Capítulo 32
El río creció tanto con los deshielos de primavera que, al fin, uno de los puentes se soltó entre ensordecedores chirridos y crujidos, y se precipitó al mar; Hanna le contó a Fuego que, desde el tejado de palacio, había visto cómo ocurría, y que Tess estaba con ella y lo vio también, y que Tess dijo que la corriente del río era muy capaz de arrancar el palacio, la ciudad y el reino entero de las rocas y que entonces, por fin, habría paz en el mundo.
—Paz en el mundo —repitió Brigan con aire pensativo cuando Fuego se lo explicó—. Supongo que tiene razón, y de ese modo el mundo estaría siempre en paz. Sin embargo, no parece probable que ocurra tal cosa, por lo que imagino que siempre seguiremos dando palos de ciego y haciendo barbaridades.
—¡Bravo, así se habla! —le tomó el pelo ella—. Tendremos que pasarle un apunte al gobernador para que lo utilice en su discurso cuando inauguren el nuevo puente.
Él rio bajito la chanza; estaban en el tejado de palacio, uno al lado del otro; la luna llena y el cielo cuajado de estrellas iluminaban el conjunto de madera, piedra y agua que componía la ciudad.
—Imagino que me asusta un poco la nueva etapa que, en teoría, vamos a emprender —admitió Brigan—. En palacio se ve a todo el mundo tan animoso, tan alegre, tan confiado… Hace unas pocas semanas nos estábamos haciendo picadillo unos a otros, y como consecuencia, miles de mis soldados ya no verán este nuevo mundo.
Fuego se acordó entonces de la rapaz monstruo que la había atacado por sorpresa esa misma mañana, cayendo en picado sobre ella y sus escoltas durante el paseo que daba con Corto para que el caballo hiciera ejercicio; llegó tan rápida y tan cerca que el animal se aterrorizó, coceó a la rapaz, y estuvo a punto de desmontar a su amazona; Musa se enfureció consigo misma, incluso con su ama, o al menos con el pañuelo con el que esta se cubría el pelo, porque lo llevaba flojo y se le había escapado un mechón, error que provocó el ataque.
—Es cierto que hay muchas más cosas que hacer que levantar un nuevo puente y reconstruir las partes de palacio afectadas por el fuego —convino la joven—. Pero creo que lo peor ya ha quedado atrás, Brigan.
—Hoy encontré a Nash sentado en la cama cuando fui a verlo a la enfermería —le informó el príncipe—. Estaba afeitándose, y Mila le hacía compañía, riéndose de los fallos que cometía.
Ella alzó la mano hacia el rasposo mentón de Brigan porque con sus palabras el príncipe le había recordado que era uno de los sitios que le gustaba acariciar. Se abrazaron, y durante unos minutos olvidaron los sufrimientos del reino mientras la escolta de Fuego, discreta como siempre, procuraba fundirse con las sombras.
—Lo de mi escolta es otro asunto que hay que discutir —murmuró la joven—. He de tener intimidad, estar sola a ratos, Brigan, y ha de ser cuando decida yo, no cuando lo digas tú.
Él estaba distraído y tardó un poco en responder:
—Has sobrellevado la presencia de tus guardias con paciencia.
—Sí, bueno, admito que deben acompañarme la mayor parte del tiempo, sobre todo si voy a estar tan cercana a la corona. Y confío en ellos, cariño, incluso diría que los quiero a algunos, pero…
—A veces necesitas estar sola.
—Sí, en efecto.
—Pero yo también te prometí no deambular solo por ahí.
—Los dos tenemos que comprometernos a ser juiciosos y considerados en este aspecto, ser responsables para actuar según cada caso e intentar no correr riesgos innecesarios.
—Bien, de acuerdo —aceptó Brigan—. Admito que tienes razón.
Desde el final de la guerra, un tema siempre presente y básico en las conversaciones que se desarrollaban entre los dos era el significado que tenía para ellos estar juntos.
—Dime, Brigan, ¿soportarían Los Vals la presión que supondría que yo fuera su reina?
