Capítulo 22

A la mañana siguiente, Fuego se dirigió al gabinete de Nash acompañada por Musa, Mila y Neel para reunirse con los príncipes gemelos y Arquero.

Faltaban pocas semanas para los festejos, y el grado de implicación de la joven en el plan de los asesinatos era tema de debate; en su opinión, la cuestión era sencilla: debía ser ella la ejecutora de los tres asesinatos porque tenía muchas más probabilidades que cualquier otro de engatusar a cada una de las víctimas para atraerlas a un lugar solitario y sin vigilancia; además, a lo mejor conseguía obtener mucha información de ellos antes de matarlos.

Sin embargo, cuando presentó su idea, Garan se opuso argumentando que no era experta en el manejo de la espada, y si cualquiera de los tres resultaba ser mentalmente fuerte, acabaría ensartada en una hoja de acero. Por otro lado, Clara no quería que una persona sin experiencia se encargara de los asesinatos.

—Vacilaría usted —arguyó la princesa—. Cuando se diera cuenta de lo que significa realmente clavar a alguien un cuchillo en el pecho, sería incapaz de hacerlo.

Pero Fuego no era tan inexperta como la consideraban los asistentes a la reunión, a excepción de Arquero.

—Es cierto que no querría hacerlo, pero cuando llegue el momento, lo haré —repuso la joven.

Arquero estaba que echaba chispas en un rincón; Fuego hizo caso omiso de él, ya que sabía que apelar a su sentido común sería inútil, sobre todo dada su postura hacia ella durante los últimos días, una actitud que abarcaba toda una gama de sentimientos —desde la exasperación hasta la vergüenza—, porque le había tendido la mano a Mila y ambas pasaban juntas mucho tiempo; Arquero lo notaba, y le provocaba resentimiento a pesar de ser consciente de que la culpa era suya.

—No podemos enviar a una novata a matar a tres de nuestros más temibles enemigos —insistió Clara.

—Pero es obvio que ella debe involucrarse —afirmó Brigan, quien, cruzado de brazos, se apoyaba con un hombro en la pared. Por primera vez desde que se abordó el asunto, estaba presente para dar su opinión—. No creo que Gentian le oponga demasiada resistencia, y aunque Gunner es listo, a la postre, hará lo que le mande su padre. Es posible que Murgda plantee problemas, pero tenemos que descubrir lo que sabe, como sea; sobre todo dónde ha escondido Mydogg a su ejército. Lady Fuego es la persona más cualificada para este trabajo, y —continuó Brigan enarcando las cejas para acallar las objeciones de Clara— conoce bien sus límites. Si dice que es capaz de hacerlo, lo hará.

A todo esto, Arquero soltó un gruñido y se volvió hacia Brigan con brusquedad, porque por fin tenía lo que buscaba: alguien que no fuera Fuego en quien descargar la tensión acumulada.

—Cállate, Arquero —lo atajó Clara sin alzar la voz, pero en tono desabrido, antes de que empezara a hablar.

—Es demasiado peligroso —manifestó Nash desde el escritorio; el monarca no le quitaba la vista de encima a la dama monstruo, observándola con preocupación—. Tú eres un hombre de armas, Brigan. Deberías encargarte tú.

—Bien, de acuerdo. —El príncipe asintió con la cabeza—. ¿Y si lo hiciéramos entre los dos, la señora y yo? Ella se encargaría de atraerlos a un rincón discreto para interrogarlos, y yo me ocuparía de matarlos, así como de protegerla.

—Pero si usted me acompaña, me resultará mucho más difícil engatusarlos —argumentó Fuego.

—¿Y qué tal si me escondo?

Desde el otro extremo de la habitación, Arquero se fue aproximando muy despacio hacia Brigan hasta situarse frente a él; daba la impresión de no respirar casi. Por fin, lo increpó:

—Usted no tiene reparos en ponerla en peligro, sólo la ve como una herramienta. Es usted un desalmado con el corazón más duro que una piedra.

