Capítulo 2

Cuando Fuego se despertó al día siguiente, lo primero de lo que tuvo conciencia fue del dolor, y después notó que en la casa reinaba más agitación de lo normal; asimismo percibió un revuelo de guardias en la planta baja, y supo que Arquero se encontraba con ellos.

A todo esto, al pasar una criada por delante de la habitación, le tocó la mente y la llamó. Ceñuda, la sirvienta entró en el cuarto, y en lugar de mirar a Fuego, no alzó la vista del plumero que llevaba en la mano. Bueno, por lo menos esta había entrado, porque otras, fingiendo no oír la llamada, se habían escabullido.

—¿Qué desea, señora? —inquirió en actitud ceremoniosa.

—Sofie, ¿por qué hay tantos hombres abajo?

—Esta mañana han hallado muerto al cazador furtivo que estaba encerrado en las jaulas, señora; tenía una flecha clavada en el cuello.

Dejando a Fuego desolada, la sirvienta se marchó, cerrando la puerta tras ella con un golpe seco.

La joven se dijo que lo ocurrido era de algún modo culpa suya por llevar ropas que la hacían parecer un venado.

Fuego se vistió y bajó la escalera para reunirse con el mayordomo, Donal, un hombre canoso y testarudo que estaba a su servicio desde que era una niña. El hombre enarcó una ceja, y señalando con la cabeza hacia la terraza trasera, le comentó:

—Me parece que hoy es capaz de tirar a dar a cualquiera.

La joven sabía que se refería a Arquero, cuya exasperación era perceptible, aunque hubiera una pared por medio entre ella y el grupo con el que estaba su amigo. Por sus palabras acaloradas, se deducía que no le gustaba nada que muriera alguien que estuviera bajo su custodia.

—Donal, ayúdame a taparme el cabello, por favor.

Poco después, con el pelo envuelto en un pañuelo marrón, Fuego salió a la terraza para acompañar a Arquero en aquel momento conflictivo; en el exterior el ambiente estaba cargado de humedad, como si fuera a llover de un momento a otro. Abrigado con una chaqueta larga también de color marrón, el aspecto de Arquero irradiaba por completo una sensación incisiva: el arco que sostenía en la mano, las flechas colgadas a la espalda, los movimientos repentinos, la expresión con que oteaba las colinas… La joven se apoyó en la baranda, a su lado.

—Tendría que haberlo previsto —le dijo a Fuego sin mirarla—. Puede decirse que él mismo nos adelantó que esto ocurriría.

—No habrías podido hacer nada para evitarlo. Bastante desperdigada tienes ya a tu guardia.

—Debería haber ordenado que lo encerraran dentro.

—¿Y cuántos guardias habrían hecho falta para ello? Vivimos en casas, Arquero, no en palacios, y no disponemos de mazmorras.

—Estamos locos, ¿sabes? —Él agitó la mano en el aire—. Locos por creer que podemos vivir aquí, tan lejos de Burgo del Rey, y protegernos de los pikkianos, de los saqueadores y de los espías de los señores rebeldes.

—Ni su fisonomía ni su modo de hablar eran característicos de un pikkiano. Era valense, como nosotros. Además, iba limpio y su comportamiento era civilizado, no como el de los saqueadores que acostumbramos a ver.

Era cierto que los pikkianos, pueblo marinero que habitaba el territorio vecino al norte de Los Vals, en ocasiones cruzaban la frontera para robar madera o incluso raptar a trabajadores de la comarca septentrional valense; pero, aunque no todos eran iguales, solían ser corpulentos y de piel más clara que sus vecinos de Los Vals. En cualquier caso, ninguno era de estatura baja y tez oscura, como el fallecido cazador furtivo de ojos azules; además, hablaban con un acento gutural muy marcado.

—De acuerdo, de acuerdo, pero entonces era un espía —rebatió Arquero, que no deseaba que lo apaciguara—. Lord Mydogg y lord Gentian tienen confidentes repartidos por todo el reino que espían al rey, espían al príncipe, se espían entre ellos y, visto lo visto, también te espían a ti —refunfuñó—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que los enemigos del rey Nash y del príncipe Brigan tal vez quieran raptarte y utilizarte como un instrumento para derrocar a la familia real?

—Y tú crees que todo el mundo quiere raptarme —respondió la joven en tono apacible—. Si tu propio padre me atara y me vendiera a un zoológico de monstruos por unas cuantas monedas sueltas, dirías que desde el principio sospechaste que pensaba hacerlo.

—Y tú deberías sospechar de tus amigos, de cualquiera de ellos, aparte de mi padre y de mí —barbotó, acalorado—. Deberías llevar escolta cada vez que sales por esa puerta y deberías reaccionar con más rapidez para controlar a la gente con la que te encuentras. De esa forma yo tendría menos preocupaciones.