—Yo no soy el rey, amor mío. Nash está fuera de peligro.
—Pero la probabilidad está siempre ahí.
—Sí, es cierto. Tendremos que considerar el asunto con toda seriedad.
A la luz de las estrellas, Fuego casi no distinguía las torres del puente que los trabajadores construían por encima de la fuerte corriente del río Alígero; de día los observaba de vez en cuando, mientras trabajaban colgados de cuerdas, balanceándose en andamios que daban la impresión de no ser lo bastante resistentes para aguantar el empuje de la corriente, y se quedaba sin aliento cada vez que uno de ellos salvaba de un salto el vacío.
Los reajustes en la casita verde se volvieron un tanto peculiares, porque Roen había decidido privar de la casa a Brigan y cedérsela a Fuego.
—Comprendo que se la quites a Brigan, si es tu deseo —argumentó la joven, de pie en la pequeña cocina de color verde; era la tercera o la cuarta vez que mantenía esa discusión con Roen—. Eres la reina, y esta es tu casa. Y Brigan será capaz de conseguir cualquier cosa, pero no veo factible que llegue a ser reina nunca. Sin embargo, Nash tendrá su reina algún día, Roen, y la casa será suya por derecho.
—Pues ya le construiremos algo —respondió Roen al tiempo que desestimaba el asunto con un ademán.
—Esta es la casa de la reina —insistió Fuego.
—Esta es mi casa. —Roen hizo hincapié en el posesivo—. Yo mandé construirla, y puedo dársela a quien me plazca. No conozco a nadie que necesite un tranquilo retiro para alejarse de la corte más que tú, jovencita…
—Tengo uno: una casa de mi propiedad en el norte.
—Sí, a tres semanas de viaje, aislada y triste la mitad del año. Mira, si vas a instalarte en la corte, quiero que te quedes esta casa para tu tiempo de retiro diario. Compártela si quieres con Briganval y Hannaval, o sácalos de las orejas.
—Sea quien sea la mujer que se case con Nash, bastante celosa va a estar de mí para que encima…
—Tienes el porte de una reina, Fuego, tanto si quieres admitirlo como si no —la interrumpió Roen—. De cualquier modo, pasarás aquí casi todo el tiempo si le dejo la casa a Brigan. Se acabó la discusión. Además, hace juego con tus ojos.
El último comentario era tan absurdo que dejó sin palabras a la joven, y no fue de mucha ayuda que Tess, que amasaba en la mesa, asintiera con la cabeza con un gesto avisado, y añadiera a continuación:
—Por si no te habías fijado, mi señora nieta, las flores son todas de colores rojos, dorados y rosas. Y ya viste que el gran árbol se pone rojo por completo en otoño.
—Naxval intentó arrebatarme ese árbol en dos ocasiones —abundó Roen, contenta de cambiar de tema—. Quería tenerlo en su patio, así que ordenó a los jardineros que lo arrancaran de la tierra, aunque como las ramas que tocan el suelo habían echado raíces, fue imposible llevar a cabo la tarea. Aparte que era una locura. ¿Cómo se imaginaba que iba a meterlo en palacio? ¿Por los tejados, acaso? Nax y Cansrel no podían ver algo hermoso sin sentir la necesidad de poseerlo.
Fuego se rindió. El arreglo se salía de lo normal, pero para ser sincera la casita verde le encantaba, así como el jardín y el árbol; y le gustaba vivir allí, pero no quería que se marchara ninguno de los que residían hasta ahora. No importaba a quién pertenecía ni a quién se había acogido en ella; era un poco como le ocurrió a la torda rodada, que, al conducirla a través de palacio, mostrarle los jardines y el entorno de la casa verde y hacerle entender que ese era el hogar de Fuego, decidió que también era el suyo. Así pues, pastaba detrás de la casa, en el acantilado que se asomaba a Bodega del Puerto, dormía debajo del gran árbol, y a veces salía a cabalgar con la dama monstruo y con Corto. Era su propia dueña a pesar de que era la joven quien la sacaba y la entraba del recinto de palacio, a pesar de que Hanna le había puesto el nombre de Jaca y a pesar de que Brigan se sentaba a veces en un banco del jardín irradiando afabilidad y delicadeza a espuertas, a propósito, fingiendo que no se daba cuenta de que la yegua se acercaba a él poquito a poco, alargaba el hocico hasta casi rozarle el hombro y, con precaución, lo olfateaba.
