Capítulo 30
En su fuero interno, Fuego se puso a redactar una carta para Brigan, pero no le salía bien:
Querido Brigan, creo que no deberías hacer lo que estás haciendo…
Querido Brigan, la gente se aleja de mí y yo también me alejo…
La hinchazón de las manos le había bajado y, aparte de los dedos ennegrecidos desde el principio, a ninguna otra zona le había sucedido lo mismo; los cirujanos afirmaban que, probablemente, al cabo de cierto tiempo, tendrían que amputarle los dos dedos de la mano izquierda afectados por la congelación.
—Con tantas medicinas como disponen, ¿de verdad no hay ninguna que sirva para mejorarle esos dedos? —les preguntó Musa a los sanadores en cierta ocasión.
—No existen medicinas para devolver la vida a algo que está muerto, señora —replicó el sanador de forma sucinta—. Hoy por hoy, lo más adecuado para lady Fuego sería que volviera a utilizar las manos con asiduidad; descubriría que una persona se maneja bien con ocho dedos.
No era como antes, pero se alegró al recibir permiso para cortarse la comida, abotonarse un vestido o recogerse el cabello; y lo practicaba, aunque los movimientos fueran torpes e infantiles al principio, a pesar de que los dedos que no estaban congelados le ardieran, y aun cuando percibiera la lástima que sentían sus amigos, que no la perdían de vista. Saber que les causaba pena sirvió para que pusiera más empeño en hacer las cosas, de modo que pidió autorización paro ayudar en otros quehaceres que le resultaran factibles en el pabellón de sanadores, como vendar heridas o dar de comer a los soldados que no pudieran hacerlo por sí mismos. A ellos no les importaba si se le caía un poco de caldo en las ropas.
Su destreza mejoró, e incluso hizo sus primeros pinitos colaborando en algunas tareas sencillas de cirugía, como procurar luz a los sanadores sosteniendo lámparas, o pasar a los cirujanos el instrumental; y descubrió que aguantaba bien la vista de la sangre, las infecciones y las entrañas al descubierto de los hombres, aunque las vísceras de los humanos eran bastante más sucias y complicadas que las de los insectos monstruo. Conocía a algunos de aquellos soldados heridos porque cabalgó con ellos durante el viaje de tres semanas que realizó con la División Primera; suponía que algunos la habrían odiado en otro tiempo, pero ese sentimiento ya no los invadía en estos momentos de guerra y dolor y de tanta necesidad de consuelo.
Un día llevaron al pabellón a un soldado con una flecha clavada en el muslo; lo recordaba muy bien: era el que le prestó su violín en cierta ocasión, un hombretón enorme, de facciones pronunciadas y muy amable; le sonrió al verlo. Sostenían conversaciones en voz baja de vez en cuando; ella le aliviaba el dolor mientras la herida sanaba, y él apenas hacía referencia a los dedos muertos de la joven, pero cada vez que se los miraba, su expresión traslucía la profundidad de la compasión que sentía por ella.
Cuando Brocker llegó a la fortaleza, le cogió las manos a Fuego, se las llevó a la cara y las humedeció con sus lágrimas.
A Brocker no sólo lo acompañaba Roen, sino también Mila, ya que el noble le pidió a la joven escolta que le prestara servicio como ayudante militar, y ella aceptó. Él y la reina (viejos amigos que no se veían desde los tiempos del rey Nax) ahora eran prácticamente inseparables, y Mila estaba con ellos a menudo.
Fuego sólo veía a Nash de tarde en tarde, cuando este iba a la fortaleza para obtener información o planear estrategias con Garan, Clara, Brocker y Roen. Iba sucio y desaliñado, y cuando sonreía, lo hacía con desgana.
—Creo que el rey Nash regresará —solía decirle Mila sosegadamente cada vez que él se marchaba de vuelta a las cuevas; y a pesar de que Fuego se decía que esa afirmación no estaba respaldada por ninguna lógica, las palabras de la muchacha la consolaban.
Mila había cambiado; trabajaba de firme junto a Brocker, serena y concentrada. Un día, como sin darle importancia, le comentó a Fuego:
—Aunque, desde luego, ya no estoy a tiempo, me he enterado de que existe una droga para poner fin a un embarazo al principio. ¿Lo sabía usted, señora?
—No, no, o te lo habría dicho y te la habría buscado —le contestó Fuego, estupefacta.
