Capítulo 27
Lo que siguió fue una borrosa mezcla de conmoción y angustia, una sensación que tenía algo que ver con su naturaleza de monstruo; era incapaz de contemplar aquel cuerpo y aceptar que se trataba de Arquero, porque el fuego que ardía en el corazón y en la mente de su amigo ya no existía. El cuerpo tirado a sus pies era algo horrible, casi irreconocible; su vacío era un escarnio para ella y también para el propio Arquero.
Sin embargo, nada de eso evitó que, respirando con dificultad, cayera de hinojos y acariciara una y otra vez el frío brazo de ese cuerpo, sin saber muy bien lo que hacía. Aturdida, alzó una mano de Arquero y la apretó contra sí, mientras las lágrimas le surcaban el rostro.
Ver la flecha clavada en el abdomen del cadáver casi la sacó del estado de insensibilidad en el que se refugiaba; ese tipo de disparo era un acto cruel, ya que la herida era dolorosa y la muerte, lenta. Arquero se lo dijo tiempo ha y le advirtió que no debía apuntar nunca ahí.
Se puso de pie y se alejó de allí para huir de aquel pensamiento, pero la persiguió mientras cruzaba el patio dando tumbos. Anduvo hasta llegar a una gran hoguera encendida entre las cuadras y la casa, y se quedó plantada delante del fuego, prendida la vista en las llamas, luchando por rechazar la idea de que Arquero había tenido una muerte lenta y dolorosa… Y en completa soledad.
Por lo menos, lo último que le dijo fueron palabras de cariño. ¡Tendría que haberle dicho también cuánto lo quería! Casi nunca le mencionó lo mucho que tenía que agradecerle y cuántas cosas buenas había hecho él. Y eso no era, ni de lejos, lo que Arquero se merecía.
Alargó la mano hacia la hoguera y cogió una rama encendida.
Fuego no fue del todo consciente de estar transportando ramas prendidas hacia la casa verde de Tajador, ni de dar órdenes a los hombres para que la ayudaran, ni de las idas y venidas entre la casa y la hoguera. La gente escapaba enloquecida del edificio en llamas, y entre la desbandada, tal vez vio a Tajador y a Jod; no estaba segura y tampoco le importaba; les había ordenado que no se entrometieran. Cuando la casa desapareció engullida por el humo que salía de su interior, dejó de echarle ramas encendidas y buscó otros edificios que incendiar.
Conservó la lucidez necesaria para dejar libres a los perros y a los roedores antes de pegar fuego a los cobertizos donde estaban encerrados, y encontró los cuerpos de dos miembros de la escolta de Arquero en las rocas cercanas a las jaulas de los depredadores monstruo. Recogió uno de los arcos que había junto a los cuerpos, disparó a los monstruos y, a continuación, prendió fuego a los cuerpos de los hombres.
Cuando llegó a las cuadras, los caballos estaban aterrorizados a causa del humo, los gritos, el crepitar del incendio y el ruido de los edificios al derrumbarse; sin embargo, todos los animales, incluidos los más nerviosos y aquellos que no alcanzaban a verla, se calmaron en cuanto ella entró en los establos y obedecieron su orden de que los abandonaran; ya sin caballos en el interior, la madera y la paja ardieron como un increíble monstruo llameante.
Rodeó a trompicones el establo para aproximarse al cadáver de Arquero, y a pesar de que el humo la hacía toser, se quedó contemplándolo hasta que las llamas prendieron en el cuerpo y no se movió cuando estas lo envolvieron y dejó de verlo. Solamente cuando el humo se tornó tan denso que la ahogaba y le ardía en la garganta, se alejó de aquel incendio que era obra suya.
Caminaba sin saber adónde iba, sin pensar en nada ni en nadie; hacía frío, y el terreno era abrupto y desarbolado. Más tarde, se topó con uno de los caballos escapados de las cuadras de Tajador, un tordo rodado, y la montura se le acercó.
