Capítulo 23

Fuego pasó los días siguientes inmersa en un estado de asombro; descubrir que tenía abuela ya era en sí bastante pasmoso, pero percibir, desde la primera y vacilante cena compartida, que la anciana sentía curiosidad por conocerla y que estaba abierta a su compañía era casi más de lo que podría soportar una joven humana monstruo que de tan pocos momentos de dicha había disfrutado en su vida.

Cenaba todas las noches en la cocina de la casita verde con Tess y Hanna; el raudal inagotable de la cháchara de la niña llenaba los espacios vacíos en la conversación entre abuela y nieta y, de algún modo, aliviaba la incomodidad de las dos mujeres cuando intentaban encontrar la forma de relacionarse.

También ayudaba el hecho de que Tess fuera abierta y sincera, y que Fuego notara la franqueza de todas las cosas embarulladas que decía.

—Casi siempre me mantengo imperturbable —le confesó la anciana durante la primera cena, consistente en pudin de carne de rapaz monstruo estofada—. Sin embargo, usted me ponía nerviosa, mi señora nieta. Durante todos estos años me he repetido que era hija de Cansrel, pero no de Jessa; que en realidad era una monstruo, en lugar de una chica, y que estábamos mejor sin usted. Intenté convencer a Jessa de que era así, pero nunca me hizo caso, y tenía razón. En cambio ahora, al mirarla a la cara, está más claro que el agua que la veo a ella.

—¿Dónde? ¿En qué rasgos? —quiso saber Hanna.

—Tiene la frente de mi hija —contestó Tess, agitando una cuchara en dirección a Fuego—, la misma expresión en la mirada y su precioso cutis; ha heredado el color de los ojos y del cabello, aunque el suyo es cien veces más llamativo que el de ella, como es natural. El joven príncipe me dijo que confiaba en usted, pero no le creí —terminó con un hilo de voz—. Pensé que había caído presa de su embrujo, y que se casaría con el rey o, peor aún, con él, y todo volvería a empezar.

—Tranquila, no pasa nada —le susurró Fuego, inmune al resentimiento porque el reciente descubrimiento de tener abuela la enternecía.

Habría querido darle las gracias a Brigan, pero este seguía ausente de la corte y no era probable que regresara antes de la fiesta. Pero por encima de todo, lo que más deseaba era decírselo a Arquero; a pesar del momento difícil que atravesaba su relación, su amigo compartiría con ella la alegría de su descubrimiento y reiría sin salir de su asombro al enterarse de la noticia. Sin embargo, él andaba dando tumbos por ahí, en algún punto del oeste, con una mínima escolta —según Clara sólo se llevó a cuatro hombres— y metiéndose en quién sabía qué dificultades. Entretanto, Fuego decidió hacer una lista con todas las satisfacciones y las complicaciones que suponía tener abuela para contárselo a Arquero cuando volviera.

Sin embargo, no era ella la única persona que estaba preocupada por el muchacho.

—En realidad tampoco fue para tanto que revelara su secreto —le dijo un día Clara, que olvidaba (pensó Fuego con acritud) que, en su momento, a ella le pareció tan terrible que le atizó un puñetazo—. Ahora todos estamos más conformes con la parte que le toca desempeñar en el plan que tenemos, y la admiramos por ello. En serio, señora, me asombra que no nos lo contara usted antes.

Fuego no contestó porque no iba a explicarle que, precisamente, la admiración era en parte la razón por la que no lo había contado. No era gratificante convertirse en la heroína de otras personas que odiaban a Cansrel; ella no lo había matado movida por el odio.

—Arquero es estúpido, pero espero que tenga cuidado —añadió la princesa, que se puso una mano en el abdomen con suavidad, la actitud ausente, mientras que con la otra rebuscaba entre un montón de planos de las plantas del castillo—. ¿Sabe si conoce la comarca del oeste? En esos lugares hay grandes grietas en el suelo, algunas de ellas abiertas a cuevas, pero otras no tienen fondo. Es muy capaz de caerse en una. —Dejó de revolver los papeles un momento, cerró los ojos y suspiró—. He decidido estarle agradecida por proporcionarle a mi bebé un hermano; la gratitud consume menos energías que la ira.