—Clara me habló de ello. Los sanadores de la corte son muy sabios, pero al parecer una tiene que pertenecer a ciertos estratos de Burgo del Rey para albergar siquiera la esperanza de saber de lo que son capaces. Cuando me enteré, me enfadé —agregó—. Mejor dicho, me puse furiosa. Pero en realidad ya no tiene sentido pensar en ello. Yo no soy diferente a cualquier otra persona, ¿verdad, señora? Todos recorremos caminos que jamás elegiríamos si hubiéramos podido evitarlos. En fin, a veces me canso de oírme protestar.
—Ese muchacho mío… —dijo Brocker, un poco más tarde ese mismo día. Lo habían sentado en una silla al lado de Fuego, en el tejado, adonde consintió que lo llevaran porque quería ver a la torda rodada. Movió la cabeza y masculló—. Mi muchacho… Imagino que tengo nietos que no conoceré nunca. No esperaba que muriera, así que, en lugar de enfurecerme por lo que hizo con Mila y con la princesa Clara, me siento reconfortado.
Observaron en silencio la danza que tenía lugar allá abajo: dos caballos que giraban el uno en torno al otro; el macho, corriente y de color marrón, alargaba el hocico de vez en cuando en un intento de plantar un lengüetazo en la grupa de la esquiva yegua gris. Fuego trataba de que los dos animales hicieran amistad, porque si la yegua tenía realmente intención de seguirla a dondequiera que fuera, iba a necesitar unos cuantos amigos más en el mundo en los que confiar. Ese día, la torda había optado por dejar de intimidar a Corto soltando coces y encabritándose, y eso ya era un progreso.
—Es una yegua ribereña —manifestó Brocker.
—¿Que es una qué?
—Una yegua ribereña. Ya había visto anteriormente uno o dos tordos rodados como ella, procedentes de la desembocadura del río Alígero. No creo que estos caballos ribereños tengan mucha salida en el mercado corriente porque, a pesar de ser animales tan magníficos, también se venden a precios disparatados debido a que son difíciles de capturar y más difíciles aún de domar. No son tan sociables como otros caballos.
Fuego recordó que, en cierta ocasión, Brigan se refirió a los caballos ribereños con avidez, y también se acordó de que la yegua se dirigía de manera obstinada hacia el suroeste desde el predio de Tajador, hasta que ella la obligó a volver grupas. Seguro que pretendía regresar a su hogar y llevarla allí, a orillas del río; sin embargo, ahora se encontraba donde no quería estar, pero donde, a pesar de todo, había elegido ir.
«Mi querido Brigan —pensó—, las personas deseamos cosas incongruentes e imposibles, y a los caballos les ocurre lo mismo».
—¿La conoce ya el comandante? —se interesó Brocker, al parecer divertido por su propia pregunta. Por lo visto, él también estaba enterado de la debilidad de Brigan por los caballos.
—Me trae sin cuidado el valor que tenga, y no pienso ayudarlo a domarla —susurró Fuego.
—No eres justa con él —le reprochó el noble con suavidad—. Es de sobra conocida la consideración con que el muchacho trata a los caballos; no doma a la fuerza a ningún animal que no demuestra inclinación hacia él.
—Sí, pero ¿qué caballo no la demostraría? —comentó la joven, que enmudeció de pronto porque se dio cuenta de que se comportaba como una tonta sentimental, además de hablar más de la cuenta.
Al cabo de un momento, Brocker pronunció unas palabras con un timbre extraño, desconcertante, que ella no supo bien cómo interpretar:
—He cometido algunos errores garrafales y me rueda la cabeza cuando intento comprender las consecuencias que desencadenaron. No he sido el hombre que tendría que haber sido, no. Para nadie. —Bajó la vista al regazo—. Quizá fui justamente castigado. ¡Oh, pequeña, lo de tus dedos me parte el corazón! ¿Hay alguna probabilidad de que aprendas a pulsar las cuerdas del violín con la mano derecha?
Ella le cogió la mano y se la apretó con fuerza, pero no contestó; la idea de tocar el violín apoyándolo en el hombro derecho ya se la había planteado, pero era casi tanto como empezar de cero, y unos dedos a los dieciocho años no aprenden —ni de lejos— a volar sobre las cuerdas con la facilidad con la que lo hacían a los cinco años. Además, sostener y manejar el arco con una mano que sólo tenía tres dedos requeriría un esfuerzo excesivo.
