Capítulo 20

Esa misma noche recibieron cierta información que les hizo olvidar a todos el asunto del extraño chico que acompañaba a Tajador.

Fuego se encontraba en los establos a última hora de la tarde cuando percibió que Arquero llegaba a palacio, procedente de la ciudad; no era un hecho que habría notado con tanta intensidad sin buscarlo a propósito. Sin embargo, su amigo estaba deseoso de hablar con ella y abierto como un niño; y también un poco ebrio.

Ella acababa de ponerse a cepillar a Corto, que estaba de pie, con los ojos cerrados y babeando de gusto la puerta de la cuadra; no tenía muchas ganas de ver a Arquero si este se mostraba ansioso y bebido, así que le envió un mensaje:

Hablaremos cuando estés sobrio.

Al cabo de unas horas, acompañada por su escolta habitual de seis guardias, Fuego recorrió el laberinto de pasillos que llevaban de sus aposentos a los de Arquero; no obstante, al llegar ante la puerta, se detuvo, perpleja, porque percibió la presencia de Mila (que libraba esa noche) en la habitación.

Buscó a ciegas alguna explicación, cualquiera, que no fuera la evidente; pero la mente de Mila también estaba abierta, como suelen estar hasta las mentes más fuertes cuando experimentaban lo que la joven escolta sentía en ese instante tras aquella puerta. Fuego recordó lo dulce y bonita que era Mila, y se dijo que Arquero había tenido sobradas ocasiones de fijarse en ella.

Se quedó plantada ante la puerta en silencio, temblando de ira; estaba segura de que su amigo jamás había hecho nada que la encolerizara tanto.

Se alejó de allí y echó a andar por el pasillo; llegó a la escalera y subió tramos y más tramos hasta que llegó a la plataforma del tejado, donde se puso a pasear de aquí para allá. Hacía frío y humedad, el viento traía olor a nieve, y ella no llevaba abrigo, pero no advirtió nada de todo eso, y aunque se hubiera dado cuenta, le habría traído sin cuidado. Los desconcertados escoltas se apartaron a un lado para que su señora no los arrollara.

Al cabo de un rato (y justo a tiempo, porque ya era tarde y Brigan subía cansinamente la escalera), ocurrió por fin lo que Fuego estaba esperando: Mila se quedó dormida. Esa noche no quería toparse con el príncipe porque sería capaz de contárselo todo, y tal vez Arquero merecía que se airearan sus trapos sucios, pero Mila, no.

Bajó por la otra escalera en lugar de hacerlo por la que subía Brigan, recorrió de nuevo el laberinto de corredores que llevaba al dormitorio de su amigo, y se detuvo frente a la puerta.

Arquero —le transmitió mentalmente—. Sal fuera ahora mismo.

Él apareció enseguida, descalzo, desconcertado y vestido de mala manera a causa de la precipitación; por su parte, Fuego, aprovechando por primera vez el privilegio de poder estar a solas con él, mandó a los escoltas a un extremo y otro del largo corredor. Viéndose incapaz de aparentar tranquilidad, le dirigió la palabra en un tono cáustico:

—¿Tenías que buscar presas entre mis escoltas?

La expresión desconcertada desapareció del rostro del hombre, que replicó con vehemencia:

—No soy un depredador, ¿sabes? Las mujeres vienen a mí de muy buen grado. Además, ¿qué te importa a ti lo que yo haga?

—Porque le haces daño a la gente, te traen sin cuidado los demás, Arquero. Y Mila… ¿Por qué ella? ¡Sólo tiene quince años!

—Está dormida en mi cuarto, tan feliz como un gatito tumbado al sol. Estás armando una bronca porque sí.

—Y qué sucederá dentro de una semana, Arquero —le objetó en voz baja—, cuando te canses de ella porque te has encaprichado de otra, y se sienta abatida, deprimida, desdichada o furiosa porque le has arrebatado lo que ahora la hace tan feliz… Supongo que también ella armará una bronca porque sí, ¿verdad?

