Capítulo 21
Un acontecimiento curioso de la política de Los Vals era la fiesta anual que se celebraba en palacio y a la que se invitaba a toda persona de relevancia, por poca que tuviera. Los siete patios de palacio se transformaban en salones de baile, y aquellos que eran leales a la corona danzaban y bebían vino junto a los traidores, unos y otros simulaban ser amigos. Casi todas las personas que se encontraban en condiciones de viajar acudían, aunque Mydogg y Gentian, por lo general, no se atrevían a asistir por tener que ocultar la deslealtad bajo una fingida amistad que resultaba, como mínimo, increíble. Más o menos a lo largo de una semana, el palacio desbordaba de criados, guardias y mascotas, y al servicio se lo veía atosigado con las incesantes exigencias de los invitados; los establos estaban abarrotados y los caballos, nerviosos.
En cierta ocasión, Brocker le explicó a Fuego que los festejos siempre tenían lugar en enero para celebrar que los días se iban alargando, mientras que diciembre era el mes destinado a los preparativos. En todos los rincones de palacio había gente dedicada a tareas de reparación o acondicionamiento: unos limpiaban las techumbres de cristal colgados de los tejados de los patios, y otros trabajadores, suspendidos a su vez de los balcones, quitaban la suciedad de los ventanales y de la piedra de los muros.
Garan, Clara, Nash y Fuego también se preparaban; si Gentian planeaba asesinar a Nash y a Brigan después de los festejos, para luego cabalgar hasta Fortaleza Aluvión y dar comienzo a la guerra, había que acabar con él y con Gunner el mismo día de la fiesta, así como aniquilar a lady Murgda, siempre y cuando la tuvieran a su alcance.
Así pues, tendría que ser Brigan quien se dirigiera a Fortaleza Aluvión y empezara él la guerra, sorprendiendo de este modo al ejército de Gentian en los túneles y cuevas.
—Luchar en túneles y en invierno… —dijo Garan—. No os envidio.
—¿Y qué haremos con el norte? —reiteró Nash.
—Tal vez lady Murgda quiera contarnos algo acerca de los planes de Mydogg durante la fiesta… antes de que la matemos —respondió Garan.
—Y, exactamente, ¿qué tenéis pensado para acabar con ellos? —inquirió Nash, que paseaba de un lado para otro sin descanso, con mirada iracunda—. Siempre hay guardias escoltándolos que no permitirán que nadie se les acerque, y no debemos iniciar una guerra en plena corte. ¡No se me ocurre un momento o un sitio peor para asesinar a tres personas! ¡Y en secreto, además!
—¡Calma, hermano, calma; siéntate! —le pidió Clara—. Tenemos tiempo para solucionarlo; ya se nos ocurrirá algo.
Brigan prometió regresar a palacio a finales de diciembre, y despachó una misiva, desde dondequiera que se encontrara, para informar de que había enviado un destacamento al norte a fin de recoger a lord Brocker y trasladarlo al sur; al parecer, el veterano comandante le había ofrecido ayuda en caso de que estallara la guerra. Fuego no salía de su asombro; que ella supiera, era la primera vez que Brocker viajaría más allá de la villa vecina a su hogar.
Por la noche, acompañada por su escolta, Fuego contemplaba la ciudad desde el tejado e intentaba comprender lo que se avecinaba; echaba en falta la compañía de Brigan.
Mientras tanto, en el norte, tropas de la Mesnada Real peinaban las montañas, los túneles y todas aquellas zonas frecuentadas por el ejército de Mydogg; por su parte, los espías buscaban por Pikkia, así como por el sur y el oeste de Los Vals, todo ello en vano. O bien Mydogg tenía muy bien escondidos a sus hombres, o bien los había hecho desaparecer por arte de magia. Brigan envió soldados de las tropas auxiliares en reserva para reforzar las dotaciones de la fortaleza de Roen, así como las de Fortaleza Central y las de las minas de oro meridionales, e incrementó de manera notable el número de soldados apostados en la ciudad.
