Capítulo 28
Despertó con la imagen del rostro de Musa inclinado sobre ella y la sensación de que le aplastaban las manos a mazazos.
—Señora —habló la escolta, muy seria—. En mi vida he sentido tanto alivio. ¿Cómo se encuentra?
—Me duelen las manos —dijo la joven con una voz que más parecía un graznido.
—Sí, señora, porque las tiene congeladas. Pero no se preocupe; estas buenas gentes se las han descongelado y vendado, y han cuidado de usted muy bien.
Fuego recobró la memoria, y los recuerdos fueron llenando los espacios vacíos; giró la cara para no ver a Musa.
—Hemos estado buscándola desde que la raptaron, señora —continuó explicando la capitana—. Perdimos algo de tiempo siguiendo rastros falsos, porque la princesa Hanna no vio en ningún momento a los secuestradores; los hombres que matamos no llevaban nada que los identificara, y a su abuela y a los guardias de la casita verde los drogaron antes de que se dieran cuenta de lo que pasaba. No teníamos ni idea de dónde buscar, señora, y el rey, el príncipe y la princesa estaban convencidos de que se trataba de una maniobra de lady Murgda, pero el comandante, en su comunicado, lo ponía en duda, y hasta que a un guardia de palacio le vino a la cabeza el vago recuerdo de un chico con un ojo rojo que merodeaba por el jardín, no empezamos a sospechar lo que había sucedido. Ayer llegamos a la propiedad de Tajador; no se imagina usted, señora, lo que nos asustamos al encontrar el lugar quemado hasta los cimientos y cadáveres calcinados que eran irreconocibles.
—Prendí una pira para Arquero. Está muerto —explicó Fuego con voz ronca.
Musa se sobresaltó al escuchar la noticia; Fuego lo notó y comprendió que la reacción de la capitana era a causa de Mila, y no por el descuidado noble que engendró al hijo de su joven subordinada. Para Musa sólo era una muerte más, la de alguien a quien sólo conocía por su mal comportamiento.
Fuego apartó de sí los sentimientos de la soldado.
—El comandante está en Fortaleza Aluvión, señora; le informaremos de que la hemos hallado, así como de la noticia de la muerte de lord Arquero. Todo el mundo se alegrará muchísimo al saber que usted se encuentra bien. ¿Quiere que le ponga al día de los progresos del comandante en la guerra, señora?
—No. —Fue la seca y escueta respuesta.
Una mujer apareció junto a Fuego, portando un cuenco de sopa, e indicó con gentileza:
—La dama tiene que comer.
Musa se levantó de la silla para cederle el asiento; la recién llegada era mayor, de rostro blanquecino, lleno de arrugas, y ojos de un curioso color entre amarillo y pardo; la expresión se tornó suave a la luz de la hoguera que ardía en el centro del suelo de piedra, cuyo humo se elevaba hasta el techo y salía a través de una grieta. Fuego reconoció la percepción que irradiaba de la anciana; esa abuela era una de las dos mujeres que le habían salvado la vida con el regalo del calor de su propio cuerpo.
La mujer le dio la sopa a cucharadas al tiempo que murmuraba en voz queda y recogía los trocitos que le resbalaban a Fuego por la barbilla; la joven aceptó el trato de amabilidad y comió la sopa porque ambas cosas provenían de una persona que no tenía interés en hablar de la guerra ni sabía quién fue Arquero, y acogía, además, su intensa pena con naturalidad y aceptación, sin más complicaciones.
El menstruo le llegó y ocasionó un retraso en el viaje; ella durmió, intentó no pensar y habló muy poco; observaba la vida que llevaban aquellas gentes que habitaban en la oscuridad de las cuevas soterradas, disponiendo de escasos recursos en invierno, pero al amor del fuego de las lumbres y de lo que llamaban el horno de la tierra, que en aquel lugar se encontraba muy cerca de la superficie y calentaba los suelos y los muros. Explicaron la naturaleza del fenómeno a la escolta de Fuego, y dieron de beber a la joven varias pociones medicinales.