Su paciente violinista le sugirió otra posibilidad: ¿Y si seguía sujetando el violín con la mano izquierda y el arco con la derecha, como siempre, pero punteando las notas de un modo nuevo que le permitiera tocar la melodía con sólo dos dedos? ¿Con qué velocidad sería capaz de desplazarse por las cuerdas y con cuánta precisión? Una noche, a oscuras y sin que sus escoltas la vieran, simuló sostener el violín y mover dos dedos pisando unas cuerdas imaginarias; el resultado había sido un ejercicio a trompicones, desatinado, inútil y deprimente. A raíz de la pregunta de Brocker, se planteó si volvería a intentarlo otra vez.
Una semana después de la conversación sostenida con Brocker, llegó a entender las otras cosas que el noble dijo ese día.
Se había quedado hasta tarde en el pabellón de los heridos para intentar salvar la vida de un hombre. Muy rara vez era capaz de conseguirlo y, si lo lograba, siempre se trataba de soldados poseedores de una gran fuerza de voluntad que se hallaban al borde de la muerte, algunos de ellos sufriendo mucho o bien estando inconscientes. En el momento en que se rendían, ella les transmitía entereza y valor si así lo deseaban; podía ayudarlos a aferrarse con fuerza a su yo evanescente, pero no siempre daba resultado, porque si un hombre no dejaba de sangrar era imposible que siguiera vivo, por mucha firmeza y resolución que mostrara en su lucha contra la muerte. No obstante, de vez en cuando les daba el impulso suficiente para que lo consiguieran.
Ni que decir tiene que este proceso la dejaba exhausta.
Esa noche estaba hambrienta y sabía que encontraría comida en el despacho en que Garan, Clara, Brocker y Roen se pasaban los días esperando con ansiedad a los mensajeros y discutiendo; pero ese día no lo hacían, y cuando ella entró con su escolta, percibió un ambiente distendido fuera de lo normal. Nash se encontraba allí, sentado al lado de Mila, charlando con una expresión en verdad risueña, como hacía mucho tiempo que Fuego no lo veía sonreír de ese modo. Garan y Clara comían tranquilamente en unos cuencos, mientras que Brocker y Roen se hallaban sentados a una mesa y trazaban líneas en un mapa topográfico de lo que parecía ser la mitad meridional del reino. A todo esto, la reina masculló algo que hizo soltar una risita divertida a Brocker.
—¿Qué ocurre? —preguntó Fuego—. ¿Qué ha pasado?
Roen alzó la vista del mapa y señaló una sopera con estofado que había en la mesa.
—Hola, Fuego, siéntate y come algo mientras te contamos por qué la guerra no está perdida. Y vosotros, Musa y Neel, ¿tenéis hambre? —Se giró en la silla para mirar a su hijo con aire crítico—. Nash, ven a servirle a Mila un poco más de estofado.
—Por lo visto todo el mundo va a comer estofado, excepto yo —comentó el rey mientras se ponía en pie.
—Te he visto comer tres cuencos —dijo Roen, severa.
Más que sentarse, Fuego se dejó caer en la silla con pesadez, porque el ambiente jocoso que reinaba en el despacho le producía un sosiego que la debilitaba, y eso que aún no estaba segura de que hubiera una razón para sentirse así.
A continuación, Roen explicó que un par de exploradores del frente meridional habían hecho dos felices hallazgos, uno tras otro. En primer lugar, descubrieron en los túneles la ruta laberíntica por la que se suministraban vituallas al enemigo, y poco después localizaron, al este del campo de batalla, una serie de cuevas que el enemigo utilizaba como establos para guardar en ellas a la mayoría de sus caballos. Apoderarse de ambos escondrijos —la ruta de abastecimiento y las cuevas— fue cosa de lanzar dos ataques bien planeados por las fuerzas del rey. Y ahora sólo sería cuestión de días que los hombres de Gentian se quedaran sin provisiones; y sin caballos con los que huir, no les quedaría otra salida que la rendición, con lo cual la mayor parte de la División Primera y de la Segunda estarían en disposición de cabalgar hacia el norte para reforzar las tropas de Brigan.
O al menos, eso era lo que las sonrientes personas que ocupaban el despacho suponían que ocurriría. Fuego tuvo que reconocer que el plan parecía factible, siempre que el ejército de Gentian no bloqueara a su vez la ruta de suministro de la Mesnada Real, y todavía sobrevivieran las tropas de la División Tercera y de la Cuarta a las que reforzar con las de la Primera y de la Segunda para cuando estas llegaran al norte.
—Esto es obra suya. —Fuego oyó cómo Roen le decía así a Brocker en voz baja—. Brigan trazó mapas de los túneles y, antes de marcharse de aquí, él y sus exploradores coligieron los emplazamientos más probables de la ruta de suministros y, en especial, del lugar donde encerraban a los caballos. Y acertó de lleno.
