Capítulo 4
El caballo de Fuego se llamaba Corto, y era otro de los regalos de Cansrel; ella lo escogió entre numerosos caballos por tener la capa de color pardo, tan poco vistosa, y por la forma sosegada de seguirla de un lado a otro, con la cerca del prado de por medio, el día que asistió a una de las exhibiciones de Tajador para elegir una montura.
Los otros caballos no le hicieron caso alguno, o bien, al tenerla cerca, reaccionaron con nerviosismo, espantadizos, y se empujaron unos a otros dando bocados. Corto se apartó del grupo, a salvo de los empellones, y trotó a lo largo de la cerca, detrás de Fuego; se paraba cuando ella se detenía, y la miraba, esperanzado; cada vez que la chica se alejaba de la cerca, el caballo se quedaba esperándola hasta que regresaba.
—Se llama Corto porque tiene el cerebro del tamaño de un guisante. No consigo enseñarle nada —dijo Tajador—. Y tampoco es una belleza.
El hombre era el tratante de caballos que proveía a Cansrel, así como su contrabandista de monstruos preferido. Vivía en los Grandes Gríseos occidentales y, una vez al año, organizaba grandes caravanas y recorría el reino con sus existencias para mostrarlas y venderlas. A Fuego no le caía bien porque trataba mal a los animales; por otra parte, tenía la boca grande y laxa, y siempre la miraba de una forma tan desagradable que se sentía como una más de sus mercancías, dándole ganas de hacerse un ovillo y ocultarse.
Tajador se equivocaba de medio a medio con Corto, porque Fuego distinguía una mirada estúpida y percibía una mente fatua, tanto en animales como en hombres, y no había notado nada de eso en el caballo. De lo que sí se daba cuenta era de la forma en que el castrado temblaba y se encabritaba cada vez que Tajador se le acercaba, pero los temblores cesaban cuando ella lo tocaba y le susurraba palabras agradables. Estaba acostumbrada a ser deseada por su belleza, pero no sabía qué significaba que la necesitaran por su afabilidad.
Cuando el comerciante y Cansrel se alejaron un momento Corto estiró el cuello por encima de la cerca y apoyó la cabeza en el hombro de Fuego; esta le rascó detrás de las orejas y el caballo emitió ligeros relinchos de gozo y le salpicó el pelo con saliva al resoplar con agrado. Ella se echó a reír y, en ese momento, se le abrió una puerta en el corazón; por lo visto existía eso que llamaban amor a primera vista, o amor al primer salivazo, en cualquier caso.
Tajador le dijo que era boba, y Cansrel intentó convencerla para que eligiera una impresionante yegua negra, acorde con su propia belleza tan llamativa; pero ella quería a Corto, y Tajador se lo llevó a casa tres días después. Se lo entregó tembloroso y aterrorizado, porque el cruel mercader transportó en la misma carreta al caballo y a un puma monstruo que Cansrel le había comprado, sin más barreras que unas tablas montadas de mala manera para separarlos. Corto salió de la carreta encabritado y relinchando, y Tajador lo azotó con el látigo mientras lo llamaba cobarde.
Sofocada de indignación, Fuego se acercó corriendo al animal y volcó toda la sensación de calma de la que fue capaz para tranquilizar mentalmente al animal; después, furiosa, con palabras que jamás utilizaba, le dejó muy explícito a Tajador lo que pensaba de su forma de tratar la mercancía que vendía.
El hombre se rio y le comentó que era doblemente atractiva cuando se enfadaba; huelga decir que fue un grave error por su parte decir tal cosa, ya que cualquier persona medianamente inteligente habría sabido que no era aconsejable faltarle al respeto a lady Fuego en presencia de su padre. La muchacha apartó con rapidez a Corto, porque sabía lo que se avecinaba. En primer lugar, Cansrel obligó al mercader a que se humillara, se disculpara y llorara; a continuación, lo indujo a creer que sufría unos dolores espantosos a causa de unas heridas imaginarias; y por último, fue a lo efectivo y directo, y sin alterarse, le propinó varias patadas en la entrepierna hasta quedar convencido de que el tipo le había entendido.
Entretanto, Corto se calmó a la primera caricia de Fuego, y a partir de aquel primer contacto, el animal hacía todo cuanto ella le pedía.
