Capítulo 19
Fuego sabía más de lo que a cualquiera le interesaría saber acerca de las costumbres intrascendentes y los gustos de lord Mydogg, lord Gentian, Murgda, Gunner, sus cuerpos de servicio y todos sus invitados. Por ejemplo, averiguó que Gentian era ambicioso y, a veces, también un majadero, además de tener el estómago delicado, por lo que no ingería comidas pesadas y sólo bebía agua. Asimismo se enteró de que su hijo, Gunner —un militar de renombre y un tanto asceta en cuanto al vino y a las mujeres—, era más listo que su padre. En cambio, a Mydogg le ocurría todo lo contrario, pues no se privaba de ningún placer y era manirroto con sus favoritas, pero cicatero con el resto del mundo; Murgda era tacaña con todos, incluida ella misma, y era bien conocida su debilidad por el pudin de pan.
Pero ninguno de estos detalles servían como información; Clara y el rey tenían cosas mejores que hacer que ser testigos de semejantes hallazgos; en cuanto a Garan, seguía confinado en su lecho. De manera que Fuego se encontró sola en la sala de interrogatorios cada vez con más frecuencia; sola, se entiende, si no se contaba a Musa, Mila y Neel, porque Brigan había dado orden de que ellos tres estuvieran a disposición de la dama en cualquier asunto confidencial de la corte, de forma que pasaban gran parte del día sin despegarse de ella.
A veces Arquero se sumaba a la escolta mientras la joven trabajaba, pues pidió permiso para estar presente, y Clara se lo concedió; también se lo dio Fuego, aunque un tanto distraída; ella no tenía inconveniente en que asistiera a las sesiones, porque entendía que sintiera curiosidad.
En realidad lo único que la incomodaba era la sensación de que Clara acudía también a los interrogatorios siempre que Arquero iba.
Últimamente, Arquero estaba muy callado, encerrado en sí mismo; parecía que guardaba sus pensamientos tras una puerta atrancada, y a veces el desasosiego se traslucía en su proceder. Fuego lo trataba con todo el miramiento posible, porque valoraba el consciente esfuerzo que, sin duda, realizaba por reprimir los estallidos de rabia a los que tenía propensión.
—¿Durante cuánto tiempo podrás quedarte en la corte? —le preguntó Fuego para que comprendiera que en realidad no quería que se marchara.
—Como la cosecha de verano ha terminado, Brocker se ocupará de dirigirlo todo. —Carraspeó, incómodo—. O sea que podría quedarme algún tiempo si se deseara mi presencia aquí.
Ella no respondió a la insinuación, pero le tocó el brazo y le preguntó si le gustaría asistir por la tarde a los interrogatorios.
La joven descubrió que Mydogg tenía predilección por un vino de contrabando procedente de un recóndito viñedo pikkiano, enclavado en una zona en que se producían escarchas prematuras, cuyas uvas se dejaban en las cepas para que se helaran; del mismo modo se enteró de que era bien sabido que Murgda y su esposo pikkiano, el navegante explorador, se amaban mucho. Y por fin descubrió algo útil: el nombre de un arquero de elevada estatura y ojos oscuros, que tenía una puntería insuperable y lo bastante mayor en la actualidad para tener el pelo cano.
—Un tal Jod —gruñó el informador—. Lo conocí hace unos veinte años, cuando compartimos celda en las mazmorras del anterior rey, Nax, hasta que salió; cumplía condena por violación. Yo no sabía que estuviera enfermo, aunque no me sorprendió si se tiene en cuenta lo amontonados que estábamos y las cosas que pasaban allí. Tú ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad, ramera engendro de monstruo?
—¿Dónde está ahora ese tal Jod?
No estaba siendo fácil ni agradable la sesión inquisitoria con ese hombre; cada pregunta que le hacía, él se debatía para librarse del dominio mental de Fuego, pero al fin perdía la partida y sucumbía a su poder abochornado y lleno de resentimiento.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Espero que cazando perras comedoras de monstruos como tú. ¡Cómo me gustaría verlo!