—Lo dices como si estuviera enamorada de mí.

Su actitud era tan exasperante que Fuego le habría dado una patada.

—Siempre se enamoran de ti, Arquero, siempre. Una vez que descubren tu ardor, se enamoran, mientras que tú nunca te enamoras de ninguna, y cuando las dejas, les rompes el corazón.

—Curiosa acusación, viniendo de ti —le espetó él, como sí escupiera las palabras.

La joven lo entendía, pero no estaba dispuesta a permitirle que diera la vuelta al tema conduciéndolo hacia otra dirección.

—Hablamos de mis amigas, Arquero —puntualizó Fuego—. Te lo suplico: si te empeñas en llevar a tu cama a todas las mujeres de palacio, excluye a las que son amigas mías.

—No comprendo por qué tiene que importarte ahora con quién me acuesto si siempre te ha importado un bledo.

—¡Porque nunca he tenido amigas!

—No dejas de repetir esa palabra —replicó él con acritud—. Pero Mila no es amiga tuya, sino una de tus escoltas. ¿Acaso una amiga habría hecho lo que ha hecho ella estando enterada de tu relación conmigo?

—Apenas sabe nada de lo que hubo entre tú y yo, excepto que ya ha pasado a ser historia. Olvidas que estoy en disposición de saber el aprecio y el respeto que me tiene.

—Sin embargo, ha de haber muchas cosas que te oculta, como que ha mantenido en secreto sus encuentros conmigo todo este tiempo. La gente puede albergar muchos sentimientos hacia ti que tú ignoras.

Lo miró apesadumbrada; era tan… visceral en las discusiones. Gesticulaba, se engallaba, se le ensombrecía el semblante o se le encendía, y los ojos le llameaban; además, también era así de apasionado en el amor y en el gozo, por ello todas acababan enamorándose de él, porque en un mundo que era deprimente y sombrío, Arquero rebosaba vida y pasión, y sus atenciones, mientras duraban, eran embriagadoras y estimulantes.

No le pasó inadvertida la intencionalidad de lo que él acababa de decir, la aventura con Mila duraba ya cierto tiempo. De modo que le dio la espalda y alzó la mano en un gesto admonitorio; no estaba en su poder contrarrestar la seducción que el atractivo lord Arquero ejercía en una soldado de quince años, oriunda de una empobrecida región de las montañas meridionales. Y tampoco podía perdonarse a sí misma por no haber caído en la cuenta de que existía el peligro de que ocurriera algo así, por no prestar más atención a las idas y venidas de su amigo y a las compañías que frecuentaba.

Bajó la mano, se volvió de nuevo hacia él y le dijo:

—Es obvio que alberga sentimientos hacia mí que yo desconozco, pero sean cuales sean, no contradicen el afecto que me demuestra ni la amistad en su comportamiento que va más allá de la lealtad de una escolta. No conseguirás desviar mi cólera hacia ella.

A todo esto, a Arquero se le bajaron los humos; se recostó con pesadez contra la puerta y se quedó mirándose los pies descalzos como lo haría alguien que admite la derrota.

—Ojalá volvieras a casa —musitó, decaído.

La joven experimentó un momento de pánico al pensar que su amigo iba a romper a llorar, pero él recobró el control enseguida y, mirándola, dijo en voz queda:

—Así que ahora tienes amigas… Y un corazón que se ha vuelto protector.

—Siempre lo ha sido. Pero ahora hay más personas en él que se te han unido; no es que te hayan reemplazado.

Él reflexionó unos instantes esas palabras, de nuevo con la vista fija en el suelo, y añadió:

—Por Clara no debes preocuparte, en cualquier caso. Porque puso fin a la historia casi en cuanto empezó. Pensé que era un gesto de lealtad hacia ti.

