Capítulo 24

Fuego pretendía que Gentian y Gunner (en especial este último) la vieran con claridad; por ello, se encaminó hacia los aposentos del rey, situados en el segundo piso y desde los que se dominaba el patio, y salió al balcón. Desde allí, miró con intensidad a los dos deslumbrados nobles, a quienes había inducido a dirigirse a un lugar del patio desde donde la verían mejor. Dedicó una sonrisa provocativa a Gunner y coqueteó con él —un acto ridículo y embarazoso—, pero que surtió el efecto deseado. En esto, Nash irrumpió en el balcón y echó una ojeada al patio para ver con quién tonteaba; fulminó con la mirada a padre e hijo y, con un violento tirón del brazo, la obligó a entrar en la habitación.

Por suerte, el episodio no debió de durar más de diez segundos, porque la tensión mental que soportó la joven fue tremenda; había demasiadas mentes en el patio a las que controlar a la vez, si bien contó con la ayuda de los hombres de Welkley, que deambularon entre los invitados para crear distracciones y desviar de ese modo la atención sobre ella. Con todo, hubo gente que la vio; por eso, no tendría más remedio que confeccionar una lista de personas a las que ahora habría que vigilar con especial atención en caso de que encontraran interesante el hecho de que, al parecer, la dama monstruo intentaba seducir a Gentian y a Gunner, cuestión lo bastante sugestiva para comentarla o, incluso, para actuar de alguna forma al respecto.

Pero, pese a todo, dio resultado; Gentian y Gunner se habían quedado mirándola, paralizados por su belleza.

Quiero que hablemos —transmitió ese pensamiento a los dos hombres cuando Nash se la llevaba—. Deseo aliarme con ustedes, pero no se lo digan a nadie o me pondrán en peligro.

Se dejó caer en una silla de la sala de estar de Nash, y se llevó las manos a la cabeza, mientras hacía un seguimiento de la impaciencia de Gentian y de las sospechas y el deseo de Gunner, así como un somero reconocimiento por el patio y la totalidad del palacio en busca de cualquier detalle relevante o problemático. Nash se aproximó a una mesita auxiliar, regresó con un vaso de agua y se agachó delante de la joven para ofrecérselo.

—Gracias —lo aceptó ella, agradecida—. Lo ha hecho bien, majestad. Ahora creen que me retiene aquí por celos y que yo deseo escapar; Gentian rebosa indignación.

—Estúpidos ingenuos —resopló disgustada Clara, repantingada en el sofá.

—En realidad no es culpa de ellos —dijo sombríamente Nash, todavía en cuclillas delante de la dama monstruo. Le estaba costando un mundo levantarse y apartarse de allí, y ella notaba que lo intentaba. Quiso tocarle el brazo en señal de gratitud por no dejar de intentarlo nunca —de una forma u otra—, pero sabía que su contacto no lo ayudaría, sino todo lo contrario.

¿Por qué no le lleva agua a su hermano? —le transmitió con dulzura. Garan estaba sudando profusamente debido a uno de los accesos febriles que lo acometían en los momentos de tensión, y descansaba en el sofá con los pies encima del regazo de Clara. Nash agachó la cabeza y se levantó para hacer lo que ella le sugería.

Fuego observó entonces a Brigan, que se apoyaba en una estantería; el príncipe —cruzado de brazos y con los ojos cerrados— no prestaba atención a la discusión iniciada por sus hermanos sobre los porqués de la estupidez de Gentian. Iba bien vestido y afeitado, pero el moratón de la cara había adquirido un feo tono purpúreo. Parecía tan cansado que daba la impresión de estar a punto de fundirse con la maciza e inanimada madera.

¿Cuándo durmió por última vez? —le transmitió Fuego.

Brigan abrió los claros ojos y, mirándola, hizo un gesto de indiferencia que a ella le bastó para deducir que había sido hacía mucho tiempo.

¿Quién lo hirió?

Él volvió a negar con la cabeza y articuló en silencio una palabra: «Bandidos».

¿Cabalgaba solo?

—Tuve que hacerlo. De lo contrario no habría llegado aquí a tiempo —musitó Brigan con tranquilidad.

No lo criticaba. Confío en que usted hace lo que debe.

Brigan le abrió la mente para mostrarle un recuerdo, el de aquel día, a principios de verano, cuando le prometió que no deambularía solo de noche; no obstante, cabalgó sin escolta la noche anterior y gran parte de ese día; en consecuencia, ella estaba en su derecho de criticarlo.

