Capítulo 26

Fuego se despertó oyendo los chillidos de una rapaz monstruo seguidos de varias voces humanas gritando en señal de alarma. El suelo daba bandazos y crujía; se encontraba en un carruaje frío y húmedo.

—¡Es debido a su sangre! —chilló una voz conocida—. ¡Las rapaces la huelen, así que lavadla y tapadla; no me importa cómo lo hagáis, pero hacedlo!

Allá arriba, donde fuera, se estaba desarrollando una lucha entre hombres y rapaces que continuaban chillando; alguien casi la ahogó al echarle agua a la cara, y otra persona le limpió la nariz; el dolor era tan intenso que la cabeza le dio vueltas y la joven se hundió en un remolino de oscuridad.

¡Hanna! Hanna, ¿estás…?

Se despertó de nuevo; aún gritaba el nombre de Hanna, como si la mente se le hubiera detenido a medio lanzar la llamada, a la espera de recuperar la conciencia.

¿Estás ahí, Hanna? ¿Estás ahí?

No hubo respuesta; tampoco logró captar la presencia de la pequeña.

Le había quedado un brazo atrapado bajo el cuerpo, y el cuello, rígido y torcido por la postura; sufría unas punzadas lacerantes en el rostro, y sentía frío, un frío que lo envolvía todo a su alrededor.

Había hombres en el interior del carruaje, y les sondeó la mente para dar con alguno que fuera lo bastante amable para que le llevara una manta; seis hombres, y todos bobalicones, de mente turbia a causa de la bruma. Uno de ellos era el arquero que tenía por costumbre matar a sus compañeros; también estaba el chico —el muchacho pálido, de un ojo rojo—, el que creaba la bruma mental y tenía esa conciencia inaccesible y una voz que le dañaba el cerebro. ¿Acaso Arquero no había ido a buscar a ese chico y al arquero?

¿Arquero? ¿Arquero? ¿Estás cerca, Arquero?

El suelo se mecía, y Fuego, que tenía cada vez más frío y estaba más mojada, comprendió que se encontraba tendida en un charco de agua que se movía con las sacudidas. Oía el batir del agua por todos lados, y percibió debajo del carruaje la presencia de grandes criaturas.

¡Eran peces!

No iban en un carruaje, sino en una barca.

«Me han raptado y se me llevan a escondidas, en una barca… —se dijo, atónita—. Pero, yo no me puedo ir, tengo que regresar a palacio. He de vigilar a lady Murgda. La guerra… Brigan… ¡Brigan me necesita! Debo escaparme de esta barca».

Un hombre que se encontraba cerca de ella masculló algo entre jadeos. Iba a los remos, estaba cansado y se quejaba de tener ampollas en las manos.

—No estás cansado —le dijo el chico con una voz carente de matices—. No te duelen las manos, y remar es divertido. —Hablaba como si estuviera aburrido y sus palabras no sonaban nada convincentes, pero aun así, Fuego notó que una ola de entusiasmo colectivo se adueñaba de los hombres. El sonido chirriante aumentó de ritmo; era el ruido de los remos al rozar en los escálamos.

Ella se sentía débil y el chico era poderoso; controlaba a esos hombres obnubilándoles la mente, así que debía alejarlos de él pero ¿cómo hacerlo si estaba embotada por el dolor, el frío y el aturdimiento?

Los peces… Tenía que alcanzar la mente de los enormes peces que nadaban con lentitud por debajo de ella, e incitarlos a subir a la superficie para que hicieran zozobrar la barca.

Un pez golpeó la quilla de la embarcación con el lomo; los hombres gritaron al desplazarse hacia los lados y soltaron los remos. Se produjo otro fuerte golpe y esta vez rodaron por el suelo barbotando maldiciones. Entonces se oyó lo horrible voz del chico:

—Jod, ponle otra dosis. Se ha despertado, y esto es obra de esa monstruo.