A este exabrupto le siguió la descripción de una violación tan pormenorizada que Fuego notó, sin lograr obviarlo, el frenesí de la malevolencia del acto. Sin embargo, los prisioneros que le hablaban como ese hombre no conseguían más que ejercitara la paciencia y se sintiera extrañamente abatida; creía que tenían derecho a decir esas cosas, ya que era su única defensa contra el poder al que ella daba tan mal uso. Ni que decir tiene que eran ese tipo de hombres los que representarían un peligro para ella si alguna vez los liberaban; algunos suponían tal peligro, que se sentía tentada de recomendar que no los dejaran salir nunca de prisión, aunque albergar esa idea no ayudaba precisamente a acallar su mala conciencia. No se haría un favor a la sociedad poniendo en libertad a esos hombres, cierto; pero, tampoco hubieran tenido un comportamiento tan cruel y canallesco si ella no hubiera estado allí para provocarlo.
La actitud del hombre al que interrogaba ese día era de lo peor que había tenido que soportar hasta el momento, y Arquero se abalanzó sobre él de forma repentina y le asestó un puñetazo.
—¡Arquero, no! —exclamó Fuego. Llamó a los guardias de las mazmorras para que se llevaran al hombre, cosa que hicieron levantándolo del suelo, donde yacía aturdido y con la cara ensangrentada. Cuando salieron de la sala, Fuego miró a Arquero, primero con expresión atónita, y después con ira; estaba tan exasperada que no se fiaba de lo que diría si abría la boca.
—Lo siento —se disculpó él, sombrío, mientras se abría el cuello de la camisa de un tirón, como si lo estuviera ahogando—. Ese tipo ha colmado mi paciencia y no he podido contenerme.
—Arquero, no puedo permitir…
—He dicho que lo siento. No volverá a pasar.
Ella se lo quedó mirando con tanta intensidad que lo obligó a bajar los ojos; al cabo de unos segundos, él esbozó una sonrisa, meneó la cabeza y soltó un suspiro desesperanzado.
—A lo mejor es la promesa que guarda tu expresión de furia lo que me incita a comportarme mal —dijo él—. Estás tan hermosa cuando te enfadas…
—Basta ya, Arquero, coquetea con otra.
—Lo haré, si tú me lo ordenas. —A la pulla le siguió una sonrisa bobalicona que la pilló desprevenida, y tuvo que contenerse para no sonreír a su vez.
Durante un instante fue como si volvieran a ser amigos como antes.
Mantuvo una conversación seria con Arquero unos cuantos días después, en el campo de tiro; había ido allí con el violín buscando a Krell, a quien encontró en compañía de Arquero, Hanna y el rey; los cuatro disparaban a las dianas. Animada por el estímulo de los consejos que le llegaban de todos los presentes, la niña estaba muy concentrada; había plantado muy bien los pies en el suelo, adoptando un gesto de determinación, sostenía entre las manos el arco en miniatura y, a la espalda, llevaba colgadas las flechas —también en miniatura—, pero no hablaba. Esa era una particularidad en la que Fuego reparó enseguida: en clases de equitación, esgrima, tiro al arco o cualquier otra materia que interesara a la pequeña, la continua cháchara cesaba, demostrando con ello que poseía una capacidad de concentración asombrosa.
—Brigan también solía concentrarse así en sus clases —le contó Clara a la joven—. Cuando esto ocurría, era un gran descanso para Roen porque, en caso contrario, es que tramaba algo y no era nada bueno, seguro. Tengo entendido que provocaba a Nax a propósito, porque sabía que el rey prefería a Nash.
—¿En serio?
—¡Oh, sí, señora! Nash era más guapo, y Brigan era mejor en todo lo demás, más parecido a su madre que a su padre, lo que, a mi entender, no lo beneficiaba en absoluto. En fin, al menos no armaba peloteras, como hace Hanna.
Cierto, Hanna iniciaba peleas y era imposible que se debiera a que su padre prefiriera a otro más que a ella; sin embargo, ahora no se peleaba con nadie, y al salir un instante de su ensimismamiento en el manejo del arco y las flechas, y advertir la presencia de la dama y su violín, le pidió un concierto; y lo tuvo.
Al cabo de un rato, Fuego paseaba alrededor del campo de tiro con Arquero y Nash, seguidos por la escolta de la joven.
Compartir el paseo con los dos hombres tenía su punto de gracia, porque eran tal para cual, el vivo reflejo el uno del otro: ambos enamorados de ella, taciturnos y melancólicos, resignados a la desesperanza, coartados, y cada uno de ellos molesto por la presencia del otro. Y ninguno de los dos hacía el menor esfuerzo por disimular su estado de ánimo delante de ella, ya que los sentimientos de Nash estaban, como siempre, completamente accesibles a la joven, y el lenguaje corporal de Arquero era inequívoco.