Cuando la verdad salió a la luz, Clara intentó aceptarla con generosa ecuanimidad; para Mila no fue tan fácil, aunque tampoco se encolerizó. Ahora, sentada en la silla que había junto a la puerta, la joven escolta daba la impresión de estar en las nubes.

—En fin —concluyó Clara con un suspiro—. ¿Ha memorizado algo más en las plantas superiores a la sexta? No tendrá miedo a las alturas, ¿verdad?

—No más que cualquier persona normal, ¿por qué?

La princesa sacó del montón de planos dos grandes páginas enrolladas, y le explicó:

—Aquí tiene la disposición de las plantas séptima y octava, aunque encargaré a Welkley que verifique si he etiquetado las habitaciones con los nombres correctos de los invitados que las ocupan antes de que empiece usted a memorizarlos todos. Intentamos dejarlas desocupadas para que usted investigue en ellas, pero a algunos invitados les gustan las vistas que se divisan desde esos aposentos…

Aprender de memoria la distribución de las plantas de palacio no era la misma tarea para Fuego que para las demás personas, porque ella era incapaz de concebir el palacio representado en la horizontalidad de un plano, sino que el edificio era un espacio tridimensional que se le desplegaba en la cabeza, un espacio rebosante de mentes en movimiento por los pasillos, que echaban la ropa sucia por los conductos en pendiente, o subían y bajaban escaleras que aún no percibía, unos espacios vacíos que esperaba llenar mediante la memorización de los planos trazados en unas hojas de papel. Para ella no era suficiente saber, por ejemplo, que Welkley se encontraba en el extremo oriental de la segunda planta, porque ¿en qué punto exacto se hallaba o en qué cuarto? ¿Con cuántas puertas y ventanas contaba esa estancia? ¿A qué distancia estaba la habitación en la que se encontraba el mayordomo del cuarto de servicio más próximo, o de la escalera más cercana? Las mentes que percibía a corta distancia de Welkley, ¿la acompañaban en el mismo cuarto, o estaban en el pasillo, o en la habitación contigua? Si en ese momento tuviera que darle mentalmente instrucciones al mayordomo para conducirlo hasta sus propios aposentos sin que nadie lo viera, ¿sería capaz de hacerlo? ¿Sería capaz, asimismo, de retener en la mente la información de ocho plantas, cientos de pasillos, miles de habitaciones, puertas, ventanas, balcones y la percepción de una corte rebosante de conciencias, todo ello al mismo tiempo?

La respuesta era «no», así de sencillo; sin embargo, iba a tener que aprender a hacerlo lo mejor posible porque el plan de los asesinatos durante la noche de la fiesta dependía de ello, y por ese motivo practicaba en sus aposentos, o en la cuadra, cuando iba a ver a Corto, o en los tejados, acompañada por su escolta; practicaba sin descanso a lo largo del día, a veces sintiéndose orgullosa de sí misma por lo mucho que había avanzado desde el día en que llegó a palacio; desde luego, nunca volvería a perderse al deambular por los pasillos.

Resultaba exasperante, sin embargo, que el éxito del plan dependiera de la habilidad de Fuego para aislar a Gentian, Gunner y Murgda —ya fuera por separado o juntos— en algún lugar de palacio sin que trascendiera; que ella llevara a buen término tal cometido era crucial porque los planes alternativos estaban prendidos con alfileres, requerían la participación de demasiados soldados y comportarían muchas reyertas, lo cual significaba que sería poco menos que imposible mantenerlos en secreto.

