Capítulo 29
Fuego imaginaba que, en Fortaleza Aluvión, una persona con las manos inutilizadas no tendría mucho que hacer, y como Clara estaba muy ocupada atendiendo a los capitanes de Brigan y al ininterrumpido ir y venir de mensajeros, y Garan rara vez se dejaba ver, y si lo hacía, mostraba el gesto ceñudo de rigor, rehuía encontrarse con ellos y también evitaba acercarse a la sala donde había hileras y más hileras de camas en las que los soldados heridos sufrían.
No le permitían salir del recinto de la fortaleza, por lo que pasaba el tiempo entre dos sitios; uno era el dormitorio que compartía con Clara, Musa y Margo, pero si entraba la princesa, fingía que dormía porque le hacía demasiadas preguntas sobre Arquero. El otro lugar que frecuentaba era el tejado de la fortificación, muy vigilado; allí pasaba el rato arrebujada en una capa con capucha y las manos metidas en las axilas para resguardarlas del frío, sumida en una comunicación muy estrecha con el tordo rodado.
Mejor dicho, la torda rodada (porque Fuego tenía ahora la mente lo bastante clara para saber que se trataba de una yegua), que vivía en los peñascos que había al norte de la fortaleza; el animal se había separado del grupo que transportaba a la joven cuando se acercaron a la fortificación y, a pesar de los intentos del maestro de cuadras, no consintió que la metieran en los establos con los otros equinos. Fuego no permitió que nadie domeñara al animal con drogas, ni quiso obligarlo a entrar en el recinto para confinarlo en él; el maestro de cuadras alzó las manos al cielo, disgustado. Saltaba a la vista que la yegua era un animal extraordinario, pero el hombre estaba hasta las cejas de trabajo debido a los caballos heridos, la forja de herraduras y la reparación de piezas rotas de los arneses, por lo que no disponía de tiempo para ocuparse de una yegua recalcitrante.
En consecuencia, la torda vivía libre en los peñascos comiendo el alimento que le dejaban o buscándolo si no lo había, y yendo a visitar a Fuego cada vez que ella la llamaba. La sensación que transmitía la yegua era extraña y salvaje, una magnífica mente sin domesticar que la joven era capaz de tantear e influenciar, pero sin comprenderla de verdad en ningún momento; tenía que estar sola en los peñascos, libre, sin restricciones; y con resabios cuando fuera menester.
Con la particularidad de que, en esa sensación transmitida por la torda, también había afecto, aunque cohibido, a su modo. Pero el animal no estaba dispuesto a abandonar a Fuego.
Pasaban ratos teniéndose mutuamente a la vista, unidos los sentimientos de ambas mediante el ronzal del poder de la joven; la yegua era preciosa, de capa rodada torda con puntos y manchas de un suave color gris, la crin y la cola espesas y largas —y enredadas—, de un oscuro tono gris pizarra, y ojos azules.
Cómo deseaba Fuego que le permitieran salir a campo abierto; habría querido reunirse con la yegua en los peñascos y, montada en su lomo, subir por ellos; y que la llevara lejos, dondequiera que deseara ir la torda.
Una mañana Garan entró con paso firme en el dormitorio de Fuego; ella estaba hecha un ovillo debajo de las mantas, tratando de adormecerse para no sentir el ardor de las manos, y simuló que dormía. El príncipe se detuvo junto a la cabecera del lecho y no se anduvo con rodeos:
—Levántate, Fuego, te necesitamos.
No habló con ira, pero tampoco era una petición; ella alzó la vista, parpadeando, y arguyó:
—Tengo inutilizadas las manos.
—Para lo que te necesitamos no te hace falta usarlas.
—Queréis que interrogue a alguien. —Cerró los ojos—. Lo siento, Garan, aún no me encuentro bien del todo.
—Te sentirías mejor si te levantaras —replicó él con contundencia—. Y, de cualquier forma, no queremos que hagas ningún interrogatorio.