No obstante, los modales del rey eran mejores que los de su oponente, al menos de momento, y como los asuntos de la corte le ocupaban más tiempo, se marchó cuando la conversación elegida por Arquero dejó de referirse a él.
La muchacha observó a su amigo —tan alto y tan bien plantado— junto a ella, arco en mano.
—Has provocado que se vaya con esa charla sobre tu niñez en el norte —le recriminó.
—Te desea, y no te merece.
—¿Como me mereces tú?
—Siempre he sabido que no te merezco. —Esbozó una sonrisa triste—. Cada gesto de afecto y de consideración que has tenido conmigo ha sido un regalo inmerecido.
Eso no es verdad —le dijo ella con el pensamiento—. Eres mi leal amigo desde antes de que empezara a andar.
—Pero has cambiado. ¿Eres consciente de hasta qué punto lo has hecho? Cuanto más tiempo paso aquí contigo, menos te conozco. Hay un montón de personas nuevas en tu vida, y qué felicidad sientes con esa pequeña princesa… Y con su perro, nada menos. Y el trabajo que haces a diario… Utilizas tu poder todos los días, y en cambio, yo tenía que discutir contigo para que lo usaras en tu defensa.
—A veces, mientras recorría los patios o los pasillos, me veía obligada a desviar la atención de la gente para que no se fijara en mí —explicó ella tras pensar la respuesta—. De ese modo me permito caminar por palacio sin importunar a nadie, y los demás pueden seguir con sus quehaceres sin distraerse.
—Ya no te avergüenzan tus habilidades, y en cuanto a tu aspecto… Estás radiante. En serio, no te reconozco.
—¿Y no te das cuenta, Arquero, de que me aterra la soltura con que he llegado a utilizar mi poder?
Él se detuvo un momento, clavada la vista con ferocidad en tres puntos oscuros que volaban en el cielo (el campo de tiro se hallaba en una zona elevada que se asomaba al mar). Un trío de rapaces monstruo volaba en círculo sobre un barco mercante, cuyos tripulantes se aprestaron a atacarlas, y las flechas salieron disparadas de sus arcos. Como era habitual en esa época del año, había marejada y soplaba un borrascoso viento otoñal, por lo que todas las flechas, una tras otra, fallaron el blanco.
Arquero, como con desgana, realizó un disparo tan asombroso, que cayó una de las aves; de inmediato Edler, el escolta de Fuego, también disparó y acertó a dar a otra, y Arquero le palmeó el hombro para felicitarle.
La joven creía que la pregunta que le había hecho a su amigo había caído en el olvido, así que se sorprendió cuando él le dijo:
—Siempre has tenido más miedo de ti misma que de cualquiera de las cosas temibles que hay en el mundo aparte de ti; si hubiera sido lo contrario, ambos estaríamos en paz.
Lo dijo con amabilidad, sin ganas de criticar; era el ansioso deseo de hacer las paces. Y ella, ahogando el sonido de las cuerdas del violín con el vestido, lo estrechó contra sí.
—Arquero, tú me conoces, sabes cómo soy… Hemos de dejar correr esa relación entre nosotros, tienes que aceptar que he cambiado. No soporto pensar que por negarme a compartir tu lecho, perderé también tu amistad. Antes éramos amigos; tenemos que encontrar la forma de volver a serlo.
—Lo sé, lo sé, cariño. Lo intento. De verdad que lo intento…
En estas, se apartó de ella y se quedó mirando el mar, fijamente; permaneció así un rato, en silencio, y cuando volvió sobre sus pasos, ella seguía en el mismo sitio, todavía con el violín ceñido contra el pecho. Unos instantes después, un remedo de sonrisa alivió la tristeza del hombre.
—¿Cómo es que tocas ahora con otro violín? ¿Quieres contármelo? —le preguntó.
Era una buena historia que contar y estaba lo bastante distante en el tiempo para que no le hiciera daño relatar lo ocurrido; más bien la tranquilizaría.