Ojalá… —Fuego empezó a trasmitirle el pensamiento, pero se detuvo. No debía decirle que ojalá no tuvieran que cumplir esa tarea, que deseaba consolarlo y ayudarlo a dormir, y que la guerra que Nash y él tenían que disputar en campos congelados —a mandobles o, si era preciso, a golpes— contra demasiados enemigos, no se disputara nunca. Estos hermanos… ¿Cómo lograrían salir con vida de semejante contienda?

El pánico se apoderó de ella, y le lanzó un pensamiento incisivo:

Cada vez me gusta más su yegua Grande. ¿Me la regala?

Brigan se la quedó mirando con la incredulidad que merecía semejante pregunta formulada al comandante de un ejército ante una guerra inminente, y ella estalló en una inesperada carcajada que le relajó la mente.

Bien, bien, sólo comprobaba si estaba despierto y lúcido, porque verlo dando una cabezada recostado en la estantería no inspira demasiada confianza.

Brigan continuó mirándola como si estuviera medio loca, pero apoyó una mano en la empuñadura de la espada y se irguió, a punto para ir a dondequiera que ella le indicara. Señaló con la cabeza la puerta que llevaba a las otras habitaciones de Nash, donde esperaban la escolta de la joven, un grupo de mensajeros y una pequeña unidad de soldados para el caso de que se los necesitara en algún momento.

Fuego se levantó; todos dejaron de hablar y la miraron.

—Pisos séptimo y octavo —le indicó a Brigan—, el ala del norte, en las habitaciones que dan al pequeño patio. En este momento es la zona de palacio más desocupada, como lo ha estado todo el día, así que será ahí a donde conduciré a Gentian y Gunner. Usted y Clara vayan ya ahora mismo y busquen una habitación vacía en una de esas dos plantas, a la que sea más fácil llegar sin ser vistos; yo intentaré conducir a esos dos tan cerca de ustedes como me sea posible. Si necesitan mi ayuda para recorrer los pasillos, o si les ocasionan contratiempos los perros que les ha puesto Murgda para que los sigan como su sombra, llámenme.

Brigan asintió con la cabeza y se trasladó a la habitación contigua para reunirse con sus soldados. Fuego volvió a sentarse y se tapó la cara con las manos; se requería concentración para cada nuevo paso del plan. Ahora debía estar pendiente de Brigan y de Clara, de sus soldados, de sus «sombras» y de todo aquel que reparara en cualquiera de ellos, además de mantener el seguimiento de Gentian, Gunner y Murgda; y quizás enviar de vez en cuando un vislumbre de irreprimible deseo a Gentian y a su hijo, así como conservar una imagen global del palacio, por si acaso algo —en algún lugar o en algún momento— se torciera, fuera cual fuera la razón.

Suspiró para relegar a un segundo plano el ligero dolor de cabeza que empezaba a notar en las sienes, y proyectó la mente a fin de disponer de mayor alcance.

Quince minutos después, Clara, Brigan y varios soldados llegaron a una habitación en el extremo septentrional de la octava planta; en ella hallaron a tres espías de Murgda y otros tantos de Gentian, algunos de ellos sin sentido, y los que estaban conscientes hervían de rabia debido (era de suponer) a la humillación de estar atados y amordazados dentro de los armarios.

Brigan comunicó con el pensamiento a Fuego que todo iba bien.

—Todo en orden —les dijo ella a Nash y a Garan.

Todo va bien —transmitió a los involucrados, repartidos por cualquier rincón de palacio—. Me pongo manos a la obra.

Todavía sentada, se echó un poco hacia delante y cerró los ojos; rozó la mente de Gentian y entró en ella, luego tocó la de Gunner y llegó a la conclusión de que no estaba lo bastante abstraído para andarse con subterfugios.

¡Gunner! —lo llamó con coqueta sensualidad, y se lanzó contra las grietas que se abrieron al experimentar el hombre un involuntario torrente de placer—. Gunner, quiero que venga, necesito verle. ¿Puedo confiar en que se comportará bien conmigo?

La sospecha se resistía a abandonar los márgenes de la complacida conciencia del joven, pero la dama monstruo logró disiparla y ejerció un mayor control sobre él.

Deben dirigirse hacia donde yo los conduzca y no decírselo a nadie —les comunicó a Gunner y a su padre—. Abandonen ahora mismo el patio por la arcada principal y suban por la escalera central a la tercera planta, como si regresaran a sus aposentos. Los guiaré a un lugar seguro, lejos del rey y de sus cargantes guardias.