Una vez que estuviera sola con ellos, intentaría descubrir todo lo posible de lo que sabía cada uno de los tres; entretanto, Brigan buscaría una forma discreta de reunirse con ella, a fin de asegurarse de que el intercambio de información acabara felizmente, habiendo salvado la joven la vida y muriendo los otros tres; a continuación habría que retrasar la difusión de la noticia de las muertes el mayor tiempo posible. De ello también tendría que ocuparse Fuego, realizando una exploración mental del palacio en busca de personas que maliciaran lo que había pasado, y tomando las medidas oportunas para capturarlas de forma discreta para que no se fueran de la lengua. Porque no se permitiría que nadie contrario a la corona —sin excepción— se enterara del curso de los acontecimientos, ni de lo que Fuego había descubierto. La información que se obtuviera sólo sería valiosa mientras los adversarios ignoraran que la tenían.

Después, aquella misma noche, Brigan cabalgaría hacia Fortaleza Aluvión, y en cuanto llegara allí la guerra daría comienzo.

El día de la fiesta, Tess ayudó a Fuego a ponerse el vestido que se había encargado para la ocasión, abrochó corchetes y alisó y estiró allí donde la tela ya estaba alisada y estirada, todo ello sin cesar de musitar su complacencia. Luego entró en escena un equipo de peluqueras que desenredaron, peinaron y trenzaron el cabello de la joven hasta casi volverla loca con las exclamaciones debidas al efecto causado por la gama de colores rojos, anaranjados y dorados, así como por los mechones de color rosa, aunque escasos, y por la increíble suavidad, textura y luminosidad del cabello. Aquella fue la primera experiencia que vivía Fuego para mejorar su aspecto, pero no tardó mucho en convertirse en un proceso cargante y aburrido.

Sin embargo, cuando este terminó por fin, las peluqueras se marcharon y Tess insistió en llevarla hasta el espejo casi a empujones, Fuego comprobó —y entendió— que todo el mundo había hecho bien su trabajo. El vestido, de un intenso y fulgurante tono púrpura y de diseño muy sencillo, estaba tan bien cortado y se le ajustaba de tal forma al cuerpo que tuvo la impresión de ir casi desnuda. ¡Y el cabello…! Era incapaz de seguir el proceso de lo que le habían hecho: en algunos sitios estaba tejido en trenzas tan finas como cordoncillos; en otros, hecho bucles que se enroscaban alrededor de los compactos mechones que le caían sobre los hombros y por la espalda. Pero comprobó que el resultado final era la apariencia de algo salvaje bajo control y que resultaba magnífico como complemento del rostro, el cuerpo y el vestido. Entonces se dio la vuelta para observar el efecto que causaba en sus escoltas (presentes los veinte al completo, ya que todos tenían alguna tarea encomendada en el asunto de esa noche y esperaban sus órdenes), y se los encontró a todos boquiabiertos de asombro, incluidos Musa, Mila y Neel. Tanteó las mentes de los soldados y se sintió complacida al principio, pero al punto se disgustó al hallarlas tan abiertas como las ventanas de los tejados en julio.

—Controlaos —les espetó—. Sólo es un disfraz, ¿recordáis? Los planes no saldrán bien si los que han de ayudarme son incapaces de mantener la cabeza despejada.

—Saldrán bien, nieta, ya lo verás. —Tess le ofreció dos cuchillos metidos en sus correspondientes fundas para colocárselos en los tobillos—. Conseguirás cualquier cosa que desees de quienquiera que te plazca. Esta noche, pequeña, el rey Nash te regalaría el río Alígero si se lo pidieras, y el príncipe Brigan te daría su mejor caballo de guerra.

Fuego se abrochó las fundas de los cuchillos en los tobillos sin esbozar siquiera una sonrisa por las palabras de Tess; Brigan no podría regalarle nada hasta que hubiera vuelto a la corte, cosa que, dos horas antes de que empezara la fiesta, todavía no había ocurrido.

Una de las áreas reservadas por los príncipes gemelos para la puesta en escena de esa noche era un conjunto de habitaciones en la cuarta planta, en la que había un balcón que se asomaba al gran patio central. Fuego se situó en ese mirador con tres de sus escoltas para desviar la atención de cientos de personas que se encontraban abajo.