Ahora, con las primeras luces del alba, la joven se encontraba al lado del caballo, bien abrigada para resguardarse del relente; Arquero se le aproximó y le ofreció ayuda para montar, pero ella negó con la cabeza, se agarró a la perilla con una mano y, conteniendo la respiración para aguantar el dolor, subió a la silla.
Sólo había reposado siete días y si ahora sentía molestias en el brazo, le dolería bastante más cuando acabara la jornada a caballo; con todo, no estaba dispuesta a consentir que la trataran como si estuviera inválida. Dirigió una oleada de serenidad a Corto y una dulce petición de que cabalgara con mesura, sin movimientos bruscos, para que le hiciera más fácil el viaje. Esa era otra de las razones de que Corto y ella se complementaran bien, pues el animal poseía una mente afectuosa y receptiva.
—Transmitid mi respetuoso saludo a la reina —les encargó lord Brocker desde su silla de ruedas, en mitad del camino—. Decidle que si llega el día en que disponga de un momento de tranquilidad, que haga una visita a un viejo amigo.
—Así lo haremos —contestó Arquero mientras se ponía los guantes; después palpó el emplumado de las flechas metidas en la aljaba que llevaba a la espalda, una comprobación que hacía siempre que montaba a caballo (¡como si alguna vez se le olvidara coger el arco o las saetas!), y montó a caballo. Acto seguido, hizo un gesto con la mano a los guardias para que se pusieran en marcha, seguidos por Fuego; él se situó detrás de la muchacha, y emprendieron viaje.
Los acompañaba una escolta de ocho guardias, lo que significaba un número de soldados superior, aunque no muchos más, al que Arquero habría llevado de hacer la expedición solo. En Los Vals nadie viajaba con menos de seis acompañantes a no ser que fuera presa de la desesperanza, o tuviera tendencias suicidas o alguna razón malsana que lo moviera a desear ser atacado por salteadores de caminos. En cuanto a la desventaja que representaba la presencia de Fuego —una amazona herida, además de ser un blanco muy evidente—, quedaba casi invalidada por su capacidad de percibir la proximidad y la actitud de las mentes de desconocidos que se hallaran en las inmediaciones.
Estando lejos de casa, Fuego no se permitía el lujo de evitar el uso de sus poderes mentales; por lo general, las mentes de otros seres no captaban por igual su atención a menos que estuviera alerta a que aparecieran. La perceptibilidad de una mente dependía de la fuerza, el propósito, la familiaridad, la cercanía, la apertura, la conciencia de la presencia de la joven y muchos otros factores. Pero en este viaje no debía permitir que se le pasara por alto la proximidad de nadie, de manera que sondearía el entorno de forma constante y, si le era posible, se haría con el control de todas las mentes que percibiera hasta saber con certeza sus intenciones. Asimismo, ocultaría la suya propia con mucho más cuidado que de costumbre para evitar que los monstruos depredadores la localizaran. Por lo demás, las calzadas eran demasiado peligrosas para cualquier viajero.
La fortaleza de la reina Roen se hallaba a un día de camino a caballo, así que los guardias marcaron un paso vivo y dieron un rodeo a la cercana villa, pasando lo bastante cerca para oír el canto de los gallos, pero lo suficientemente apartados para no ser vistos. Lo peor que podía hacer un viajero (si no quería que lo asaltaran o incluso que lo asesinaran) era dar a conocer su intención de viajar.
Existían túneles debajo de las montañas que los habrían conducido más deprisa hasta la fortaleza de Roen, pero era aconsejable evitar esas vías; al menos en el norte, los caminos escarpados de la superficie eran más seguros que afrontar lo que pudiera acechar en la oscuridad.
Como era de suponer, Fuego llevaba el cabello tapado con un pañuelo bien prieto, y las ropas de montar que vestía eran discretas; a pesar de todo, albergaba la esperanza de no cruzarse con nadie. Los monstruos depredadores solían pasar por alto la belleza de un rostro y el atractivo de un cuerpo si no veían un cabello interesante, pero no ocurría lo mismo con los hombres. Si se topaban con alguien, la escrutarían con mucha atención y, una vez observada con todo detalle, la identificarían; la mirada de un extraño siempre resultaba incómoda.