Gentian se puso en movimiento, y a continuación, aunque a regañadientes, lo hizo Gunner. Sus cinco secuaces los siguieron, pero Fuego expandió el alcance de su mente y entró en las de estos; los siete se encaminaron hacia la salida, y la joven también tocó todas las mentes presentes en el patio; daba igual quién reparara en la marcha de aquellos hombres, pero era de suma importancia ver quién iría tras ellos.

Tres conciencias abandonaron el baile como quien no quiere la cosa y fueron en pos del grupo. Fuego reconoció en ellas a dos espías de Murgda, y la tercera era la de un noble de poca categoría, al que poco antes había identificado como simpatizante de la noble dama. Les rozó la mente para tantearlos, pero se percató de que estaban demasiado alerta para poder entrar en ellas sin que se dieran cuenta; tendría que guiar a los otros y confiar en que esos tres los siguieran.

Diez hombres; la joven se dijo que era capaz de encargarse de ellos al tiempo que tenía presente el plano de la planta del castillo y controlaba mentalmente la posición de miles de personas en movimiento.

¡Cómo había crecido su poder con la práctica! No habría podido conseguir algo así un año antes, puesto que durante el viaje de la pasada primavera se sintió por completo sobrepasada por la presencia de la División Primera.

Las diez personas subieron la escalera hasta la tercera planta.

Ahora sigan recto y giren al llegar al pasillo donde se hallan sus habitaciones —Indicó a Gentian y Gunner.

Fuego se adelantó mentalmente a la marcha del grupo, y descubrió que el camino que debían recorrer estaba tan abarrotado de gente que resultaba preocupante. Así pues, obligó a algunos a acelerar sus pasos, a otros a ralentizarlos, e incluso a unos cuantos a retirarse a sus habitaciones; en algunos casos (a aquellos que tenían una mente más resistente), los hizo obedecer a la fuerza porque no había tiempo para ocuparse de la situación con el debido tacto. De ese modo, cuando Gentian y Gunner —junto con sus cinco esbirros— doblaron la esquina en el pasillo donde estaban alojados, se lo encontraron completamente vacío.

El pasillo continuaba desierto cuando pasaron por delante de sus aposentos.

Deténganse.

Fuego desvió sus órdenes para tocar las mentes de los soldados que se hallaban escondidos en las habitaciones contiguas a la de Gentian, y cuando los tres hombres de Murgda llegaron al pasillo, les envió un mensaje:

¡Ahora!

Los soldados salieron al corredor y se echaron sobre los cinco secuaces y los tres espías de Murgda para capturarlos.

¡Corran! —acució Fuego a padre e hijo, tal vez sin necesidad, puesto que ambos ya corrían—. ¡Van a por ustedes! ¡Corran, corran! ¡Sigan el pasillo y doblen a la izquierda cuando lleguen al farol! ¡Busquen la puerta verde que hay a su izquierda, entren por ella y estarán a salvo! Sí, a salvo. ¡Bien, ahora, suban por la escalera con cuidado, despacio, sin hacer ruido! ¡Deténganse! Esperen un momento.

Los dos hombres se detuvieron, desconcertados, desesperados y solos en una escalera de caracol en algún lugar entre las plantas quinta y sexta. Fuego los reconfortó y los tranquilizó, y después dirigió la mente hacia el pasillo donde había tenido lugar la reyerta.

¿Han apresado a todo el mundo? ¿Los ha visto a ustedes alguien? —preguntó al soldado al mando, y este le respondió que todo había ido bien—. Gracias. ¡Bien hecho! Si hubiera alguna complicación, avíseme.

La joven respiró hondo y se preparó para volver a la escalera con Gentian y Gunner.

Lo siento —murmuró de forma tranquilizadora—. ¿Se encuentran bien? Lo siento mucho; ahora me ocuparé de ustedes.

Gunner, de muy mal humor, se liberó un poco de su control; estaba enfadado por haber perdido a su escolta, por hallarse acorralado en un estrecho hueco de escalera y furioso consigo mismo por haber permitido que una monstruo se adueñara de su voluntad y lo hubiera puesto en peligro. Entonces Fuego le inundó la mente y se la desbordó de calidez, de sensaciones e insinuaciones destinadas a que dejara de pensar, tras lo cual le envió un mensaje frío y directo:

Ustedes mismos se pusieron en peligro al venir a palacio, pero no teman, porque los he elegido y yo soy más fuerte que el rey. Contrólense y piensen que será mucho más fácil hundirlo si yo estoy de su parte.