Como no había asistido nunca a una fiesta, cuanto menos a un baile en la corte, quedó deslumbrada. El patio resplandecía en tonos dorados debido a la luz de miles y miles de candelas: hileras de velas encendidas detrás de las balaustradas, al borde de la pista de baile, para que a las damas no se les prendiera el vuelo de los vestidos; velas colocadas en grandes lámparas, colgadas de los techos con cadenas plateadas; velas pegadas —con la propia cera derretida— a las barandillas de todos los balcones, incluido en el que se encontraba ella… Y todas esas luces revoloteaban sobre los invitados, confiriendo un maravilloso aspecto a los vestidos, trajes y joyas que lucían, así como a las copas de plata de las que bebían. El cielo se oscureció paulatinamente; los músicos afinaron sus instrumentos, empezaron a tocar y la música fluyó superando el murmullo de las conversaciones y el repique de risas. Dio comienzo el baile, pues, y el cuadro perfecto de una fiesta de invierno quedó acabado.

Parecía mentira lo distinto que era el aspecto aparente de una cosa de la realidad que escondía; si Fuego no hubiera tenido que estar concentrada por fuerza, o si hubiera estado de humor, tal vez se habría reído, porque era consciente de hallarse sobre un microcosmos del propio reino, en medio de una red de traidores, espías y aliados, engalanados con ricos y elegantes atavíos, los representantes de los distintos bandos, que se vigilaban entre sí con cautela, intentaban escuchar las conversaciones de los otros y estaban muy al tanto de quién entraba o salía. Lord Gentian y su hijo constituían el centro de atracción del patio a pesar de haberse situado en un lugar apartado. Gunner, de talla media y aspecto anodino, tenía tal habilidad de fusionarse con el rincón donde se hallaba que resultaba asombroso; por su parte, Gentian era alto, de cabello canoso resplandeciente, y demasiado famoso como enemigo de la corte para pasar inadvertido; lo rodeaban cinco «asistentes», hombres con aspecto de perros de presa vestidos con ropas de gala. En bailes como el que se celebraba esa noche, no era costumbre llevar espada, por lo que las únicas armas visibles eran las que portaban los guardias de palacio, apostados en las puertas. Sin embargo, Fuego sabía que Gentian, Gunner y sus mal disfrazados guardaespaldas iban armados con cuchillos, y percibía una gran tensión en ellos, consecuencia de la desconfianza. Asimismo, reparó en que Gentian se tiraba del cuello del traje de forma repetida, con desasosiego, que tanto él como su hijo se volvían con brusquedad cada vez que oían un ruido inesperado, y que las sonrisas amistosas de los dos hombres eran fingidas, tan forzadas que se convertían en una mueca descompuesta. Gentian le parecía un hombre apuesto, elegante y aparentemente distinguido, a menos que se tuviera la capacidad de notar que tenía los nervios de punta; el noble lamentaba ahora haber seguido el plan que le había obligado a asistir al festejo.

A la joven le abrumaba la tarea de seguirle la pista a cada invitado que se hallaba en el patio, y tener que proyectar la mente más lejos del entorno la mareaba; pese a ello, haciéndolo lo mejor posible y valiéndose de cualesquiera conciencias que le permitían su acceso, compilaba una lista mental de personas que había en palacio y que, a su entender, tal vez fueran simpatizantes de lord Gentian o lady Murgda, o las que no eran de fiar o, por el contrario, las que sí eran dignas de confianza. Transmitió esa lista a un secretario de la oficina de Garan, el cual anotó nombres y descripciones y los transmitió a su vez al jefe de la guardia, oficial que, entre sus muchas tareas de esa noche, tenía la responsabilidad de saber dónde estaba cada invitado en todo momento, así como prevenir cualquier aparición imprevista de armas o la ausencia repentina de alguna persona de relevancia.

Ya había anochecido, y Fuego percibió el movimiento de arqueros entre las sombras de las balconadas de alrededor; tanto Gentian como Murgda estaban alojados en la tercera planta de palacio, cuyos balcones daban a ese mismo patio central; en las habitaciones ubicadas encima, debajo, enfrente y a ambos lados de los aposentos de ambos personajes, no se alojaba ningún otro invitado, pero en ese momento sí se hallaban ocupadas por tropas del rey que reducían a insignificante la presencia de la escolta de la joven.

