Capítulo 25
Gentian y su hijo estaban sentados de cara a la puerta. En cuanto Fuego la hubo cerrado, el joven se levantó y, pegado a la pared, se le fue acercando muy despacio.
Había un escudo con el blasón de Quislam apoyado en un escabel. Ella se fijó en que la alfombra, a semejanza de un centón, formaba un mosaico de colores teja, marrón y rojo; las cortinas eran rojas, y el sofá y las sillas, marrones; al menos, no tendrían que preocuparse por las manchas de sangre. Se sumergió en las sensaciones de aquellos dos hombres y, de inmediato, supo dónde radicaba el problema en esa habitación. Mejor dicho: en quién. Por supuesto, no se trataba de Gentian, pues este se mostraba tan encantador, estaba tan feliz de verla y tan abierto que, a pesar de que Fuego tuviera la mente embotada, controlarlo le resultaría muy fácil. De no ser porque tenía la respuesta frente a sí misma, personificada en el ceñudo Gunner, nunca habría comprendido cómo un hombre de las características de Gentian ocupaba una posición de poder tan eminente.
Gunner le recordaba un poco al Nash de antes: demasiado impredecible y caótico para lograr dominarlo, ya que ni él era capaz de controlarse del todo. En esos momentos se dedicaba a recorrer de un lado para otro la pared sin perderla de vista. A pesar de no ser un hombre corpulento ni impresionante, había algo en su forma de andar que, de súbito, le hizo caer en la cuenta del motivo de la preocupación de la familia real: era una persona calculadora y despiadada en extremo.
—¿No va a sentarse, Gunner? —preguntó Fuego mientras se desplazaba de lado para alejarse de ellos. Se acomodó con calma en el sofá, lo cual fue un error, porque había sitio suficiente para más de una persona, y Gunner parecía tener la intención de tomar asiento junto a ella. La joven forcejeó mentalmente con él pese a estar embotada, y trató de que se acomodara en alguna de las sillas más próximas a su padre. Pero, si no se sentaba a su lado, Gunner no pensaba hacerlo en ningún otro sitio, así que se retiró de nuevo hacia la pared y reanudó su ir y venir.
—Bien, ¿qué podemos hacer por usted, querida? —preguntó Gentian, un poco embriagado e incapaz de estar quieto en la silla de puro contento.
La joven habría querido ir más despacio, pero el tiempo que pasaran en esa habitación sería un tiempo robado a lord Quislam.
—Quiero unirme a su bando —respondió Fuego—. Así que necesito su protección.
—No hay que fiarse de alguien como usted —gruñó Gunner—. ¡Sólo hay que mirarla! No se debe confiar en un monstruo.
—¡Gunner! —lo reprendió Gentian—. ¿Acaso no demostró ser de fiar cuando nos tendieron la emboscada en el pasillo? A Mydogg no le gustaría que fuéramos tan groseros.
—Lo que hagamos poco le importa, siempre que saque beneficio de ello —contestó Gunner—. Tampoco deberíamos confiar en él.
—Ya basta —lo atajó Gentian con voz autoritaria. Gunner lo miró echando chispas por los ojos, pero no replicó.
—¿Cuánto hace que están aliados con Mydogg? —preguntó Fuego observando a Gentian con ojos inocentes. Enseguida se enseñoreó de la mente del noble y lo obligó a hablar.
Unos veinte minutos más tarde la dama monstruo trasmitía al rey y a sus hermanos cuanto había descubierto, por ejemplo, que la alianza entre Mydogg y Gentian se debía en gran parte a que ella, precisamente, militaba en las filas del rey; o que Hart sólo les reveló parte de la historia al contarles que Gentian planeaba atacar Fortaleza Aluvión con un ejército de diez mil hombres cuando, en realidad, atacaría con quince mil porque, tras sellar la alianza con Mydogg, este le envió poco a poco cinco mil de sus reclutas pikkianos que se desplazaron a través de los túneles.