—¡Ni se te ocurra hablarle de ese modo, Arquero! —le espetó Fuego—. De todos los presentes, es el único que cree en mí.

—¡Oh, no, yo también te creo capaz de hacerlo! —respondió Arquero. Su voz llegó a todos los rincones de la habitación como un siseo—. Una mujer con suficiente presencia de ánimo para preparar el pretendido suicidio de su propio padre, bien puede matar a unos cuantos valenses que no conoce.

Fue como si el tiempo se ralentizara y las otras personas que había en la habitación desaparecieran, quedándose solos Arquero y ella. Fuego lo miró boquiabierta, al principio incrédula, y después paralizada por la certidumbre, una certeza que penetró en su conciencia como el frío que entra por las extremidades hasta llegar a la médula, de que su amigo acababa de decir realmente lo que le parecía haber oído.

Arquero, que también la miraba estupefacto y conmocionado, se desmoronó mientras intentaba contener las lágrimas.

—¡Perdón, perdóname, Fuego! ¿Por qué lo habré dicho?

Sumergida en aquel lento discurrir del tiempo, ella pensó que era algo irremediable porque lo dicho, dicho estaba; y no era tanto que se hubiera sacado la verdad a la luz, sino la forma de hacerlo. La había acusado él, precisamente él, que conocía sus sentimientos; le había echado en cara su propia vergüenza.

—No soy la única que ha cambiado; tú también lo has hecho. Jamás habías sido cruel conmigo.

Acto seguido, aún con la sensación de que el tiempo discurría muy lento, se dio media vuelta y salió de la habitación.

El tiempo recuperó su ritmo normal en los jardines helados de la casita verde; allí, al empezar a tiritar a causa del frío, la dama monstruo se dio cuenta de que tenía una habilidad especial para olvidarse de coger el abrigo; Musa, Mila y Neel estaban de pie a su alrededor, en silencio.

Se sentó en un banco debajo del gran árbol; unas lágrimas enormes y redondas le rodaban por las mejillas y le caían en el regazo. Neel le ofreció un pañuelo y ella lo aceptó; miró a sus escoltas a la cara de uno en uno, ya que buscaba descubrir si, pese a la serenidad que había en sus mentes, les horrorizaba lo que habían descubierto. Todos le sostuvieron la mirada, tranquilos, y la joven comprobó que ninguno de ellos estaba conmocionado, sino que le expresaban respeto.

En ese momento se dio cuenta de que era muy afortunada por la gente con la que se había topado en la vida, gente a la que no le importaba estar junto a una monstruo tan desnaturalizada que acabó con la vida de su único pariente.

Empezaron a caer grandes copos de nieve; la puerta trasera de la casita verde se abrió y, arrebujada en una capa, Tess, el ama de llaves de Brigan, se aproximó a la joven.

—¿Acaso intenta morir congelada en mis propias narices? —la increpó la anciana—. ¿Qué diantre le pasa?

Fuego alzó la vista hacia ella sin mucho interés; la mujer tenía los ojos verdes, profundos como dos balsas de agua, y demostraban enfado.

—Maté a mi padre y simulé que era un suicidio.

Tess se quedó estupefacta; cruzó los brazos y emitió unos murmullos indignados con la intención, al parecer, de reprobárselo. Sin embargo, la actitud de la mujer cambió de súbito, y su dureza aparente se deshizo como un montón de nieve que resbala del tejado y cae al suelo; movió la cabeza a uno y otro lado, desconcertada, antes de replicar:

—Supongo que eso cambia las cosas; ahora el joven príncipe reiterará: «¿No te lo dije?». ¡En fin, pequeña, mírese! ¡Está empapada! Tan bella como un atardecer, pero sin una pizca de cerebro; eso no lo heredó de su madre. Vamos, vamos, más vale que entre.

