Capítulo 31

El deshielo primaveral llegó pronto. La nieve comenzó a derretirse y a dejar placas irregulares de hielo en el suelo el mismo día en que la División Primera y la Segunda partieron de Fortaleza Aluvión en dirección al frente septentrional. El tintineo de las gotas de agua se oía por doquier y el río bajaba con renovado ímpetu.

Acorralado en las inmediaciones de Fortaleza Aluvión y todavía liderado por uno de los, por aquel entonces, desaliñados oficiales pikkianos de Mydogg, el ejército de Gentian no se había rendido; sin comida ni caballos, tomaron una decisión a la desesperada e insensata: escapar a pie. No fue nada agradable para Nash dar la orden, pero lo hizo porque no tenía otra opción; de lo contrario, habrían encontrado la forma de reunirse con el ejército de Mydogg en Rasa de Mármol. Fue una masacre. Cuando depusieron las armas, sólo quedaban unos pocos centenares de los quince mil hombres que, unos meses antes, conformaban el ejército.

Nash se encargó de preparar el traslado de prisioneros y heridos a Fortaleza Aluvión y, una vez llegaron allí, Fuego ayudó a los sanadores de Gentian; la necesidad de su asistencia fue acuciante, abrumadora. La joven recordaba, por ejemplo, haberse arrodillado en un brillante rastro de agua, que se deslizaba entre las rocas hacia el insaciable río, para sujetar la mano de un hombre mientras moría.

Fuego, su escolta, un grupo de sanadores, los armeros y otros miembros del personal técnico, así como la yegua torda —a cierta distancia—, cabalgaron hacia el norte siguiendo de cerca a la División Primera y a la Segunda.

Pasaron lo suficientemente cerca de Burgo del Rey para ver que el nivel del río había subido tanto que casi llegaba a los puentes; Fuego proyectó la mente al máximo para percibir a Hanna o a Tess, mas a pesar de que divisaba las negras torres de palacio sobresaliendo de la imprecisa silueta de los edificios de la ciudad, debían de hallarse fuera de su alcance y no logró contactar con ellas.

Poco después avistaban los vastos campamentos levantados al norte, en los aledaños de la ciudad; el desolador panorama, que mostraba la alta planicie abarrotada de tiendas de campaña mojadas y enmohecidas (hasta había algunas estacadas en medio de los riachuelos recién formados), no invitaba al optimismo. Los soldados de la División Tercera y de la Cuarta, con aspecto de exhaustos, vagaban entre las tiendas en silencio, pero al ver acercarse a las otras dos divisiones se reanimaron, poco a poco al principio, quizá por temor a que los ojos los engañaran o por si los refuerzos a caballo, que levantaban tanta agua como si salieran de un lago, fueran sólo un espejismo. A esta sensación siguió una especie de júbilo silencioso, cansado; amigos y desconocidos se abrazaban, e incluso algunos miembros de las divisiones allí asentadas no pudieron reprimir unas lágrimas involuntarias.

Fuego le pidió a un soldado de la División Tercera que la condujera al hospital de campaña, y hacia allí se encaminó para ponerse a trabajar.

Los pabellones de heridos del frente septentrional se encontraban detrás del campamento, al sur; los barracones, que se habían construido a toda prisa, eran de madera y tenían por suelo la roca de Rasa de Mármol, con lo que, en esos momentos, el piso estaba resbaladizo por el agua que se filtraba o, en algunos lugares, debido a la sangre.

Fuego se dio cuenta enseguida de que el trabajo allí no sería diferente ni más penoso del que estaba acostumbrada a realizar. Así pues, se descubrió el cabello y caminó entre las hileras de pacientes, deteniéndose en aquellos que necesitaban algo más que su mera presencia. La esperanza y la serenidad, como ya ocurrió con la llegada de los refuerzos, animaron a los heridos igual que un soplo de brisa fresca, con la diferencia de que entre esas paredes todo era gracias a ella y sólo a ella. Qué extraño resultaba darse cuenta de sus logros; qué extraño poseer el don de despertar en otras personas emociones que ella no sentía y, a continuación, captar un vislumbre de esas sensaciones en sus mentes y pasar asimismo a experimentarlas.