Que esas escasas fuerzas del rey se hallaran allí apostadas era una orden de Brigan.

Fuego no habría sabido decir qué la atemorizaba más: si las consecuencias que tendría para ella y para la familia real que el príncipe no llegara a tiempo, o cómo repercutiría en la misión de esa noche y en la guerra. Pero comprendió que lo uno y lo otro eran componentes del mismo temor: si Brigan no aparecía, querría decir que había muerto, suceso que provocaría un derrumbamiento total, ya fueran cosas importantes —como los planes de esa noche— o cosas insignificantes, como su corazón.

Pocos minutos después de hacerse estas reflexiones, se dio de bruces con la conciencia del príncipe cuando este se materializó en el límite del alcance mental de la joven, en el puente más cercano a palacio. Casi de forma involuntaria, al percibirlo, ella le transmitió una oleada de sensaciones, empezando por la ira, a la que sustituyó de inmediato la preocupación, mezclada con el consuelo, todo ello de un modo tan descontrolado que no hubiera podido asegurar si el más profundo de sus sentimientos no se habría filtrado con los demás.

Él respondió transmitiéndole tranquilidad, agotamiento y disculpas, a lo que ella contestó de inmediato disculpándose a su vez; la respuesta del príncipe fue reiterar sus excusas, en esta ocasión con más empeño.

Brigan ha llegado —se apresuró a informar a los demás. La joven apartó de la mente las reacciones de alegría que recibió en respuesta, porque notó que su concentración se disgregaba, y luchó para recuperar el control de lo que ocurría en el patio.

Lady Murgda se mantenía en un segundo plano sin ser así centro de atención, como lo era Gentian. Al igual que este, la noble había llegado a palacio acompañada por un séquito de veinte personas, como poco, unos «sirvientes» que daban la impresión de ser gente experimentada en la lucha. Varios de ellos estaban en esos momentos en el patio, y otros, desperdigados por todo el palacio, sin duda vigilando a quienquiera que su señora les hubiera ordenado espiar. Sin embargo, a su llegada, Murgda fue directa a sus aposentos y no salió de ellos; y allí seguía refugiada, en la planta inferior a las estancias de Fuego al otro lado del patio, por lo que la joven no alcanzaba a verla, pero sí le percibía la mente, incisiva e inteligente, como era de esperar; captó que la mujer era mucho más peligrosa y que estaba más protegida mentalmente que los otros dos enemigos; no obstante, bullía con un nerviosismo y una desconfianza parejos a los de sus cómplices.

Clara, Garan, Nash, Welkley y varios guardias entraron en los aposentos de Fuego; al percibirlos, pero sin dar la espalda al panorama que divisaba desde el balcón, la joven les rozó la mente con un saludo, y a través de la puerta abierta del balcón, oyó rezongar a la princesa:

—He deducido quién es el espía de Gentian que me sigue los pasos, pero no estoy segura de haber identificado al perro de Murgda. La gente de esa mujer está mejor entrenada.

—Algunos de ellos son pikkianos —aclaró Garan—. Sayre me ha dicho que vio hombres con rasgos propios de Pikkia, además de oírles hablar con el acento de esas tierras.

—¿Será posible que lord Gentian sea tan obtuso que no haya puesto a ningún perro que vigile a lady Murgda? —planteó Clara—. Salta a la vista quiénes forman parte de su séquito y no da la impresión de que tenga a ninguno de ellos pegado a los talones de esa mujer.

—No es nada fácil controlar a lady Murgda, alteza; apenas se ha dejado ver —intervino Welkley, y dirigiéndose a Nash, añadió—. Por otro lado, lord Gentian ha solicitado en tres ocasiones audiencia con usted, majestad, y las tres veces he desoído su petición. Está deseoso de exponerle personalmente todo tipo de razones inventadas por las que se encuentra aquí.