—Así es —convino Brocker—. Hace mucho que me superó.
Una determinada inflexión en el tono del noble detuvo a Fuego sosteniendo la cuchara en el aire, a medio comer; lo escrutó con intensidad mientras se repetía mentalmente las palabras del viejo militar. Lo que más le chocaba era el timbre ufano en la voz de Brocker, pues aunque siempre hablaba con orgullo del jovencísimo comandante que había seguido su mismo camino de forma tan magnífica, esa noche sonaba hechizado.
A todo esto, Brocker alzó la vista y advirtió que Fuego lo observaba con fijeza; los ojos del hombre, claros y límpidos, se quedaron prendidos en los de ella y le sostuvieron la mirada.
Fuego dedujo por primera vez lo que el noble hizo veintitantos años atrás que encolerizó tanto a Nax.
Se levantó y se apartó de la mesa; la voz del inválido, cansada y con un extraño timbre de derrota, la siguió mientras salía del despacho:
—¡Fuego, espera! Fuego, cariño, déjame que te explique…
No le hizo caso; pasó entre la escolta y abrió con el hombro, de un empellón, la puerta.
Fue Roen la que se reunió con ella en el tejado.
—Fuego, nos gustaría hablar contigo, y sería mucho más fácil para lord Brocker si bajaras.
La joven accedió de buena gana a la petición de la reina porque tenía preguntas que hacer, y también unas cuantas cosas muy fuertes que, de repente, le entraron ganas de decir, de modo que se cruzó de brazos y le espetó a la capitana de su escolta:
—Musa, podrás protestar todo lo que quieras ante el comandante, pero insisto en hablar con la reina y con lord Brocker a solas, ¿queda entendido?
La escolta, sintiéndose incómoda, se aclaró la garganta y dijo:
—Nos apostaremos en la puerta, señora.
Una vez que estuvieron en los aposentos de Brocker, con la puerta cerrada y atrancada, Fuego se recostó en una pared y clavó la vista en las ruedas de la silla del inválido, en vez de mirarlo a él; de vez en cuando, les echaba a ambos una mirada de soslayo sin poder evitarlo, con la impresión de que le ocurría una cosa con mucha frecuencia en los últimos tiempos: mirar a una persona y ver a otra en sus rasgos, y así encontrar sentido a detalles sueltos del pasado que antes escapaban a su comprensión.
La reina se había peinado la negra cabellera —el mechón blanco centrado en ella— recogido hacia atrás, tirante; también se le notaba tirantez en el semblante, tirantez y preocupación. Roen se acercó a Brocker y posó con suavidad una mano en el hombro del noble; este, a su vez, alzó la mano para rozar la de la reina; aun sabiendo lo que sabía ahora, lo insólito del gesto sobresaltó a Fuego.
—Nunca los había visto juntos a los dos antes de la guerra —comentó la joven.
—Así es, pequeña —contestó Brocker—. Sabes que nunca he viajado. La reina y yo no nos habíamos vuelto a ver ni una sola vez desde…
—Desde el día en que Nax mandó a esos brutos a mi casita verde para que te agredieran, si no me equivoco —dijo Roen en su lugar.
—¿Vio lo que le hicieron? —Fuego volvió la vista hacía ella con brusquedad.
—Me obligaron a presenciarlo —asintió Roen con gesto severo—. Creo que lo ordenó con la esperanza de que perdiera a mi niño bastardo.
La reacción de Nax había sido inhumana, y Fuego sabía con cuánta dureza la ejerció; pero, aun así, seguía sin entender por qué estaba furiosa.
—Arquero era tu hijo —le soltó a Brocker, atragantada por la indignación.
—Sí, era mi hijo; siempre lo fue —contestó él, enronquecida la voz.
—¿Llegó a saber que tenía un hermanastro? Le habría beneficiado contar con un hermano tan equilibrado como Brigan. Y él, Brigan, ¿lo sabe? No pienso ocultárselo.
—Sí, Brigan lo sabe, pequeña —contestó Brocker—, aunque para mi desdicha, Arquero no llegó a enterarse. Cuando él murió, comprendí que Brigan debía saberlo, así que se lo dijimos hace tan sólo unas pocas semanas, cuando llegó al frente septentrional.