No fue fácil aparentar que esa noticia la complacía, pues significaba que Brigan se encontraría en Fortaleza Aluvión enfrentándose a una fuerza que lo superaría en cinco mil hombres. Aunque quizá también quería decir que el resto del ejército de Mydogg, donde fuera que se escondiera, tan sólo sumaría alrededor de quince mil hombres. Tal vez las otras dos divisiones de la Mesnada Real, junto con las tropas auxiliares de reserva, podrían enfrentarse en igualdad de condiciones a Mydogg.
—Nuestros espías nos han informado de que han estado buscando ustedes el ejército de Mydogg a lo largo y ancho del reino —dijo en ese momento Gentian con una risita, interrumpiendo los cálculos de Fuego; el noble había sacado de la bota un cuchillo y jugueteaba con él, porque lo ponía nervioso ver a su hijo pasear de un lado a otro de la habitación sin dejar de rezongar.
»Le diré a usted por qué no han dado con él: porque está en el mar.
—¿En el mar? —repitió la muchacha, sorprendida de verdad.
—Sí, sí. Mydogg cuenta con veinte mil hombres —continuó diciendo Gentian—. ¡Vaya! Veo que le impresiona esa cifra. Sí, este Mydogg no cesa de reclutar soldados; tiene veinte mil hombres embarcados en cien barcos pikkianos, mar adentro, fuera del alcance de la vista desde Rasa de Mármol. Y tiene otros cincuenta barcos más, que transportan sólo caballos. Esa gente de Pikkia entiende mucho de barcos, ¿sabe? También el marido de lady Murgda es navegante; se dedicaba a explorar los mares hasta que Mydogg despertó su interés por la guerra. ¡Siéntate de una vez, Gunner! —le ordenó con brusquedad a su hijo, y le golpeó el brazo con la parte plana de la hoja del cuchillo cuando el joven pasó junto a él.
Gunner se volvió hacia su padre y forcejeó con él hasta que le arrebató el cuchillo de la mano, tras lo cual lo lanzó al otro extremo de la habitación; el arma rebotó contra la pared y cayó en la alfombra, con la hoja partida. Fuego adoptó un gesto impasible para no dejar traslucir que estaba muy asustada.
—Has perdido la cabeza —le reprochó Gentian, indignado.
—¡Y tú no la pierdes porque no tienes! —bramó su hijo—. ¿Queda algún otro secreto que aún no le hayas contado a la mascota monstruo del rey? Sigue, explícale lo demás, y luego, cuando acabes, le retorceré el pescuezo.
—Tonterías —dijo con severidad Gentian—. No harás tal cosa.
—Venga, venga, cuéntale…
—No le diré nada más hasta que te sientes y te disculpes con ella. A ver si demuestras que sabes comportarte.
Gunner dejó escapar un sonido gutural de impaciencia y se acercó a la joven. La miró a la cara, pero luego, con toda desvergüenza, bajó la vista a los pechos.
Gunner está fuera de sí —le trasmitió la joven a Brigan—. Ha lanzado un cuchillo contra la pared y lo ha roto.
«¿Hay posibilidad de sonsacarles más información sobre los barcos o cuántos caballos tienen?», respondió Brigan con el pensamiento.
Antes de que Fuego tuviera ocasión de preguntar nada, Gunner le acarició con un dedo la clavícula, y ella dejó de pensar en Brigan, en Gentian y en el palacio en general, para concentrarse por completo en obstaculizar las intenciones del hombre, que ahora dirigía la atención y la mano hacia abajo. Fuego era consciente de que si permitía que le aprisionara los pechos perdería del todo el control sobre él, porque eso era lo que Gunner quería hacer; o, con más exactitud, ese sería el comienzo.
La joven consiguió que retirara la mano aunque, acto seguido, Gunner le rodeó el cuello con ella y, muy despacio, empezó a apretar; durante unos instantes fue incapaz de respirar y de reaccionar. La estaba ahogando.
—Mydogg cree que el rey enviará refuerzos al sur, hacia Fortaleza Aluvión, cuando ataquemos —susurró Gunner, que por fin aflojó los dedos y le soltó el cuello—; tal vez una división completa de la Mesnada Real, si no dos. Y cuando el norte se encuentre más desprotegido de soldados del rey, Mydogg ordenará que se enciendan las almenaras de Rasa de Mármol. ¿Lo entiendes, monstruo?