Arquero repetía los argumentos de siempre y, por ende, se sabía de memoria las respuestas de ella, así que Fuego hizo como si no hubiera oído el último comentario, y en cambio, dijo sin alterarse:

—Nuestro cazador furtivo no era un espía de lord Mydogg ni de lord Gentian.

—Mydogg ha reunido un ejército bastante grande en el nordeste, y si en algún momento decidiera «tomar prestado» nuestro predio como plaza fuerte y punto de apoyo en la guerra contra el rey por ser más céntrico, nos sería imposible impedírselo.

—Arquero, sé razonable. La Mesnada Real no nos dejaría desamparados para que nos defendiéramos solos. E independientemente de eso, el cazador furtivo no fue enviado por ningún señor rebelde; era demasiado simplón para encomendarle una tarea así. Mydogg jamás utilizaría un explorador tan cándido, y si bien Gentian dista mucho de ser tan inteligente como Mydogg, su necedad no llega al punto de ordenarle a un bobalicón que espíe.

—Bueno, de acuerdo —bramó él, exasperado—. Entonces habré de retomar la teoría de que se trata de algo relacionado contigo. En el instante en que te reconoció, dijo que era hombre muerto, lo que deja muy claro que estaba bien informado en cuanto a ese punto. Así que, explícamelo, ¿quieres? ¿Quién era ese hombre y por qué diantres lo han matado?

Fuego creía que estaba muerto por haberla herido, o tal vez porque lo había visto y le había hablado. No es que tuviera mucho sentido, pero la conclusión de su razonamiento tenía gracia, y los habría hecho reír si Arquero hubiera estado de humor para bromas, que no era el caso; el asesino del cazador furtivo era un hombre cortado por el mismo patrón que Arquero en el sentido de que a este tampoco le gustaba que nadie le hiciera daño o trabara amistad con ella.

—Y con buena puntería —agregó la muchacha en voz alta.

Arquero continuaba oteando el horizonte con gesto iracundo, como si esperase que el asesino apareciera de pronto detrás de una piedra para saludarlo con la mano.

—¿Qué quieres decir?

—Que te habrías llevado bien con ese asesino, Arquero, porque ha tenido que disparar a través de los barrotes de la verja exterior y de los de la jaula donde estaba encerrado el cazador furtivo, ¿no es cierto? Tiene que ser un buen arquero.

—Más que bueno —convino él, que pareció animarse un poco al hablar con admiración de la buena puntería de alguien—. A juzgar por la posición y la profundidad de la herida, creo que fue un disparo a larga distancia, realizado probablemente desde los árboles que hay tras esa elevación. —Señaló el espacio pelado y rocoso al que se encaramó Fuego la noche anterior—. Disparar a través de dos hileras de barrotes es en verdad impresionante, sobre todo si aciertas a dar a un hombre en la garganta. Al menos tenemos la certeza de que no han sido nuestros vecinos los responsables, porque ninguno de ellos habría sido capaz de lograr semejante proeza.

—¿Y tú?

La pregunta tenía como propósito regalarle el oído a su amigo, ya que no había buen disparo que Arquero no fuera capaz de igualar; él la miró y sonrió, aunque enseguida la observó con mayor atención y se le suavizó el semblante.

—Soy un bruto. Mira que no haberte preguntado aún cómo te encuentras hoy…

A la joven se le habían contraído los músculos de la espalda, como si fueran cuerdas repletas de nudos, y el brazo vendado le dolía; todo el cuerpo estaba pagando su exceso de la escapada nocturna.

—Estoy bien.

—¿No vas poco abrigada? Ten, ponte mi chaqueta.

Fuego se arrebujó en ella, y se sentaron un rato en los peldaños de la terraza. Hablaron sobre los planes que tenía él para empezar las labores en los campos de labranza, puesto que dentro de poco llegaría la época de la siembra de primavera, y era sabido que la tierra septentrional, pedregosa y fría, siempre se resistía al comienzo de una nueva estación de cultivo.

De vez en cuando, Fuego percibía los movimientos de rapaces monstruo que sobrevolaban su posición, y les mantenía cerrada la mente para que no la identificaran como la presa monstruo que era, aunque si no disponían de ninguna víctima de ese tipo, comían cualquier criatura viva que se pusiera a su alcance. Una de las rapaces, de una hermosura intangible, divisó a Fuego y a Arquero y, exhibiéndose con absoluto descaro, descendió un trecho y voló en círculos para tantearles las mentes; irradiaba una sensación de voracidad primitiva que, cosa curiosa, resultaba asimismo tranquilizadora. Arquero se puso de pie y le disparó y, acto seguido, realizó un segundo disparo contra otra ave que había hecho la misma maniobra; la primera tenía el plumaje de un matiz malva semejante al del amanecer, mientras que la segunda era de un color dorado tan pálido que, al precipitarse al suelo, dio la impresión de que la luna caía del cielo.