—Tan pronto como esté en condiciones de viajar, la llevaremos a usted a que la visiten los sanadores del ejército, en Fortaleza Aluvión —le comunicó Musa—. La guerra en el sur no va mal, de tal modo que el comandante se mostraba esperanzado y muy resuelto cuando lo vimos la última vez. La princesa Clara y el príncipe Garan lo acompañan. La lucha también es encarnizada en el frente del norte; el rey cabalgó hacia allí unos días después de la fiesta, y la División Tercera y la Cuarta y casi todas las tropas auxiliares de reserva, junto con las de la reina Roen y lord Brocker, se reunieron con él. Lady Murgda huyó de palacio al día siguiente de la gala, señora; estalló un incendio y hubo una lucha atroz en los pasillos y, aprovechando la confusión, se escabulló. Se cree que intentó encender las almenaras de Rasa de Mármol, pero la Mesnada Real ya se había hecho con el control de las calzadas.
Fuego cerró los ojos e intentó aguantar la presión de todas esas noticias horribles y sin sentido. No quería ir a Fortaleza Aluvión, pero comprendía que no podía quedarse donde estaba para siempre, imponiendo su presencia a aquellas gentes tan hospitalarias, y suponía que no estaría de más que los sanadores del ejército le echaran un vistazo a las manos, cosa que ella no había hecho todavía, aunque era evidente que estaban hinchadas, inutilizadas y heridas bajo los vendajes, como si en los extremos de los brazos existiera sólo dolor en lugar de manos.
Trató de no darle vueltas a la idea de qué haría si los sanadores le decían que iba a perderlas.
Había otras cosas sobre las que no quería cavilar, aunque casi nunca lo conseguía, como, por ejemplo, el recuerdo de un incidente que tuvo lugar hacía meses, antes de planear la fiesta, incluso antes de que Arquero descubriera la caja de vino de Mydogg en la bodega del capitán Hart. Por entonces ella interrogaba a los prisioneros durante todo el día, a diario, y Arquero estaba presente de vez en cuando; en una de esas ocasiones, comentaron las explicaciones de aquel tipo malhablado que se refirió a un arquero de elevada estatura y de puntería excepcional, un violador que fue encarcelado en las mazmorras de Nax hacía unos veinte años, un tal Jod. Y ella se sintió feliz porque, por fin, sabía el nombre y la naturaleza del arquero de mente obnubilada.
Ese día, Fuego no recordó que unos veinte años atrás Nax escogió cuidadosamente a un bruto encarcelado en sus mazmorras, y lo envió al norte para que violara a la esposa de Brocker; la única consecuencia feliz de aquel abuso fue el nacimiento de Arquero.
El interrogatorio concluyó de forma repentina cuando Arquero descargó un puñetazo en la cara del informador, y ella creyó que su amigo había reaccionado de ese modo por el lenguaje soez del hombre.
Y quizá fuera así; pero ahora Fuego no sabría nunca en qué momento Arquero empezó a sospechar de la identidad de Jod; se guardó para sí mismo lo que pensaba, así como sus temores, y lo hizo porque ella le había partido el corazón.
Llegó el día en que estuvo en condiciones de viajar, y sus escoltas —diecinueve a causa de la ausencia de Mila— la envolvieron en muchas mantas, sujetándole los brazos a los costados de forma que las manos no perdieran contacto con el calor corporal; la subieron a la silla de Neel, y cuando este montó detrás, la ataron a él sin apretarla mucho. El grupo avanzaba despacio, y Neel era fuerte y atento, pero pese a todo, era atemorizador confiarse por completo al equilibrio de otra persona.
Con el tiempo, el movimiento tuvo un efecto relajante, y Fuego se recostó en el escolta, abandonando toda responsabilidad en sus manos; poco después se quedaba dormida.