Rasa de Mármol era una eminente elevación costera situada al norte de la ciudad; y sí, Fuego lo entendía muy bien.
—Los soldados verán el humo desde los barcos pikkianos —respondió con un hilo de voz.
—Chica lista —murmuró Gunner, que le rodeó de nuevo el cuello con la mano, aunque luego cambió de parecer y le cogió un mechón de pelo y tiró de él—. El fuego será la señal que esperan para fondear en la costa, desembarcar y caer sobre la ciudad.
—¡La ciudad! —susurró ella.
—Sí, esta ciudad —enfatizó Gunner—. ¿Por qué no ir directos a Burgo del Rey? Todo estará sincronizado a la perfección, y Nash habrá muerto… Brigan habrá muerto…
—Lo que quiere decir es que mañana los mataremos a los dos —lo interrumpió Gentian observando con recelo a su hijo—. Lo tenemos todo planeado. Estallará un incendio.
Gunner tiró de nuevo del cabello de Fuego con violencia, y gritó fuera de sí:
—Se lo estoy contando yo, padre. Yo decido qué tiene que saber. Yo me ocupo de ella.
Gunner la agarró otra vez por el cuello y la atrajo hacia sí con actitud grosera, repulsiva; luchando por respirar, ella recurrió a una táctica conocida de siempre: deslizó la mano hacia la entrepierna del hombre y, agarrando lo que pudo, se lo retorció tan fuerte como le fue posible. Cuando él gritó de dolor, intentó golpearle en la mente, pero tenía la cabeza como un globo, ligera y hueca, sin filos ni uñas que clavarle. Jadeando, Gunner retrocedió un paso y descargó el puño, como salido de la nada, en la cara de la muchacha.
Ella perdió el conocimiento un instante, y al recobrarlo, notó el sabor de la sangre y una aguda sensación de dolor.
«La alfombra… Estoy tendida en la alfombra», se dijo.
La cabeza y la cara le dolían de forma horrible; abrió y cerró la boca, y comprobó que la mandíbula estaba intacta; probó a mover los dedos… Podía hacerlo.
¿Brigan?
Y Brigan respondió.
«Bien», pensó Fuego. La mente también se mantenía intacta. Empezó a sondear el resto del palacio, pero el príncipe no había terminado de comunicarse con ella e intentaba hacerle comprender algo; se notaba que estaba preocupado, porque oía ruidos; se hallaba en el balcón de la planta de arriba, preparado para bajar en cuanto la joven se lo ordenase.
Fuego fue consciente de que también ella oía ruidos; giró la cabeza hacia un lado y vio que Gentian y Gunner se gritaban y se empujaban el uno al otro; el padre, grandilocuente e indignado, y el hijo, aterrador a causa de la mirada trastornada, que le recordó la razón por la que se encontraba en esa habitación. Se acodó en el suelo para incorporarse y se puso de rodillas; hecho esto le envió una pregunta a Brigan:
¿Necesita saber alguna cosa más sobre Mydogg?
«Nada más».
Fuego se puso de pie y se aproximó al sofá, tambaleándose; se apoyó en él con los ojos cerrados hasta que el dolor de cabeza se hizo un poco más soportable.
Entonces, baje, porque ya no se puede sacar nada útil de esta entrevista. Se están peleando. —Vio cómo Gunner empujaba a su padre contra el ventanal—. En este momento forcejean contra la puerta del balcón.
Brigan iba a entrar por allí, con lo que estaría en peligro; Fuego subió las piernas —primero una y luego, la otra— para llegarse a los tobillos con las manos, porque se temía que si lo hacía al revés, si se agachaba, la cabeza se le despegaría del cuerpo y saldría rodando. Sacó las dagas de las fundas y se acercó dando tumbos a los dos hombres, que estaban demasiado enfrascados en la pelea para fijarse en ella o en los cuchillos que llevaba en las manos. Se limpió la sangre de la cara restregándosela en la manga del precioso vestido de color púrpura, se tambaleó de nuevo… Y esperó.
