardias formaron un muro alrededor de la joven mientras cabalgaban entre los soldados; él la llevaba a su derecha e iba tan pegado al brazo herido de ella que los muslos de ambos se tocaban. La muchacha mantenía la cabeza gacha, pero notaba cómo los ojos de los soldados se le clavaban en el cuerpo. A pesar de estar exhausta y muy dolorida, mantuvo alerta la mente, rozando levemente las que había en derredor para percibir a tiempo un posible incidente, así como al rey o a su hermano, si bien deseaba con todas sus fuerzas no encontrarlos.
Aunque no había muchas mujeres, menudeaban entre la tropa; a veces Fuego oía algún silbido aislado, gruñidos esporádicos o ciertos epítetos, de manera que, a su paso, se desató más de una pelea entre los hombres, pero nadie la amenazó.
Mientras se acercaban a la rampa que conducía al puente levadizo de la fortaleza de Roen, la asaltó un estremecimiento y, al mirar hacia arriba, agradeció la presencia de los soldados. Estaba al corriente de que al sur de los Gríseos Chicos las rapaces monstruo se desplazaban de vez en cuando en bandadas, buscaban zonas con gran densidad de población y se dedicaban a volar en círculos, aguardando, pero Fuego no había visto nada igual en su vida. Debían de ser unas doscientas aves de resplandecientes colores en contraste con los tonos rosáceos y dorados del cielo, y se hallaban a tal altura que sólo un disparo muy afortunado las alcanzaría. Los chillidos de los monstruos le produjeron escalofríos, y se tocó a toda velocidad con la mano derecha el borde del pañuelo para comprobar si se le había escapado algún mechón, porque si las rapaces le identificaban la naturaleza, ni siquiera las frenaría la presencia del ejército humano, y las doscientas en pleno se lanzarían sobre ella.
—Lo llevas bien puesto, cariño —susurró Arquero—. Apresúrate; casi estamos a cubierto.
Dentro ya del patio techado de la fortaleza de la reina Roen, Arquero la ayudó cuando, más que desmontar, se desplomó al bajar de Corto. Procuró recuperar el equilibrio entre su amigo y el caballo, y recobró el aliento.
—Ahora estás a salvo —la animó él, abrazándola—. Y aún queda tiempo para descansar antes de la cena.
Fuego asintió con la cabeza, con gesto ausente, y cuando un mozo se acercó a coger las riendas de Corto, le advirtió:
—Hay que tratarlo con afabilidad.
Casi no reparó en la chica que la condujo a su cuarto; Arquero estaba allí y apostó a sus hombres en la puerta; antes de marcharse, le pidió a la doncella que se ocupara del brazo herido de la dama monstruo.
Una vez impartidas las instrucciones correspondientes, él se fue y la criada condujo a Fuego hasta la cama para que se sentara, la ayudó a desnudarse y a desanudar el pañuelo, tras lo cual, la joven se derrumbó en el lecho. Y si la criada la miró boquiabierta y le tocó el reluciente cabello con una expresión maravillada, a ella no le importó ni poco ni mucho porque ya se había quedado dormida.
Fuego era muy consciente de su punto flaco: a veces la mente le jugaba malas pasadas, pero lo que en verdad la traicionaba era el cuerpo.
Arquero la depositó en la cama, se sentó a su lado y le frotó una y otra vez las manos heladas; poco a poco, la joven dejó de tiritar.
La voz de su amigo le sonó como un eco en la mente, y de forma gradual reconstruyó la frase que Arquero les había dirigido al rey y al príncipe antes de cogerla en brazos y llevársela: «Si la arrojan a las rapaces, tendrán que arrojarme a mí también».
Ella le cogió las manos y se las apretó.
—¿Qué te pasó ahí fuera? —inquirió Arquero en voz queda.
¿Qué le había pasado?
Ella se percató de la preocupación reflejada en los ojos de su amigo.
Se lo explicaría más tarde, porque en ese momento sólo pensaba en algo que deseaba expresarle, algo que quería con urgencia de su amigo vivo. Tiró de las manos del hombre y lo atrajo hacia sí.
Arquero, que siempre captaba con rapidez su estado de ánimo, se inclinó sobre ella y la besó, pero cuando Fuego trató de desabrocharle la camisa, se lo impidió y le dijo que descansara el brazo y le dejara a él hacer el trabajo.
Y ella se rindió a su generosidad.
Después, tendidos juntos en el lecho cara a cara, sostuvieron una conversación en susurros:
—Cuando él entró en el patio, creí que era mi padre que había resucitado —le explicó ella.
Fugazmente, Arquero se quedó atónito, pero enseguida lo comprendió y arguyó:
—Oh, cariño, no es de extrañar tu reacción, pero Nash no se parece a Cansrel en nada.