Fuego notó un pinchazo en el muslo y, mientras la oscuridad volvía a invadirla, pensó que mejor así, porque no solucionaría nada ahogándolos si ella perecía también.

Volvió a despertarse y buscó a tientas la mente del remero que estaba más cerca del chico; rasgó la niebla que encontró en la conciencia del hombre, y se hizo con el control, obligándolo a levantarse, soltar el remo y darle un puñetazo en la cara al chico.

El grito de este, horrendo, le atravesó los tímpanos y le arañó el cerebro como si fuera una zarpa.

—¡La dosis, Jod! —gritó—. ¡No, estúpido, a ella! ¡Pincha a esa monstruo ramera!

«Es al arquero a quien necesito controlar —se dijo, al tiempo que el dardo le atravesaba la piel—. No estoy lúcida. Me han enturbiado la mente para que me sea imposible pensar».

El chico lloraba entre jadeos entrecortados por la rabia y el dolor; Fuego se desvaneció.

Cuando recobró el conocimiento otra vez, tuvo la sensación de haber sido arrastrada de vuelta a la vida de una manera atroz; el cuerpo le gritaba de dolor, hambre y náuseas.

«Hace mucho tiempo… —pensó—. Me están drogando hace mucho tiempo. Demasiado tiempo esta vez».

Alguien le daba de comer algo parecido a un pastel de avena, una masa viscosa que se escurría como las gachas, y se atragantó.

—Está volviendo en sí —dijo el chico—. Dale otra vez.

Pero esa vez Fuego logró llegar al arquero; rasgó la niebla que lo aturdía e intentó que lanzara los dardos contra el chico, en lugar de a ella. Se oyó el ruido de una refriega y la voz estridente:

—¡Yo te protejo, idiota! ¡Yo velo por ti! ¡Es a ella a quién quieres disparar!

Un pinchazo en el brazo.

Oscuridad.

Gritó. El chico la zarandeaba; abrió los ojos y lo vio inclinado sobre ella con la mano levantada, listo para golpearla. Habían llegado a tierra, y se hallaba tumbada sobre una roca; a pesar de que luda un buen sol, hacía frío.

—¡Despierta! —gruñó con ferocidad el chico, clavándole los ojos de diferente color—. ¡Despierta, levántate y echa a andar! Si haces cualquier cosa para interponerte en mi camino o en el de mis hombres, te golpearé tan fuerte que jamás dejará de dolerte. ¡No os fieis de ella! —dijo dirigiéndose a sus hombres de forma tajante—. Sólo podéis confiar en mí. ¡Obedeced en todo lo que yo os diga!

El chico tenía la nariz y los pómulos azulados por los moratones. Fuego pegó las rodillas al pecho y le soltó una patada en la cara, luego se aferró a las mentes que la rodeaban e intentó levantarse mientras él gritaba; pero estaba débil y mareada, se tambaleaba como si no notara las piernas. Él, entre sollozos, gritó órdenes a sus hombres: uno de ellos la agarró y le retorció un brazo contra la espalda al tiempo que con la otra mano le aferraba el cuello.

Con la cara hecha un desastre a causa de las lágrimas y la sangre, el chico se le acercó y le cruzó la cara golpeándole la nariz; y cuando ella fue consciente del lacerante dolor, también rompió a llorar.

—¡Para ya! —le susurró él—. Deja de resistirte. Vas a comer, vas a andar y vas a hacer lo que yo te diga. Cada vez que uno de mis hombres me ataque, cada vez que un pájaro me pique o cada vez que no me guste cómo se cruza una ardilla en mi camino, te pegaré. ¿Me entiendes?

Eso no sirve conmigo. —Le trasmitió con el pensamiento Fuego, jadeante e iracunda—. Nada de lo que dices consigue controlarme.

El chico escupió una mucosidad ensangrentada sobre la nieve, y antes de alejarse, la miró con hosquedad y le dijo:

—En ese caso, encontraré otros medios para lograrlo.