Pero no tuvo que esperar mucho. Percibió y vio a Brigan casi al mismo tiempo abriendo de golpe el ventanal; Gentian se precipitó por el hueco al quedar de par en par la puerta del balcón, pero reapareció a los pocos segundos cayendo desvanecido; una daga clavada en la espalda lo había convertido en un cuerpo sin vida. Brigan lo empujó con violencia a un lado para quitárselo de en medio y para provocar que Gunner tropezara con el cadáver, mientras él desenvainaba la espada y entraba en la habitación.
Fue horrible ver cómo el príncipe mataba a Gunner; primero, le estrelló la empuñadura de la espada en la cara con tanta fuerza que se la desfiguró; luego, le dio una patada que lo tumbó en el suelo, y sin alterar el gesto, concentrado en su tarea, le atravesó el corazón con la espada. Y se acabó; fue tan rápido, tan brutal… En un visto y no visto, Brigan estaba junto a Fuego, preocupado; la ayudó a llegar al sofá y buscó un trozo de tela para limpiarle la cara. Todo ocurrió tan deprisa, que ella no tuvo tiempo de controlar el horror que sentía y que le trasmitía.
Brigan le notó el estado de ánimo y la comprendió, pero su semblante se convirtió en una máscara impasible mientras le inspeccionaba las heridas de la cara con ojo clínico.
—Me sobresalté, eso es todo —susurró Fuego, que había cogido de una manga a Brigan; los ojos del príncipe exteriorizaban vergüenza, y ella le asió con más fuerza la manga.
No voy a permitir que se avergüence delante de mí. Por favor, Brigan, ambos somos iguales; la diferencia está en que mis actos parecen menos horribles.
Además, a pesar de que me asusta esta faceta suya, tendrá que gustarme sin remedio porque es parte de lo que lo mantendrá con vida en la guerra —añadió ella, que sólo comprendió su razonamiento una vez que lo hubo expresado—. Quiero que viva. Quiero que acabe con aquellos que querrían verlo muerto.
Brigan no le contestó, pero, cuando se inclinó de nuevo para palparle los pómulos y la barbilla con sumo cuidado, ya no evitó encontrarse con su mirada, y ella supo que aceptaba lo que le había dicho. El príncipe se aclaró la garganta antes de informarle:
—Tiene la nariz rota —fue la conclusión de su examen—. Puedo arreglársela.
—Sí, de acuerdo, Brigan. Mire, al final del pasillo, hay una trampilla del conducto que va hasta la lavandería; necesitamos encontrar unas sábanas o algo por el estilo para envolver los cuerpos y luego echarlos por esa trampilla. Avisaré a Welkley para que desaloje de la zona norte de la lavandería a todos los sirvientes, y que se prepare para limpiar el estropicio. Tenemos que darnos prisa.
—Sí, es un buen plan —respondió Brigan. La asió con firmeza por la nuca con una mano, y le aconsejó—. Procure no moverse.
Sin más, le agarró la nariz e hizo algo mucho más doloroso que el puñetazo de Gunner; Fuego gritó y se resistió propinándole puñetazos.
—Ya está —jadeó Brigan, y le soltó la cara para agarrarle los brazos, aunque no sin recibir antes otro golpe en un lado de la cabeza—. Lo siento, Fuego, ya está. Siéntese y deje que yo me ocupe de los cuerpos. Necesita descansar para que nos guíe en lo que aún nos queda por hacer esta noche.
Él se incorporó con un rápido movimiento y desapareció en el dormitorio.
—Lo que aún queda por hacer —murmuró Fuego al tiempo que se recostaba en el reposabrazos del sofá. Resbalándole aún algunas lágrimas por el rostro, respiró hondo hasta que el dolor se mitigó y se estabilizó, en consonancia con las lacerantes punzadas de la cabeza. Entonces, despacio, con suavidad, forzó la mente para sondear el palacio y los patios; tanteó la mente de Murgda, así como la de su gente, las del séquito de Gentian y las de sus aliados, e hizo hincapié en la de Quislam y la de su esposa. Encontró también a Welkley y le trasmitió las órdenes.