A través de una aspillera del muro, atisbó a un jinete y su montura, que le resultaban familiares, cabalgando en dirección a los pabellones de heridos. Brigan sofrenó a su yegua delante de Nash, y desmontó; los dos hermanos se fundieron en un fuerte abrazo.

Mientras esto sucedía, el príncipe entró en los barracones y se apoyó en el marco de la puerta para observarla desde allí; el hijo de Brocker, el de los cariñosos ojos grises.

Fuego abandonó toda pretensión de decoro y corrió a su encuentro.

Poco después, un pícaro paciente tumbado en uno de los catres cercanos exclamó a viva voz que ya no daría pábulo a los rumores que corrían de que la dama monstruo iba a casarse con el rey.

—¿Y qué te hace pensar eso? —le preguntó con guasa el paciente que ocupaba el catre de encima.

Fuego y Brigan no se soltaron en ningún momento, pero ella rompió a reír.

—Estás más delgado y no tienes buen color —le dijo al príncipe entre besos—. Estás enfermo.

—Sólo es un poco de polvo —le respondió él, besándole las lágrimas que le surcaban las mejillas.

—No bromees, percibo que estás enfermo.

—Estoy cansado, eso es todo. Oh, Fuego, me alegra mucho tenerte conmigo, pero no sé si deberías estar aquí. Esto no es una fortaleza, y si atacan, arremeterán contra el primero que se cruce en su camino.

—En tal caso, si hay un ataque debo estar aquí. Si me quedo, puedo hacer mucho bien.

El príncipe la abrazó más estrechamente y le preguntó:

—Cuando hayas terminado con tu trabajo esta noche, ¿vendrás a verme?

Lo haré.

Alguien llamó al príncipe desde fuera de los barracones, y él suspiró.

—Entra directamente en mi gabinete, sin importarte cuánta gente esté fuera haciendo cola, o nunca nos veremos si esperas a que no haya nadie —le pidió, exasperado.

Nada más marcharse, Fuego lo oyó exclamar muy sorprendido:

—Demonios, Nash, ¿aquella no es una yegua ribereña? ¿La ves? ¿Alguna vez has contemplado una criatura más bella?

Prácticamente, los efectivos de la Mesnada Real en el frente septentrional se habían duplicado, y el plan era lanzar un ataque masivo contra Mydogg a la mañana siguiente. Todo el mundo sabía que esa batalla decidiría la guerra; la noche anterior, pues, la ansiedad se adueñó de todo el campamento, ciñéndolo como un sudario.

Acompañada por su escolta, Fuego hizo un alto en el trabajo y salió a caminar entre las tiendas; una niebla pegajosa se levantaba en algunas zonas a causa de la evaporación de las aguas del deshielo. Los hombres estaban poco habladores, aunque la seguían con la vista allá donde fuera, manteniendo los cansados ojos abiertos de par en par.

Un soldado hizo intención de agarrarla del brazo, y la escolta se adelantó para impedírselo.

—¡Quietos, no quiere hacerme daño! —gritó ella y, mirando alrededor, añadió convencida—: Aquí no hay nadie que quiera hacerme daño.

Solamente buscaban un poco de consuelo la noche previa a la batalla; quizás era una de las cosas que estaba en su mano darles.

Ya era noche cerrada cuando encontró a Nash sentado en una silla delante de las tiendas de mando, solo. Las estrellas iban ocupando su lugar en el firmamento una a una, pero el rey tenía la cara entre las manos y no las miraba; se quedó de pie junto a él y, apoyando la mano ilesa en el respaldo de la silla para guardar el equilibro, echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo.

Nash la oyó —o quizás la notó— a su lado; el rey buscó a tientas, abstraído, la otra mano de la joven; la examinó con fijeza y siguió con la vista la cicatriz de la piel viva en la base de los dedos inutilizados.