El animal, que exhalaba vaho por los ollares al respirar, piafaba sobre el suelo nevado; aunque tenía la mente embotada, luego se fijó en que no llevaba silla ni estribos, y se dijo que sería difícil subirse a él. Pero de repente, doblando desmañadamente las patas delanteras, el tordo se agachó junto a ella.
La joven se remangó el vestido y el ropón hasta las rodillas y montó; no sin dificultad, guardó el equilibrio cuando el animal se levantó, y descubrió que montar sin silla resultaba más cálido, aunque resbalara un poco; y, sin duda, era mejor que ir andando. Se envolvió las manos en las crines y se inclinó hasta tocar con la cara y el torso el cuello, caliente y vital, de la montura. Dejando que esta decidiera el camino, se sumergió en un letargo sin sensaciones.
El ropón de hombre que había cogido en la casa de Tajador no estaba pensado para proteger a nadie contra el frío invernal; tampoco llevaba guantes y, bajo la pañoleta, se notaba el cabello mojado. Entrada la noche, llegaron a una meseta rocosa donde, cosa extraña, hacía un tiempo cálido y seco; por los bordes discurrían regatos de nieve derretida, mientras que por las grietas del suelo escapaban nubecillas de vapor. Fuego no se lo pensó dos veces: se deslizó por el lomo del caballo hasta el suelo y encontró un sitio liso y caliente en el que se tumbó.
Duerme —le dijo al caballo—. Es hora de dormir.
El animal se tumbó cerca de ella, arrimándose para que se acurrucara contra él.
«Más calor —pensó—. Sobreviviremos hasta mañana».
Esa fue la peor noche de su vida, desgranando hora tras hora entre el sueño y la vigilia, pues se despertaba sobresaltada una y otra vez de la misma pesadilla, que comenzaba viendo a Arquero vivo, y finalizaba con el recuerdo de que estaba muerto.
Por fin rompió el alba.
Con embotado encono, Fuego comprendió que tanto ella como el caballo necesitaban comer y no sabía cómo solucionar el problema; se sentó en el suelo y se miró las manos de hito en hito.
Superada más que de sobra su capacidad de asombro y de sensaciones, no se sobresaltó cuando, al cabo de un momento, vio aparecer por una grieta del suelo a tres chiquillos, de tez más pálida que los pikkianos y de cabello oscuro; no los distinguía bien porque el resplandor del sol naciente desdibujaba los contornos, pero llevaban algo en las manos: un cuenco con agua, un saco y un pequeño paquete envuelto en tela. Uno de ellos puso el saco abierto en el suelo, cerca del caballo, ya que el animal se había alejado unos metros soltando resoplidos de nerviosismo, si bien ahora se acercó con cautela, metió el hocico en el saco y se puso a comer.
Los otros dos chiquillos dejaron el cuenco y el paquete delante de Fuego sin mediar palabra, pero mirándola con unos enormes ojos de color ámbar.
«Parecen peces en el fondo del mar —se dijo ella—, extraños e incoloros y con la vista fija».
En el paquete había pan, queso y tasajo; el olor de la comida le revolvió el estómago. Deseaba intensamente que esos chicos que la observaban se marcharan para enfrentarse sola al desayuno. Y así fue, los chiquillos dieron media vuelta y se alejaron, desapareciendo por la misma grieta por la que habían salido.
Partió un trozo de pan y se obligó a comer; cuando le pareció que el estómago había decidido aceptar la comida que le daba, metió las manos en el cuenco y bebió un par de sorbos de agua; estaba caliente. Observó al caballo, que masticaba el forraje y metía el hocico en los rincones del saco con cuidado, y vio también que, de una de las grietas que había detrás del animal, salía un humo reluciente debido al sol matinal. ¿Era humo? ¿O vapor, quizá? El lugar olía un poco raro, como a madera quemada, pero también a algo más. Apoyó una mano en el cálido suelo rocoso y comprendió que alguien debía de vivir debajo de la roca; o sea, que estaba sentada en el techo de otras personas.
En ese momento, su estómago determinó que en realidad no quería las migajas que le habían ofrecido, y acabó de golpe con la curiosidad incipiente que despertaba en ella su reciente conclusión.