A decir verdad. Fuego no quería que la maltrataran más, pues ya bastante le dolía el cuerpo, ni estaba dispuesta a que la volvieran a dormir a pesar de que sumirse en la inconsciencia sería mantenerse en una tranquila oscuridad, mientras que estar consciente significaba habitar un cuerpo dolorido.

Pero debía estar despierta y mantener el control de su propia mente si quería salir con bien de aquel trance; así pues, cumplió las órdenes del chico.

Caminaban por un terreno rocoso y empinado con tal cantidad de cascadas y riachuelos que Fuego pensó que, probablemente, las aguas en que el gran pez zarandeó la embarcación eran el río Alígero. Suponía que habrían remado hacia poniente, y ahora se dirigían hacia el norte, alejándose del río, encontrándose en algún lugar cercano a los Grandes Gríseos, en la frontera occidental del reino.

Al sentarse a comer el primer día, se llevó una punta de la destrozada falda púrpura a la boca. La tela no tenía gusto a limpio, desde luego, pero tampoco estaba salada; eso sustentaba su conjetura. El charco sobre el que estuvo tumbada tanto tiempo no era agua de mar, sino de río.

Minutos después, al vomitar el pastel de avena con el que había alimentado su pobre y destrozado estómago, no pudo evitar reírse internamente por los intentos de tratar la situación de una manera científica; era patente que la trasladaban al norte desde el río en dirección a los Grandes Gríseos; para llegar a esa conclusión no era necesario llevar a cabo una prueba de salinidad. Y con toda seguridad, se encaminaban hacia un lugar donde se reunirían con Tajador. Allí era donde el traficante de monstruos de Cansrel vivía; se trataba de un dato que ella sabía de desde siempre.

Pensar en Tajador le recordó a Corto, y deseó que el caballo estuviera con ella, aunque de inmediato se alegró de que no fuera así. Más valía estar sola y que nadie a quien ella quisiera se encontrara al alcance de ese chico.

Le habían proporcionado unas botas resistentes, un trapo para cubrirse el cabello y un abrigo blanco de piel de conejo —cosa extraña— muy elegante, demasiado bonito para su aspecto de pordiosera, y sobre todo, bastante inapropiado para caminar por el monte. Todas las noches, al acampar, uno de los hombres —Sammit—, de manos suaves, voz amable y ojos desmesuradamente abiertos pero inexpresivos, le examinaba la nariz y le decía qué y cuánto debía comer. Al cabo de un par de días, logró ingerir alimento sin vomitarlo, aunque no consiguió tener la mente más clara. Por lo que hablaban el chico y Sammit, dedujo que este era un sanador y que si la habían despertado, fue gracias a que él consideró peligroso mantenerla más tiempo bajo los efectos de los sedantes.

Por consiguiente, la querían viva y relativamente sana, cosa del todo lógica teniendo en cuenta cuál era su naturaleza y que esa gente traficaba con monstruos.

Así las cosas, empezó a tantear.

En primer lugar, entró en la mente de Sammit; desgarró la bruma que la afectaba y observó que los propios pensamientos del sanador reaparecían poco a poco. Esperó, aunque no por mucho tiempo, a que el chico recordara a sus hombres que no debían fiarse de ella, y que, en cambio, él era su amigo y los cuidaba. Estas palabras provocaron que la bruma resurgiera de inmediato en la mente de Sammit y poco después la cubriera del todo… De modo que eran las palabras las que causaban tal efecto, esa voz que al parecer no dañaba el cerebro del sanador, como le pasaba a ella.

Al principio, le extrañó que el poder del chico residiera en las palabras y en la voz, en lugar de hallarse en la mente, pero cuánto más pensaba en ello, más admitía que no era tan raro. Ella también poseía la facultad de utilizar algunas partes del cuerpo para controlar a los demás; por ejemplo, era capaz de controlar a algunas personas sólo mediante la expresión del rostro, o con dicha expresión y una insinuación realizada en cierto tono de voz (el de hacer promesas falsas), o bien exhibiendo el cabello. En todos esos aspectos radicaba su poder, así que quizá no era tan distinta a él.