—Te has ganado una buena reputación entre los soldados, y no sólo entre los convalecientes —le dijo—. Una reputación que se ha propagado por todo el ejército, ¿lo sabías? Dicen que tu belleza es tan poderosa y tu mente tan cálida, fuerte y perseverante, que eres capaz de conseguir que haya quien regrese entre los muertos.

—Mucha gente ha muerto —susurró ella—. Intenté que no se fueran, pero…

Nash suspiró y le soltó la mano; entonces sí alzó la vista hacia las estrellas.

—Ahora que hemos reunido a nuestro ejército vamos a ganar esta guerra, ¿lo sabes, verdad? Sin embargo, al mundo no le importa quien gane y no dejará de girar por mucha gente que pierda la vida mañana, ni si morimos tú o yo. —Hizo una pausa, y añadió—. Casi desearía que dejara de girar si no nos es dado seguir girando con él.

La mayoría de los soldados del campamento dormían ya cuando Fuego y su escolta abandonaron los barracones de heridos y se dirigieron de nuevo hacia las tiendas de mando; ella entró en la que hacía las veces de gabinete de Brigan y lo encontró meditabundo, frente a una mesa cubierta de mapas, mientras cinco hombres y tres mujeres discutían sobre arqueros, flechas y el comportamiento del viento en Rasa de Mármol.

Si los capitanes de Brigan no se dieron cuenta de su discreta llegada al principio, no tardaron mucho en percatarse, pues la tienda, a pesar de ser grande, no era tan espaciosa para que los siete recién llegados se situaran en un rincón sin llamar la atención; los oficiales enmudecieron y se los quedaron mirando de hito en hito.

—Capitanes —dijo Brigan con indudables signos de fatiga—, que sea esta la última vez que les tenga que recordar sus buenos modales.

Los ocho pares de ojos volvieron a concentrar la atención en la mesa con presteza.

—Lady Fuego… —la saludó Brigan, y luego le transmitió una pregunta—: «¿Cómo te encuentras?».

Agotada.

«¿Tanto como para irte a dormir?».

Eso creo.

«Aún tengo para un rato aquí. Tal vez será mejor que duermas ahora que puedes».

No, te esperaré.

«Podrías quedarte a dormir aquí».

¿Me despertarás cuando hayas terminado?

«Sí, desde luego».

¿Lo prometes?

«Sí, sí».

Aunque… —Hizo una pequeña pausa—. No se me ocurre ninguna manera de pasar a la zona de tu dormitorio sin que todo el mundo me vea.

Una fugaz sonrisa asomó al rostro de Brigan, pero desapareció al instante.

—Capitanes, ¿serían tan amables de dejarme solo un par de minutos? —solicitó el príncipe, dirigiéndose de nuevo a sus oficiales, que seguían con la vista fija en los mapas a pesar de intuir que su comandante y la dama monstruo mantenían un extraño y silencioso tipo de conversación.

Acto seguido, ordenó a casi toda la escolta de Fuego, con excepción de Musa y Margo, que abandonaran la tienda, tras lo cual acompañó a la joven y a las dos escoltas al interior de su tienda de dormir, y encendió los braseros para que no tuvieran frío.

Alumbrando una única vela, Fuego se despertó con la sensación de tener a Brigan cerca; Musa y Margo se habían marchado. Se dio la vuelta debajo de las mantas y vio al príncipe sentado en un arcón, mirándola; a la luz de la vela, sus amados rasgos eran más suaves, más francos. Fue incapaz de contener las lágrimas, embargada por la emoción de tenerlo junto a ella, vivo.

—¿Me has llamado por mi nombre? —susurró ella al recordar qué había sido lo que la había despertado.

—Sí, así es.

—¿Vienes a la cama?

—Fuego, ¿me perdonarás si te digo que tu belleza es un consuelo?

La joven se irguió apoyándose en un codo y se mostró sorprendida.

—¿Y tú me perdonarás si obtengo mi fortaleza de la tuya?

—Toma la que quiera que tenga siempre que lo desees, pero, de nosotros dos, tú eres la fuerte, Fuego. Ahora mismo, me siento débil.

—Creo que a veces no sentimos todo lo que somos, pero los demás sí lo notan. Yo percibo tu fuerza.