Por su parte, Fuego sometió al capitán Hart a un duro interrogatorio centrado en Tajador —el tratante de caballos— y en el chico de ojos de diferente color, responsable de esa especie de bruma que ofuscaba la mente. Hart aseguró que no sabía nada al respecto, y ella no tuvo más remedio que creerle; al fin y al cabo, nada apuntaba a que ese chico tuviera algo que ver con planes de guerra, como tampoco el cazador furtivo ni el desconocido de los bosques en el norte ni el arquero que sólo quería verla. En cuanto a dónde o en qué encajaban todos ellos, a la joven sólo le quedaba la opción de hacer conjeturas.
—Lo siento, Fuego —dijo Clara, rotunda, cuando se lo comentó—. Sin duda es tan espeluznante como me cuenta usted, pero ahora no dispongo de tiempo para dedicarme a ese asunto, a menos que esté relacionado con la guerra o con los festejos. Ya nos centraremos en ello más adelante.
Al único que le importaba el asunto era a Arquero, lo que servía de poco puesto que, fiel a su naturaleza, simplificaba el problema dando por hecho que el origen de aquel galimatías era alguien que quería apartarla de él.
Pero resultó que había algo más que era motivo de preocupación para Clara, aparte de la guerra y los festejos: estaba embarazada.
La princesa se desplazó con Fuego a Bodega del Puerto para contárselo; así el ruido de las cataratas evitaría que nadie, ni siquiera la escolta de la dama monstruo, oyera la conversación; Clara mantuvo la compostura y no se anduvo con rodeos. Fuego se dio cuenta de que, una vez asumida, la noticia no le sorprendía demasiado.
—No tomé precauciones —confesó la princesa—. Esas hierbas no me gustaron nunca porque me producían náuseas, y hasta ahora no me había quedado embarazada. Supongo que quise creer que a mí no me podía pasar eso, y ahora tengo que pagar mi estupidez, porque todo me provoca arcadas.
En las últimas semanas, a Fuego no le había dado la impresión de que la princesa estuviera indispuesta; en todo momento parecía encontrarse bien y tranquila. La joven sabía que Clara era una buena actriz y, con toda probabilidad, la mujer más apta para afrontar esa adversidad; no le faltaba dinero ni apoyo, y seguiría con su trabajo hasta el mismo día en que diera a luz y lo retomaría de inmediato; sería una madre práctica y llena de energía.
—Arquero es el padre —añadió Clara, y Fuego se limitó a asentir con la cabeza porque ya lo suponía.
—Será generoso cuando se lo cuente usted, lo sé.
—Eso me trae sin cuidado. Lo que me preocupa es cómo se siente usted, y si le he hecho daño al meterme en el lecho de Arquero y ser tan estúpida para permitir que esto ocurriera.
—No, no me ha perjudicado —contestó con firmeza Fuego, sorprendida y conmovida por lo que acababa de oír—. Yo no tengo ninguna potestad sobre Arquero, ni siento celos por lo que él haya hecho, por lo tanto no hay razón para que se preocupe por mí.
—Es usted muy rara.
—Arquero ha sido siempre tan celoso que ha conseguido que deteste ese sentimiento.
Clara la miró a los ojos y la joven le sostuvo la mirada, sosegada y decidida a hacerle entender que hablaba en serio. Por fin, la princesa asintió con la cabeza, convencida.
—Me tranquiliza mucho —admitió Clara, y añadió—: Por favor, no se lo cuente a mis hermanos. —Por primera vez se le notó el nerviosismo—. Ninguno de ellos vacilaría en descuartizar al padre, y yo me enfurecería con todos. Esto no podría haber pasado en peor momento, con tantas cosas en las que debemos pensar… —Se interrumpió un instante, y acto seguido le dijo con franqueza—. Además, no quiero que le hagan daño; quizá no se entregara tanto como yo habría deseado, pero no puedo negar que lo que me dio fue maravilloso.
No todo el mundo estaría en condiciones de recibir un regalo así con tan buena disposición de ánimo.
Margo dormía todos los días en los aposentos de Fuego, mientras que Musa y Mila se turnaban en noches alternas; cierta madrugada, la joven se despertó con la sensación de que alguna de ellas no estaba en su puesto, y oyó cómo Mila vomitaba en el baño.
Fue corriendo hasta allí, le retiró a la muchacha el rubio cabello de la cara y le dio un masaje en la espalda y los hombros; a medida que se despertaba del todo, ató cabos y comprendió lo que sucedía.
—¡Oh, señora! —exclamó Mila, rompiendo a llorar—. Señora, ¿qué opinión tendrá usted de mí?