A sabiendas, Fuego decidió tomarse aquella declaración como una buena noticia; se centraría, pues, en que había terminado lo que quiera que hubiera tenido lugar, y en el hecho de que fue Clara quien le puso fin, en lugar de pensar en el pequeño detalle de que la «historia» hubiera empezado. Se produjo una pausa breve, triste.

—Cortaré con Mila —declaró él.

—Cuanto antes lo hagas, antes me tendrá apoyándola. Por cierto, por todo lo ocurrido, pierdes tus privilegios de estar presente en la sala de interrogatorios, Arquero. No quiero verte allí mortificándola con tu presencia.

Entonces él alzó la vista de formo repentina, y se irguió.

—Un giro en la conversación muy oportuno que me ha recordado la razón por la que quería hablar contigo. ¿Sabes dónde he estado hoy?

Ella, incapaz de cambiar de tema con tanta facilidad, se frotó las sienes.

No tengo ni idea, y estoy agotada, así que, sea lo que sea, habla claro y ve al grano.

—Estaba de visita en casa de un capitán retirado que fue aliado de mi padre; se llama Hart y es un hombre rico, un gran amigo de la corona. Su joven esposa me envió la invitación, aunque Hart no estaba en casa.

—Una forma muy peculiar la tuya de honrar al aliado de Brocker —le echó en cara la joven sin dejar de frotarse las sienes.

—Sí, sí, vale, pero presta atención a lo que voy a contarte: ella, la mujer de Hart, es una bebedora empedernida, y ¿sabes lo qué estaba tomando?

—No tengo ganas de jugar a las adivinanzas.

Él sonrió de oreja a oreja y le explicó:

—Un vino pikkiano muy especial elaborado con uvas heladas. Tienen escondida una caja entera de ese vino en la parte trasera de la bodega, aunque ella ignoraba de dónde procedía. Lo descubrió estando yo allí, y por lo visto le pareció raro que su marido lo tuviera oculto, pero yo opino que es una medida a tomar muy prudente por parte de un conocido aliado del rey, ¿no crees?

Nash se tomó la noticia de la traición del capitán Hart como algo muy personal, ya que sólo fue necesario encauzar los interrogatorios en otra dirección durante poco más de una semana, así como tener vigilado al capitán sin que él se percatara de que lo observaban, para descubrir no sólo que lord Mydogg le hacía de vez en cuando un regalo de su vino preferido, sino también que los mensajeros que Hart enviaba al sur, para ocuparse de sus negocios en las minas de oro, se reunían a lo largo del camino con tipos interesantes y misteriosos en posadas o garitos donde se jugaba y se bebía, tipos a quienes se había visto emprender camino hacia el norte por una ruta que era la más corta hasta el predio de Mydogg.

Eso bastó para que Clara y Garan tomaran la decisión de que había que interrogar al capitán; la cuestión era cómo hacerlo.

Una noche de luna, a mediados de noviembre, el capitán Hart emprendió viaje por la calzada del acantilado para ir a su segunda vivienda (una agradable casa de campo a orillas del mar), a la que se retiraba de vez en cuando para darse un respiro conyugal, ya que su esposa bebía más de lo que convenía al bienestar del matrimonio. Viajaba en su estupendo carruaje, y para atenderlo lo acompañaban, como era habitual, los conductores y lacayos, además de una escolta de diez hombres a caballo. Así viajaría cualquier hombre prudente que emprendiera camino por la calzada del acantilado de noche: con un séquito que lo defendería de todo a excepción de una numerosa cuadrilla de bandidos.

Por desgracia, la horda de asaltantes que se escondía detrás de las rocas esa noche era muy nutrida, y la dirigía un hombre que, de ir afeitado y vestido a la última moda o de haber sido visto a la luz del día desempeñando una función muy correcta y decente, habría guardado cierto parecido con el mayordomo mayor del rey, Welkley.