Por otra parte, el poder del chico se contagiaba, es decir, si él hablaba con el hombre que estuviera situado a su izquierda, y si este, a su vez, le repetía las palabras a Sammit, le transmitía también la bruma mental. Así se explicaba que, aquel día en palacio, el arquero hubiera contagiado dicha bruma a la mitad de la escolta de Fuego.

El chico no dejaba pasar mucho tiempo sin recordar a sus hombres que ella era el enemigo, y él, su amigo. De ese modo, Fuego intuyó que el muchacho no veía el interior de las mentes, como hacía ella, y por lo tanto, no estaba en su poder saber si las mantenía controladas; en consecuencia, la joven aprovecharía esa circunstancia para sus siguientes tanteos.

Apoderándose de la mente de Sammit otra vez, le rasgó una vez más la niebla y moldeó los pensamientos del sanador para que el chico se percatara de que lo había manipulado; a continuación, provocó que Sammit se enfadara con él y quisiera vengarse en ese mismo momento, de manera violenta.

Pero, al parecer, el chico no se dio cuenta de nada, pues ni siquiera le echó un vistazo al hombre; pasó un rato, y al volver a repetir su letanía, borró la ira de Sammit y lo sumió de nuevo en el olvido y en la bruma.

El chico, pues, no era capaz de leerles la mente; su control era impresionante, pero estaba ciego, lo cual ofrecía a Fuego un gran abanico de posibilidades para actuar sobre esos hombres, sin que él se enterara y sin que ella tuviera que preocuparse por la resistencia que le opusieran, puesto que la bruma les anulaba completamente la voluntad que, en caso contrario, habría interferido en su control.

Por las noches, el chico ordenaba que le administraran una droga suave a fin de que no estuviera en condiciones de atacarlo mientras dormía. Ella lo consentía, pero se aseguraba de ocupar un rincón en la mente de Sammit para que, a la hora de entregarle al arquero la mezcla con la que este impregnaba los dardos, la pócima fuera un bálsamo antiséptico en lugar de la solución somnífera.

Cuando acampaban para pasar la noche, mientras los demás dormían o hacían guardia bajo los blanquecinos árboles deshojados, ella fingía dormir, pero en realidad preparaba un plan. Por lo que captó de las conversaciones de los hombres, y gracias también a unas pocas preguntas certeras que realizó, llegó a la conclusión de que habían liberado a Hanna sin hacerle daño, y a ella la habían mantenido sedada casi dos semanas mientras navegaban a contracorriente por el río. También se enteró de que efectuar la lenta travesía actual no estaba planeado, puesto que llegaron a caballo a Burgo del Rey y tenían previsto escapar de la misma manera, es decir, cabalgando hacia el oeste a través de las llanuras que se extendían al norte del Alígero; sin embargo, al huir de los jardines de palacio cargándola a ella al hombro, perseguidos por la escolta de Fuego, fueron empujados hacia el río y alejados de sus monturas. Durante la huida murieron dos de los raptores, y como último recurso, los restantes hombres se apoderaron de un bote amarrado bajo uno de los puentes de la ciudad.

El lento avance por aquellas rocas negras y a través del terreno nevado era tan frustrante para Fuego como para esos hombres. Ella soportaba a duras penas estar alejada en esos momentos de la ciudad, de la guerra y de las tareas por las que la necesitaban, pero como casi habían llegado donde los esperaba Tajador, supuso que sería mejor comparecer por voluntad propia a que la llevaran a la fuerza. Sería mucho más rápido huir a lomos de uno de los caballos del contrabandista y, tal vez, lograría encontrar a Arquero y convencerlo para que regresara con ella.