Por las noches Fuego daba masajes en los pies a Tess y le cepillaba el plateado cabello que casi le llegaba a las corvas; su abuela insistía en ocuparse de las tareas de la casa, y ella lo comprendía; así que, cuando era posible, la muchacha también insistía en servir a la anciana a su modo.
Una persona con la que la dama monstruo pasaba algunos ratos no tenía nada que ofrecer. Lady Murgda, traidora y asesina frustrada, estaba encerrada en las mazmorras desde la batalla que puso fin a la guerra; su esposo había muerto, así como su hermano. El embarazo de la mujer estaba muy avanzado, y esta había sido la única razón por la que se le permitió vivir; fustigaba a Fuego con amargas palabras de odio cuando esta la visitaba, pero pese a ello no dejaba de ir a verla, aunque no podía decir con exactitud por qué lo hacía. ¿Tal vez por conmiseración hacia una persona fuerte que había caído tan bajo, o por respeto a una mujer embarazada? Fuera por el motivo que fuera, a Fuego no le asustaban sus comentarios corrosivos ni sus improperios.
Un día, saliendo de la celda de Murgda, se topó con Nash que caminaba ayudado por Welkley y un sanador; leyendo el mensaje que le transmitía la mirada del rey, la joven le apretó la mano al comprender que no era la única persona que sentía lástima por la penosa situación de Murgda.
Fuego y Nash apenas hablaron esos días; entre ellos se había creado algo irrompible, un vínculo de recuerdos y experiencia, un cariño enorme que no parecía necesitar palabras para expresarlo.
¡Qué maravilloso era verlo en pie!
—Siempre estaré marchándome —dijo Brigan.
—Sí, lo sé.
Era muy temprano, y estaban entrelazados en la cama de la casita verde; ella trataba de memorizar cada cicatriz del rostro y del cuerpo, el tono gris claro de los ojos del hombre, porque ese día partía hacia el norte con la División Primera para escoltar a su madre y a su padre a sus respectivos hogares.
—Brigan… —dijo, para que él hablara, y así escuchar su voz y memorizarla también.
—¿Sí, cariño?
—Explícame otra vez adónde vas.
—Hanna te ha aceptado sin reservas —comentó Brigan más tarde—. No está celosa ni confusa.
—Me ha aceptado, sí, pero está un poquito celosa.
—¿De veras? —inquirió él, sobresaltado—. ¿Crees que debería hablar con ella?
—Es sólo una pequeñez. Tiene en cuenta que me quieres.
—Ella también te quiere.
—Sí, es cierto. Para ser sincera, dudo mucho que cualquier niño vea que su padre quiere a otra mujer y no sienta celos. Bueno, es lo que supongo que pasa, porque yo no viví esa experiencia. —Como se le quebraba la voz, siguió con el pensamiento:
Fui la única persona, que yo supiera, a la que mi padre quiso realmente.
—Fuego, hiciste lo que debías —la consoló Brigan mientras le besaba la cara.
Nunca intentó dominarme, Brigan. Roen me dijo que Cansrel no podía ver algo hermoso sin desear poseerlo, pero a mí no intentó someterme, permitió que fuera mi propia dueña.
El día en que los cirujanos le cortaron los dedos a Fuego, Brigan se encontraba en el norte; en la enfermería, Hanna le agarró con fuerza la mano sana y no dejó de cotorrear todo el tiempo, hasta casi marearla; a su vez, Nash asió la mano a Hanna y alargó la otra (con cierto descaro) a Mila, que le asestó una mirada virulenta. Mila —ojos enormes y vientre enorme, radiante como quien guarda un maravilloso secreto— parecía poseer un extraño talento para atraer a hombres de rango muy superior al suyo, pero había aprendido algo de su anterior experiencia: propiedad, que era tanto como decir que aprendió a confiar sólo en sí misma hasta el punto de no temer ser descortés con el rey cuando este se lo buscaba.