Entonces Fuego se dio cuenta de que el príncipe tenía las mejillas húmedas. La joven, que llevaba puesta una de las camisas de Brigan y sus propios calcetines gruesos, bajó de la cama y se le acercó de puntillas. Sin nada que le cubriera las piernas y con los pies todavía un poco húmedos, se subió al regazo de Brigan, y él, frío y tembloroso, la estrechó contra sí con todas sus fuerzas, entrecortada la respiración.

—Lo siento, Fuego. Siento mucho lo que le sucedió a Arquero.

Ella notó que había más, percibió cuántas cosas lamentaba, y la carga de angustia, dolor y agotamiento que soportaba.

—Brigan —susurró—, nada de eso es culpa tuya, ¿me oyes? No es culpa tuya.

También lo estrechó contra sí para que encontrara amparo en la suave morbidez de su cuerpo mientras lloraba.

No es culpa tuya. Esto no es culpa tuya. Te amo. Te amo, Brigan —le dijo una y otra vez, entre susurros, besos y sensaciones.

Poco después, cuando Brigan dejó de llorar, se dio cuenta de que Fuego seguía entre sus brazos y lo besaba, y él la besó a su vez. La sensación de profundo dolor del hombre se convirtió en una necesidad que la joven también experimentaba. Y Brigan se dejó llevar a la cama.

Fuego se despertó debido a la intensa luz de una antorcha que sostenía sobre ella un hombre, al que la joven identificó como uno de los escuderos de Brigan. Detrás de ella, Brigan se rebulló.

—Mírame a mí, Ander —gruñó el comandante con una voz muy despierta, dejando muy claro que esperaba el cumplimiento de su orden.

—Lo siento, señor —se excusó el hombre—. Traigo una carta, señor.

—¿De quién?

—De lord Mydogg, señor. El mensajero dijo que era urgente.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro y media.

—Ve a despertar al rey y a mis cuatro capitanes, acompáñalos a mi gabinete y esperadme ahí. Enciende alguna luz.

—¿Qué sucede? —le susurró Fuego a Brigan, mientras Ander encendía una vela antes de marcharse para cumplir las órdenes que le habían dado—. ¿Mydogg tiene costumbre de enviar cartas en plena noche?

—Esta es la primera vez —le contestó Brigan al tiempo que recogía sus ropas—. Creo que sé de qué se trata.

Ella también cogió su ropa y la metió bajo las mantas para vestirse sin sentir el helor del ambiente.

—¿De qué se trata?

Brigan se abrochó el pantalón, y repuso:

—Cariño, no tienes que levantarte por esto. Regresaré y te contaré qué sucede.

—¿Crees que Mydogg solicita algún tipo de reunión?

Brigan la observó con interés a la luz de vela, prietos los labios.

—Así lo creo.

—En ese caso, esto también me incumbe.

Él suspiró, se ciñó el cinturón de la espada y cogió la camisa.

—Sí, tienes razón.

En efecto, eso era lo que quería Mydogg: una reunión para discutir las condiciones de un acuerdo con Brigan y Nash a fin de evitar una batalla que prometía ser la más devastadora de todas las disputadas en esa guerra. O al menos, así lo decía en la carta.

—Es un ardid o una trampa —afirmó Brigan ya en su gabinete, donde la respiración de los presentes se convertía en una nube de vaho debido al frío—. No creo que Mydogg busque ningún tipo de compromiso, ni que le importe cuánta gente pueda morir.

—A estas alturas ya sabe que contamos con el mismo número de efectivos y que le superamos en jinetes —intervino Nash—, cosa que ahora sí es importante, dado que el hielo y la nieve se han derretido y el suelo está encharcado.

Uno de los capitanes, menudo y seco de carnes, cruzó los brazos para no tiritar y añadió:

—Y también está al tanto de la ventaja que supone el estado anímico de nuestros hombres, ya que su rey y su comandante los liderarán en la batalla y combatirán junto a ellos.

Brigan se pasó la mano por el cabello, frustrado.