Quedaron destrozadas a causa del impacto, y Fuego pensó que, al menos, proporcionaban un poco de color al paisaje. En la zona septentrional de Los Vals había poco colorido a principios de primavera, porque los árboles mantenían un tono grisáceo y los matojos de hierba que se aferraban a las grietas de las piedras conservaban aún el color pardo del invierno. En realidad, ni siquiera en pleno verano, la zona norteña era lo que uno calificaría de colorida, pero al menos, en esa estación, el paisaje gris con manchas pardas se convertía en un paisaje gris con manchas verdes.

—Por cierto, ¿quién encontró muerto al cazador furtivo? —preguntó la muchacha con aire perezoso.

—Fue Tovat, uno de los guardias recién incorporados. Todavía no lo conoces.

—¡Ah, sí! Es el chico que tiene el pelo de ese color castaño anaranjado que la gente dice que es rojo. Me cae bien. Es resuelto y se protege la mente.

—¿Lo conoces? Y admiras su cabello, ¿eh? —inquirió Arquero en un tono cortante, que a ella le resultaba familiar.

—¡Venga ya, Arquero! No he dicho nada de que me guste el pelo de ese guardia. Y aunque sólo sea por simple cortesía, sé los nombres y conozco las caras de todos los hombres que apostas en mi casa.

—Pues ya no lo apostaré más aquí. —La voz de Arquero tenía un ribete desagradable, y ella guardó silencio un momento para no replicar de mala manera al discutible (y asaz hipócrita) derecho a estar celoso. Ponía en evidencia un sentimiento que a la joven le traía sin cuidado en ese momento, así que contuvo un suspiro de irritación, y cuando le contestó, eligió con cuidado las palabras para no perjudicar a Tovat:

—Espero que cambies de parecer, porque es uno de los pocos guardias que me respeta, tanto en el aspecto físico como mentalmente.

—Cásate conmigo y vive en mi casa. Así yo seré tu guardián.

En esta ocasión Fuego ya no consiguió contener la irritación.

—Sabes que no aceptaré, y me gustaría que dejaras de proponérmelo. —Una gota grande de lluvia le cayó en la manga—. Creo que iré a visitar a tu padre.

Gimiendo de dolor, se puso de pie y dejó la chaqueta en el regazo del hombre; al marcharse le acarició en el hombro porque, si bien Arquero no le gustaba, lo quería.

Mientras entraba en la casa, se puso a llover.

Lord Brocker vivía en casa de su hijo, y Fuego le pidió a un guardia, que no era Tovat, que la acompañara bajo la lluvia porque, a pesar de ir armada con una lanza, se sentía desprotegida sin el arco y la aljaba.

El padre de Arquero se encontraba en la armería de la casa dando instrucciones con voz atronadora a un hombretón al que Fuego reconoció como el ayudante del herrero de la villa. Lord Brocker la vio llegar, pero no por ello dejó de vocear, aunque el herrero dejó de prestarle atención unos instantes porque se quedó contemplando con fijeza a la muchacha; en los ojos y en la sonrisa bobalicona del hombre había un algo de grosero, repulsivo.

Ese tipo la conocía desde hacía tiempo más que suficiente para saber que debía guardarse contra el poder de su extraña belleza de monstruo, de modo que, si no se protegía, significaba que no quería hacerlo. La decisión de rendir la mente a cambio del placer de sucumbir a su hermosura era prerrogativa del herrero, pero ella no lo animaría, de modo que no se quitó el pañuelo marrón. Asimismo rechazó el contacto con la mente del hombre y, pasando junto a él, se dirigió a un cuartito anexo para que no la pudiera ver; en realidad se trataba de un armario, una especie de tabuco oscuro equipado con estanterías en las que se amontonaban aceites, pulimentos y herramientas viejas y oxidadas que nadie usaba nunca.

Era humillante tener que recluirse en un viejo armario maloliente; debería ser el ayudante del herrero el que se sintiera abochornado por ser un zopenco que renunciaba de buena gana al control sobre sí mismo. ¿Y si mientras la contemplaba embobado e imaginaba cualquier cosa que su miserable mente osara representarse, ella lo convencía para que desenvainara el cuchillo y se sacara un ojo? Hacer algo así sería lo que le habría gustado a Cansrel; él jamás se batía en retirada.