Acabada la comida del saco, así como el agua que quedaba en el cuenco, el tordo rodado se acercó a Fuego, que estaba hecha un ovillo en el suelo; le dio unos golpecitos con el hocico y se arrodilló junto a ella. Empezando por estirar el cuello, como una tortuga que sacara la cabeza de la concha, se irguió y montó a lomos del animal.
Al parecer, el caballo avanzaba a la aventura en dirección sur-suroeste; cruzaron riachuelos cubiertos con una capa de hielo que crujía al pisarla, y salvaron anchas grietas abiertas en el suelo rocoso de las que no se llegaba a atisbar el fondo.
Con las primeras luces del día, Fuego percibió que un jinete se les acercaba por detrás; al principio no le dio demasiada importancia pero, muy a pesar suyo, al reconocer la mente de esa persona, no pudo evitar inquietarse: era el chico de ojos de diferente color.
Al igual que la muchacha, montaba sin silla, sólo que él lo hacía con mucha torpeza; taloneó a la pobre montura para aproximársele lo suficiente y gritarle enfadado:
—¿Adónde vas? ¿Se puede saber qué haces trasmitiendo todos tus pensamientos y sentimientos a esas rocas? Esto no es el predio de Tajador, ¿sabes?; aquí hay monstruos, además de gente salvaje y hostil. Vas a conseguir que te maten.
Pero Fuego no oyó lo que le decía, ya que al ver aquellos ojos de diferente color, desmontó y corrió hacia él, cuchillo en mano; un cuchillo que hasta ese momento no se había dado cuenta de que llevaba encima.
La montura del chico escogió ese preciso momento para desmontarlo por encima de las orejas, en dirección a Fuego; cayó al suelo como un fardo y se dio una costalada, pero se levantó de forma atropellada para huir de ella.
Fuego lo persiguió a trompicones por entre las grietas, hasta darle caza; forcejearon, pero ella estaba demasiado cansada para aguantar el esfuerzo. El cuchillo se resbaló de la mano y cayó en una ancha grieta; al fin el chico logró escabullirse y, a duras penas, se puso en pie.
—¡Te has vuelto loca! —le gritó entre jadeos. Se tocó el cuello y se miró los dedos manchados de sangre, sin salir de su asombro—. ¡Contrólate! No he cabalgado hasta aquí para enfrentarme a ti. ¡Vengo a rescatarte!
—¡Tus mentiras no funcionan conmigo! —respondió también a voz en grito Fuego, a pesar de que le dolía la garganta debido al humo y a la deshidratación—. ¡Mataste a Arquero!
—Lo mató Jod.
—¡Jod es tu marioneta!
—¡Oh, venga ya, sé razonable! —Había cierto matiz de impaciencia en su voz—. Tú, mejor que nadie, tendrías que comprenderlo. Arquero era una persona de mente muy fuerte. Menudo reino este… La gente sabe protegerse bien la mente contra los monstruos, ¿verdad? Incluso les enseñáis a hacerlo antes que a andar.
—¡Tú no eres un monstruo!
—Tanto da. Sabes perfectamente bien la cantidad de personas a las que he tenido que matar.
—¡No, no lo sé! ¡Yo no soy como tú!
—Quizá no, pero seguro que me entiendes. Tu padre sí era como yo.
Fuego lo miró con fijeza: tenía la cara cubierta de hollín y el pelo, enmarañado y sucio; el abrigo —demasiado grande para él— estaba rasgado y manchado de sangre, como si se lo hubiera quitado a algún cuerpo sin calcinar en el recinto de la casa de Tajador. La naturaleza de la mente del chico (efervescente en su rareza, provocadora por su inaccesibilidad) chocaba contra la suya.
Fuera lo que fuera, él no era un monstruo pero, para el caso, daba igual. Porque entonces, ¿para qué mató ella a Cansrel? ¿Para que una criatura como esa ocupara su lugar?
—¿Qué eres? —bisbiseó Fuego.