La ruta por la superficie hacia los bosques de la reina Roen discurría por el desarbolado terreno de una estribación de la cadena montañosa llamada Gríseos Chicos, que actuaba como divisoria entre las tierras de la reina y las propiedades de Fuego y sus vecinos. Estos picos recibían el nombre de «Chicos» porque era factible cruzarlos a pie, y porque reunían condiciones para hacer más fácil la vida en ellos que en los Grandes Gríseos, que conformaban las fronteras occidental y meridional de Los Vals con las tierras desconocidas.
En los Gríseos Chicos, existían aldeas encaramadas en lo alto de riscos que se asomaban al borde de precipicios, mientras que otras se agazapaban al abrigo de los valles y cerca de las bocas de los túneles, unos accesos —fríos, oscuros y lúgubres— labrados con tosquedad. Fuego contemplaba esas aldehuelas lejanas con curiosidad siempre que visitaba a Roen; ese día reparó en que faltaba una de ellas.
—Antes había un pueblo pequeño en lo alto de aquel risco —señaló, y nada más hacer el comentario comprendió lo ocurrido al ver que los rocosos cimientos de los viejos edificios sobresalían de entre la nieve, y que un montón de piedras, maderas y cascotes yacían al pie del peñasco sobre el que se construyó la aldea. Arrastrándose entre la montonera de escombros, pululaban lobos monstruo, y en el cielo, sobrevolando el área en círculos, acechaban rapaces monstruo.
Un nuevo e ingenioso truco de los saqueadores: despeñar un pueblo entero, piedra a piedra. Arquero desmontó.
—Fuego, ¿queda alguna mente humana viva en ese cúmulo de desperdicios? —inquirió, prietos los dientes y con aspecto sombrío.
Había muchas mentes vivas, pero ninguna era humana; entre ellas, un montón de ratas de ambos tipos, corrientes y monstruos. De modo que la joven negó con la cabeza.
Arquero se ocupó de realizar los disparos, ya que no les sobraban flechas para desperdiciarlas. En primer lugar derribó a las aves rapaces y, a continuación, envolvió una flecha en un trozo de tela, prendió el trapo y disparó al revoltijo de monstruos y cuerpos en descomposición. Disparó una flecha encendida tras otra contra los escombros, hasta que todo fue pasto de las llamas.
En Los Vals, el fuego era el medio utilizado para enviar los cuerpos de los muertos al lugar donde los precedían sus almas, a la nada, como señal de respeto a la idea de que todo tenía fin, excepto el mundo.
El grupo reanudó la marcha a buen paso porque en el ambiente flotaba un hedor terrible.
Habían recorrido más de la mitad del trayecto cuando divisaron algo que les levantó el ánimo: de un agujero en la base del risco por el que cabalgaban, la Mesnada Real salía a todo galope y se disponía a atravesar una llanura rocosa con gran estruendo. Arquero y su grupo se detuvieron en el encumbrado camino para observar, y él señaló hacia la primera línea de la columna.
—El rey Nash va con ellos ¿lo ves? —le indicó a Fuego—. Es el que monta un ruano, cerca del portaestandarte. Y a su lado va el príncipe Brigan, su hermano y comandante del ejército; lleva el arco en la mano y monta una yegua negra. ¿Lo ves? Viste ropas de color marrón. ¡Por Los Vals, que magnífico espectáculo!
Fuego no conocía a los hijos de Nax y nunca había visto una tropa tan numerosa como la Mesnada Real; había millares de hombres —cinco mil en esa división, contestó Arquero cuando ella se lo preguntó—; algunos soldados portaban una reluciente cota de malla, y otros, el uniforme gris del ejército; los caballos eran fuertes y rápidos y fluían como un río a través de la planicie. El hombre que llevaba el arco en la mano —el príncipe y comandante— se desplazó hacia la derecha, retrocedió para hablar con un par de jinetes situados en el centro de la columna y, acto seguido, se reincorporó a todo galope al frente de la expedición. Se hallaban tan lejos que parecían pequeños como ratones, pero Fuego oía a la perfección la trápala de los cascos de los cinco mil caballos y sentía la apabullante presencia de, aproximadamente, diez mil conciencias. También distinguía los distintivos de la insignia —un valle arbolado, verdegrisáceo, y un sol rojo como la sangre sobre un cielo anaranjado— que sostenía el portaestandarte, quien se mantenía siempre junto al príncipe dondequiera que este estuviera.