Los asaltantes cayeron sobre los viajeros profiriendo terribles gritos, muy propios de facinerosos. Y mientras la mayoría de los malhechores atacaban a los componentes del séquito, les vaciaban los bolsillos, los ataban con cuerdas y agrupaban a los excelentes caballos de Hart, Welkley y algunos otros hombres se metían en el carruaje. Dentro los esperaba el iracundo capitán Hart blandiendo espada y daga; Welkley, ejecutando un veloz quiebro a izquierda y derecha muy ágil que habría sorprendido a muchos en la corte, esquivó la arremetida y pinchó al capitán en la pierna con un dardo, cuya punta había sido impregnada con un narcótico.

Uno de los compañeros de Welkley, un tal Toddin, era un tipo de talla, constitución y porte semejantes a Hart; tras un rápido desnudarse y vuelta a vestirse dentro del carruaje, acabó llevando puestos el sombrero, la chaqueta, el tapabocas y las botas amarillas de piel de monstruo de Hart, en tanto que el capitán quedó con muchas menos prendas que las que llevaba un rato antes, y yaciendo, inconsciente, sobre el montón de ropa de Toddin. Este empuñó la espada del capitán y salió rodando con Welkley del carruaje. Entre gruñidos y maldiciones, ambos se acometieron con las espadas y lucharon muy cerca del borde del acantilado, a plena vista de los sirvientes de Hart, quienes contemplaron horrorizados cómo el hombre que parecía ser su amo se desplomaba en el suelo aferrándose el costado. Tres bandidos lo alzaron en volandas y lo arrojaron al mar.

A continuación, la banda de asaltantes huyó con el botín compuesto por monedas de lo más variadas, catorce caballos, un carruaje y, dentro de este, un capitán dormido como un muerto; cerca ya de la ciudad, metieron a este en un saco y se lo confiaron a un hombre encargado de transportarlo a palacio esa misma noche, junto con la entrega de sacos de trigo. El resto del botín se llevó rápidamente a vender en el mercado negro, y por último, los bandidos regresaron a sus hogares, transformados en lecheros, tenderos, granjeros o caballeros nobles, que se acostaron para disfrutar de un corto sueño hasta el amanecer.

Por la mañana, los hombres de Hart fueron encontrados en la calzada atados, tiritando, y muy avergonzados por los sucesos que tenían que contar. Cuando la nueva llegó a palacio, Nash envió una escolta para investigar el incidente, en tanto que Welkley mandaba un ramo de flores a la viuda del capitán.

Por la tarde, todo el mundo respiró aliviado cuando por fin llegó un aviso de la esposa de Toddin para informar de que su marido gozaba de buena salud, porque aunque el hombre era un extraordinario nadador y resistía muy bien el frío, el bote que salió a recogerlo tardó mucho tiempo en dar con él, ya que estaba muy nublado. Y esa tardanza había sido motivo de preocupación para todos.

La primera vez que llevaron a Hart ante Fuego, la mente del capitán era como una caja cerrada, y el hombre mantuvo los ojos herméticamente cerrados todo el tiempo; pasaron varios días sin que ella consiguiera sacarle nada.

—Imagino que no debería sorprenderme que un viejo amigo y camarada de lord Brocker fuera mentalmente tan fuerte —les comentó Fuego a Musa, Mila y Neel en la sala de interrogatorios después de otra sesión infructuosa, a lo largo de la cual Hart no la había mirado ni una sola vez.

—Desde luego, mi señora —convino la capitana de la escolta—. Un hombre que consiguió tantos logros en su tiempo, como el comandante Brocker, por fuerza debió elegir unos capitanes muy recios.

Fuego siempre había reflexionado mucho más acerca de lo que Brocker tuvo que soportar en el plano personal que en sus éxitos militares y, concretamente, en el vesánico castigo impuesto por el rey Nax a causa de una misteriosa ofensa. Contempló a los tres escoltas con aire ausente, mientras sacaban una comida ligera compuesta de pan y queso; evitando mirarla, Mila le tendió un plato.