Garan llegó en el último momento, se sentó, y durante toda la puñetera intervención habló con Mila, Nash y Hanna de los planes para su boda. Fuego se daba cuenta de que el propósito era distraerla, y les dio las gracias por su amabilidad al intentarlo con tantas ganas.
No fue una intervención quirúrgica agradable; los sedantes eran efectivos, puesto que anulaban el dolor, pero no suprimían la sensación de que le estaban cortando los dedos; y más adelante, cuando el efecto del fármaco pasó, el dolor fue espantoso.
Tuvieron que pasar días y semanas para que aparecieran los primeros signos de una progresiva disminución del dolor. Cuando Fuego estaba sola con su escolta, bregaba con el violín, y resultó sorprendente la rapidez con que esa lucha dio paso a algo más esperanzador. Era imposible que la mano mutilada consiguiera tener la misma movilidad que antes, pero aún era capaz de tocar música.
Fuego tenía ocupadas todas las horas del día, ya que el final de la guerra no había acabado con la traición y la anarquía, sobre todo en los confines del reino, donde tantas cosas pasaban inadvertidas. Por ese motivo, de vez en cuando, Clara y Garan le encargaban algún trabajo de espionaje, y ella hablaba con la gente que le designaban, pero su quehacer preferido era prestar sus servicios en la enfermería de palacio o, mejor aún, en los hospitales de la ciudad, adonde iba todo tipo de gente con toda clase de necesidades. Había algunas personas que no querían tratar con ella, y otras que, como solía ocurrir, la deseaban demasiado, pero todos comentaban con muchos aspavientos acerca del papel que había tenido a la hora de salvar la vida del rey, como si todo se le debiera a ella y a Nash, y en cambio, los mejores cirujanos del reino no hubieran tenido nada que ver en el resultado. Cuando la joven intentaba soslayar los elogios y desviar la conversación, la gente sacaba el tema de cómo ella había sonsacado a lord Gentian los planes de guerra de lord Mydogg, asegurando así la victoria de Los Vals. Ignoraba qué rumores corrían por la ciudad, pero no parecía posible contenerlos, y por ello, actuaba según el estado de ánimo de cada cual, con sosiego, levantando barreras contra la admiración, ayudando en todo cuanto estaba en su mano y descubriendo utilidades prácticas de la cirugía que la dejaban boquiabierta.
—Hoy ha ingresado una mujer a la que se le cayó en el pie un cuchillo de carnicero y le cortó un dedo —anunció con aire triunfal a Garan y a Clara—. Los cirujanos se lo han cosido de nuevo al pie, ¿no os parece increíble? Con el instrumental y los sedantes no me extrañaría que fueran capaces de reincorporar una pierna. Tenemos que destinar más dinero a los hospitales, ¿sabéis? Hay que preparar a más cirujanos y construir hospitales por todo el reino. ¡Y debemos construir escuelas!
—Ya me gustaría a mí que me quitaran las piernas hasta que el bebé naciera y después me las volvieran a poner —gimió la princesa—. Y la espalda, también. Y los hombros…
Fuego se le acercó para darle masajes en los hombros y sosegarle la mente quitándole todo lo posible la sensación de cansancio. Garan, que no les prestaba atención a ninguna de las dos, miraba con gesto ceñudo los papeles que tenía en el escritorio, y por fin comentó:
—Todas las minas del sur que se cerraron antes de la guerra se han reabierto. Brigan dice ahora que a los mineros no se les paga lo suficiente, y Nash, ese exasperante majadero, le da la razón.
Fuego deslizó los nudillos por los músculos agarrotados del cuello de la princesa; el metalista de palacio le había fabricado dos dedos para sujetárselos a la mano tullida mediante correas, que le facilitaban tareas como coger cosas y transportarlas, pero le estorbaban para dar masajes; así pues, se los quitó, y también se despojó del pañuelo de la cabeza para aliviar asimismo la presión que sentía en el cuero cabelludo.