Él sonrió; incluso bajo la capa de hollín, su sonrisa resultaba encantadora, la mueca complacida de un muchacho que está orgulloso de sí mismo.
—Soy lo que se conoce como un graceling —le confesó—. Antes me llamaba Immiker, pero me cambié el nombre por el de Leck. Vengo de un reino del que no has oído hablar; allí no hay monstruos, pero en él viven personas, con un ojo de cada color, dotadas de aptitudes fuera de lo común, poderes excepcionales de cualquier tipo que puedas imaginarte: tejeduría, danza, esgrima… Y no sólo en el ámbito material, sino también en el mental. Y ningún otro graceling es tan poderoso como yo.
—Tus mentiras no surten efecto en mí —le repitió Fuego, que proyectó lo mente hacia el tordo rodado, y este se puso a su lado para que ella se le apoyara.
—No me lo invento, ese reino existe —contestó Leck—. A decir verdad, son siete reinos, y no hay ni un sólo monstruo que moleste a la gente; eso significa que muy pocos saben protegerse la mente, como hacen los habitantes de Los Vals. Los valenses tienen una mente más poderosa y también son mucho más exasperantes.
—Si te irrita la gente de Los Vals, vuelve al lugar del que saliste.
El chico se encogió de hombros, volvió a sonreír y dijo:
—No sé cómo regresar. Existen unos túneles, pero nunca he dado con ellos; además, aunque lo supiera, no quiero volver. Hay tanto potencial aquí, tantos avances en medicina, ingeniería y arte, tanta belleza en monstruos, en plantas… ¿Te has fijado en lo raras que son las plantas y lo maravillosas que son las medicinas? Mi sitio está aquí, en Los Vals. No creas que me satisfacía controlar a Tajador y su vulgar negocio de contrabando en este confín del reino —continuó diciendo el chico con desdén—. Lo que ansío es Burgo del Rey, sus techos de cristal, sus hospitales y sus preciosos puentes iluminados toda la noche. Y quiero al rey, sea quien sea el que salga vencedor de la guerra.
—¿Trabajas para Mydogg? ¿De qué bando estás?
—No me importa quien gane. —Agitó la mano con desinterés—. ¿Para qué involucrarme si me están haciendo un favor destruyéndose unos a otros? Pero, tú, ¿no te das cuenta del lugar que te he reservado en mis planes? Debes saber que la idea de capturarte fue mía, yo controlé a los espías y planeé el secuestro. Nunca habría permitido que Tajador te vendiera… o que te dedicara a engendrar. No quiero ser tu dueño, sino tu socio.
Fuego estaba harta de que todo el mundo quisiera utilizarla.
—No quiero utilizarte, sino trabajar contigo para controlar al rey —dijo Leck, confundiendo a la joven, porque creía que él no tenía poder para leer la mente de los demás—. Y no, no estoy en tu mente —manifestó, impaciente—. Ya te lo he dicho antes: estás proyectando pensamientos y sentimientos de forma que se perciben; estás revelando cosas que no creo que tuvieras intención de revelar y estás consiguiendo que me duela la cabeza ¡Vamos, domínate! Vuelve conmigo; te perdono por destruir mis alfombras y mis tapices. Aún queda en pie parte de la casa, ¿sabes? Mira, te explicaré mis planes, y tú me contarás todo sobre ti; a ver, dime, ¿quién te hizo ese corte en el cuello? ¿Fue tu padre?
—No eres normal.
—Ordenaré a mis hombres que se marchen, te lo prometo. De cualquier modo, Tajador y Jod han muerto; yo mismo los maté. Estaremos tú y yo solos, no habrá más peleas; seremos amigos.
Darse cuenta de que Arquero perdió la vida para protegerla de ese estúpido loco le partió el corazón a Fuego. El dolor era casi insoportable; cerró los ojos y apoyó la cara en el cuello de su caballo.
—Esos siete reinos, ¿dónde están? —preguntó al chico en un susurro.
—No lo sé. Caí a través de las montañas y aparecí aquí.