Desde luego, a Fuego le cruzaron por la mente muchos pensamientos, rápidos como relámpagos; rebosante de compasión, la rodeó con el brazo.
—Lo único que me inspiras es afecto, y te ayudaré en todo cuanto esté en mi mano.
Incrementando los sollozos, la joven escolta se le abrazó y aferró entre los dedos el cabello de su señora.
—Me quedé sin hierbas —explicó Mila con voz entrecortada.
—Podrías habérmelas pedido a mí o a cualquiera de las sanadoras —repuso, horrorizada.
—No habría sido capaz, señora. Me daba demasiada vergüenza.
—¡Pues habérselas pedido a Arquero!
—Señora, él es un noble. ¿Cómo iba a importunarlo? —Lloraba con tanto desconsuelo que no podía respirar—. ¡Señora, he destrozado mi vida!
Una creciente rabia se apoderó de Fuego por la despreocupación de Arquero; seguro que a él todo este episodio no le había supuesto ningún inconveniente. Mantuvo abrazada a la chica muy fuerte, le acariciaba la espalda y la arrullaba como a un niño para que se calmara; al parecer, aferrarse al cabello de su señora reconfortaba a la joven escolta.
—Hay algo que quiero que sepas y, ahora más que nunca, debes tenerlo muy presente, Mila.
—¿Qué es, señora?
—Siempre puedes pedirme lo que sea.
Al cabo de unos días, Fuego se dio cuenta de la mentira que se escondía en lo que le había dicho a la princesa; aunque era cierto que no tenía celos de nada de lo que Clara y Mila habían hecho con Arquero, no quería decir que fuera inmune a ese sentimiento. Si bien de cara al exterior participaba con la familia real en la aportación masiva de ideas, sugería planes y colaboraba en todos los detalles de los festejos y de la guerra, en su interior, en los momentos de tranquilidad, estaba penosamente ausente.
Imaginaba qué sucedería si su propio cuerpo fuera un jardín de fértil tierra oscura cobijando una semilla. Cómo la abrigaría y la nutriría si fuera suya y cuán ferozmente la defendería y la amaría, incluso después de que hubiera abandonado su cuerpo y creciera lejos de ella, escogiendo por sí misma la manera de ejercer su inmenso poder.
Cuando empezó a sentir náuseas y cansancio, a notarse los senos hinchados y doloridos, llegó a pensar que estaba embarazada a pesar de saber que era imposible; el dolor le resultó gozoso. Y poco después, naturalmente, le vino el menstruo e hizo añicos su engañosa ilusión; comprendió entonces que habían sido los síntomas premenstruales y rompió a llorar con tanta amargura al constatar que no estaba preñada, como Mila lo había hecho justo por el motivo contrario.
La aflicción que la atenazaba era aterradora, porque tenía sus propios deseos, y el dolor le llenaba la mente de ideas terribles, pero a la vez reconfortantes.
A mediados de diciembre, tomó una decisión; confiaba en que fuera la correcta.
El último día de diciembre, fecha que resultaba ser el sexto cumpleaños de Hanna, la niña se presentó ante la puerta de Fuego con la ropa hecha jirones y llorando. Le sangraba la boca y, a través del agujero que tenía en cada una de las perneras del pantalón, se veía que las rodillas le sangraban también.
La joven hizo llamar a un sanador, pero cuando supo que Hanna no lloraba porque le dolieran las heridas, le ordenó que se retirara; se arrodilló frente a ella y la abrazó. Interpretó los sentimientos y los gemidos ahogados de la pequeña tan bien como le fue posible, y al fin entendió lo ocurrido: los otros chicos la habían zaherido porque su padre estaba ausente en todo momento; le dijeron que Brigan se había ido para siempre porque quería perderla de vista, que esta vez no iba a volver, y entonces fue cuando la pequeña les pegó.
Mientras la abrazaba con ternura, Fuego le repitió una y otra vez que Brigan la quería, que detestaba alejarse de ella, que lo primero que hacía siempre al regresar era ir a buscarla, y que en realidad su tema de conversación preferido era ella, y su mayor felicidad, también ella.
—Usted no me mentiría —le dijo Hanna, más tranquila y sin llorar.