Tenía sangre en la boca y se la tragaba; la repugnante sensación rayaba lo intolerable cuando Brigan reapareció. El príncipe llevaba varias sábanas sobre los hombros, y transportaba una palangana con agua, unas copas y paños que colocó en la mesa que la joven tenía delante; después se dedicó a envolver los cuerpos de Gentian y Gunner mientras ella se enjuagaba la boca y sondeaba de nuevo el palacio.
Durante un instante, al filo de su percepción, Fuego notó que alguien estaba fuera de lugar. ¿Dónde? ¿En los jardines o en la casita verde? ¿Quién era? La sensación desapareció, y no logró percibirla de nuevo; se quedó frustrada, inquieta y exhausta del todo. Observó cómo Brigan, que tenía la cara llena de moretones, y las manos y las mangas cubiertas con la sangre de Gunner, en ese momento envolvía con una sábana su cadáver.
—Superan en número a los nuestros, en todos los frentes —comentó Fuego.
—Se los entrena para que tengan muy presente esa idea —respondió Brigan, impertérrito—. Además, gracias a usted, tenemos el elemento sorpresa en los dos frentes. Esta noche ha hecho más por nosotros de lo que jamás hubiéramos podido esperar. Ya he enviado mensajes al norte, a la Tercera y a la Cuarta División y a la mayoría de las tropas auxiliares de reserva; pronto estarán concentradas en la costa, al norte de la ciudad, y Nash se pondrá al frente de ellas. También he enviado un batallón entero a Rasa de Mármol para que se haga con el control de las almenaras y elimine a cualquier mensajero que se dirija hacia los barcos. ¿Comprende la estrategia? Una vez que la Tercera y la Cuarta División estén en sus posiciones, nosotros mismos encenderemos las almenaras, el ejército de Mydogg desembarcará sin sospechar nada y, con el mar a sus espaldas, los atacaremos. Y si bien ellos nos superan en número, nosotros los superaremos en jinetes, porque no pueden llevar más de cuatro o cinco mil monturas en los barcos. Además, después de haber pasado semanas en el mar, los caballos no estarán en condiciones de luchar; eso jugará a nuestro favor y quizá compensará en parte nuestra estupidez por no ocurrírsenos la posibilidad de que Mydogg estuviera formando una flota con sus amigos pikkianos.
—Murgda es un obstáculo —opinó Fuego, soltando un grito ahogado de dolor; resultaba difícil limpiarse la sangre de la nariz sin tocársela—. Al fin, alguien se dará cuenta de la ausencia de Gentian y Gunner, y ella sospechará lo que hemos hecho y sabrá que sus planes sabemos.
—Eso apenas tiene importancia, si evitamos que sus mensajeros lleguen a los barcos.
—Sí de acuerdo, pero en la corte hay ahora mismo casi cien personas que estarían dispuestas a intentar ser ese mensajero que logra escabullirse.
—¿Cree que conseguiría sacarla de sus aposentos? —le planteó Brigan al tiempo que rasgaba una sábana por la mitad.
Ella cerró los ojos y rozó la mente de Murgda.
¿Ha cambiado de parecer, señora? Me hallo en mis aposentos, descansando. Sería bienvenida aquí —le transmitió Fuego, intentando que no se notara lo cansada que estaba.
La mente de la mujer reaccionó con desdén y con la misma obstinación que demostró con anterioridad; no tenía la más mínima intención de acercarse a los aposentos de la dama monstruo.
—Me parece que no —respondió Fuego.
—En tal caso, de momento hay que evitar, durante el tiempo que podamos, que sospeche, sea como sea. Cuánto más tarde en recelar, más tiempo tendremos para ponernos en movimiento. Ahora la iniciativa en esta guerra es nuestra, señora.
—Le hemos hecho un gran favor a Mydogg. Supongo que ahora comandará las tropas de Gentian; ya no tendrá que compartir el liderazgo.
—No creo que su intención a largo plazo fuera compartir nada con él. Mydogg ha sido la verdadera amenaza en todo momento —puntualizó Brigan. Terminó de atar la última sábana y se levantó—. Si no hubiera nadie en el pasillo, me gustaría acabar con esto de una vez.