—Jamás te cayó bien Arquero —barbotó, furiosa—. Te importa un bledo lo que ha ocurrido.
—Dudo que seas capaz de percibir lo que siento, porque en tal caso no habrías dicho esa estupidez. No voy a salir de este dormitorio hasta que te levantes. Ahí fuera, a tiro de piedra, se libra una guerra, y bastantes preocupaciones tengo ya para que ahora tú te metas en un rincón compadeciéndote, como una mocosa malcriada y egoísta. ¿Es que quieres que un día de estos envíe un mensaje a Brigan, a Nash y a Brocker para comunicarles que has muerto por ninguna razón en especial? Me pones enfermo, Fuego, y te pido que si no quieres hacerlo por ti misma, lo hagas por mí, porque no me entusiasma la muerte.
Fuego se había incorporado en la cama más o menos a mitad de la asombrosa parrafada y, mostrándose muy sorprendida, observaba al príncipe: piel sudorosa, respiración agitada… Estaba (si tal cosa era posible) más delgado que antes, y un gesto de dolor asomaba de vez en cuando al demacrado semblante. Alargó las manos hacia él, angustiada, y con un ademán lo invitó a tomar asiento. Cuando él lo hizo, le alisó el pelo con una de las manos vendadas, tras lo cual lo ayudó a respirar con más lentitud.
—Has adelgazado —le dijo Garan al cabo de unos segundos, sin apartar los tristes ojos del rostro de la joven—. Y tienes esa mirada vacía que despierta en mí el deseo de zarandearte.
Fuego le acarició el pelo de nuevo y eligió las palabras con tiento para no utilizar aquellas que la harían llorar:
—No creo que esté deprimida en realidad; lo que pasa es que no me siento conectada conmigo misma, Garan.
—Pero tu poder está en plena forma, lo noto. Me tranquilizaste enseguida.
Ella se preguntó si una persona podía ser poderosa y estar destrozada por dentro y temblorosa continuamente.
Lo observó una vez más. A decir verdad, no tenía buen aspecto; soportaba una carga demasiado pesada.
—¿Qué necesitas que haga?
—¿Querrías encargarte de aliviar el dolor de los soldados que están muriendo en esta fortaleza?
El trabajo de sanación se llevaba a cabo en el enorme pabellón de la planta baja, que había sido la residencia de quinientos soldados en tiempos de paz. Las ventanas no tenían cristales y los postigos estaban echados para conservar el calor que irradiaba de los hogares repartidos a lo largo de las paredes y de un hoguera encendida en el centro de la sala; el humo ascendía en volutas, un poco al tuntún, hacia un tiro de chimenea que había en el techo, luego ascendía hasta el tejado y, por último, salía a cielo abierto.
La estancia estaba oscura, los soldados gemían y gritaban, y en el ambiente flotaba el olor a sangre, a humo y a algo más empalagoso que provocó que Fuego se detuviera en seco en la puerta del pabellón; se parecía mucho a entrar en una de sus pesadillas; no podía hacerlo.
Pero entonces vio a un hombre tumbado boca arriba en el lecho, cuyas orejas y la nariz estaban negras, como los dedos de ella; apoyaba una única mano en el pecho, porque la otra le faltaba y sólo quedaba un muñón envuelto en gasa. El soldado rechinaba los dientes y temblaba de fiebre; fue hacia él porque la compasión pudo más que el miedo.
Nada más verla, la sensación de pánico que anidaba en el hombre pareció calmarse; la joven se sentó al borde de la cama y lo miró a los ojos. Captó que estaba exhausto, pero el dolor y el miedo lo agobiaban hasta el punto de no dejarlo descansar; Fuego le quitó la sensación de dolor y aplacó el miedo, ayudándolo a conciliar el sueño.