—Le daremos la oportunidad de explicarse después de que haya muerto —repuso Garan.

Fuego escuchaba la conversación con la mínima atención mientras seguía los movimientos de Brigan —en ese momento se hallaba en los establos—, y repartía el resto de su atención entre Gentian, Gunner y Murgda. Hasta entonces se había limitado a juguetear con la mente de cada uno de los tres, buscando cómo entrar en ellas, tanteándolas, pero sin dominarlas. Mientras tanto, transmitió instrucciones a una criada que se hallaba en el patio —bajo las órdenes de Welkley—, para que ofreciera vino a Gentian y a Gunner, pero los dos hombres rechazaron el ofrecimiento con un ademán brusco. Fuego suspiró; hubiera sido mejor que el mayor de los dos no tuviera tantos problemas digestivos, y el más joven fuera menos austero en sus costumbres. De hecho, Gunner estaba resultando problemático, con más voluntad de lo que a ella le habría gustado. Por otra parte, Gentian… La joven se planteó si no habría llegado el momento de entrar en la mente de este hombre, y empezar a presionarlo, pues estaba cada vez más desasosegado; le dio la impresión de que le habría gustado tomar el vino que había rechazado. Entonces sintió que Brigan entraba en la estancia.

—¡Hermano! —oyó que lo saludaba Garan—. Incluso para lo que es habitual en ti, esta vez has llegado por los pelos, ¿no te parece? ¿Todo bien por Fortaleza Aluvión?

—Pobrecillo, ¿quién te ha machacado la cara a puñetazos? —se interesó Clara.

—Nadie digno de mención —fue la concisa réplica de Brigan—. ¿Dónde está lady Fuego?

La joven le dio la espalda al patio central, cruzó la puerta del balcón y entró en la habitación; se dio de bruces con Nash, que estaba muy guapo e iba elegantemente ataviado. El monarca se quedó como petrificado al verla, la contempló con expresión desdichada y se fue a la habitación contigua. Garan y Welkley estaban boquiabiertos, y ella recordó entonces que iba arreglada para la fiesta; incluso Clara se había quedado de una pieza, embobada.

—Sí, sí, ya lo sé —dijo Fuego—. Salgan del estupor, y pongámonos a la tarea.

—¿Se encuentra todo el mundo en su puesto? —inquirió Brigan. Salpicado de barro y helado de frío, daba la impresión de que hubiera luchado a vida o muerte pocos minutos antes y hubiera estado a punto de perder; tenía los pómulos en carne viva, la mandíbula magullada, aparte de llevar los nudillos cubiertos por un vendaje ensangrentado. Le dirigió la pregunta a Fuego mientras la miraba a la cara con una expresión afable que no encajaba con el resto de su aspecto.

—Lo están —contestó ella, y, mentalmente, le preguntó:

¿Necesita un sanador, alteza?

Él negó con la cabeza y bajó la vista a los nudillos para observarlos con un asomo de guasa.

—¿Cómo va con nuestros enemigos? ¿Ha aparecido alguien a quien no esperábamos, o alguno de esos amigos de Tajador con la mente en blanco, señora?

—No, gracias al cielo —respondió en voz alta.

¿Le duelen las heridas?

—Muy bien, de acuerdo —intervino Clara—. Ya tenemos a nuestro espadachín, así que pongámonos en marcha. Brigan, ¿te importaría arreglarte un poco para estar más presentable? Sé que esto es una guerra, pero todos intentamos fingir que es una fiesta.

La tercera vez que Fuego dio instrucciones a la criada del grupo de Welkley para que sirviera vino a Gentian, este cogió la copa y la vació de un par de tragos.

A partir de entonces, la dama monstruo entró sin problemas en la mente del hombre; y no era un lugar estable. Gentian no paraba de echar ojeadas al balcón de Murgda, y cuando lo hacía, toda su atractiva persona irradiaba ansiedad mezclada con un peculiar anhelo.