Las voces de los hombres dejaron de oírse, y la mente del herrero se alejó de la armería; las grandes ruedas de la silla de lord Brocker chirriaron cuando el noble las hizo girar en dirección al armario; al llegar a la puerta, se detuvo.

—Sal de ahí, pequeña, ya se ha marchado. Ese botarate… Si un ratón monstruo le robara la comida delante de sus narices, el muy idiota se rascaría la cabeza, confuso, porque no recordaría si se la había comido o no. Por tu aspecto diría que necesitas sentarte, así que vayamos a mis aposentos.

La casa de Arquero perteneció a Brocker hasta que este le transfirió a su hijo la administración de la propiedad. Pero como el noble ya iba en silla de ruedas antes incluso de que Arquero naciera, la casa estaba organizada de forma que todo —a excepción de los aposentos del muchacho y los cuartos de los criados— se encontraba ubicado en la primera planta para que le resultara accesible.

Fuego caminó al lado del noble a través de un vestíbulo de piedra, apenas alumbrado por la luz grisácea que entraba por las altas ventanas, y dejaron atrás la cocina, el comedor, la escalera y el cuarto de la guardia. La casa estaba llena de gente, criados y guardias que entraban del exterior o bajaban del piso superior. Las criadas que se cruzaban con ellos saludaban a Brocker, pero ponían buen cuidado en hacer caso omiso de ella, distantes y con la mente protegida, como siempre. Aunque Fuego, por su condición de monstruo y de ser hija de Cansrel, no provocaba ningún resentimiento en las mujeres que estaban al servicio de Arquero, sí lo hacía porque todas estaban enamoradas de él.

En cuanto llegaron a la biblioteca, ella se sentó con gusto en una silla mullida y bebió la copa de vino que una criada antipática le puso en la mano con brusquedad; Brocker situó su silla rodante frente a ella y le escrutó el rostro.

—Si quieres echar un sueño, querida, te dejaré sola —le ofreció.

—Quizás un poco más tarde.

—¿Cuánto hace que no duermes toda una noche seguida?

—No me acuerdo. —El padre de Arquero era una persona ante la que no le importaba admitir dolor o cansancio—. No es algo que ocurra con frecuencia.

—Sabes bien dónde hay medicamentos que te ayudarían a dormir.

—Sí, pero me dejan atontada.

—Acabo de escribir una historia de estrategia militar en Los Vals; puedes llevártela si quieres. Te ayudará a dormir a la vez que aumentará tu inteligencia y tu imbatibilidad.

Fuego sonrió y dio un sorbo del amargo vino valense; dudaba que le entrara sueño al leer esa historia. Todo lo que ella sabía sobre ejércitos y guerras lo había aprendido de aquel hombre, y él nunca la aburría. Hacía unos veintitantos años, en pleno auge del anterior monarca —el rey Nax—, Brocker fue el comandante más brillante que jamás tuvo el ejército de Los Vals; hasta el día en que el rey lo capturó y le machacó las piernas (no se las rompió, sino que ordenó a ocho hombres que se las aplastaran manejando un mazo por turnos), y después lo envió medio muerto de vuelta a casa con su esposa, Aliss, al norte de Los Vals.

Ignoraba qué falta tan terrible cometió Brocker para justificar semejante trato por parte de su rey; Arquero tampoco lo sabía. Aquel episodio tuvo lugar antes de que ellos dos nacieran, y el noble no hablaba nunca de ello. Además, las lesiones sólo fueron el principio del drama, porque un par de años más tarde, cuando el padre de Arquero se había recuperado del daño sufrido hasta donde era posible dadas las circunstancias, Nax seguía furioso con su comandante, así que escogió con sumo cuidado a un malhechor encarcelado en las mazmorras —un tipo canallesco y salvaje—, y lo envió al norte para que castigara a Brocker haciendo sufrir a su esposa. De ahí que Arquero fuera apuesto y alto, de ojos castaños y cabello claro, mientras que Brocker tenía los iris grises, el cabello oscuro y una apariencia corriente. No era, pues, el verdadero padre de Arquero.

En ciertos lugares y en otros tiempos, la historia de este hombre habría sido impactante, pero no así en Burgo del Rey ni en la época en que el rey Nax gobernaba al arbitrio de su valido: Cansrel.

La voz de Brocker sacó a Fuego de tan horribles pensamientos:

—Si no me han informado mal, parecer ser que has tenido el raro placer de ser herida por la flecha disparada por un hombre, cuya intención no era matarte. ¿Sentiste algo diferente?

—En mi vida había recibido un disparo tan placentero —rio Fuego, coreada por la risita divertida del noble.

—Es gratificante hacerte reír —aseguró el inválido mientras la observaba con expresión bondadosa—. El dolor se te borra del semblante.