Así fue como la dama monstruo se convirtió en una presencia habitual en el pabellón de heridos, porque su poder daba mejores resultados que los sedantes de los cirujanos a la hora de quitar el dolor o cualquier tipo de padecimiento que hubiera en aquella sala. A veces sólo tenía que sentarse junto a un soldado para que este se calmara, aunque otras veces, por ejemplo, si extraían a un hombre una flecha o al despertarse un herido después de una intervención, hacía falta un esfuerzo mayor. Había días en que la mente de la joven se repartía al mismo tiempo por varios sitios del pabellón, calmando el dolor donde más falta hacía, en tanto que caminaba entre las filas de pacientes, llevando el cabello suelto, y buscaba con la mirada a aquellos hombres y mujeres yacentes que menos se atemorizaban por el mero hecho de verla.
Le sorprendió lo fácil que le resultaba hablar con soldados moribundos o con los que no se recuperarían nunca o habían perdido a sus amigos y temían por sus familias. Estaba convencida de que su capacidad de soportar el dolor había llegado al límite, y que en su interior ya no quedaba espacio para más penalidades, pero recordó que en cierta ocasión le dijo a Arquero que el amor no era medible, y ahora comprendía que ocurría lo mismo con el dolor. Este podía intensificarse y acrecentarse más y más hasta hacerte creer que habías alcanzado el tope de resistencia, pero llegado a ese punto, se bifurcaba y se desbordaba, de tal manera que alcanzaba a otras personas y se mezclaba con el de estas; es decir, se agrandaba, pero, de algún modo, se volvía menos opresivo al compartirlo. Tras el episodio del secuestro, había llegado a pensar que se encontraba atrapada en un sitio aparte, aislada de las vidas y los sentimientos del resto de la gente, sin darse cuenta de que en ese lugar había muchas otras personas atrapadas con ella.
Por fin permitió que Clara accediera a ese lugar, y le contó lo que la princesa, en su aflicción, anhelaba saber: todo lo que había sucedido.
—Murió solo —musitó Fuego.
—Y murió creyendo que te había fallado, porque debió descubrir los planes de esos tipos para raptarte, ¿no crees? —susurró Clara.
—Desde luego lo sospechaba, cuando menos —corroboró Fuego, que comprendió entonces, al verbalizar la historia, que había muchas cosas del drama que ignoraba. Hablar de ello le hacía daño y a la vez la consolaba, igual que ocurría con los ungüentos que los sanadores le extendían por las manos en carne viva, en un intento de restablecer las partes afectadas. No obstante, jamás sabría lo que había significado para Arquero que le disparara su propio padre, ni si las cosas habrían sido distintas si ella le hubiera prestado más atención, o si hubiera puesto más empeño en convencerlo de que se quedara. O si, años atrás, hubiera hallado el modo de impedir que la amara tanto; o si Arquero, por muy fuerte que fuera su mente o profundos sus sentimientos hacia ella, alguna vez había sido del todo inmune a su belleza de monstruo.
—Supongo que tampoco sabremos nunca cómo fue Jod en realidad —dijo Clara después de que Fuego le comunicara todos esos pensamientos—. Sabemos que fue un delincuente, eso es obvio —continuó la princesa con entereza—, así como una persona despreciable y cruel que merecía morir, aunque fuera el abuelo de mi bebé. Y dicho sea de paso —añadió soltando un bufido—, ¡menudos abuelos le habrían tocado en suerte a este niño! En fin, a lo que me refiero es que nunca sabremos si Jod habría matado a su propio hijo si hubiera tenido control sobre su mente, en lugar de estar sometido al poder de ese chico horrendo al que arrojaste por un agujero de la montaña, y en buena hora. Espero que tuviera una muerte muy dolorosa, empalado en el pico afilado de alguna roca.
Para Fuego, compartir algunos ratos con Clara aquellos días era reconfortante. Preñada como estaba, la princesa estaba aún más hermosa que antes; había entrado en el quinto mes de embarazo, y tenía el cabello más espeso y más brillante, la piel parecía resplandecerle y una mayor vitalidad daba alas a su acostumbrada determinación. Rebosaba tanta vida que, a veces, a Fuego le resultaba doloroso estar con ella; pero la princesa también era implacable con lo que debía serlo, así como sincera en grado sumo. Y llevaba en el vientre al hijo de Arquero.