En cuanto al arquero, Jod, Fuego observó que estaba demacrado y la piel tiraba a un tono grisáceo, aunque bajo esa apariencia enfermiza había un hombre de rasgos proporcionados y constitución fuerte. No obstante, tenía la voz grave y un algo en los ojos que le ponía nerviosa, un algo que, en cierta manera, le recordaba a Arquero.

Una noche, aprovechando que Sammit hacía guardia, la muchacha lo obligó a entregarle un dardo y un pequeño vial con la preparación que había utilizado para drogarla durante tanto tiempo; se guardó el vial bajo el escote y el dardo, en la manga.

Tajador había creado un pequeño reino en plena naturaleza, en los aledaños de aquel territorio agreste; el terreno era tan pedregoso que parecía que se había levantado la casa sobre un montón de escombros. El edificio, construido en algunas zonas con enormes troncos de árbol unidos entre sí, y en otras, con piedras, tenía un aspecto extraño; como lo recubría un musgo tupido, resultaba una casa de un intenso color verde, de suave pelaje, cuyas ventanas tenían el aspecto de ojos parpadeantes, provistos de carámbanos en lugar de pestañas, y una enorme boca abierta haciendo las funciones de puerta. Era un monstruo posado con precariedad sobre una colina sembrada de piedras.

Un muro de rocas, alto, extenso e inexplicablemente impecable, rodeaba la propiedad; desperdigados por el recinto había corrales y jaulas, en donde se divisaban unos puntos de color correspondientes a monstruos —rapaces, osos y leopardos—, que se chillaban unos a otros tras los barrotes. A pesar de lo extraño que resultaba el lugar, a Fuego le resultaba familiar y le traía recuerdos que se le agolparon en la memoria.

No le habría sorprendido nada que el chico la hubiera hecho entrar a la fuerza en una de las jaulas, como si fuera otra presa —un monstruo más— para el mercado negro.

En realidad no le importaba demasiado el propósito que tuviera Tajador al llevarla ahí. El contrabandista no era nada más que una pequeña molestia, un mosquito, y pronto lo desengañaría de que sus intenciones, fueran cuales fueran, revistieran relevancia alguna; ella se marcharía de allí y regresaría.

No la encerraron en una jaula, sino que la hicieron entrar en la casa y la guiaron hasta el baño de una habitación del piso superior, donde la esperaba una tina con agua caliente y un gran fuego que crepitaba lo suficiente para que no se notaran las corrientes de aire frío que entraban por las ventanas. Era un dormitorio pequeño, cuyas paredes se hallaban cubiertas por unos tapices que la impresionaron, aunque no dejó traslucir la sorpresa ni el placer que le causaban; representaban campos verdes, flores y el cielo azul; eran preciosos y realistas. Estuvo tentada de rechazar el baño, pues tenía el presentimiento de que la única razón de que se lo hubieran ofrecido era que se relajara, dejándola sin fuerzas para nada, y eso le molestaba. Sin embargo, tener la sensación de encontrarse en medio de un campo florido la impulsaba a desear estar limpia.

Cuando los hombres se marcharon, depositó el vial que contenía el somnífero y el dardo en una mesa, y se quitó el mugriento vestido que se le había pegado a la piel. Se dispuso a aguantar la dolorosa alegría de sumergirse en agua muy, muy caliente, y poco después, cerrando los ojos y relajándose, se entregó al goce del jabón que limpiaba el sudor, la sangre coagulada y la suciedad del río que le embadurnaba todo el cuerpo y el cabello. A intervalos de pocos minutos, oía gritar al chico por el hueco de la escalera para que su mensaje llegara a los hombres que hacían guardia delante de la puerta de la habitación, maniobra que repetía con los guardias que vigilaban bajo las ventanas.

—No os fieis de esa monstruo ni la ayudéis a escapar —gritaba.