Brocker siempre conseguía arrancarle una sonrisa y, sobre todo en los días en que Arquero estaba intratable, para Fuego era un alivio el indefectible talante cordial que utilizaba con ella; considerando que el dolor no lo dejaba nunca en paz, su actitud era digna de admiración.

—Brocker, ¿cree que habría cabido la posibilidad de que las cosas hubieran sucedido de otra manera? —Él puso cara de perplejidad—. Me refiero a la relación entre Cansrel y el rey Nax —aclaró Fuego—. ¿Cree que la asociación entre ambos podría haber sido distinta? Y por otra parte, ¿habrían logrado Los Vals sobrevivir a esa asociación?

Serio, aunque sosegado, ante la simple mención del nombre de Cansrel, el noble la observó en silencio y, al cabo de un momento, contestó:

—El padre de Nax fue un rey respetable que tuvo en el padre de Cansrel un valioso consejero monstruo. Pero, querida mía, Nax y Cansrel eran dos seres completamente distintos. El primero no heredó la fortaleza de su padre, y sabes tan bien como el que más, que el segundo no heredó ni una pizca de la empatía de su progenitor. Además, como crecieron juntos, cuando Nax subió al trono, llevaba ya toda la vida siendo dominado por Cansrel. ¡Oh, sí, el rey tenía buen corazón, no me cabe duda! En realidad lo demostró algunas veces, pero daba igual porque también era un poco perezoso y un mucho propenso a que otra persona pensara por él. Esa manera de ser era todo cuanto Cansrel necesitaba, y aprovechó la oportunidad; Nax no tenía ninguna posibilidad. —Hizo un gesto de pesadumbre, afectado por los recuerdos—. Desde el principio, Cansrel utilizó a Nax para conseguir lo que deseaba, y lo único que deseó siempre fue su propia satisfacción. Era inevitable, querida niña —añadió al tiempo que centraba de nuevo la atención en el semblante de la muchacha—. Mientras vivieron, Cansrel y Nax no hicieron otra cosa que conducir el reino a la perdición.

A la perdición… Brocker le había explicado a Fuego los pasos que habían abocado al reino en esa dirección desde el momento en que el joven Nax ocupó el trono. El rey empezó a frecuentar a muchas mujeres y celebrar numerosas fiestas, lo que no resultó tan desastroso porque se enamoró de una dama de cabello negro, procedente del norte de Los Vals, llamada Roen, y se casó con ella. La unión tuvo como fruto un hijo, un chico apuesto y moreno llamado Nash, e incluso con las riendas en manos de un monarca un tanto negligente, el reino gozó de cierta estabilidad.

Pero ocurrió que Cansrel se aburría; siempre necesitó del exceso para sentirse satisfecho, de modo que requirió más fiestas, más vino, más mujeres… y luego, púberes de la corte que aliviaran la monotonía de sus relaciones con mujeres… Y estupefacientes. Nax accedió a todo; era como una cáscara hueca que albergaba la mente de Cansrel, un pelele que asentía, aceptando todo cuanto el consejero monstruo le decía que era lo mejor.

—No obstante, usted me contó que, a la larga, fueron las drogas las que destruyeron a Nax —apuntó Fuego—. ¿Cree que habría aguantado de no ser por su adicción?

—Quizá. Cansrel nunca perdió el control de sí mismo a pesar de tener ese veneno en la sangre, el muy maldito, pero no ocurrió lo mismo con Nax; él se convirtió en un ser sobreexcitado, paranoico, descontrolado, y más vengativo que nunca.

Calló al llegar a ese punto, clavada la vista en sus piernas destrozadas, el gesto desolado. La muchacha aisló sus emociones con firmeza para evitar que la curiosidad invadiera la mente del hombre como un torrente, y, menos aún, la compasión. Eso no debía ocurrir nunca.

Al cabo de un momento, el noble alzó la vista y le sostuvo la mirada de nuevo; incluso esbozó una sonrisa.

—Tal vez sería justo decir que, de no ser por las drogas, Nax no se habría vuelto un maníaco, pero, en mi opinión, que cayera en tal estado era tan inevitable como todo lo demás, porque Cansrel influía en su mente como una auténtica droga. La gente se daba cuenta de lo que estaba pasando: el rey castigaba a hombres observantes de la ley y acordaba alianzas con delincuentes que despilfarraban el dinero de los cofres reales. Los que fueran aliados de su padre le retiraron el apoyo, como no podía ser de otra forma, y tipos ambiciosos, como Mydogg y Gentian, empezaron a maquinar y a entrenar escuadrones de soldados con la excusa de hacerlo en defensa propia, porque ¿quién reprocharía a un señor montañés que actuara así estando las cosas tan revueltas? Ya no imperaba la ley (al menos, fuera de la ciudad), porque a Nax no se lo podía molestar para que se ocupara de hacerla cumplir, las calzadas dejaron de ser seguras, y uno tenía que estar loco o al borde del suicidio para viajar por las rutas subterráneas, plagadas de saqueadores, asaltantes y traficantes del mercado negro que proliferaban por doquier. Hasta los pikkianos, que durante siglos se habían contentado con pelearse entre ellos, decidieron aprovecharse de la anarquía en la que estaba sumido nuestro reino.