Debe destacarse la curiosa actitud del tordo rodado que había ayudado a Fuego, ya que al separarlo de ella y tener que enfrentarse a la gente de las rocas, a los escoltas y a diecinueve monturas militares, se comportó como un caballo salvaje: estuvo trotando de aquí para allá por la ladera rocosa durante la enfermedad de la joven; salía disparado cada vez que asomaba alguien al exterior, y se resistía a que le pusieran bridas, a que lo guarecieran bajo tierra e incluso a que nadie se le acercara. Sin embargo, no pareció dispuesto a quedarse atrás cuando vio que sacaban a Fuego, y aunque el grupo se puso en camino hacia el este, el animal los siguió, si bien con cierta vacilación y siempre a una distancia segura.
Los combates del frente meridional se libraban en campo abierto y en las cuevas comprendidas entre el predio de Gentian, Fortaleza Aluvión y el río Alígero. Fuera cual fuese el territorio que el comandante hubiera conseguido ganar o perder, la fortaleza en sí seguía en poder del rey. Encaramada en lo alto de un afloramiento rocoso y rodeada de murallas casi tan altas como los tejados del edificio, desempeñaba la función de cuartel general y hospital a la vez.
Clara se acercó corriendo a los recién llegados en cuanto los vio entrar por las puertas, y se quedó junto al caballo de Neel mientras los escoltas desataban a Fuego, la bajaban al suelo y la desenvolvían de las mantas. La princesa lloraba, y cuando la abrazó y le besó la cara, procurando no tocarle las manos todavía sujetas contra el cuerpo, la joven se recostó en ella, entumecida; le habría gustado abrazar a la mujer que lloraba por Arquero y en cuyo vientre hinchado se cobijaba el bebé de su amigo; habría querido fundirse con ella.
—¡Oh, Fuego, estábamos locos de preocupación! —consiguió decir por fin Clara—. Brigan sale esta noche hacia el frente septentrional. Será un descanso inmenso para él verte viva antes de partir.
—No, no. —La propia joven, sobresaltada por su reacción, se apartó con brusquedad de la princesa—. No quiero verlo, Clara, dile que le deseo todo lo mejor, pero no quiero verlo.
—¡Oh! —exclamó la princesa, estupefacta—. Bien, bien, de acuerdo. Pero ¿estás segura? Porque no se me ocurre cómo vamos a ser capaces de impedírselo cuando regrese de los túneles y se entere de que estás aquí.
Los túneles… Fuego experimentó un pánico creciente.
—Mis manos… —musitó centrándose en un dolor más concreto—. ¿Hay algún sanador que tenga tiempo para ocuparse de ellas?
Los dedos de la mano derecha tenían un color rosáceo, estaban inflamados y cubiertos de ampollas, como tajadas de carne de pollo cruda. Fuego los miró con aprensión, hasta que percibió que la sanadora se alegraba por el aspecto que tenían.
—Es muy pronto para asegurarlo, pero hay motivos para albergar esperanzas —dijo la mujer.
Le aplicó un ungüento en la mano con muchísima delicadeza, se la envolvió con unos vendajes que no le apretaran y, canturreando, procedió a quitarle los que le protegían la otra mano.
El meñique y el anular de la mano izquierda estaban negros, con síntomas de congelación, y los tejidos desde la punta hasta el nudillo entre la primera y la segunda falange aparentemente muertos.
La sanadora, que había dejado de canturrear, le preguntó si era cierto lo que había oído decir acerca de que era una excelente violinista.
—En fin —comentó la mujer—. Lo único que podemos hacer es observar cómo evolucionan y esperar.
Le dio a la joven una píldora y un brebaje para que se la tragara, le puso un ungüento y le vendó la mano.
—Quédese aquí —le indicó antes de salir con prisas del pequeño y oscuro cuarto, en el que ardía un fuego humeante y cuyas ventanas disponían de contraventanas para conservar el calor en el interior.
Fuego guardaba un vago recuerdo de una época en que se le daba mejor pasar por alto las cosas a las que no tenía sentido darle vueltas, una época en que controlaba la situación y no se quedaba sentada en una mesa de reconocimiento sintiéndose deprimida y desdichada, mientras sus escoltas la observaban con un aire de desolada compasión.