Fuego se preguntó por qué razón el noble no había asignado a ninguno de sus hombres la vigilancia de lady Murgda si escudriñaba con tanta ansiedad el balcón de la dama. Y Clara tenía razón al afirmar que no había ningún perro pendiente de los movimientos de Murgda. Fuego reconocía la percepción mental de todos los que formaban el séquito de Gentian y, sin apenas esfuerzo, fue capaz de localizarlos del primero al último; observaban a escondidas las puertas de varios invitados y a sus sirvientes, o andaban al acecho de los accesos vigilados en la zona donde se ubicaban el ala de la residencial real y las oficinas, pero ninguno espiaba a Murgda.

Por su parte, la noble tenía espías detrás de todo el mundo; en ese momento había dos de ellos rondando a Gentian.

Este se tomó una segunda copa de vino y echó otra mirada al balcón desierto de Murgda; la emoción que acompañaba a esas ojeadas era tan rara… A Fuego le recordaba a un niño asustado que buscara apoyo y seguridad en un adulto.

¿Por qué buscaba Gentian seguridad en el balcón de su enemiga?

De pronto, a la joven le asaltó el deseo de descubrir qué pasaría si Murgda saliera al balcón y Gentian la viera; sin embargo, no correría el riesgo de impeler a la mujer para que se asomara al patio, porque no había forma de lograrlo sin que ella se diera cuenta, con lo cual no tardaría ni dos segundos en imaginarse por qué lo había hecho.

Entonces se le ocurrió que si no era posible manipular la mente de la mujer a hurtadillas, ¿por qué no hacerlo de forma directa?

Vamos, señora, dígame por qué está usted aquí, siendo una rebelde —le transmitió.

La reacción de Murgda no sólo fue inmediata, sino asombrosa: una intensa e irónica sensación de complacencia porque se dirigiera a ella tan a las claras; ni rastro de sorpresa ni temor, sino un deseo inequívoco de encontrarse personalmente con la dama monstruo, así como una desconfianza sin tapujos ni arrepentimiento.

Está bien, de acuerdo —le comunicó Fuego con premeditada despreocupación—. Me reuniré con usted si se dirige al lugar que le indicaré.

Ahora le llegó una sensación de regocijo teñida con desdén. Murgda no era tan necia para dejarse engatusar y meterse en una trampa.

Verla no me entusiasma hasta el punto de permitir que elija usted el punto de reunión, lady Murgda.

Como respuesta, una porfiada negativa a abandonar la seguridad de la imaginaria fortaleza levantada a su alrededor.

No pensará que voy a ir a sus aposentos, ¿verdad, lady Murgda? No, tengo la impresión de que, al fin y al cabo, no estamos destinadas a encontrarnos cara a cara.

A la joven le llegó una oleada de firme determinación de la dama —una necesidad perentoria— de reunirse con ella, de verla.

Una curiosa necesidad que Fuego aprovechó y la utilizó para sus fines. Así pues, respiró hondo para sosegarse, ya que el siguiente mensaje debía ser perfecto en la inflexión: divertido —incluso complacido— hasta el punto de una incipiente anuencia, y acompañado de un toque de curiosidad, aunque con la suficiente indiferencia con respecto adónde podía conducir aquella toma de contacto.

Supongo que podríamos empezar viéndonos la una a la otra. Estoy en el balcón que hay enfrente del suyo, una planta más arriba.

Desconfianza. Sospecha de un nuevo intento de engatusarla para tenderle una trampa.

Muy bien, como quiera, lady Murgda. Si cree que nuestro plan es asesinarla a la vista de todo el mundo en nuestra fiesta de invierno y dar comienzo a una guerra, entonces, evidentemente, no se aventure a salir al balcón. Comprendo que sea precavida, aunque con esa actitud invalida sus propios intereses. Adiós, pues.

En respuesta, una oleada de irritación —si bien Fuego hizo caso omiso— seguida de desdén, primero, y de una ligera decepción acto seguido, y por último, silencio. La joven esperó; pasaron los minutos, y la percepción de Murgda disminuyó, como si la mujer aislara las sensaciones y cerrara la mente a cal y canto.