Fuego sabía todo eso; conocía su propia historia. Finalmente, un reino conectado por túneles, acribillado de cuevas y atestado de predios montañeses recónditos no resistió semejante inestabilidad; había sitios de sobra donde ocultar cosas nefastas.

Los conflictos armados estallaron en Los Vals; no eran guerras propiamente dichas entre adversarios políticos bien definidos, sino contiendas chapuceras entre diferentes grupos en conflicto: un vecino contra otro, un grupo de invasores de las cavernas contra el feudo de algún pobre noble, una alianza de señores feudales valenses contra el rey… A Brocker se le encomendó que sofocara todas las sublevaciones del reino; era un cabecilla militar mucho mejor de lo que Nax merecía tener y, durante varios años, realizó un trabajo impresionante, pero el ejército y él estaban solos, abandonados a su suerte. En Burgo del Rey, Cansrel y Nax se hallaban muy ocupados, dedicados en cuerpo y alma a las mujeres y a las drogas.

El monarca engendró gemelos con una lavandera de palacio; fue entonces cuando Brocker incurrió en el misterioso agravio, y Nax tomó represalias. Y el día en que el monarca destruyó a su comandante, asestó un golpe de muerte a cualquier esperanza de gobernar su reino, pues las contiendas proliferaron como las malas hierbas. En aquella misma época, Roen dio otro hijo a Nax, un niño de cabello oscuro llamado Brigan; el reino de Los Vals entró en una etapa difícil.

Cansrel disfrutó mucho al saberse rodeado de desesperación; le divertía destrozar cosas gracias al poderío que ostentaba y, para él, la diversión era un deseo insaciable.

A las contadas mujeres que no lograba seducir con su belleza o con la mente, las violaba, y a las pocas que se quedaban preñadas, las mataba; no quería bebés monstruo que se desarrollaran como niños monstruo y llegaran a adultos que a lo mejor minaban su poder.

Brocker nunca supo explicarle a Fuego por qué razón Cansrel no mató a su madre; era un misterio, pero la muchacha sabía a qué atenerse y no creía que hubiera una explicación romántica. Ella fue concebida en un tiempo de depravado pandemónium y, probablemente, su padre olvidó que había llevado a Jessa a su lecho o quizá no reparó en su preñez; al fin y al cabo, sólo era una criada de palacio. Tal vez ni siquiera pensó que era responsable del embarazo hasta que la criatura nació con un pelo tan asombroso que Jessa le puso el nombre de Fuego.

Así pues, ¿por qué permitió Cansrel que su hija viviera? La joven tampoco tenía respuesta a tal pregunta. Movido por la curiosidad, su padre fue a visitarla con la intención más que probable de asfixiarla. Pero al verle la cara, al oír los gorjeos que emitía, al tocarle la piel y captarle la diminuta, intangible y perfecta naturaleza de monstruo, decidió —a saber por qué razón— que no quería aniquilar a esa criatura.

Cuando aún era una niña de pecho, Cansrel se la arrebató a su madre; una humana monstruo tenía demasiados enemigos, y él quería que la niña creciera en un lugar aislado en el que se encontrara a salvo, lejos de Burgo del Rey. De modo que la llevó al predio que poseía al norte del reino, una propiedad que frecuentaba en muy raras ocasiones, y la dejó al cuidado de su estupefacto mayordomo, Donal, y de unos pocos cocineros y criados.

—Criadla —ordenó.

Lo demás lo recordaba Fuego por sí misma; su vecino, Brocker, se interesó por la pequeña monstruo huérfana y se ocupó de que recibiera enseñanza en historia, escritura y matemáticas. Cuando la niña mostró interés por la música, le buscó un maestro; y Arquero se convirtió en su compañero de juegos y, con el tiempo, en su amigo de confianza. La madre de este, Aliss, murió de una enfermedad crónica que se le declaró después de dar a luz, y por su parte, Fuego supo de la muerte de Jessa a través de las noticias que recibía Brocker.