En esto, percibió que Brigan iba hacia allí como un inmenso torbellino de emociones: preocupación, alivio, gozo… Demasiado intenso todo ello para que Fuego pudiera soportarlo; empezó a boquear como si se ahogara y, cuando él entró en el cuarto, se bajó de la mesa y corrió hacia un rincón.
No, no quiero que estés aquí, no —le transmitió.
—Fuego ¿qué te pasa? Dímelo, por favor.
Tienes que irte, por favor. Te lo suplico, Brigan.
—Marchaos —ordenó él en voz baja a los escoltas.
¡No, no! ¡Los necesito!
—Quedaos —rectificó Brigan en el mismo tono de voz; los escoltas, que para entonces estaban más que desconcertados, dieron media vuelta y entraron de nuevo en el cuarto.
«Fuego, ¿he hecho algo que te ha encolerizado?», le preguntó el príncipe con el pensamiento.
No, no. Bueno, sí, sí lo has hecho —respondió, desquiciada—. Nunca te cayó bien Arquero, y no te importa que haya muerto.
«Eso no es cierto —replicó él con firmeza—. A mi modo, le tenía estima, aparte de que eso no es tan importante, sino el hecho de que tú lo querías y yo te quiero a ti, y tu aflicción me apena. En la muerte de Arquero sólo hay tristeza».
Por eso debes irte, porque en este sentimiento nuestro sólo hay tristeza.
Sonó un ruido en la puerta y se oyó la adusta voz de un hombre:
—¡Comandante, estamos preparados!
—Ya voy, esperadme fuera —respondió Brigan.
El hombre se marchó.
Ve, no los hagas esperar —lo apremió Fuego.
«No pienso marcharme dejándote así».
No voy a mirarte —dijo la joven al tiempo que apretaba las manos vendadas contra la pared, con torpeza—. No quiero ver las nuevas cicatrices que te han dejado las batallas.
Él se acercó al rincón donde se refugiaba la joven, tan resuelto y porfiado como siempre; le posó la mano en el hombro derecho e inclinó la cabeza por encima del otro hombro hasta rozarle la mejilla con la barba incipiente y el rostro —frío—, emanando aquel sentimiento dolorosamente familiar. Incapaz de evitarlo, ella se reclinó contra el torso del hombre y, con los brazos, tiró desmañadamente del brazo izquierdo de Brigan (protegido por el duro coselete) para que la rodeara con él.
—Eres tú quien tiene nuevas cicatrices —le susurró el príncipe a fin de que sólo ella lo oyera.
—No vayas. Por favor, no te marches.
—Deseo con todo el alma no tener que irme, pero sabes que debo hacerlo.
—No quiero amarte si vas a morir —gritó la joven, que enterró el rostro en el brazo del hombre—. No te amo.
—Fuego, ¿querrás hacerme un favor? ¿Me mandarás noticias al frente septentrional para decirme cómo te va?
—No te amo.
—¿Significa eso que no me mandarás noticias?
—No. Bueno, sí —respondió aturdida—. Te mandaré noticias, pero…
—Fuego, has de sentir lo que sientes —le dijo con ternura mientras intentaba desasirse del abrazo—. Yo…
Otra voz, tajante por la impaciencia, lo interrumpió desde el vano de la puerta:
—¡Comandante, los caballos esperan…!
Brigan se giró hacia el hombre con violencia, barbotando maldiciones con una exasperación y una rabia como ella no había oído en su vida; el hombre se escabulló, alarmado.
—Te quiero —afirmó Brigan con absoluta calma detrás de ella—. Espero que en los días venideros te consuele saberlo. Lo único que te pido es que trates de comer y que duermas, aunque te sientas mal. Come y duerme. Y mándame noticias para saber cómo te encuentras. Dime si necesitas algo o a alguien que esté en mi mano mandarte.
Que no tengas percances en el viaje y llegues sano y salvo —le transmitió cuando percibió que él y su escolta salían a galope por las puertas de la fortaleza.
Qué frase tan estúpida y tan vacía de significado para decírsela a cualquiera, en cualquier circunstancia.