—Por primera vez ve que le aguarda la derrota, y quiere tendernos alguna trampa con la excusa de celebrar una reunión —dijo el príncipe.

—Sí —secundó Nash—, la reunión es una encerrona, pero ¿qué podemos hacer, Brigan? Sabes la cantidad de vidas que va a cobrarse esa batalla, y nuestro enemigo propone una alternativa. ¿Con qué fuerza moral rehusaríamos considerarla, cuando menos?

El encuentro tuvo lugar en el llano rocoso que separaba los dos campamentos. El sol salió e iluminó a lord Mydogg, su cuñado (el esposo pikkiano de lady Murgda), Brigan y Nash, y proyectó las largas sombras de los adversarios, cambiantes en el rielar del agua encharcada. A cierta distancia, detrás de Mydogg y de su cuñado, había una reducida escolta de arqueros en posición de atención y con las flechas encajadas y preparadas para disparar; a espaldas de Brigan y Nash, otro grupo de arqueros hacía lo propio, aunque la simetría se rompía con la presencia de Fuego y de seis de sus escoltas, formando un grupo situado detrás del de Brigan. Intencionadamente, los cuatro hombres se situaron cerca unos de otros, porque así cada contrincante se protegía de las flechas de los respectivos arqueros con los cuerpos de los adversarios.

Fuego se agarró al brazo de Musa con una mano y con la otra, al de Neel; estaba tan concentrada que no confiaba en ser capaz de mantener el equilibrio. No sabía qué planeaba Mydogg, ni hallaba ningún vestigio en la mente del noble ni en la de ninguno de sus hombres, aunque sí percibía, con tanta certidumbre como si una mano le estuviera apretando la garganta, que había algo en ese llano que no cuadraba.

Estaba demasiado lejos para escuchar directamente lo que decía Brigan, aunque él le trasmitía todas las frases.

—Bien, aquí nos tiene. ¿De qué se trata? —le preguntó el príncipe a Mydogg.

Detrás de Fuego, fuera del alcance de la vista de Mydogg, pero lo suficientemente cerca para que ella sintiera su presencia, la Mesnada Real, que estaba al cuidado de los caballos del rey y del príncipe, se mantenía en posición, preparada para actuar a la más mínima indicación de la joven.

—Me gustaría hacer un trato —dijo en voz alta y clara Mydogg, fuerte e impenetrable la mente; el noble se desplazó apenas unos centímetros, adrede, para avizorar a Fuego entre la barrera de guardias; al verla, entrecerró los ojos con un gesto astuto. Estaba impresionado y a la vez, no lo estaba; para colmo, ella no lograba detectar en aquellos ojos despiadados el menor indicio de por qué el enemigo se encontraba en aquel lugar.

Detrás de lord Mydogg, aunque sin quedar a la vista, su ejército también estaba preparado para actuar, pero no se hallaba lo bastante lejos para que Fuego no notara su presencia, y así se lo comunicó al príncipe. Lady Murgda encabezaba la hueste, lo que fue toda una sorpresa para la joven; ignoraba de cuántos meses estaba embarazada la noble en los festejos de enero, pero ya habían transcurrido tres meses desde entonces.

—Bien, acabemos con esto de una vez. ¿Qué propone? —inquirió Brigan.

—Entréguennos a la monstruo y nos rendiremos —respondió Mydogg, posando de nuevo los ojos acerados en Fuego.

Es mentira —le trasmitió ella a Brigan—. Se lo acaba de inventar. Me quiere (seguro que me llevaría con él si se lo ofrecieras) pero esa no es la razón por la que estamos aquí.

«Entonces, ¿por qué es? —inquirió el príncipe—. ¿Notas algún movimiento extraño en su ejército o en su guardia?».

Ella se aferró con más fuerza al brazo de Musa con la mano lisiada y se apoyó firmemente en Neel.

No lo sé. Su ejército parece preparado para lanzar un ataque frontal, pero no consigo entrar en la mente de Murgda, así que no te lo puedo decir con seguridad. Tampoco creo que la guardia tenga intención de atacaros, a no ser que tú o Nash hagáis algún movimiento extraño. No logro descubrir qué sucede aquí, Brigan, pero… hay algo muy extraño, lo presiento. Acaba con esto antes de que nos enteremos por las malas.