—En esos reinos desde donde te caíste, ¿suele darse que una mujer acceda a unir sus fuerzas a las de un chico como tú, fuera de lo normal, a sabiendas de que es el asesino de su mejor amigo? ¿O ese anhelo es consustancial a tu naturaleza y a ese ínfimo corazón tuyo, si es que lo tienes?
Él no respondió, pero al abrir los ojos, Fuego vio que se le había mudado el semblante y esbozaba una mueca desagradable que intentaba hacer pasar por una sonrisa.
—En el mundo todo es natural, y si algo no lo es, no puede darse en la naturaleza. Yo existo; por lo tanto, soy normal, y todas las cosas que ambiciono también lo son: el poder de tu mente, tu belleza… Incluso cuando estuviste sedada durante dos semanas sobre el suelo de la barca, cubierta de mugre y con el rostro cárdeno y verdoso, tu belleza fuera de lo común era totalmente natural. La naturaleza es atroz.
»Y bajo mi punto de vista —continuó con una deslumbrante, a la vez que extraña, sonrisa en los labios—, nuestros corazones no son tan distintos. Yo maté a mi padre y tú, al tuyo. ¿Acaso eres tú mejor persona que yo?
Fuego se sentía confusa porque la pregunta era cruel, pero una de las posibles respuestas era «sí», cosa que tampoco tenía sentido; estaba demasiado desquiciada y cansada para razonar. Se percataba de que todo aquello era ilógico y, sin embargo, debía ser incoherente para defenderse; tal fue su razonamiento, carente de lógica. Arquero fue siempre un ejemplo en ese sentido, a pesar de que él nunca se vio así.
Arquero…
Ella le enseñó a protegerse la mente, y desarrollar esa fortaleza mental era lo que lo había matado. No obstante, él también le había enseñado algo: a disparar una flecha más rápido y con mayor precisión de lo que habría conseguido aprender de hacerlo sola.
En ese instante, cayó en la cuenta de que aún llevaba un arco y una aljaba colgados a la espalda y, sin percatarse de que proyectaba sus pensamientos al exterior, se dispuso a disparar. Al mismo tiempo Leck hizo lo propio y fue más rápido que ella, de modo que cuando Fuego encajó la flecha, él ya la apuntaba a las rodillas; la joven se preparó para el inminente estallido de dolor.
Así las cosas, encabritado y relinchando, el tordo saltó de improviso hacia el chico, y le propinó un golpe con las patas en la cara. Leck gritó y dejó caer el arco para llevarse las manos a un ojo; huyó a trompicones, sollozante, y el caballo, más veloz que él, lo persiguió. El chico, cegado por la sangre, tropezó y cayó de cabeza sobre una placa de hielo por la que se deslizó hacia una grieta, y Fuego observó, atónita y fascinada, cómo desaparecía entre sus bordes.
Corrió tropezando hasta el lugar por el que se había precipitado Leck, y se asomó; no distinguía el fondo de la grieta, y tampoco había rastro de él.
La montaña se lo había tragado.
Tenía mucho frío. Si por lo menos el chico hubiera muerto en el incendio y no hubiera ido tras ella… Porque su presencia la obligó a ser de nuevo consciente de sensaciones como el frío, la debilidad, el hambre y lo que significaba estar perdida en algún lugar de los Grandes Gríseos.
Dio cuenta del resto de la comida que le llevaron los chiquillos, sin albergar muchas esperanzas de que el estómago la aceptara, y bebió agua en un riachuelo medio helado, tratando de no pensar en la noche que caería al acabar el día, pues no tenía pedernal y nunca había encendido fuego sin él, ni en ningún lugar que no fuera una chimenea. Hasta entonces, había llevado una vida fácil.
Tiritando de frío, se quitó la pañoleta y volvió a enrollársela de tal manera que, además de cubrirle el cabello —todavía mojado— le protegía también la cara y el cuello. Una rapaz monstruo, de color escarlata, apareció de pronto chillando y se lanzó sobre ella; la mató antes de que la rapaz tuviera ocasión de alcanzarla, pero no se molestó en coger la carne del animal, porque el olor de la sangre atraería a otros predadores monstruo.