Al mismo tiempo hizo un reconocimiento de los pasillos cercanos a la escalera de caracol; por los corredores de la planta octava transitaban muchos invitados a la fiesta, y ahí era donde estaba apostado Brigan. En cambio, la planta séptima estaba vacía, mas, debido a la fatiga, la joven notaba la mente cada vez más torpe y más lenta a la hora de reaccionar.

Brigan —llamó al príncipe por su nombre, demasiado cansada para preocuparse de guardar las formas—, los llevaré a la planta séptima, a los aposentos vacíos que hay debajo de ustedes. Cuando llegue el momento, quizá tenga que descolgarse por el balcón.

La respuesta de Brigan no se hizo esperar: le parecía bien el cambio, y ella no debía preocuparse más por él ni por el balcón.

Suban, suban —les transmitió a Gentian y Gunner—. Vayan a la siguiente planta, eso es; ahora, en silencio, salgan por la puerta y sigan pasillo adelante, sí, y doblen a la izquierda, despacio… despacio. —Fuego tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el plano de los alojamientos y localizar dónde se hallaba Brigan—. Ahí, deténganse y entren en la habitación que hay a su derecha.

Gunner no dejaba de barbotar, pero ella lo empujó mentalmente, sin contemplaciones, para que entrara.

Ya en la habitación, la ira de Gunner dejó primero paso a la perplejidad, y luego, de forma repentina, a la satisfacción. Era una reacción extraña, pero la joven no tenía fuerzas para pensar en ello.

Siéntense, caballeros, y no se acerquen a las ventanas ni al balcón. Dentro de unos minutos me reuniré con ustedes y hablaremos.

Efectuó otro barrido por pasillos y patios, y buscó a Murgda y a su gente para asegurarse de que nadie sospechaba nada y que todo iba bien. Profiriendo un hondo suspiro, enfocó de nuevo la mente hacia el cuarto donde se hallaba sentada, y vio a Mila arrodillada en el suelo frente a ella, cogiéndole la mano, así como al resto de su escolta, a Garan y a Nash, que la observaban preocupados. Fue un gran alivio comprobar que aún estaban con ella.

—En fin —dijo—, ahora me toca a mí.

Flanqueados por miembros de sus escoltas, Nash y la dama monstruo atravesaron el vestíbulo, llamando la atención de cuantos se cruzaban a su paso. La pareja subió por la escalera hasta la tercera planta, tal como había hecho Gentian, pero encaminó sus pasos en dirección contraria y recorrió varios pasillos hasta llegar a la puerta de los aposentos de ella.

—Buenas noches, señora —se despidió el rey—. Espero que se le pase el dolor de cabeza.

Nash le cogió una mano, se la llevó a los labios y le besó los dedos: después la soltó con torpeza y se marchó, taciturno.

Fuego lo contempló con verdadero cariño mientras se alejaba, si bien dicha emoción no se le reflejó en el rostro; Nash lo estaba haciendo muy bien esa noche, y ella sabía lo que le costaba, aunque el monarca, celoso y perdidamente enamorado, tampoco se lo ponía fácil a los demás.

A continuación, la dama sonrió con dulzura a los perros de Gentian y de Murgda (varios de ellos le devolvieron la sonrisa), y entró en sus aposentos. Apretándose las sienes, hizo un esfuerzo para expandir la mente e inspeccionar el recinto de palacio y luego el cielo a través de la ventana.

—No hay nadie fuera ni tampoco ninguna rapaz monstruo —informó a sus escoltas—. Vamos allá.

Musa abrió la ventana y apartó la malla con la hoja de la espada. Una corriente de aire frío inundó la habitación y varias gotas de aguanieve cayeron en la alfombra; Fuego pensó unos segundos en Brigan y en su guardia, que más tarde cabalgarían bajo esa cellisca. Musa y Mila descolgaron una escala de cuerda por la ventana.

La escala está en posición —transmitió a los soldados que se encontraban en la habitación de la planta inferior. En esto se oyó el chirrido de una ventana que se abría; Fuego volvió a inspeccionar el entorno, pero no había nadie, ni siquiera los guardias de la casita verde.

—Bien, pues, allá voy —susurró.

La joven percibió lo mucho que Musa detestaba dejarla ir sola y desprotegida.

—Te avisaré si os necesito —le prometió Fuego, estrechándole las manos con más fuerza de la necesaria. En silencio, prietos los labios, Musa la ayudó a descolgarse por la ventana.