Él sabía lo que se hacía; esos hombres no cometerían ningún error si seguían a pies juntillas sus instrucciones, aunque Fuego se dijo que debía de acabar con los nervios de cualquiera manipular la mente de las personas sin saber si aún seguían bajo control. Pero las advertencias eran innecesarias, porque la joven no tanteaba la mente de ninguno de esos hombres para hacerles cambiar de parecer; al menos, de momento.

Entretanto sondeó la casa y el recinto, como había hecho ya al acercarse al lugar, y localizó a Tajador. Este se hallaba en la planta baja, junto con el chico y varios hombres; tenía la mente obnubilada, igual que todos los demás, pero continuaba siendo tan prepotente y tan hipócrita como siempre. Por lo visto, fueran cuales fueran las alteraciones que desencadenaban en la mente de la gente las palabras del chico, cambiar el carácter no era una de ellas.

Luego proyectó la mente al máximo y notó la presencia de unos treinta hombres y varias mujeres entre la casa y el recinto, todos ellos con la mente nebulosa. Pero Arquero no estaba allí.

¿Dónde estás, Arquero? ¡Arquero! —Fuego forzó aún más su alcance, pero no obtuvo respuesta.

A decir verdad no deseaba encontrarlo en aquella casa, porque su ausencia significaría que habría recapacitado y renunciado a su heroica búsqueda; lo malo era que experimentaba la desagradable sensación de querer pasar por alto una intuición que apuntaba lo contrario. Y es que, de entre los hombres que había en el recinto, un par de ellos le resultaban familiares; tal vez eran guardias del palacio de Nash, y la explicación más lógica de que estuvieran allí era que debían de haber formado parte de la escolta de Arquero. Pero, naturalmente, esa posibilidad le planteaba una serie de preguntas como, por ejemplo, ¿qué había sucedido desde entonces, quién protegía a su amigo Arquero y dónde se encontraba este?

A pesar de que seguía extasiada por el placer del baño caliente, se incorporó y salió de la tina, dominada por una repentina impaciencia de acabar con todo aquello lo antes posible. Se secó, pues, con una toalla y se puso un vestido casi transparente, de mangas largas, que le habían preparado; más que un vestido, parecía una bata de noche y se sentía incómoda con él. Por si fuera poco, se habían llevado las botas y el abrigo que llevaba puestos al llegar, y no había ningún trozo de tela que le sirviera para cubrirse la cabellera. Abrió entonces el armario que había en un rincón de la habitación, y rebuscó entre diversas prendas hasta dar con unos calcetines, un par de recias botas de chico, un ropón de hombre demasiado grande para ella, y una pañoleta de lana marrón que le iría bien para el cabello. Confiaba en que aquel conjunto le confiriera un aspecto tan raro como a ella le parecía, porque no necesitaba estar hermosa para controlar a las marionetas de cabeza hueca que el chico manejaba, ni estaba de humor para dar gusto a Tajador presentándose como una mujer monstruo, de grandes ojos de cierva espantada, dispuesta a que uno de sus asquerosos clientes la forzara.

Acto seguido, sondeó la mente de los centenares de criaturas retenidas en el predio: depredadores monstruo, caballos, perros de caza e incluso una colección de roedores para los que no acertaba a descubrir su utilidad. Quedó satisfecha del escrutinio de la cuadra de caballos; ninguno era tan receptivo como Corto, pero había varios de ellos que le servirían.

Impregnó la punta del dardo en el vial que contenía el sedante, metió el vial entre los pliegues del vestido y, gracias a lo largas que eran las mangas, no le resultó difícil guardarse el dardo en la mano.

Respiró hondo para infundirse valor y bajó la escalera.

La sala de estar de Tajador era pequeña y tan cálida como el dormitorio que acababa de abandonar; asimismo, unos tapices, representando campos de flores que llegaban hasta lo alto de acantilados asomados al mar, adornaban las paredes; la alfombra era de vivos colores, y a Fuego le vino a la cabeza que más de una de esas preciosidades se habría tejido con pelaje de monstruo, y también se preguntó cuántos objetos de los que lucían en esa sala, como los libros de las estanterías o el reloj de oro sobre la repisa de la chimenea, habrían sido robados.