Cansrel pasaba por el predio con frecuencia, y sus visitas confundían a la niña porque le recordaban que tenía dos padres que nunca se encontraban si podían evitarlo, ni intercambiaban más palabras que las imprescindibles para no incurrir en la descortesía, pero siempre discrepaban.

Uno de ellos era poco dado a hablar, un hombre serio, de cuerpo contrahecho, que se desplazaba en silla de ruedas.

—Niña —le decía con afecto—, del mismo modo que nosotros te respetamos protegiendo nuestras mentes de la tuya y nos comportamos contigo como es debido, asimismo tú debes respetar a tus amigos y no utilizar nunca tus poderes contra nosotros a propósito. ¿Te parece razonable? ¿Lo entiendes? No quiero que hagas algo que no comprendas.

Su otro padre era radiante, esplendoroso y, en aquellos primeros años, alegre casi siempre; la besaba, la alzaba en el aire y la hacía girar como un tiovivo, la subía a acostar… Parecía irradiar calor y electricidad, y si ella le rozaba el cabello tenía la impresión de acariciar satén por su calidez al tacto.

—Dime, ¿qué te ha enseñado Brocker? —le preguntaba con un timbre de voz suave y dulce como el chocolate—. ¿Has practicado el uso de tu poder mental con los sirvientes y los vecinos, o con los caballos y los perros? No hay nada malo en que lo hagas, ¿sabes?, estás en tu derecho porque eres mi niña preciosa, y la belleza disfruta de unos derechos que la fealdad jamás tendrá.

Fuego estaba enterada de cuál de los dos era su verdadero progenitor, al que llamaba «padre», en vez de «Brocker», y a quien quería con locura porque siempre era el recién llegado o el que estaba a punto de marcharse, y porque en los cortos períodos que pasaban juntos no se sentía como un fenómeno de la naturaleza. La gente que la despreciaba o la amaba en demasía experimentaba los mismos sentimientos por Cansrel, aunque el comportamiento con él era diferente; por ejemplo, la clase de comida que ella devoraba con ansia —una preferencia que era motivo de mofa por parte de sus propios cocineros— era la misma por la que Cansrel sentía debilidad, pero cuando él estaba en casa los cocineros la preparaban y no se burlaban. Durante esas visitas, Cansrel se sentaba con su hija y hacía una cosa prohibida a los demás: le daba lecciones para mejorar su capacidad mental. Se comunicaban sin pronunciar palabra y eran capaces de tocarse aunque cada uno se encontrara en puntos alejados de la casa. El verdadero padre de Fuego era como ella; en realidad la única persona del mundo igual que ella.

Él le hacía siempre la misma pregunta nada más llegar:

—Mi querida hija monstruo, ¿alguien ha sido malo contigo mientras he estado ausente?

¿Malo? Los niños le arrojaban piedras en la calzada, y a veces le ponían la zancadilla o la abofeteaban o la insultaban. La gente a la que caía bien, la abrazaba, pero lo hacía con demasiada fuerza y se tomaban muchas libertades con las manos.

No obstante, Fuego aprendió desde muy pequeña a responder que no a esa pregunta, a mentirle y a protegerse la mente para que él no se diera cuenta de que le mentía. Esa era otra de las cosas que la confundía porque, a pesar de anhelar tanto las visitas de su padre, caía de nuevo en la mentira en el mismo momento en que aparecía.

Tenía cuatro años cuando acogió a un cachorro de una camada que nació en los establos de Brocker; eligió al perrito, y Brocker le permitió quedárselo porque, como el animal tenía tres patas que le funcionaban bien pero arrastraba la cuarta, nunca serviría para llevar a cabo ninguna tarea. El cachorro era de color gris oscuro y de ojos muy brillantes; Fuego le puso de nombre Bor, abreviatura de «albor».

Bor era alegre, un animalillo algo alocado que no tenía ni idea de que le faltaba algo que los otros perros tenían. Era nervioso, brincaba mucho y a veces tenía propensión a mordisquear a las personas por las que sentía predilección. Y no había nada que lo pusiera más frenético de excitación, ansiedad, gozo y terror —todo simultáneamente—, que la presencia de Cansrel.

Un día en el jardín, este se acercó de forma repentina a Fuego y a Bor. Pillado por sorpresa, el animal saltó sobre la niña, y al morderla más fuerte que de costumbre, ella gritó.

Cansrel corrió hacia su hija, se arrodilló y la cogió en brazos, de forma que la camisa se le manchó con la sangre que la pequeña tenía en los dedos.

—¡Fuego! ¿Estás bien? —La niña se le aferró porque, aunque sólo momentáneamente, Bor la había asustado. Sin embargo, cuando se recobró del susto, vio y sintió que el perro se golpeaba contra el extremo afilado de una piedra una y otra vez.