De repente, Brigan se giró en la silla y alzó la vista hacía un punto en las nubes; en ese mismo instante Fuego percibió las aves rapaces. El príncipe hizo volver grupas a la yegua negra y alzó la mano; a su señal, cierto número de hombres salieron de la formación y sacaron flechas de las aljabas. Atraídas por el ruido o por el olor de los caballos, tres rapaces —dos de ellas de plumaje con tonalidades fucsia y violeta, y la tercera de color verde manzana— sobrevolaban en círculos el río de soldados.
Arquero y sus guardias también aprestaron los arcos; Fuego sujetó las riendas con una mano, firmemente, y tranquilizó a Corto mientras trataba de decidir si someter el brazo herido al intenso dolor que le reportaría utilizar el arco.
Mas no fue necesario, porque los hombres del príncipe eran diestros con esa arma y sólo necesitaron cuatro flechas para derribar a las aves de tonos fucsia; la de color verde era más lista, porque realizaba un trazado irregular en su recorrido, aparte de que volaba a mayor o menor velocidad, descendiendo cada vez más, de manera que se mantenía más y más próxima a la columna de jinetes. La flecha que al fin acabó con ella fue la de Arquero, cuyo rápido disparo voló hacia abajo, por encima de las cabezas de los jinetes lanzados al galope.
El ave monstruo se estrelló contra la rocosa llanura; el príncipe guio a su montura para que se girara y escudriñó los senderos de montaña en busca del origen de la flecha sin aflojar la cuerda tensada de su propio arco, por si acaso no le gustaba el aspecto del artífice del disparo; al divisar a Arquero y a los guardias, bajó el arma y alzó el otro brazo como saludo, tras lo cual señaló al ave rapaz verde, que yacía en la llanura, y a continuación señaló a Arquero. Fuego entendió la mímica del príncipe: la presa abatida por su amigo era una carne que le pertenecía.
Este respondió con otro gesto que venía a decir: «Quédesela usted». Brigan alzó los brazos en señal de agradecimiento, y sus soldados echaron el cuerpo del monstruo sobre el lomo de un corcel sin jinete. Al fijarse, Fuego descubrió que había un número indeterminado de caballos cargados con bolsas, pertrechos y cuerpos de otros animales abatidos, algunos de ellos, monstruos, pero sin que nadie los montara. Ella tenía noticia de que cuando el ejército no se encontraba en Burgo del Rey, se abastecía por sí mismo, tanto de víveres como de alojamiento; alimentar a tantos soldados hambrientos debía de ser muy costoso.
Enseguida se autocorrigió porque debería haberse referido a «tantos hombres y mujeres hambrientos», puesto que cualquier persona capaz de cabalgar, luchar y cazar era bienvenida a unirse al ejército actual del reino; el rey Nash no ponía como condición que esa persona fuera varón, o para ser más preciso, el príncipe Brigan no ponía tal condición. Porque, aunque llamaban Mesnada Real a ese cuerpo militar, en realidad lo había creado el príncipe; la gente decía que a sus veintisiete años Nash era regio, pero en lo tocante a machacar cabezas, a su hermano menor —de veintitrés años— se le atribuía dicha habilidad.
A lo lejos, el río de jinetes desapareció de forma paulatina a través de una grieta abierta en la base de otro risco.
—Ahora resulta que viajar hoy por los túneles habría sido seguro como consecuencia del paso de las tropas —comentó Arquero—. Ojalá hubiera sabido que estaban tan cerca, pero mis últimas noticias eran que el rey se hallaba en su palacio de la capital, y que el príncipe andaba por el lejano norte para frenar los desmanes de los pikkianos.
A todo esto, en la planicie, el príncipe retrocedió para reunirse con la retaguardia de sus huestes, pero se quedó mirando atentamente la silueta de Fuego. Era imposible que le apreciara los rasgos desde esa distancia, y menos dándole el sol de cara; lo máximo que distinguiría es que se trataba de una amiga de Arquero, vestida como un chico para cabalgar más a gusto, y que llevaba tapado el cabello. A pesar de todo, ella se ruborizó; Brigan sabía quién era, de eso no le cabía duda. La mirada feroz que el príncipe le dirigió mientras se daba la vuelta fue más que fehaciente, como también lo fue la ferocidad con que espoleó a su montura y la que le invadía la mente, gélida y cerrada a cal y canto para ella.
Por esa razón Fuego había evitado conocer en persona a Nash y a Brigan; era lógico que los hijos del rey Nax la despreciaran. La vergüenza por el legado de su padre provocó que se ruborizara todavía más.