—Lord Brocker es también abuelo de tu bebé —apuntó Fuego con dulzura—. Y de las dos abuelas, no hay nada de qué avergonzarse.
—Además, si nos tuvieran que juzgar por nuestros padres y nuestros abuelos, más valdría que todos nos empaláramos en rocas aserradas.
«Eso —se dijo la dama monstruo con aspereza— no está lejos de ser verdad».
Cuando se hallaba sola, no lograba eludir recuerdos y pensamientos sobre su casa, y cuando iba al tejado de la fortaleza para compartir un rato con la yegua, rechazaba pensar en Corto, que se hallaba muy lejos, en Burgo del Rey, a buen seguro preguntándose por qué se había ido su ama y si regresaría algún día.
De noche, sin lograr conciliar el sueño, Cansrel y Arquero se alternaban en sus pesadillas. A veces, su padre, desgarrada la garganta, se convertía de repente en Arquero, que la miraba de hito en hito y con tanto resentimiento como Cansrel la miraba siempre; otras veces, atraía con engaños a Arquero, en lugar de a Cansrel, hacia la muerte, o los llevaba engañados a los dos a la vez; en ocasiones, su padre mataba a Arquero, o violaba a la madre de este, y en algún sueño, el joven lo sorprendía y lo mataba. Pero ocurriera de la forma que ocurriera, fuera cual fuese de los dos quien moría de nuevo en sus pesadillas, ella despertaba a una abrumadora e inmisericorde pena.
Del frente septentrional, llegó la noticia de que Brigan enviaba a Nash a Fortaleza Aluvión, y que Brocker y Roen lo seguirían poco después.
Garan estaba indignado.
—De acuerdo, entiendo que mande a Nash aquí para ocupar su puesto, pero ¿por qué se deshace de todo su equipo de planificación de estrategias? El siguiente paso será mandarnos la División Tercera y la Cuarta, y se encargará del ejército de Mydogg él solito.
—Debe de estar volviéndose muy peligrosa esa zona para cualquiera que no sea soldado —comentó Clara.
—Pues si es tan peligrosa, tendría que decírnoslo.
—Ya nos lo ha dicho, Garan. ¿A qué crees que se refiere cuando nos cuenta que ni siquiera en el campamento es fácil descansar una noche? ¿O es que te imaginas que el ejército de Mydogg mantiene despiertos a los nuestros proporcionándoles bebidas, juegos y bailes? ¿Acaso no leíste el último informe? En él se decía que un soldado de la División Tercera atacó a gente de su propia compañía el otro día, y mató a tres de sus compañeros antes de que acabaran con él. Y todo eso porque Mydogg le prometió que pagaría una fortuna a su familia si él traicionaba a su ejército.
Al trabajar en el pabellón de heridos, era imposible que Fuego no se enterara de qué pasaba en las batallas y en la guerra en general. Por consiguiente, sabía que, a pesar de los cuerpos destrozados que llegaban a diario a la fortaleza procedentes de los túneles, a despecho de las dificultades para suministrar víveres a los campamentos meridionales, o para transportar a los heridos desde el campo de batalla, o para reparar armas y armaduras, y pese a las piras que se encendían todas las noches para incinerar a los muertos, se consideraba que la guerra iba bien en el sur. En cambio, en Fortaleza Aluvión, la lucha era cuestión de escaramuzas a caballo y a pie, o de capturas de soldados en las cuevas; en pocas palabras: ataques rápidos y retiradas. Los soldados de Gentian, dirigidos por uno de los capitanes pikkianos de Mydogg, estaban desorganizados; los de Brigan, por su parte, estaban muy bien entrenados y sabían lo que debían hacer en cualquier situación, incluso en el caos que reinaba en los túneles. Brigan había dejado de pronosticar que sería cuestión de semanas conseguir algún avance muy importante.