El ama de llaves le echó la capa por encima de los hombros y la condujo a la casa. Fuego, muda de asombro, la dejó hacer.

La casa de la reina (porque Fuego recordó que esa casa no era de Brigan, sino de Roen) parecía un buen sitio para que un alma triste encontrara reposo. Las habitaciones —pequeñas, acogedoras y pintadas en claros tonos verdes y azules— estaban repletas de muebles; los hogares eran enormes y en ellos crepitaban los fuegos que mitigaban el intenso frío de enero. Saltaba a la vista que allí vivía una niña, pues había material escolar, mitones, pelotas y otros juguetes; esparcidas por toda la casa, se veían asimismo cosas mordisqueadas por Manchas, casi imposibles de identificar. Por otro lado, no era tan evidente que Brigan viviera allí, si bien una persona observadora encontraría ciertos indicios, como la manta con la que Tess había arropado a Fuego, que tenía aspecto de ser un sudadero para la silla de montar.

Tess condujo a la muchacha hasta un sofá colocado delante del hogar para que se sentara, y los escoltas se acomodaron en sillones cerca de su señora; el ama de llaves les dio a todos una copa de vino caliente, se sentó con ellos y se puso a doblar un montón de camisas muy pequeñas.

En el sofá ocupado por Fuego había dos gatitos monstruo a los que no había visto hasta ese momento; uno era de color carmesí, y el otro, cobrizo y moteado con manchas de tonalidades rojas. Dormían enroscados, de tal manera que no era fácil discernir a cuál de los dos pertenecía una u otra cabeza, y lo mismo ocurría con la cola.

A Fuego le recordaban su propio cabello, recogido ahora bajo un pañuelo húmedo y frío; se lo quitó y lo extendió a un lado del sofá para que se secara; la melena, como una llamarada luminosa, se desparramó. Uno de los mininos, atraído por el resplandor multicolor, levantó la cabeza y bostezó.

La joven cogió la copa de vino caliente con ambas manos y contempló con cansancio el vapor que salía del recipiente. Una vez que empezó a hablar, sincerarse fue un consuelo para su pobre corazón destrozado.

—Acabé con Cansrel para impedir que matara a Brigan y evitar que este, a su vez, lo matara a él, porque eso habría acabado con cualquier posibilidad de que el príncipe tuviera que forjar una alianza con los amigos de mi padre. También lo hice por otros motivos, aunque no creo que haga falta explicar a ninguno de los presentes por qué era mejor que él muriera.

Tess interrumpió lo que hacía y, apoyando las manos sobre la ropa que tenía en el regazo, la observó; movía los labios a la vez que la joven hablaba, como si así probara el sabor de las palabras al articularlas.

—Lo engañé —continuó diciendo Fuego—. Le hice creer que el leopardo monstruo era un bebé, su propio bebé monstruo; me quedé al otro lado de la reja, vi cómo abría la puerta de la jaula y lo arrullaba como si fuera una criatura indefensa y no supusiera ningún peligro. El leopardo estaba famélico (él siempre mantenía hambrientos a sus monstruos) y… —Hizo una pequeña pausa—. Todo ocurrió muy deprisa.

Debatiéndose contra la imagen que la acosaba en sueños, guardó silencio un momento, y después siguió hablando con los ojos cerrados:

—Cuando me aseguré de que estaba muerto, disparé al leopardo en primer lugar, y luego a los restantes monstruos porque los odiaba —siempre los odié—, y no soportaba sus chillidos de ansia por la sangre de Cansrel. A continuación, avisé a los sirvientes y les dije que se había suicidado y que me había sido imposible impedirlo. Entré en sus mentes y me aseguré de que me creyeran, cosa que no resultó difícil, porque mi padre era desdichado desde la muerte de Nax y todos sabían que podía cometer cualquier locura.