—La minería es un trabajo muy duro —contestó la joven al príncipe—. Y peligroso además.
—No estamos hechos de dinero —protestó Garan al tiempo que soltaba la pluma con un fuerte golpe en el escritorio, al lado de los dedos metálicos de Fuego.
—¿No es el oro del reino lo que se extrae en esas minas? —intervino su hermana.
—Clara, ¿de qué lado estás? —le preguntó él.
—¿Y qué más da? —gimió la princesa—. No, no dejes de presionar ahí, Fuego, justo en ese punto.
Garan se quedó observando cómo la joven daba masajes a su preñadísima hermana, y cuando esta volvió a gemir, se le suavizó la adusta expresión y esbozó un simulacro de sonrisa.
—¿Has oído como te llama la gente, Fuego?
—A ver, ¿qué me llaman ahora?
—La monstruo dadora de vida, aunque también circula la variante «la protectora monstruo de Los Vals».
—Qué barbaridad —musitó ella entre dientes.
—Y en el puerto hay barcos que han izado nuevas velas de colores rojo, naranja, rosa y verde. ¿Las has visto?
—Todos esos colores son los del estandarte valense —argumentó la joven. «Excepto el rosa», añadió para sus adentros, haciendo caso omiso del mechón de ese color que atisbaba por el rabillo del ojo.
—¡Oh, sí, sí! Y supongo que esa es la explicación que das también a lo que hacen en el puente —insistió Garan.
Haciendo una profunda inspiración, Fuego se preparó para lo que le iba a explicar y le preguntó:
—¿Qué hacen en el puente?
—Los constructores han decidido pintar las torres de color verde y revestir la nervadura transversal con espejos.
—¿Y eso que tiene que ver conmigo?
—Intenta imaginar el aspecto que ofrecerá al amanecer y al anochecer.
En ese momento algo raro le ocurrió a Fuego; de manera repentina dejó de oponer resistencia, se desligó de la imagen que la ciudad tenía sobre su persona, como si le fuera ajena, y lo vio todo clarísimo: era inmerecida, no se basaba en ella, sino en lo que se contaba, en opiniones; en definitiva, una exageración.
«De modo que eso es lo que soy para la gente —se dijo—. No sé qué significará, pero es lo que soy para ellos, así que habré de aceptarlo».
Fuego conservaba cosas pequeñas que Arquero le había dado y que utilizaba a diario sin caer en ello, como la aljaba o el protector del brazo, de cuero flexible, que se le había amoldado con los años de uso… Eran regalos que Arquero le obsequió hacía siglos. En parte hubiera deseado no utilizarlos de momento porque, cada vez que los veía, se le encogía el corazón, pero fue incapaz; le era imposible reemplazarlos por otra aljaba u otro protector.
Un día, sentada en un rincón soleado del patio central, absorta en sus pensamientos, acariciaba el suave cuero del protector cuando se quedó dormida en su asiento. Se despertó sobresaltada al notar que Hanna le daba cachetes chillando, lo que la desconcertó y la asustó hasta que se dio cuenta de que la niña había visto que tenía tres insectos monstruo en el cuello y en los brazos dándose un banquete, e intentaba rescatarla.
—Debes de tener una sangre muy sabrosa —comentó la pequeña con incertidumbre mientras le pasaba los dedos por los habones enrojecidos, contándolos.
—Sí, pero sólo para los monstruos —contestó Fuego, deprimida—. A ver, dámelos. ¿Están aplastados del todo? Tengo un estudiante al que le gustaría diseccionarlos.
—Te han picado ciento sesenta y dos veces —informó Hanna—. ¿No te escuece?
Escocía, sí, y mucho; cuando se reunió con Brigan en el dormitorio del príncipe, que acababa de regresar del largo viaje al norte, su estado de ánimo era más combativo que de costumbre.
—Siempre atraeré a los insectos —le dijo con beligerancia.
Aunque encantado de volver a verla, se sorprendió un tanto por el tono.