Sin embargo, en el frente septentrional, los combates tenían lugar en campo abierto, en el área llana situada al norte de la ciudad, donde la estrategia y la astucia contaban poco a la hora de sacar ventaja. El terreno y la visibilidad garantizaban una batalla campal todo el día, hasta que oscurecía, y casi siempre, después de un enfrentamiento, el ejército real se batía en retirada. Los hombres de Mydogg eran fieros, y tanto el noble como su hermana, Murgda, estaban presentes junto a ellos. Por otro lado, la nieve y el hielo estaban demostrando no llevarse bien con los caballos, por lo que con frecuencia los hombres combatían a pie, y ahí fue cuando empezó a hacerse patente que el enemigo superaba ampliamente en número a la Mesnada Real. Aunque muy despacio, Mydogg avanzaba hacia la ciudad.
Y, naturalmente, en el norte era donde se hallaba Brigan, porque el príncipe siempre estaba allí donde las cosas iban peor. Fuego suponía que era necesario que estuviera en esa zona para arengar a las tropas y dirigir los ataques, o lo que fuera que hicieran los comandantes en tiempos de guerra. Pero le molestaba la capacidad del príncipe en algo tan trágico y tan sin sentido. Deseaba intensamente que él, o cualquier otro, arrojara las armas y gritara: «¡Se acabó! ¡Esta es una forma absurda de decidir quién tiene el mando!». Pero le parecía que, por el modo en que las camas del pabellón de heridos se vaciaban y volvían a llenarse, esas batallas no iban a dejar súbditos a los que gobernar. El reino ya se hallaba fragmentado antes de estallar las hostilidades, y la guerra estaba rompiendo los trozos en cachitos más pequeños.
Cansrel habría disfrutado con ello, porque la destrucción sin sentido era de su agrado; casi con toda seguridad, al chico también le habría gustado.
Arquero habría reservado para sí su opinión, al menos ante ella, conociendo lo crítica que era con respecto a situaciones de ese tipo. Pero pese a la opinión que tuviera, habría combatido valerosamente por Los Vals.
Igual que hacían Brigan y Nash.
Cuando los primeros guardias de la escolta de Nash entraron a caballo por las puertas de la fortaleza, Fuego se avergonzó al caer en la cuenta de que corría hacia el tejado a trompicones, descontrolada.
Yegua bonita, yegua bonita, soy capaz de sobrellevar la desgracia de Arquero y la de Cansrel si no queda más remedio, pero soportar otra tragedia más me sería imposible —le transmitió a su compañera—. Haz que se marche… ¿Por qué mis amigos han de ser soldados?
Al cabo de un rato, cuando Nash subió al tejado para reunirse con ella, en lugar de arrodillarse como hicieron su escolta y los guardias apostados allí, la joven no se arrodilló, sino que siguió mirando a la torda, dándole la espalda al rey y encorvando los hombros como si quisiera protegerse de su presencia.
—Lady Fuego —saludó él.
Majestad, no es mi intención faltarle al respeto, pero le ruego que se marche.
—Como desee, señora —respondió Nash con sosiego—. Pero antes le comunicaré, como me hicieron prometer, un centenar de mensajes del frente septentrional y de la ciudad, que me dieron mi madre, su abuela, Hanna, Brocker y Mila, para empezar.
Fuego se imaginaba el mensaje de Brocker: «Tú eres la culpable de la muerte de mi hijo». Y el de Tess: «Con tu negligencia has destrozado las manos tan bonitas que tenías, ¿verdad, nieta?». Y el de Hanna: «Me dejaste aquí sola».
De acuerdo, si no se puede evitar, transmítame esos mensajes —accedió.
—Muy bien, pues. Dicen que le mandan su cariño, que comparten su congoja por la muerte de Arquero, y que se sienten muy reconfortados porque está usted viva. Hanna hizo mucho hincapié en que le informara de que Manchas se está recuperando. Señora… —Enmudeció unos instantes—. Fuego —empezó de nuevo—, ¿por qué habla con mi hermana y con mis hermanos, pero conmigo no?