Así actuaba ahora la joven escolta; en las últimas semanas, desde que Arquero puso fin a la relación entre ellos, era como si Mila se hubiera encogido, mostrándose silenciosa y contrita en presencia de su señora. Por su parte, esta procuró ser más amable y no someterla a la presencia de Arquero salvo lo imprescindible; entre las dos mujeres no se había cruzado ni una sola palabra del asunto, pero ambas sabían que la otra estaba enterada de todo.

Dominada por un hambre canina, Fuego agarró un trozo de pan, lo mordió y reparó en que Mila permanecía sentada en silencio, contemplando la comida que tenía en el plato, sin probarla. «Te daría de latigazos, Arquero», pensó, pero se esforzó en centrarse de nuevo en el tema del capitán Hart.

Este había acumulado una gran fortuna después de licenciarse del ejército, y poco a poco se acostumbró a la buena vida. ¿Proporcionarle algo de comodidad lo ablandaría?

Durante los dos días siguientes, Fuego arregló las cosas para que limpiaran y mejoraran la celda de Hart en las mazmorras, se le entregaron buenas ropas de cama, alfombras, libros, luz, buenos vinos y comidas, así como agua caliente para que se aseara, y cepos para ratas, tal vez el mayor lujo de todos. Un día en que ella llevaba el cabello suelto y lucía un vestido más escotado de lo habitual, bajó a la guarida subterránea del antiguo capitán.

La escolta le abrió la puerta, y Hart alzó la vista del libro que leía para ver quién era; el semblante mostró que flaqueaba.

—Sé lo que intenta —dijo. Y quizá fuera verdad que lo sabía, pero no fue un impedimento para que se quedara mirándola, y Fuego comprendió que había encontrado la forma de colársele en la mente.

Suponía que un hombre encarcelado se sentiría solo, sobre todo si tenía una bonita esposa en casa que prefería el vino y acompañantes jóvenes antes que a su marido. De este modo, durante sus visitas, Fuego se sentaba junto a él al borde de la cama, comía la comida que el capitán le ofrecía y aceptaba los cojines para recostar la espalda; la proximidad femenina relajó a Hart, y así dio comienzo una batalla que estaba lejos de ser sencilla; incluso en los momentos de mayor debilidad, el excapitán seguía teniendo una mente muy fuerte.

Clara, Garan y Nash absorbían las nuevas que Fuego descubría igual que la arena de Bodega del Puerto se embebía del agua de una tormenta.

—Todavía no soy capaz de sacarle nada sobre Mydogg que sea de utilidad, pero en realidad tenemos suerte porque sabe un montón de cosas sobre Gentian, y no es tan reacio a compartir los secretos de este —dijo la joven.

—Es un aliado de Mydogg —intervino Clara—. Así pues, ¿por qué vamos a fiarnos de lo que él cree que sabe sobre Gentian? A lo mejor, este envía mensajeros con información falsa para que los capture Mydogg, igual que hace con nosotros.

—Sí, es posible —admitió Fuego—, pero… No sé bien cómo explicarlo. Tal vez se deba a la certidumbre con que habla, o la seguridad de sus afirmaciones… Pero conoce los ardides que Mydogg y Gentian han utilizado con nosotros y se muestra muy seguro al afirmar que la información que tiene sobre Gentian no es de esa índole. Aunque no quiere decirme quiénes son sus informadores, me siento inclinada a dar crédito a cuanto explica.

—Está bien, está bien —aceptó Clara—. Cuéntenos qué ha descubierto y utilizaremos cualquier medio a nuestro alcance para confirmarlo.

—Asegura que Gentian y su hijo, Gunner, vienen al norte para asistir a la gala de palacio que tendrá lugar en enero.

—Eso sí que es ser osado —comentó Clara—. Estoy impresionada.

—Bueno, como sabemos que sufre malas digestiones, lo martirizaremos con una tarta —resopló Garan, desdeñoso.