Una buena razón para que fuera así tomó forma en la mente de Fuego, que suspiró.
—El jefe de la guardia me avisa de que un sirviente de Quislam y la esposa de este con varios escoltas vienen hacia aquí. Sí, es mejor que acabe con eso. —La joven se levantó del sofá y vació la palangana de agua ensangrentada en una planta que había al lado de asiento—. ¡Oh! ¿En qué estaré pensando? ¿Cómo saldremos nosotros de la habitación?
Brigan se cargó al hombro uno de los cuerpos.
—De la misma forma que entré yo. No tendrá vértigo, ¿verdad?
Ya en el balcón, debido al esfuerzo que suponía distraer la atención de los posibles testigos de las ocho plantas de palacio, Fuego tenía el rostro surcado de lágrimas. Apagaron las velas y la oscuridad los envolvió.
—No la dejaré caer, ni tampoco Clara. ¿Lo entiende? —insistió Brigan con suavidad.
Sin embargo, ella estaba demasiado mareada para entenderlo; había perdido sangre y no se creía capaz de trepar por el balcón en aquel momento, aunque poco importaba su estado porque la gente de Quislam se acercaba y había que hacerlo. De modo que se puso de espaldas a Brigan siguiendo sus instrucciones; él estaba a su vez de espaldas a la barandilla. Entonces el príncipe se agachó, la sujetó por las rodillas y, antes de que Fuego se diera cuenta de lo que pasaba, la alzó en vilo. La joven tocó con las palmas de las manos la parte inferior del balcón de la planta de arriba; Brigan retrocedió un poco y ella se agarró a los barrotes del balcón. Miró hacia abajo y vio cómo se había colocado el príncipe para llevar a cabo esa maniobra: estaba sentado sobre la barandilla, con las piernas trabadas en los barrotes, sacando medio cuerpo al vacío mientras la aupaba. Sollozando asió los barrotes y aguantó; de inmediato sintió las manos de Clara aferrándola por las muñecas.
—Ya la tengo —avisó la princesa.
Brigan desplazó las manos de las rodillas a los tobillos de la joven y la aupó de nuevo. Entonces, la barandilla —tan bella, tan segura— apareció ante Fuego y se agarró a ella con los brazos; Clara la asió por el torso y por las piernas para ayudarla en su torpe y dolorosa ascensión. Unos segundos después Fuego se desplomaba en el suelo del balcón; respirando de forma entrecortada y, con un esfuerzo monumental, se concentró y se levantó para ayudar a Brigan a subir, pero se lo encontró ya a su lado, jadeante.
—Adentro —apremió el príncipe.
Ya en la habitación, Clara y Brigan hablaron rápidamente e intercambiaron opiniones; por lo que dijeron, Fuego entendió que Brigan no iba a esperar a ver qué sucedía con Murgda, ni con los hombres de Gentian, ni con Welkley y los cadáveres en la lavandería, ni con nadie, sino que partiría de inmediato; cruzaría el pasillo hacia la habitación de enfrente y bajaría por una cuerda colgada de la ventana hasta los jardines. Allí lo esperaban su montura y sus hombres, a punto para cabalgar a Fortaleza Aluvión y dar inicio a la guerra.
—Todavía es posible que Murgda provoque el incendio del que habló Gentian —previno Brigan—, e incluso cabe la posibilidad de que intenten asesinar a Nash, así que debéis reforzar la vigilancia. Llegado el momento, tal vez sería aconsejable que empezaran a desaparecer los hombres de Murgda y Gentian, ¿me comprendes?
El príncipe se volvió hacia Fuego y le preguntó:
—¿Cuál sería la mejor manera de salir usted de aquí?
Ella reflexionó antes de contestar:
—De la misma forma que entré. Que me recojan con una mesita de ruedas y me instalen en el montacargas; después treparé por la escalera de mano hasta mi habitación.