Si Brigan le dijo que hablamos, no fue sincero —le espetó.
—No lo hizo. —De nuevo una pausa—. Supongo que lo di por sentado, pero a buen seguro que sí habla con Clara y con Garan.
Porque ellos no son soldados, no van a morir. —Nada más transmitírselo al rey, se dio cuenta de que aquel razonamiento fallaba, porque Garan podía morir a causa de su enfermedad, y Clara, en el parto; Tess por ser muy mayor, y Brocker y Roen por un ataque lanzado contra su séquito durante el viaje, y Hanna por una mala caída si la derribaba un caballo.
—Fuego…
Por favor, Nash, se lo suplico. No me pida que le dé razones, y déjeme sola. ¡Por favor!
Eso le escoció y se dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo y, girándose de nuevo, le dijo:
—Sólo una cosa más: tiene su caballo en los establos.
Fuego miró hacia los peñascos y vio a la yegua pateando la nieve; no entendió a qué se refería Nash, y le transmitió su estado de confusión.
—¿No le dijo a Brigan que quería su caballo?
La muchacha se giró veloz y lo miró a la cara por primera vez; Nash ofrecía un aspecto apuesto y fiero; una pequeña cicatriz le bajaba por la mejilla hasta tocarle el labio, y llevaba echada la capa sobre la armadura de malla y cuero.
—¿Se refiere a Corto?
—Por supuesto que me refiero a Corto. En fin, Brigan creía que quería tenerlo aquí. Está abajo.
Y ella echó a correr.
Había llorado mucho y muy a menudo (hasta por las cosas más nimias) desde que encontró el cadáver de Arquero, y siempre eran lágrimas silenciosas que se desbordaban y le corrían por las mejillas. En cambio, al ver a Corto —tranquilo, familiar, la crin sobre los ojos— y observar cómo empujaba la puerta de la cuadra para aproximársele, lloró de manera muy diferente. Y fue tal la violencia de los sollozos que creyó que se ahogaría o que se le rompería algo en su interior.
Musa se alarmó y entró en la cuadra con ella para acariciarle la espalda, mientras la joven se abrazaba al cuello del caballo, boqueando para respirar; Neel sacó unos pañuelos que le ofreció, pero no sirvió de nada, porque no podía dejar de llorar.
Es culpa mía —le repitió una y otra vez al caballo—. Oh, Corto, es culpa mía. Tendría que ser yo la que hubiera muerto, en vez de Arquero. Él no tendría que haber muerto.
Después de mucho tiempo y de mucho llorar, acabó por comprender que no fue culpa suya; y entonces rompió de nuevo a llorar, aunque ahora se debía a la pena de saber que su amigo se había ido para siempre.
No fue una pesadilla lo que despertó a Fuego, sino una sensación reconfortante: la de notarse envuelta en cálidas mantas y estar descansando contra el acogedor y palpitante cuerpo de Corto.
Musa y otros escoltas sostenían una conversación en murmullos con alguien que se hallaba fuera del establo. La mente adormilada de la joven se proyectó hacia ellos; la persona con la que hablaban era el rey.
Ya no sentía pánico, y en su lugar, anidaba ahora un extraño y tranquilo vacío; se levantó y pasó con suavidad las manos vendadas a lo largo del cuerpo maravillosamente regordete del caballo, aunque evitó tocar las zonas donde el pelaje crecía retorcido alrededor de las cicatrices producidas por las garras de las rapaces. La mente del animal dormitaba con placidez, y al respirar, movía ligeramente el forraje que tenía cerca del hocico; era un bulto oscuro en la penumbra, rota tan sólo por la luz de la antorcha. Era perfecto.
Rozó la mente de Nash, y el rey se acercó a la puerta de la cuadra y se apoyó en ella para mirarla; la indecisión y el amor eran evidentes en el rostro y en el pensamiento del hombre.
—Sonríe usted, señora —le dijo Nash.