El contrabandista se hallaba sentado al fondo de la habitación; saltaba a la vista que se tenía por el amo y señor del lugar, pero la persona que en realidad mandaba allí se apoyaba en una de las paredes laterales con aire aburrido: un chico pequeño, de ojos de distinto color, que parpadeaba en medio de campos de flores tejidos. Jod, el arquero, estaba junto a Tajador, y había un hombre apostado en cada entrada de la estancia.

Tajador apenas se fijó en el atuendo de Fuego; en cambio, no le quitó ojo de la cara mientras esbozaba una de sus típicas sonrisas y, si no se tenía en cuenta la expresión ausente, que con toda seguridad era fruto de la bruma mental generada por el chico, su aspecto era el mismo de siempre.

—No me ha resultado nada fácil hacerme contigo, pequeña; sobre todo después de que te instalaras en el palacio del rey —le dijo con la misma voz presuntuosa que ella recordaba—. Me ha costado mucho tiempo y una importante labor de espionaje, sin mencionar que tuvimos que eliminar a algunos de mis espías, tan poco cuidadosos que se dejaron apresar en el bosque por tu gente. Parece que disponemos de los espías más estúpidos del reino. ¡Qué cantidad de problemas! Pero valió la pena, ¿verdad, chico? Mírala.

—Sí, es encantadora —respondió el chico sin interés—. No deberías venderla; tendrías que dejarla aquí, con nosotros.

Tajador, perplejo, frunció el entrecejo y comentó:

—Entre mis colegas corre el rumor de que lord Mydogg pagaría una fortuna por ella, y varios de mis clientes se han mostrado muy interesados en adquirirla, pero quizá debería quedármela yo. —Se le animó el rostro—. ¡Podría cruzarla para que engendrara! ¡Pagarían una barbaridad por sus bebés!

—Lo que haremos con ella aún está por ver —dijo el chico.

—En efecto, está por ver —repitió Tajador.

—Si aprendiera a comportarse, no tendríamos que castigarla —continuó el chico—, entendería que sólo queremos ser sus amigos, y a lo mejor descubriría que le gusta estar aquí. Todo lo cual me recuerda que está demasiado callada, para mi agrado. Así que, Jod, prepara una flecha, y si te lo ordeno, dispárale en alguna parte que no la mate, pero que le duela; apunta a una rodilla, por ejemplo. A lo mejor nos conviene lisiarla.

Como ese no era el tipo de disparo que se hacía con un arco pequeño de lanzar dardos, Jod cogió el arco largo que llevaba colgado a la espalda, sacó una flecha blanca de la aljaba y la encajó con suavidad en una cuerda que la mayoría de hombres no tendrían fuerza para tensarla. Hecho esto, esperó, tranquilo y relajado, con la flecha a punto. Por su parte, Fuego tenía el estómago un poco revuelto; y no era sólo por el hecho de que una flecha de ese tamaño, disparada con aquel arco a tan corta distancia, le destrozaría la rodilla, sino por la forma que tenía Jod de moverse con el arma, una forma tan natural y grácil que el arco parecía ser un apéndice de su cuerpo. ¡Se parecía tanto a Arquero!

La joven se lanzó a hablar con el propósito de apaciguar al chico, pero también porque quería obtener respuesta a algunas preguntas:

—Un arquero disparó a un hombre encerrado en las jaulas de mi padre la primavera pasada —le dijo a Jod—. Era un disparo de gran dificultad. ¿Fuiste tú?

Que Jod no tenía ni idea de lo que Fuego le preguntaba saltaba a la vista; el hombre negó con la cabeza e hizo una mueca de dolor, como si intentara recordar todas las cosas que había realizado en su vida y no fuera capaz de acordarse de nada más allá del día anterior.