Y luego se encargaría de las mismas tareas que había estado desempeñando hasta entonces esa noche: seguir los movimientos de Murgda y de todos los demás, indicarles a Welkley y a la guardia dónde estaba cada cual en todo momento, y a quién se tenía que detener o eliminar. De esa forma, Brigan cabalgaría hacia Fortaleza Aluvión y sus mensajeros hacia el norte, y nadie sabría lo suficiente sobre nada en concreto para intentar perseguirlos ni nadie encendería ninguna almenara.
—Está llorando, señora —observó Clara—. Se le pondrá peor la nariz si continúa así.
—No es tristeza en realidad, tan sólo cansancio.
—Pobrecilla. Iré a su habitación más tarde y me quedaré con usted esta noche —le dijo Clara—. Y ahora, Brigan, debes partir; asegúrate de que no haya nadie en el pasillo.
—Necesito un minuto, Clara, un minuto a solas con la dama.
La princesa se sorprendió de manera notoria, pero abandonó la habitación sin mediar palabra. Brigan fue hacia la puerta y la cerró tras su hermana; luego se volvió para mirar a Fuego.
—Señora, tengo que pedirle una cosa. Si yo muriera en esta guerra…
Ahora sí que las lágrimas de la joven eran reales, y no se esforzó en contenerlas porque no había tiempo y todo pasaba demasiado deprisa. Cruzó la habitación y se abrazó a Brigan con la cabeza girada a un lado; qué incómodo era demostrar a una persona que se la amaba teniendo la nariz rota.
Respirando entrecortadamente, el príncipe la estrechó contra sí y le acarició la sedosa melena, y ella se apretó contra él hasta que el pánico que sentía se calmó un tanto y se convirtió en algo desesperado pero soportable.
Sí —le respondió Fuego con la mente al comprender lo que quería pedirle—. Si muere en la guerra, mantendré a Hanna en mi corazón. Le prometo que no la abandonaré.
No fue fácil dejarlo ir, pero lo hizo, y unos segundos después Brigan se había marchado.
Oculta por la mesita y de vuelta a sus aposentos, Fuego dejó de llorar. Había llegado a tal punto de insensibilidad que, salvo un pequeño hilo mental que la unía al palacio, todo lo demás se detuvo; era casi como dormir, o como estar metida en una absurda y anonadante pesadilla.
Por ello, al salir por la ventana para trepar por la escala de cuerda y oír un lamento extraño abajo, en el jardín, afinó el oído y escuchó: un ladrido quejumbroso. Era Manchas, que gañía como si sintiera algún dolor. No fue el entendimiento el que la indujo a descolgarse hasta donde se hallaba el perro, en lugar de trepar hacia la seguridad de su habitación y la protección de su escolta, sino que se debió a tener la mente embotada y a la estúpida necesidad que sintió de asegurarse de que Manchas estaba bien.
Como el aguanieve se había convertido en una ligera nevada, los jardines de la casita verde brillaban. Manchas no se encontraba bien; estaba tumbado en el camino que conducía a la casa y lloraba; tenía las dos patas delanteras rotas, inertes. Del animalito irradiaba una sensación que sobrepasaba el dolor: estaba asustado e intentaba llegar al árbol —el enorme árbol del jardín— impulsándose con las patas traseras.
Algo iba mal, algo inquietante y desconcertante. Fuego sondeó la oscuridad que reinaba en derredor y proyectó la mente hacia la casita verde: su abuela dormía en el interior, así como los guardias. Pero algo raro pasaba allí, puesto que ningún guardia del servicio nocturno tenía por qué dormir dentro de la casa.
Entonces, Fuego gritó en la oscuridad, angustiada; había percibido a Hanna, despierta, debajo del árbol; la niña tenía frío y no estaba sola, había alguien con ella, alguien enfadado que le hacía daño, la enfurecía y la asustaba…
A trompicones, corrió hacia el árbol al tiempo que intentaba hacerse con el control de la mente de la persona que martirizaba a Hanna, con la intención de detenerla.
¡Ayudadme! —transmitió ese pensamiento exasperado a sus escoltas, que la esperaban en los aposentos—. ¡Ayudad a Hanna!
La percepción del arquero de mente turbia le llegó como un fogonazo a la conciencia, y, en estas, algo puntiagudo se le clavo en el pecho.
Su mente se sumergió en la oscuridad.