—No, no me refería a Nash, sino a Brigan.
—Brigan guarda aún menos parecido con él.
—Fue un efecto de la luz, así como el odio que irradiaban sus ojos.
—Cansrel está muerto. —Arquero le acarició la cara y el hombro con suavidad, siempre cuidadoso con la herida de la muchacha, y a continuación la besó—. No puede hacerte daño.
Las palabras se le atragantaron a Fuego, porque era incapaz de pronunciarlas, pero se las transmitió con la mente:
Era mi propio padre.
Arquero la abrazó, ciñéndola con firmeza; ella cerró los ojos y enterró aquellos pensamientos para que sólo quedaran el olor y el contacto del hombre contra el rostro, los senos, el vientre… Contra todo el cuerpo. Y Arquero consiguió alejarle los recuerdos.
—Quédate aquí conmigo —le dijo él un poco más tarde, aún estrechándola contra sí, adormecido—. No estás segura a solas.
Qué extraño resultaba que el cuerpo de Arquero la entendiera tan bien, que el corazón la comprendiera con tanto acierto en lo tocante a Cansrel, y que, sin embargo, los conceptos más sencillos no calaran en él. Porque no habría podido decir nada mejor de haber querido que se marchara.
Para ser sincera y casi con toda seguridad, de cualquier modo se habría ido.
Por cariño a su amigo, esperó hasta que estuvo durmiendo.
La muchacha no quería ocasionar problemas, sino que deseaba contemplar las estrellas, cansarse para después dormir sin tener pesadillas, pero tendría que buscar una ventana para verlas, así que decidió intentarlo en las cuadras porque allí no habría muchas probabilidades de toparse con reyes ni príncipes a esas horas de la noche. Además, si allí no había ventanas desde las que mirar al cielo, al menos tendría la compañía de Corto.
Se cubrió el cabello y se vistió con ropas oscuras antes de salir. Dejó lejos guardias y criados; ni que decir tiene que algunos la miraron con intensidad, pero, como siempre ocurría en ese castillo, nadie la molestó. Roen se encargaba de que todos los que se hallaban bajo su techo se protegieran la mente lo mejor posible, pues sabía la importancia que tenía.
El corredor techado que conducía a los establos se encontraba desierto, desprendiendo un agradable olor a heno fresco y a caballos limpios, y como sólo había un farol encendido al inicio de las cuadras, estas estaban casi a oscuras. La mayoría de los caballos dormían, incluido Corto, que dormitaba recostado de lado, ofreciendo el mismo aspecto que cuando estaba despierto, es decir, tranquilo y desgarbado; parecía un edificio a punto de venirse abajo, y la muchacha se habría preocupado por él de no ser porque siempre dormía en esa postura, ya fuera apoyándose en un costado o en el otro.
Había una ventana al fondo de los establos desde la que se veía el cielo, pero cuando Fuego llegó hasta ella no logró contemplar ninguna estrella porque estaba nublado. Regresó a lo largo de la hilera de caballos, se detuvo otra vez delante de Corto y sonrió por la postura que adoptaba para dormir.
Abrió la puerta y entró en la cuadra; se sentaría un rato al lado del animal mientras él dormía y ella se arrullaba para coger el sueño. Ni siquiera Arquero tendría nada que objetar porque nadie la encontraría; estando como estaba acurrucada contra la puerta de la cuadra de Corto, aunque alguien entrara en las caballerizas, no la vería, y su montura no la delataría puesto que estaba acostumbrada a que actuara de esa forma por las noches.
Se acomodó en el suelo y canturreó en voz baja una canción sobre un caballo recostado.
Corto la despertó al darle hocicadas, y ella detectó al instante que no se hallaba sola, pues oyó una voz masculina de barítono, muy cerca, muy queda.
—Combato a estos saqueadores y contrabandistas porque se oponen a la autoridad del rey, mas ¿qué derecho a gobernar tenemos en realidad?
—Me asustas cuando hablas así. —Era Roen la que hablaba ahora, y Fuego se pegó contra la puerta de la cuadra de Corto.
—¿Qué hizo el rey en treinta años para merecer lealtad?
—Brigan…
—Comprendo mejor las motivaciones de algunos de nuestros enemigos que las mías propias.
—Brigan, es el cansancio lo que te hace hablar así. Sabes que tu hermano es justo e imparcial, y gracias a tu influencia, lo está haciendo bien.
—Pero manifiesta algunas de las tendencias de nuestro padre.