—No hay trato. La dama no es parte de ninguna negociación. Ordene a sus arqueros que bajen las armas. La reunión ha terminado.

Mydogg se sorprendió, pero asintió.

—¡Descansad! —ordenó el noble rebelde a su guardia de arqueros.

Estos acataron la orden con docilidad, y Fuego sintió pánico al ver que los arqueros obedecían a su señor sin dudarlo ni un instante. Algo no iba bien… Brigan, por su parte, alzó un poco una mano; era la señal convenida con sus arqueros para que bajaran las armas. De pronto Fuego chilló asaltada por una angustia inexplicable que le recorría el cuerpo de parte a parte —un grito que resonó espeluznante, solitario— y en ese instante uno de los arqueros de la guardia de Brigan le disparó al rey una flecha en la espalda.

Se desató el caos. Los compañeros del arquero traidor que había disparado a Nash lo derribaron, y la segunda flecha, con toda seguridad destinada a Brigan, salió desviada e impactó en uno de los miembros de la guardia de Mydogg. El príncipe, girando sobre sí mismo al tiempo que desenvainaba la espada, se abalanzó sobre el noble traidor y sobre su cuñado; la luz del sol matinal confirió a la hoja un aspecto llameante. Las flechas surcaban el aire en todas direcciones, mientras que Mydogg y su cuñado yacían en el suelo, muertos. Entonces en respuesta a la llamada de Fuego, que no era consciente de haberla emitido, la Mesnada Real llegó a galope tendido en medio de un ruido ensordecedor.

Al fin, en medio del pandemónium, ella lo vio todo nítido y definido, y su objetivo se concretó; de inmediato se arrodilló y avanzó a gatas por el suelo rocoso hasta llegar al lugar donde Nash se encontraba tendido de costado, moribundo. Al parecer, el disparo había sido certero, pues la flecha estaba alojada muy adentro; ella se tumbó junto al rey y le tocó la cara con la mano lisiada.

Nash, no vas a morir. No lo voy a permitir. ¿Me oyes? ¿Me ves?

El monarca estaba consciente apenas y a pesar de tener los ojos abiertos casi no la veía. Brigan se dejó caer junto a ellos; llorando, le acarició el cabello a Nash y le besó la frente. En ese momento llegó un grupo de sanadores vestidos de verde que se arrodillaron junto a la espalda de Nash.

Fuego agarró a Brigan por el hombro y lo miró directamente a los ojos, unos ojos ausentes por el dolor y la conmoción. Lo zarandeó hasta que él reaccionó y la miró.

Vete ahora y pelea esta batalla, Brigan. Ve, necesitamos alzarnos con la victoria.

El príncipe se incorporó con ferocidad, y ella le oyó pedir a gritos que le trajeran a Grande. La trepidante carga de los caballos, que retumbaba por todos los rincones de la pequeña meseta, se dividió al llegar donde se encontraban Fuego, Nash y los sanadores, y los rodeó como lo haría un río revuelto al chocar contra una peña en mitad de la corriente. En medio de aquel ruido ensordecedor, anegada en la trápala de cascos, agua y sangre, Fuego le sujetó la cara al rey y le aferró la mente como jamás lo había hecho.

¡Mírame, Nash! ¡Mírame! Nash, te quiero. Te quiero mucho.

El rey parpadeó y la miró fijamente a los ojos; un hilo de sangre le resbalaba por la comisura de la boca, y un espasmo de dolor le agitó con violencia los hombros y el cuello.

«Cuesta tanto seguir con vida —le susurró a la mente de la dama—. Morir es fácil. Déjame morir».

Fuego percibió el instante de la colisión de los dos ejércitos como una onda de choque dentro de su propio ser; tanto dolor, tanto miedo y tantas mentes que se disipaban en la nada.

No, Nash, no te lo permitiré. Hermano mío, no te mueras. ¡Aguanta! ¡Quédate conmigo, hermano!