La niña no se equivocaba, y por esa razón Fuego no le dijo nada respecto a la fecha que se esperaba que Brigan regresara, porque siempre se corría el riesgo de errar si se aseguraba a alguien que el príncipe estaría de vuelta en una fecha concreta, y aunque no fuera mentira, el resultado era el mismo. Ya hacía casi dos meses que se había marchado y una semana, que nadie sabía nada de él.
La joven bañó a Hanna y le puso una de sus camisas; a la princesa le hizo mucha gracia porque parecía que llevaba un camisón de manga larga. A continuación, le dio de cenar y más tarde, todavía sorbiendo por la nariz, Hanna se durmió en la cama de la dama, por lo que esta envió a una de sus escoltas a notificarlo para que nadie se alarmara.
Cuando Fuego captó de improviso la presencia de Brigan, se concedió unos instantes para tranquilizarse y luego le dirigió un mensaje a la mente. Sin afeitar y todavía afectado por el frío, acudió de inmediato a los aposentos de la joven, que se contuvo para no tocarlo. Cuando le contó lo que los otros niños le habían dicho a Hanna, Brigan entrecerró los ojos y dio la impresión de estar muy cansado. Se sentó en la cama, acarició el cabello a su hija y se inclinó para besarle la frente. Hanna se despertó.
—Estás helado, papá —le dijo y, arrebujada en los brazos de su padre, se volvió a dormir.
Brigan la colocó mejor en su regazo y miró a Fuego; darse cuenta de lo mucho que le gustaba que ese príncipe de ojos grises y la niña estuvieran en su cama le causó tal impresión que se sentó de golpe en una silla, que, por suerte, había detrás de ella.
—Welkley me ha informado de que esta semana no ha salido usted mucho de sus aposentos, señora. Espero que no esté enferma.
—Estuve bastante indispuesta… —masculló, pero se mordió la lengua para no continuar porque no tenía intención de contárselo. Un sentimiento de preocupación invadió al príncipe de inmediato, y ella lo notó.
—¡No, no se preocupe, no fue nada de importancia! Ya me he recuperado —mintió, porque aún le dolía el cuerpo y tenía el corazón tan herido como las rodillas de Hanna. Sin embargo, confiaba en superarlo en el futuro.
—Si usted lo dice, supongo que debo creerla —respondió Brigan, nada convencido—. Pero ¿se cuida lo suficiente?
—Sí, sí. Le ruego que lo olvide.
Brigan besó la cabeza de su hija y le susurró:
—Te ofrecería un poco de tarta de cumpleaños, pero parece que tendremos que esperar hasta mañana.
Aquella noche las estrellas daban la impresión de ser objetos fríos y quebradizos, y la luna parecía encontrarse más lejos de lo normal; Fuego se abrigó con tanta ropa que aparentaba ser el doble de gruesa.
Cuando subió al tejado, se encontró allí con Brigan, a quien, pese a ir descubierto, no parecía hacerle mella el viento helado. Por el contrario, ella tuvo que echar el aliento sobre las manos para calentárselas, aunque llevaba manoplas.
—Así pues, ¿es verdad que su alteza es inmune al frío?
Brigan la cogió de las manos, la llevó a resguardo del viento detrás de una gran chimenea y la animó a que se apoyara contra ella. Así lo hizo y se sorprendió por la grata sensación de calidez, muy semejante a estar recostada en Corto. Los escoltas se quedaron en un segundo plano; el susurro del tintineo de las campanillas del puente levadizo sobrepasaba el rumor de las cascadas… Fuego cerró los ojos.
—Señora, Musa me explicó lo de Mila. ¿Querría hablarme usted de mi hermana?
Ella abrió los ojos de golpe. El príncipe, que exhalaba una nubecilla de vaho cada vez que respiraba, estaba reclinado en la barandilla, con la mirada puesta en la ciudad. Demasiado estupefacta para discurrir una buena excusa, Fuego sólo consiguió balbucear:
—¿Y qué es lo que quiere que le diga de su hermana?
—Si está embarazada o no.
—¿Por qué iba a estarlo?
Brigan giró la cabeza para mirarla a los ojos, y ella tuvo la certeza de que la impasibilidad que quiso imprimirle a su semblante no era tan indescifrable como la del rostro del príncipe.