—¡Déjalo, padre! ¡Para ya!

Él sacó un cuchillo que llevaba al cinto y se dirigió hacia Bor; La niña chilló y lo agarró.

—¡No le hagas daño, padre, por favor! ¿Es que no te das cuenta de que no tenía intención de morderme?

Le tanteó la mente, pero el hombre era demasiado fuerte para ella; aferrada a los pantalones de su padre, le golpeó con los puñitos y rompió a llorar.

Entonces, Cansrel se detuvo, metió el cuchillo en el cinturón y se puso en jarras, furioso, mientras Bor se alejaba renqueante y con la cola entre las patas. Entonces pareció cambiar de humor y se agachó de nuevo delante de Fuego; la abrazó, la besó y le susurró palabras de consuelo hasta que cesó el llanto de la pequeña. Después le limpió la sangre de los dedos, se los vendó y la invitó a que se sentara para impartirle una lección sobre el control de la mente de los animales. Cuando por fin la dejó marchar, ella corrió en busca de Bor, que se había refugiado en un rincón de su dormitorio, acurrucado, aturdido y avergonzado. La pequeña lo acomodó en su regazo y practicó un ejercicio para relajarle la mente, y así ser capaz de protegerlo la próxima vez.

A la mañana siguiente, se despertó en medio de un profundo silencio, en lugar del habitual ruido de las fuertes pisadas de Bor de aquí para allá, al otro lado de la puerta. Lo buscó todo el día, tanto en el recinto de su finca como en el de la casa de Brocker, pero no lo encontró. El perro había desaparecido.

—Supongo que ha huido. Los perros se escapan, ¿sabes? Pobrecita mía —dijo Cansrel con melosa compasión.

Y así fue como Fuego aprendió a mentir a su padre cuando le preguntaba si alguien le había hecho daño.

A medida que pasaban los años Cansrel espació las visitas, si bien las estancias se prolongaron, ya que los caminos eran cada vez más peligrosos. A veces se presentaba en la casa después de haber permanecido ausente durante meses; lo acompañaban mujeres o tratantes que comerciaban con animales y con drogas, o que le traían nuevos monstruos para meterlos en las jaulas. En ocasiones se pasaba todo el tiempo, desde que llegaba hasta que se iba, enganchado al veneno de alguna planta; o si estaba sobrio del todo, sufría extraños arrebatos, ataques de ira arbitrarios en los que la tomaba con todo el mundo, excepto con Fuego; otras veces se hallaba en un estado tan lúcido y encantador como las notas agudas que la muchacha tocaba con su flauta. Ella llegó a temer las llegadas de su padre, esas invasiones estridentes, arrolladoras, maravillosas y disolutas que irrumpían en su sosegada vida, aunque cuando se marchaba, se sentía tan sola que la música era lo único que la consolaba, por lo que se metía de lleno en las clases sin importarle que hubiera ratos en los que su maestro resultara odioso o mostrara resentimiento por su creciente pericia.

Brocker nunca le ocultó la verdad sobre Cansrel.

No quiero creerte —pensó, dirigiéndose al hombre, después de que le relatara otro de los actos reprochables de su padre monstruo—. Pero sé que es cierto porque él mismo me cuenta esas cosas sin avergonzarse, y lo explica como si fueran lecciones, una guía para mi comportamiento. Le preocupa que no utilice mi poder como un arma.

—¿Es que no se da cuenta de lo diferentes que sois tú y él? —Era la pregunta que Brocker repetía—. ¿Es que no ve que estás hecha de un molde por completo distinto al suyo?

Fuego era incapaz de describir la soledad que sentía cuando Brocker hablaba de ese modo. A veces habría querido con toda su alma que el hombre bueno, apacible y sencillo que tenía por vecino fuera su verdadero padre; habría querido ser como él, estar hecha a su imagen y semejanza, pero era consciente de quién era y de lo que era capaz. Incluso después de deshacerse de los espejos, lo veía reflejado en los ojos de la gente y comprendía lo fácil que le resultaría montarse la vida un poco más fácil, un poco más agradable, de la misma forma que Cansrel lo hacía de continuo. Nunca le confesó a nadie, ni siquiera a Arquero, lo mucho que se avergonzaba de tener esa tentación.

Fuego contaba trece años cuando las drogas acabaron con Nax; su hijo, Nash, se convirtió a los veintitrés años en monarca de un reino sumido en el caos. Los ataques de ira de Cansrel se hicieron más frecuentes, igual que los períodos de melancolía.

La muchacha tenía quince años cuando Cansrel abrió la puerta de la jaula que retenía cautivo al leopardo monstruo de color azul medianoche con ocelos dorados, y la abandonó para siempre.