—Sí, fue él —contestó el chico con apatía—. Siempre es él quien dispara; tiene demasiado talento para no aprovecharlo, y es tan… maleable —afirmó dándose unos golpecitos con el dedo en la cabeza—. Ya sabes a qué me refiero. Fue uno de mis más afortunados hallazgos, este Jod.

—¿Y cuál es la historia de este hombre? —preguntó ella, intentando que su voz sonará igual de indiferente que la de él.

Al chico pareció complacerle sobremanera la pregunta; esbozó una sonrisa satisfecha, y muy, muy desagradable.

—Me parece interesante que me lo preguntes. Hace unas pocas semanas tuvimos un visitante que nos preguntó lo mismo. ¿Quién iba a imaginarse, cuando nos hicimos con los servicios de un arquero, que llegaría a ser objeto de tanto misterio y tantas conjeturas? Me gustaría satisfacer tu curiosidad, pero me temo que la memoria de Jod ya no es lo que era, y nosotros no tenemos ni idea de a qué se dedicaba hace… ¿Cuántos años? ¿Veintiuno tal vez?

Fuego dio un paso hacia el chico sin poder contenerse; aferraba el dardo con la mano.

—¿Dónde está Arquero? —inquirió.

El chico sonrió con afectación; daba la impresión de no caber en sí de gozo con el giro que había adquirido la conversación.

—Se marchó; no le gustaba nuestra compañía y regresó a su predio del norte. —Estaba muy acostumbrado a que la gente creyera todo lo que decía, pero mentía muy mal.

—¿Dónde está? —Fuego repitió la pregunta con la voz enronquecida por el pánico; la sonrisa del chico se acrecentó.

—Nos prestó un par de guardias; un detalle muy amable por su parte, de verdad. Nos explicaron algunos detalles de tu vida en palacio y de tus puntos flacos: los cachorros, las niñas indefensas…

En un visto y no visto, pasaron muchas cosas al mismo tiempo: Fuego echó a correr hacia el chico, y este le hizo un gesto a Jod, exclamando:

—¡Dispárale!

En esto, ella rasgó la niebla instalada en la mente de Jod; el hombre perdió la concentración, y la flecha salió volando hacia el techo.

—¡Dispárale, pero no la mates! —gritó de nuevo el chico, que salió corriendo para esquivar la embestida de Fuego, pero esta se abalanzó sobre él y le alcanzó el brazo de refilón con el dardo. Él se alejó de un salto, lanzándole puñetazos y gritando, mas los ojos se le cerraron y se desplomó.

Fuego ya se había hecho con el control de todas las mentes que había en la habitación antes de que el chico tocara el suelo; se inclinó sobre él y le quitó el cuchillo que llevaba en el cinturón. A continuación, se acercó a Tajador y le puso la punta del cuchillo en la garganta.

¿Dónde está Arquero? —inquirió mentalmente ya que le resultaba imposible hablar.

El hombre se la quedó mirando embelesado, como un estúpido.

—No le gustaba nuestra compañía y regresó a sus predios del norte.

¡No! —le gritó la joven con el pensamiento, deseosa de golpearlo para descargar la frustración—. ¡Piensa! Tú lo sabes. ¿Dónde…?

Sumido en la confusión, el contrabandista bizqueó al mirarla con intensidad, como si no recordara quién era ella o por qué mantenían esa conversación.

—Arquero está con los caballos —contestó.

Fuego abandonó la habitación y la casa, pasando por delante de guardias que la miraban con ojos vacuos. De camino hacia la cuadra, en su afán por no afrontar la verdad, se dijo que Tajador estaba equivocado, que Arquero no se encontraba con los caballos… El contrabandista se equivocaba, se equivocaba.

Y, en efecto, así era: Tajador estaba equivocado, porque en las rocas que había detrás de la cuadra no halló a Arquero.

Sólo encontró su cuerpo.