El vestido y los zapatos que llevaba Fuego no estaban pensados, desde luego, para ser utilizados en invierno o con un clima que se le pareciera lo más mínimo. Con torpeza, se descolgó hacia la ventana inferior; una vez allí, los soldados la cogieron y la metieron en la habitación procurando no mirarla mientras se arreglaba el vestido. A continuación, la instalaron en la plataforma inferior de una mesita de ruedas, cubierta completamente por un mantel, que transportaba la comida a la séptima planta.

La mesita era estilizada pero resistente, y los suelos del palacio del rey eran sólidos y lisos; tras un par de minutos de tiritar como una azogada allí escondida, Fuego volvió a entrar en calor. Un sirviente empujó la mesita por los pasillos hacia el montacargas, el cual se elevó sin chirriar una sola vez y sin sacudidas. Al llegar a la séptima planta, otro sirviente la sacó del montacargas y, siguiendo las instrucciones mentales que recibía de la joven, la condujo a lo largo de otros pasillos y, doblando esquinas Hasta el corredor situado más al norte se detuvo frente a la puerta de la habitación donde se hallaban Gentian y Gunner.

Abrió la mente hacia la planta superior para encontrar a Brigan, pero este no estaba ahí; presa del pánico, hizo un barrido por toda la planta de arriba y se dio cuenta de lo que había hecho.

¡Maldición! —le comunicó furiosa—. ¡Maldita entupida! Me he equivocado. No conduje a esos dos a la habitación que está debajo de la que ocupan ustedes, sino a la de al lado, hacia el oeste.

Brigan le transmitió una sensación de seguridad, de no estar preocupado por eso: saltaría al balcón del cuarto contiguo.

¡Pero la habitación está ocupada!

El príncipe tenía el convencimiento de que no había invitados albergados en ella.

No me refiero a la de su piso, Brigan, sino a la del mío. He conducido a Gentian y a Gunner a habitaciones ocupadas. ¿Quizá pertenecen a un tal Quinsling o Quinsland? El nombre empieza por «Q». —El dolor de cabeza de Fuego era terrible—. ¿Intento conducirlos a otro lugar? Creo que Gunner se negaría. ¡Oh, esto es espantoso! Haré correr la voz de que, sea como sea, no permitan que el tipo cuyo nombre empieza por «Q» se acerque a sus aposentos, ni su mujer, ni sus sirvientes, ni sus guardias tampoco. Ahora no sé qué haremos con los cuerpos de Gentian y Gunner —pensó con amargura, abrumada, casi llorando por el error cometido.

«¿Quislam, dice usted? —preguntó Brigan—. ¿Lord Quislam, del sur del reino?».

Sí, Quislam —respondió Fuego.

«Pero ¿no es un aliado de Gentian?».

Sí, sí. —Ella se esforzó en recordar—. Quislam es un aliado de Gentian, pero eso no cambia nada. Aunque bien podría ser la explicación de que Gunner se tranquilizara al entrar en esa habitación.

Brigan pensó que si Gunner creía estar a salvo al hallarse en la habitación de un aliado, a lo mejor le sería más fácil controlarlo, y quizás el error les vendría bien.

¡No! ¡No nos beneficiará en nada! —contestó la dama, histérica—. Nos causará innumerables problemas.

«Fuego…».

La concentración de la joven se desmoronaba, pero ella se aferró a un pensamiento que, de repente y sin sentido alguno, pareció cobrar importancia:

Brigan, usted posee un control mental más potente que el de cualquier otra persona que conozco. Fíjese con qué facilidad se comunica; prácticamente, es capaz de trasmitirme frases enteras. Y no hace falta que explique por qué es tan potente. No tuvo más remedio que serlo. Mi padre… —Estaba exhausta y sentía como si un puño le golpeara el cerebro—. Mi padre lo odiaba a usted más que a nadie.

«Fuego…».

Brigan, estoy tan cansada.

«Fuego…».

Brigan la llamaba por su nombre y le transmitía una sensación: coraje y fuerza. Y algo más también, como si estuviera junto a ella y la llevara dentro de sí, un firme pilar que la sostenía, su mente inmersa en la de él, y el corazón sumergido en el ardor del de Brigan.

El ardor del corazón del hombre era asombroso; casi sin dar crédito a sus sentidos, Fuego lo comprendió: el sentimiento que Brigan le enviaba era amor.

«Cálmese, Fuego —la exhortó él—, y entre en ese cuarto».

Ella salió de su escondite y abrió la puerta de la habitación.