Ni que decir tiene que a ella se le saltaron las lágrimas en respuesta a esas palabras; furiosa consigo misma, procuró contenerlas, aunque en vano.
—Lo siento —se disculpó.
Él entró en la cuadra, se puso en cuclillas en el hueco que había entre la cabeza y el pecho de Corto, y acarició el cuello del animal al tiempo que la observaba con atención.
—Tengo entendido que llora mucho últimamente.
—Sí, así es —admitió ella, abatida.
—Debe de estar cansada y sensible, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Todavía le duelen mucho las manos?
El sosegado interrogatorio de Nash le procuraba a la joven un efecto reconfortante.
—Están un poco mejor.
Él asintió con la cabeza, serio el semblante, y siguió acariciando el cuello del caballo; vestía las ropas con las que llegó a la fortaleza, aunque ahora llevaba el yelmo debajo del brazo. Parecía mayor en la penumbra, bajo la tonalidad anaranjada de la antorcha; era diez años mayor que Fuego. Casi todos los amigos de la joven eran mayores que ella; incluso Brigan —el pequeño de los hermanos— le llevaba cinco años; sin embargo no creía que fuera la diferencia de edad el motivo por el cual se consideraba como una chiquilla rodeada de adultos.
—¿Cómo es que sigue todavía aquí? —le preguntó a Nash—. ¿No tendría que andar ya metido en alguna cueva dando ánimos y sirviendo de ejemplo a la gente?
—Sí, tiene mucha razón —contestó él, aceptando de buen talante el comentario sarcástico—. Vine a buscar mi caballo para cabalgar hasta los campamentos, pero ahora estoy charlando con usted.
Fuego siguió con un dedo el trazado de una larga cicatriz en el lomo de Corto, y se dijo que, desde un tiempo a esta parte, le resultaba más fácil comunicarse con caballos y personas moribundas que con la gente a la que creía que quería.
—No es razonable querer a personas que van a morir —sentenció.
Nash meditó esas palabras un momento, acariciando el cuello de Corto con concienzuda parsimonia, como si el destino de Los Vals dependiera de aquel movimiento suave y cuidadoso.
—Tengo dos respuestas a ese planteamiento —comentó por fin—. La primera es que todo el mundo acaba muriendo; la segunda, que el amor es ilógico y majadero, sin tener nada que ver con la razón. Se ama a quien se ama, y punto. Contra toda razón, yo quería a mi padre. —Le clavó una mirada penetrante—. Y usted, ¿amaba al suyo?
—Sí, lo quería —susurró ella.
Nash acarició ahora el hocico del caballo.
—Y yo la amo a usted aún sabiendo que jamás me corresponderá —musitó—. Y quiero a mi hermano más de lo que nunca habría imaginado antes de que usted apareciera en nuestras vidas. Uno no puede evitar amar a una persona, señora, ni sabe qué hace posible que tal cosa ocurra.
A todo esto, la joven relacionó algo de lo que Nash acababa de decir con un suceso ocurrido meses atrás; sorprendida, se sentó cómodamente un poco apartada de él, y le escrutó el rostro: Nash tenía el semblante tranquilo y relajado bajo el juego de luz y sombras que proyectaba la antorcha, y ella detectó un nuevo aspecto del hombre que hasta entonces le había pasado inadvertido.
—Vino a pedirme que le diera lecciones para protegerse la mente y dejó de pedirme que me casara con usted, las dos cosas al mismo tiempo. —Fuego expresó así lo que pensaba—. Lo hizo por amor a su hermano.
—Bueno, también le solté unos cuantos puñetazos, pero eso no es importante ni viene al caso —dijo con cierta timidez, bajando la vista.
—Usted sabe amar, sirve para ello —aseguró Fuego porque le parecía que era verdad—. En cambio, a mí no se me da bien, soy como una criatura espinosa; aparto a todos los que amo.
Nash se encogió de hombros y contestó:
—Pues a mí no me importa que me apartes si ello significa que me quieres, hermanita.