Transcurrieron varios minutos más, y Fuego se disponía a improvisar un nuevo plan cuando, de súbito, percibió que la noble se desplazaba por sus aposentos en dirección a la balconada, y entonces compelió a Gentian para que se trasladara hacia un lugar del patio desde el cual no la divisara a ella, pero sí viera sin impedimentos los ventanales del balcón de lady Murgda; acto seguido, la dama monstruo avanzó un poco, y la luz de las velas de la barandilla del balcón la iluminó de lleno.

La noble señora se detuvo ante el ventanal y echó una ojeada a Fuego a través de los cristales; era tal como la joven la recordaba: una mujer baja, poco atractiva, ancha de hombros y de aspecto severo. Cosa extraña, no le agradó la apariencia fuerte y resuelta de la mujer.

Murgda no salió al balcón, ni siquiera entreabrió la puerta, pero eso era lo que Fuego esperaba que hiciera, como mucho; fue suficiente porque abajo, en el patio, lord Gentian se la quedara mirando con fijeza.

La reacción del hombre le llegó a Fuego tan clara como si le hubieran arrojado un balde de agua a la cara: el nerviosismo apaciguado como por ensalmo.

Ahora entendía que Gentian no hubiera puesto perros para vigilar a Murgda, y la razón de que el aliado de lord Mydogg —el capitán Hart— supiera tantas cosas sobre Gentian. Sí, comprendía muchas cosas, entre ellas por qué había asistido Murgda a la fiesta: para ayudar a Gentian a llevar a cabo sus planes, porque, en algún punto del camino, este y Mydogg se habían aliado contra el rey.

Asimismo, estaba descubriendo una novedad con respecto a Murgda, aunque menos sorprendente. Tanto si Gentian lo sabía como si no, su aliada se encontraba allí por otra razón, que Fuego captó en la mirada de la mujer mientras esta la contemplaba desde el otro extremo del patio central, y en las sensaciones que iba dejando al descubierto involuntariamente: embeleso, fascinación y deseo, aunque no del tipo al que estaba acostumbrada la dama monstruo. Esa ansia era inflexible, maquinadora y política; lo que Murgda anhelaba era secuestrarla; Mydogg y su hermana la querían para ellos, como su propia herramienta monstruo, y la querían desde que la vieron por primera vez la pasada primavera.

El conocimiento de esta trama, aunque significara haber descubierto cubierto que los enemigos se habían aliado para superarlos en número, tuvo un efecto fortalecedor; ahora Fuego sabía con absoluta certeza lo que debía hacer; mejor dicho, lo que tal vez lograría hacer si iba con cuidado y no dejaba ningún cabo suelto.

¿Ve usted? —le transmitió a la mujer con la más encantadora inflexión—. Ha mostrado el rostro y sigue viva.

La mente de Murgda se endureció y se cerró; miró a la joven con los ojos entrecerrados y se puso la mano en el abdomen de un modo curioso que Fuego identificó, porque ya se lo había visto hacer con anterioridad; al punto, la mujer se retiró del balcón y se perdió de vista en el interior de la habitación, sin que en ningún momento se diera cuenta de que Gentian, echada la cabeza hacia atrás, la observaba desde el patio.

Fuego retrocedió hasta el cuarto en penumbra; en tono monocorde, sin dramatismos, informó a los demás de lo que había descubierto. Primero se sorprendieron, horrorizados, pero enseguida se sobrepusieron a la sorpresa, ansiosos de seguir adelante con los planes, y ella respondió lo mejor que supo a lo que creyó entender que le preguntaban.

Ignoro si conseguiré en algún momento sacar de sus aposentos a lady Murgda, ni sé si ella morirá esta noche. Sin embargo, lord Gentian hará todo cuanto yo le ordene, y es probable que también me vea capaz de manipular a Gunner. Vayamos a por ellos; los aliados de lord Mydogg nos podrán aclarar qué planes tiene su señoría.