—¿Y qué me dices de él, Brocker? Brigan podría haberte llamado padre a ti, en lugar de a un rey demente que lo odiaba porque era más listo y más fuerte que su propio hijo. Y se habría criado en el norte, lejos de Nax y de Cansrel, y nunca habría tenido que convertirse en… —Enmudeció y volvió la cara hacia otro lado para controlar el tono exaltado—. Brigan tendría que haber sido un señor del norte, propietario de una granja y un predio y un establo lleno de caballos, en lugar de un príncipe.
—Pero es que Briganval es un príncipe —intervino Roen—. Es mi hijo, y Nax era el único con poder para desheredarlo y mandarlo lejos, algo que nunca habría hecho, porque jamás habría admitido públicamente que era un cornudo.
—Y por culpa del orgullo de Nax, él tuvo que desempeñar el papel de salvador del reino —barbotó Fuego con desesperación—. No es justo. ¡No es justo! —gritó, consciente de que su argumento era inmaduro, aunque no le importaba porque el hecho de que lo fuera no lo convertía en menos cierto.
—Oh, Fuego, tú te das cuenta, tan bien como cualquiera de nosotros, de que el reino necesita a Brigan en el puesto que ocupa ahora —dijo Roen—. Igual que te necesita a ti y a cada uno de nosotros, sin que importe si es justo o injusto el papel que nos toca desempeñar.
La voz de la reina estaba cargada de dolor; Fuego la miró a la cara e intentó imaginar a la mujer que fue veintitantos años atrás: una noble inteligente y tremendamente apta que se encontró casada con un rey que era la marioneta de un titiritero lunático, y que presenció cómo su matrimonio y su reino se desmoronaban en pedazos.
Entonces desvió la vista hacia Brocker, y él le sostuvo la mirada con aire desdichado.
Era a él a quien no lograba perdonar.
—Brocker, padre mío —dijo la joven—. Qué manera tan horrible de tratar a tu esposa.
—¿Habrías preferido que lo nuestro no hubiera sucedido nunca y que Arquero y Brigan no hubieran nacido? —intervino Roen.
—¡Ese es el argumento de un tramposo!
—Pero tú no eres la persona que fue traicionada, Fuego —replicó la reina—. ¿Por qué te duele tanto?
—¿Tendríamos ahora una guerra en marcha si no hubieseis provocado a Nax hasta el punto de desear perjudicar a su comandante? ¿Acaso no se nos ha traicionado a todos?
—¿Crees en serio que el camino por el que llevaban al reino quienes lo dirigían conducía a la paz? —inquirió Roen con creciente frustración.
Entonces, Fuego comprendió —a duras penas— la razón de que aquella historia le doliera tanto. No era por la guerra, ni por Arquero ni por Brigan, ni era por los castigos que los perpetradores no previeron, sino que le ofendía lo que le pasó a la mujer de Brocker, Aliss; ese detalle sin importancia a causa del cual el noble perjudicó a su esposa. Siempre había pensado que tenía dos padres que eran los polos opuestos; no obstante, aun entendiendo que su padre malo había sido capaz de mostrar afabilidad, en ningún momento se planteó la posibilidad de que su padre bueno podría ser capaz de actuar con crueldad y deshonor.
Se dio cuenta de repente de que pensar así era absurdo, inútil, que no todo era blanco o negro, que no había ni una persona en el mundo que fuera sólo buena o mala.
—Estoy cansada de descubrir verdades —musitó.
—Pequeña, no cuestiono tu derecho a estar enfadada —manifestó Brocker con la voz enronquecida de vergüenza, un tono que la joven jamás le había oído emplear.
Ella lo miró a los ojos, tan parecidos a los de Brigan.
—Me he dado cuenta de que ya no lo estoy —confesó muy bajito mientras se retiraba el cabello del rostro—. ¿Se enfadó Brigan y por eso os echó de allí?
—Se enfadó, sí, pero no fue esa la razón por la que nos pidió que viniéramos.
—El norte era demasiado peligroso para una mujer de mediana edad, un hombre impedido en una silla de ruedas y una ayudante militar embarazada —añadió Roen.
Era peligroso; y él se encontraba allí solo, combatiendo una guerra, asumiendo la verdad de su ascendencia y la verdad de la historia, sin nadie con quien comentarlo. Ella lo había apartado de sí con palabras de un desamor que no sentía y que no habría querido pronunciarlas; a cambio, él le envió a Corto, adivinando, a saber cómo, que ella lo necesitaba.
Se sentía profundamente avergonzada de sí misma.
Supuso que si iba a seguir enamorada de un hombre que estaría siempre lejos de ella, más valía que acostumbrara a sus pobres dedos tullidos a sostener una pluma. Y eso fue lo primero que escribió en la carta que mandó al príncipe esa noche.