El resto de la historia se lo guardó para ella… Al llegar Arquero ante las jaulas, la encontró arrodillada en un charco de sangre, mirando el cuerpo sin vida de Cansrel, sin llorar. Intentó apartarla, pero ella se resistió y gritó que la dejara en paz; durante varios días su comportamiento con su amigo fue agresivo, y también con Brocker; estaba por completo fuera de sí, pero ellos no la abandonaron y la cuidaron hasta que volvió a estar en su sano juicio. Siguieron semanas de llantos y abatimiento, durante las cuales también estuvieron junto a ella hasta que todo quedó atrás.

De vuelta al presente, sentada en el sofá frente al hogar con la mente embotada, Fuego deseó de pronto tener a Arquero a su lado para perdonarlo por haber revelado la verdad; ya era hora de que los demás se enteraran de lo ocurrido, que todo el mundo supiera cómo era realmente ella y de lo que era capaz.

No se dio cuenta de que se estaba quedando dormida, ni siquiera cuando Mila se levantó rápidamente para evitar que se le cayera la copa y se derramara el vino en el suelo.

Se despertó al cabo de unas horas, tumbada en el sofá y tapada con mantas; los gatitos se le habían echado a dormir encima del cabello; Tess ya no estaba, pero Musa, Mila y Neel no se habían movido de sus asientos.

Arquero se hallaba de pie frente al hogar, de espaldas a ella. Fuego se incorporó y tiró de su cabello para sacarlo de debajo de los gatos.

—Mila —se dirigió a la joven escolta—, no tienes por qué quedarte si no quieres.

—Quiero quedarme, señora, y protegerla —contestó Mila con tozudez.

—Como quieras —accedió Fuego sin dejar de observar a Arquero, que se había dado la vuelta al oírla. Observó que su amigo tenía un pómulo amoratado, y su primera reacción fue de alarma, poro luego lo consideró algo en extremo interesante—. ¿Quién te ha pegado?

—Fue Clara.

—¿Clara?

—Sí, me atizó por maltratarte. —Bajando la voz, añadió—: Al menos esa fue la razón principal, aunque supongo que tiene unas cuantas donde elegir. —Miró a Mila, que había adoptado, de repente, la postura de un luchador al que lo hubieran golpeado repetidamente en el estómago—. Qué situación tan violenta.

Tú te lo has buscado —le transmitió ella, encorajinada—. Y con tus palabras indiscretas lo has empeorado. Ninguna de ellas sabía nada de tu relación con la otra, y no te corresponde a ti revelar sus secretos.

—Fuego —dijo él, cabizbajo y triste— hace tiempo que no he hecho nada bueno por nadie, y cuando llegue mi padre, no seré capaz de mirarlo a la cara. Ardo en deseos de llevar a cabo algo meritorio, algo de lo que no me tenga que avergonzar, pero parece que no soy capaz de conseguirlo si te tengo cerca, sabiendo que ya no me necesitas y que estás enamorada de otra persona.

—Vamos, Arquero. —Iba a responderle, pero enmudeció, acongojada por lo irritante que llegaba a ser. Qué curioso (y también qué lamentable) era el hecho de que él la acusara de amar a otro y que, por una vez en su vida, estuviera en lo cierto.

—Me voy al oeste a buscar a Tajador —anunció Arquero.

—¿Qué? —gritó Fuego, consternada—. ¿Ahora? ¿Tú solo?

—Nadie les da importancia al muchacho ni al arquero, y estoy convencido de que es un error. Hay que tomarse muy en serio a ese chico, y tal vez lo has olvidado pero, hace veintitantos años ese arquero estuvo preso por el cargo de violación.

—Arquero, creo que no deberías ir. —Estaba a punto de echarse a llorar—. Espera hasta que terminen los festejos y te acompañaré.

—Creo que tú eres su objetivo.

—Por favor, no vayas.