—Bien, pues, ¿qué piensas hacer? ¿Permitir que asaltantes y contrabandistas se salgan con la suya? ¿O tal vez dejar el reino en manos de lord Mydogg y de su pendenciera hermana, o en manos de lord Gentian? Preservar el reinado de Nash es la mejor esperanza para Los Vals. Por otro lado, si rompes con él provocarás una guerra civil a cuatro bandas: tú, Nash, Mydogg y Gentian. Me aterra pensar quién saldría vencedor, porque no serías tú, teniendo en cuenta que la lealtad de la Mesnada Real estaría dividida entre tu hermano y tú.
Fuego no tendría que estar escuchando aquella conversación bajo ningún concepto, por nada del mundo; lo comprendió perfectamente, pero era imposible evitarlo porque dar a conocer su presencia habría sido desastroso. De modo que se quedó muy quieta, casi sin respirar, y a su pesar escuchó con atención, pues el hecho de que la duda alentara en el corazón del comandante del rey era sorprendente.
Brigan habló entonces en tono apacible, suave, contemporizador:
—Exageras, madre. Jamás rompería con mi hermano, tú lo sabes. Y también sabes que no deseo la corona.
—A vueltas con lo mismo, aunque esa posición tuya no me tranquiliza nada, porque si mataran a Nash, tendrías que ser rey.
—Los gemelos son mayores que yo.
—Esta noche te muestras obtuso de forma deliberada, ¿verdad? Garan está enfermo, Clara es mujer, y ambos son ilegítimos. En los tiempos en que vivimos, Los Vals no superarían las dificultades sin un soberano apropiado para el cargo.
—Yo no lo soy.
—Con veintidós años estás al mando de la Mesnada Real y lo haces tan bien como Brocker. Tus soldados se arrojarían sobre su propia espada por ti. Eres más que apropiado.
—De acuerdo, pero quiera el cielo que nunca me llamen rey.
—Hubo un tiempo en que esperabas no tener que ser soldado nunca.
—No me lo recuerdes —dijo, hastiado—. Mi vida es una continua disculpa a causa de la vida que llevó mi padre.
Hubo un largo silencio en el que Fuego contuvo la respiración: una vida que era una disculpa a causa de la vida que llevó su padre… Qué bien entendía ese planteamiento, más allá de las palabras y del razonamiento; lo captaba igual que la música.
A todo esto, Corto se rebulló y asomó la cabeza por encima de la puertecilla de la cuadra para examinar a los visitantes que hablaban en voz baja.
—Prométeme que cumplirás con tu deber, Briganval —exigió Roen, que utilizó a propósito el nombre principesco de su hijo.
En la voz del comandante hubo un cambio; se notaba que se reía entre dientes:
—Me he convertido en un guerrero tan sensacional que crees que recorro las montañas ensartando a la gente con mi espada porque disfruto haciéndolo.
—Cuando hablas así, no sé por qué te extraña que me preocupe.
—Cumpliré con mi deber, madre, como lo he hecho toda mi vida.
—Nash y tú haréis de Los Vals un reino merecedor de ser defendido. Tú restablecerás el orden y la justicia que Nax y Cansrel destruyeron con su negligencia.
—No me gusta esa monstruo —manifestó él de pronto, de cuya voz había desaparecido todo rastro de humor.
—Nashval no es Naxval, y Fuego tampoco es su padre —argumentó Roen, enternecida.
—No, es peor, porque se trata de una mujer. Y no creo que Nash sea capaz de resistírsele.
—Brigan —le espetó su madre con firmeza—, Fuego no tiene interés alguno en Nash, ella no seduce hombres para subyugarlos.
—Confío en que tengas razón, madre, porque, por muy buena opinión que tengas de ella, le partiré el cuello si es como Cansrel.
Fuego se incrustó en el rincón de la cuadra; estaba acostumbrada a ser odiada, pero a pesar de todo era una sensación que siempre la dejaba fría y cansada. El simple pensamiento acerca de las defensas que tendría que levantar contra ese hombre la agotaba.
A todo esto, tuvo lugar algo incongruente: Brigan alargó la mano y acarició el hocico de Corto.
—Pobre animal, te hemos despertado —dijo mientras lo acariciaba—. Anda, vuelve a dormirte.
—Es su caballo —informó Roen—. El caballo de la monstruo a la que amenazas.
—Qué se le va a hacer —le dijo Brigan a Corto quitándole importancia—. Pero tú eres una preciosidad y no es culpa tuya tener esa dueña.
Corto hociqueó la mano de su nuevo amigo, y cuando él y la reina se hubieron marchado, Fuego apuñó los vuelos de la falda con todas sus fuerzas, tragándose un indignante sentimiento de afecto porque era inconciliable con lo demás.
Si al final decidía hacerle daño a ella, por lo menos tendría la seguridad de que no se lo haría a su caballo.