—Porque, al contrario que en todo lo relacionado con su trabajo, le gusta demasiado jugársela —dijo con sequedad Brigan—. Está más delgada y hoy ha cenado poco. Además, se le ha mudado el semblante al ver el pastel de zanahoria, y le aseguro que es la primera vez en mi vida que observo que le ocurre eso. Así pues, o está embarazada o se está muriendo. —Desvió de nuevo la vista hacia la ciudad y adoptó un tono de voz más suave—. Y no me diga quién es el padre de las criaturas porque tendría la tentación de machacarlo, lo que sería muy inoportuno dada la inminente llegada de Brocker y con toda esa gente que lo adora rondando por aquí, ¿no cree?
—Tampoco sería un buen ejemplo para Hanna —le contestó suavemente. No tenía sentido hacerse de nuevas si él había descifrado lo ocurrido. El príncipe apoyó la barbilla en los puños, y el vaho salió expulsado en todas direcciones cuando resopló.
—Supongo que ninguna de las dos está enterada de la situación de la otra, y supongo asimismo que debo guardarlo en secreto. ¿Mila se siente tan desdichada como aparenta?
—Está destrozada.
—Sólo por eso sería capaz de matarlo.
—Creo que está demasiado enfadada o demasiado desesperada para pensar con claridad. No quiere aceptar su dinero, así que se lo estoy guardando yo; espero que cambie de parecer.
—Si ella quiere, conservará el empleo, porque no voy a licenciarla a la fuerza. Ya pensaremos una solución. ¡Ah, y esto no se lo diga a Garan! —añadió dirigiéndole una mirada socarrona, pero acto seguido su expresión se tornó adusta—. Qué malos tiempos para traer hijos al mundo, señora.
«Hijos —pensó la joven—. ¡Traer hijos al mundo!».
Sed bienvenidos, pequeños, proyectó el pensamiento al aire; con gran frustración, descubrió que estaba llorando. Últimamente, era incapaz de contener las lágrimas; ese llanto irreprimible parecía un síntoma inducido por los embarazos de sus amigas.
El aire severo de Brigan desapareció, y se llevó las manos a los bolsillos en busca de un pañuelo que no llevaba encima; se acercó a ella.
—¿Qué ocurre, señora? Por favor, dígamelo.
—Le he echado de menos estos dos últimos meses —contestó entre sollozos.
—Cuénteme qué la aflige —suplicó el príncipe mientras le cogía las manos entre las suyas.
Y entonces, como la tenía así cogida de las manos, se lo contó todo, sin rodeos: cuánto ansiaba tener hijos, el porqué había decidido no tenerlos, y que, por miedo a cambiar de parecer, con ayuda de Clara y de Musa había dispuesto en secreto tomar la medicina que evitaría para siempre que se quedara embarazada. Aún no se había recuperado, ni por asomo; tenía roto el corazón y no era capaz de contener el llanto.
Brigan escuchó en silencio, y su asombro fue en aumento a medida que ella se desahogaba; cuando dejó de hablar, él siguió callado unos instantes, observando las manoplas de la joven con gesto de impotencia.
—Me comporté de un modo horroroso con usted la noche que nos conocimos, y nunca me he perdonado por ello. —Era lo último que Fuego esperaba oír, y lo miró a los ojos, claros como lo luna—. Lamento profundamente su tristeza. No sé qué decirle. Debería ir a vivir a un lugar donde hubiera muchos niños, y adoptarlos a todos. Hemos de conseguir que Arquero se quede por aquí; ese tipo es bastante útil para tal propósito, ¿verdad?
Ella sonrió y estuvo a punto de echarse a reír.
—Ha conseguido que me sienta mejor, se lo agradezco.
Brigan le soltó las manos con cuidado, como si temiera que le cayeran al suelo y se hicieran añicos; después le sonrió dulcemente.
—Antes no me miraba nunca a los ojos, pero ahora sí —comentó ella, porque lo recordó y sentía curiosidad por saber la verdadera razón.
—Es que antes usted no era real para mí.
—¿Qué quiere decir con eso? —Estaba desconcertada.
—Bueno, es que al principio me imponía, pero ahora me he acostumbrado a su presencia.
Fuego pestañeó, enmudecida por la sorpresa al notar la estúpida complacencia que despertaban en ella las palabras del príncipe; a continuación se rio de sí misma por sentirse halagada de que la considerara una persona normal.