—Gentian fingirá que se presenta ante la corte para pedir perdón por sus actividades sediciosas, y hablará de renovar la amistad con la corona —continuó Fuego—. Pero, entretanto, su ejército se desplazará hacia el nordeste desde sus posesiones, y se ocultará en los túneles de los Grandes Gríseos, cerca de Fortaleza Aluvión. En algún momento, durante los días siguientes a la fiesta, Gentian se propone asesinar a Nash y a Brigan; a continuación, cabalgará a galope tendido hasta donde esté situado su ejército, y atacarán Fortaleza Aluvión.

Los gemelos tenían los ojos abiertos como platos.

—Así que, después de todo, no es osadía, sino estupidez —opinó Garan—. ¿Qué clase de comandante empieza una guerra en pleno invierno?

—La clase de los que intentan sorprender al enemigo —sentenció Clara.

—Además, tendría que enviar a alguien anónimo y prescindible para llevar a cabo los asesinatos —opinó Garan—. ¿Qué ocurriría con su brillante plan si él acabara muerto?

—En fin, la estupidez de Gentian no es nada nuevo —comentó Clara—. Y gracias al cielo por la previsión de Brigan. La División Segunda ya se encuentra en Fortaleza Aluvión, y en estos momentos nuestro hermano conduce a la Primera a una posición cercana.

—¿Y dónde se hallan la Tercera y la Cuarta? —se interesó Fuego.

—Están en el norte, patrullando, pero listas para salir a toda velocidad en cuanto se las necesite —contestó la princesa—. Ahora es usted quien tendrá que informarnos de dónde se las necesitará.

—No tengo ni idea —admitió la dama monstruo—. No he conseguido que Hart me hable de los planes de Mydogg. Asegura que este no tiene intención de intervenir, sino que se cruzará de brazos mientras Gentian y el rey se reducen entre ellos el número de efectivos, pero sé que miente. También me ha dicho que Mydogg va a enviar a su hermana, Murgda, hacía el sur, a la gala de palacio, cosa que es cierta, aunque no me ha dicho para qué.

—¡También lady Murgda en la gala! —exclamó la princesa—. ¿Qué le pasa a todo el mundo?

—¿Qué más le ha contado? —le preguntó Garan—. Tiene usted que ampliar esta información.

—No sé nada más; se lo he dicho todo —respondió la joven—. Al parecer, los planes de Gentian están previstos desde hace tiempo.

—Todo esto es desolador —intervino Nash, que se apretaba la frente—. Se supone que Gentian cuenta con una fuerza de unos diez mil soldados, y nosotros disponemos de diez mil en Fortaleza Aluvión para hacerle frente. Empero, en el norte tenemos diez mil soldados dispersos por todas partes…

—Quince mil, si se recluta a las fuerzas de reserva —apuntó Fuego.

—Sí, sí, de acuerdo, tenemos quince mil soldados dispersos por todas partes, y Mydogg tiene… ¿Sabemos siquiera con qué efectivos cuenta? ¿Veinte, veintiún mil hombres para atacar donde se le antoje? Por ejemplo, el reducto de mi madre o Fortaleza Central o Fortaleza Aluvión, incluso la propia capital, si así le place, y dispondría de días, tal vez de semanas, antes de que nuestras tropas se organizaran para hacerle frente.

—Es imposible que haya escondido a veinte mil soldados, porque los hemos buscado —manifestó Clara—. Ni siquiera podría ocultarlos en los Gríseos Chicos, y le sería imposible recorrer todo el camino hasta la capital sin que se los detectara.

—Necesito a Brigan. ¡Lo quiero aquí conmigo, ya! —exigió el rey.

—Vendrá cuando pueda, Nash —terció Garan—. Además, le informamos de todo lo que pasa.

Fuego se sorprendió a sí misma proyectando su percepción mental para sosegar al monarca, que estaba asustado; él lo noto y tendió una mano para coger la de ella. En un gesto de agradecimiento (y de algo más que era incapaz de contener), el rey le besó los dedos.