—Así es, en efecto. —Y se acercó a tocarle los picotazos del cuello—. Pobrecilla, ¿es muy molesto?
—Brigan —barbotó exasperada, porque él no entendía el comentario—. Siempre seré hermosa. Tengo ciento sesenta y dos picaduras de insectos; mírame y dime: ¿eso mengua mi belleza? Me han amputado dos dedos y tengo cicatrices por todo el cuerpo, pero ¿acaso eso le importa a alguien? Yo misma contestaré: ¡No! ¡Sólo me hace más interesante! Siempre será lo mismo; estaré atrapada en esta forma hermosa y tendrás que hacerte a la idea.
El príncipe debió de notar que ella esperaba una respuesta ponderada pero, de momento, no era capaz de ponerse serio.
—Supongo que es un lastre con el que habré de cargar toda la vida —contestó con una sonrisa socarrona.
—¡Brigan!
—¿Qué te pasa, Fuego? ¿Algo va mal?
—Yo no soy lo que ves. —Rompió a llorar sin poder evitarlo—. Mi apariencia es bella, apacible, encantadora, pero no es así como me siento…
—Ya lo sé —le susurró él.
—Y estaré triste muy a menudo —añadió, desafiante—. Estaré irritable y me sentiré perdida…
Brigan alzó un dedo, como si quisiera pedirle que lo esperara, y salió al rellano, donde tropezó con Manchas primero, y a continuación, con los dos gatos monstruo que perseguían al perro como locos. Mascullando juramentos, se asomó por la barandilla y advirtió a los escoltas que a menos que el reino estuviera a punto de desplomarse o su hija corriera peligro de muerte, más les valía no molestarlo hasta que les pidiera lo contrario. Regresó al dormitorio, cerró la puerta y dijo:
—Fuego, todo eso ya lo sé.
—Ignoro por qué pasan las cosas horribles que pasan —continuó ella, llorando con más fuerza—. No sé por qué es cruel la gente; echo de menos a Arquero y a mi padre también, fuera lo que fuera, y detesto la idea de que a Murgda haya que ajusticiarla una vez dé a luz. No voy a permitirlo, Brigan; la sacaré de las mazmorras a escondidas y no me importa si acabo encarcelada en su lugar. ¡Y ya no soporto este horrible picor!
Brigan la tenía abrazada, borrada ya la sonrisa de antes, y su voz era sosegada:
—Fuego, ¿tú crees que quiero que seas una persona atolondrada, parlanchina y sin ese cúmulo de sentimientos?
—¡Bien, pues tampoco creo que quieras que sea así!
—Empecé a amarte cuando viste tu violín destrozado en el suelo y me diste la espalda y te pusiste a llorar apoyada en tu caballo. Tu tristeza es una de las cosas que te hace más hermosa para mí, ¿no te das cuenta? Es un sentimiento que entiendo, un sentimiento que consigue que mi propia tristeza sea menos aterradora.
—¡Oh! —Fuego no captaba el sentido de cada palabra, pero sí la emoción que contenían, y comprendió de repente la diferencia entre Brigan y la gente que le construía un puente. Apoyó la mejilla en el pecho del hombre—. También yo entiendo tu tristeza.
—Lo sé, y te lo agradezco.
—A veces hay demasiada tristeza, y es como si me aplastara —susurró ella.
—¿Y ahora te está aplastando?
Incapaz de hablar, porque la pena al pensar en Arquero era abrumadora, hizo una pausa.
Sí, ahora sí.
—En ese caso, ven aquí —dijo Brigan, aunque estaba de más, ya que para entonces la había llevado hacia un sillón y la tenía acurrucada entre los brazos—. Dime qué puedo hacer para conseguir que te sientas mejor.
Fuego lo miró a los ojos, acarició el amado rostro y ponderó la pregunta.
Bueno, tus besos siempre consiguen que me sienta bien —respondió mentalmente.
—¿De veras?
Se te da muy bien besar.
—Pues es una suerte, porque no pienso dejar de hacerlo nunca.