—¡Debo hacerlo! —estalló él de improviso. Le dio la espalda y levantó una mano para que la joven no se le acercara—. ¡Ni siquiera soy capaz de mirarte! Tengo que hacer algo, ¿no te das cuenta? —La voz le sonaba enronquecida por el llanto—. Tengo que irme, porque van a dejar que lo hagáis, ¿sabes?, tú y Brigan juntos, el gran equipo de asesinos. Toma. —Sacó un papel doblado del bolsillo del abrigo y lo lanzó con violencia sobre el sofá, junto a la joven.

—¿Qué es esto?

—Una carta suya —gritó Arquero, poniendo énfasis en la última palabra—. Estuvo escribiéndola en esta mesa poco antes de que te despertaras, y me dijo que, si no te la daba, me rompería los dos brazos.

Tess apareció en ese instante en la puerta y le dio golpecitos con un dedo a Arquero para que guardara silencio.

—Jovencito, en esta casa vive una niña, y usted no tiene por qué ponerse a gritar como si quisiera que se derrumbara el techo. —A continuación se dio media vuelta y salió de la sala pisando fuerte.

Él la siguió con la mirada, sin salir de su asombro. Luego se aproximó el hogar, apoyó las manos en la repisa y hundió la cabeza entre los brazos.

—Si has decidido seguir adelante con tu propósito, llévate todos los guardias que necesites, Arquero —suplicó Fuego—. Pídele una escolta a Brigan.

Él no respondió, y ella tampoco estaba segura de que la hubiera oído. Al cabo de un momento, Arquero se dio la vuelta de nuevo y se despidió:

—Adiós, Fuego. —Y salió de la habitación, dejando a la muchacha al borde de un ataque de pánico.

¡Arquero! —gritó mentalmente, sin esperanza—. No bajes la guardia, protégete la mente y ve con cuidado. Te quiero.

La carta de Brigan era corta:

Señora:

Tengo que confesarle algo: yo sabía que usted mató a Cansrel. Lord Brocker me lo contó el día en que fui a buscarla para escoltarla hasta aquí. Debe perdonarlo por traicionar su confianza, pero me lo explicó para que entendiera cómo era usted y la tratara en consecuencia. En otras palabras, me lo explicó para protegerla de mí.

Una vez me preguntó que por qué confiaba en usted. Lo que acabo de contarle no es la única razón de mi actitud, sino una de ellas. Creo que ha sufrido mucho por el bien de otros, y que es usted tan fuerte y tan valiente como el que más entre toda la gente que conozco o de la que haya oído hablar. También es inteligente y generosa a la hora de utilizar su poder.

Tengo que partir inmediatamente hacia Fortaleza Aluvión, pero volveré a tiempo para la fiesta. Estoy de acuerdo en que usted debe tomar parte en nuestro plan, aunque Arquero se equivoca si cree que ello me complace. Mis hermanos le informarán de todo. Mis soldados me esperan, por eso esta carta está escrita con precipitación, aunque de corazón.

SUYO, BRIGAN.

P. D.: No salga de esta casa hasta que Tess le cuente la verdad. Perdóneme por habérsela ocultado, pero se lo prometí a ella, aunque desde entonces este secreto me ha estado corroyendo por dentro.

Respirando de forma entrecortada y temblando, Fuego se dirigió hacia la cocina, lugar donde percibía la presencia de Tess. La anciana alzó la vista de lo que estaba haciendo.

—Cuando el príncipe Brigan dice que usted debe contarme la verdad, ¿a qué se refiere? —inquirió, asustada por el mero hecho de preguntarlo.

Tess dejó a un lado la masa en la que trabajaba, se limpió las manos en el delantal y comentó:

—Menudo día de sorpresas el de hoy. No lo vi venir y, ahora que ha llegado el momento, la miro y me siento intimidada. —Se encogió de hombros como si no supiera cómo continuar—. Mi hija Jessa era su madre, pequeña. Soy su abuela. ¿Le apetece quedarse a cenar conmigo?