Eso último le recordó que los festejos en palacio se celebraron durante la segunda quincena de enero y, a pesar de no estar segura de cuánto tiempo había pasado desde entonces, supuso que ya debían de estar casi a mitad de febrero, lo cual significaba que se acercaban los días del menstruo.
Su recobrada claridad mental, tajante e inmisericorde, la indujo a comprender que iba a morir pronto, ya fuera por un motivo u otro. Pensó en ello mientras cabalgaba y se sintió reconfortada porque era una idea que le permitía darse por vencida.
«Lo siento, Brigan. Lo siento, Corto. Lo intenté».
Pero, entonces, un recuerdo la sacó de su ensimismamiento. Aquellas gentes… Tendría probabilidades de sobrevivir si recibía ayuda de esa gente que había dejado atrás, habitantes de aquel lugar de donde salía vapor de las rocas; y donde también hacía calor.
Impulsada por un velado sentimiento de tener la obligación de no morir a menos que fuera necesario, hizo volver grupas al caballo, que continuaba en su decidida marcha hacia el suroeste, a paso lento.
Y mientras desandaban el camino, se puso a nevar.
Le dolía todo el cuerpo, desde los dientes (que le castañeteaban sin parar) hasta los músculos agarrotados, pasando por las entumecidas articulaciones. Fuego comenzó a reproducir canciones mentalmente, las más difíciles que había estudiado, y se esforzó en recordar los compases más complicados. No sabía por qué lo hacía, pues si bien una parte de la conciencia le decía que era necesario y no le permitía abandonar, todo su ser y el resto de la mente pugnaban porque los dejaran en paz.
De súbito, de entre los copos de nieve, una rapaz de color dorado se lanzó en picado sobre ella chillando; Fuego intentó encajar una flecha en el arco, pero se le resbaló de las manos, y ella cayó del caballo y quedó tendida sobre un montón de nieve. Resultó que el tordo mató a la rapaz, si bien la joven no supo cómo lo logró.
Camino adelante, se cayó de nuevo de la montura; supuso que sería debido a la aparición de otra rapaz monstruo, por lo que se quedó tirada en la nieve, esperando con paciencia; pero, casi de inmediato, el caballo le dio golpecitos con el hocico; eso la desconcertó, y le pareció que era muy injusto. El caballo le resopló en la cara y la empujó con el hocico, hasta que al fin Fuego claudicó y se arrastró, sacudida por los temblores, hacia la montura. Fue entonces cuando comprendió por qué se caía: había perdido la sensibilidad en las manos y no lograba agarrarse a las crines del animal.
«Me estoy muriendo —se dijo con desinterés—. En fin, si he de morir, más vale hacerlo a lomos de esta preciosidad de tordo».
Cuando volvió a resbalarse del caballo, estaba casi inconsciente y no se dio cuenta de que había caído sobre roca caliente.
Mas no estaba inconsciente del todo, pues oía las voces, cortantes, alarmadas, cargadas de urgencia; pese a ello, no consiguió levantarse cuando le pidieron que lo hiciera. La llamaron por su nombre, y comprendió que sabían quién era; se dio cuenta de que un hombre la cogía en brazos y la metía bajo la superficie rocosa. También se percató de que unas mujeres la desnudaban, y a continuación ellas hacían lo mismo y se cobijaban junto a ella, envueltas en muchas mantas.
En su vida había tenido tanto frío; la sacudían unos temblores tan fuertes que pensó que se iba a romper en pedazos; intentó beber el líquido caliente que una mujer le sostenía frente a los labios, pero tuvo la impresión de que derramaba la mayor parte de este sobre sus compañeras de mantas.
Después de lo que le pareció una eternidad de temblores y quejidos, fue consciente de que ya no tiritaba con tanta violencia. Y entonces, rodeada por dos pares de brazos y arrebujada entre los cuerpos de dos mujeres, ocurrió algo venturoso: se quedó dormida.