La compañía de Brigan y Garan resultó ser un gran descanso en comparación con la de Arquero y Nash; era tan fácil estar con ellos… Los silencios de los hermanos nunca estaban cargados de cosas serias que anhelaran decir, y si se mostraban meditabundos al menos no era por nada relacionado con ella.
Aquel día los tres se encontraban sentados en el soleado patio central, donde la temperatura era cálida y muy agradable, ya que al aproximarse el invierno, vivir en un palacio negro con techos de cristal tenía sus ventajas. Había sido una jornada de trabajo difícil e improductiva para Fuego, pues se circunscribía a poco más que una reiteración de la preferencia de Mydogg por el vino de uvas heladas, dato que le reveló en su día un viejo sirviente de Gentian; el criado lo sabía porque se hacía ese comentario en un par de líneas de una misiva que remitía Mydogg a su contrincante, pero quemó la carta siguiendo las instrucciones de su amo. Qué frustrante que el sirviente leyera sólo ese fragmento relacionado con el vino…
Fuego se dio una palmada en el brazo y aplastó un insecto monstruo; Garan jugueteaba con el bastón que había utilizado para llegar hasta allí caminando despacio, y Brigan, por su parte, estaba sentado con las piernas estiradas y las manos enlazadas detrás de la cabeza, sin perder de vista a su hija, que se peleaba con Manchas al otro lado del patio.
—Hanna no tendrá amigos que no sean animales hasta que deje de enzarzarse en riñas —sentenció Brigan.
A todo esto, el perro se puso a dar vueltas con un palo entre los dientes; acababa de encontrarlo al pie de un árbol del patio y era bastante grande (en realidad, más que un palo, se trataba de una rama de considerable tamaño con múltiples ramificaciones). Al girar sobre sí mismo, Manchas barría un amplio y peligroso radio.
—¡Ah, eso sí que no! —exclamó Brigan, que se incorporó de un salto y se acercó al perro; forcejeó con él para quitarle la rama y la partió en trozos, tras lo cual le devolvió un palo de proporciones mucho menos peligrosas, al parecer con el firme propósito de que Hanna conservara los dos ojos, aunque no consiguiera tener amigos humanos.
—Tiene muchos amigos que son personas —arguyó con suavidad Fuego cuando el príncipe regresó junto a ellos.
—Usted sabe que me refería a niños.
—Es precoz para los niños de su edad, y demasiado pequeña para que los chiquillos mayores la acepten en sus grupos.
—Quizá la aceptarían si fuera más tolerante con ellos. Me temo que se está volviendo una camorrista.
—No es camorrista —le contradijo la joven con firmeza—. Ella no se mete con los demás ni discrimina a nadie; no hay brutalidad en sus acciones. Sólo lucha cuando la provocan, cosa que hacen a propósito porque han decidido que no les gusta, y saben que si pelea, usted la castigará.
—Esas bestezuelas te están utilizando —masculló Garan, dirigiéndose a su hermano.
—¿Es una mera teoría, señora, o es algo que ha observado?
—Es una teoría basada en ciertas observaciones.
—¿Y por casualidad no habrá discurrido también una teoría sobre cómo conseguiría enseñarle a mi hija a endurecerse contra las pullas?
—No, pero lo pensaré.
—Menos mal que usted piensa.
—Y menos mal que yo me encuentro mejor —gruñó Garan, que se puso de pie al ver a Sayre; la joven, que llevaba un vestido azul con el que estaba preciosa, acababa de entrar en el patio—. Me largo de aquí a todo correr.
No se fue a la carrera, pero caminaba con seguridad, y eso era un gran adelanto; Fuego lo siguió con la mirada, como si no quitarle los ojos de encima bastara para mantenerlo a salvo de cualquier daño. Sayre se reunió con él, lo cogió del brazo y los dos se fueron juntos.
La reciente recaída de Garan había asustado a Fuego, y ahora que el príncipe se encontraba mejor, admitió en su interior que se había llevado un buen susto. Habría sido de agradecer que el antiguo rey Arn y su consejera monstruo hubieran descubierto unos cuantos medicamentos más y hallado el remedio para otro par de enfermedades mediante los experimentos que realizaron cien años atrás.
Hanna fue la siguiente en abandonarlos; echó a correr al ver a Arquero cruzar el patio, llevando consigo el arco, y le agarró de la mano.
—Hanna ha anunciado su intención de casarse con Arquero —comentó Brigan mientras los seguía con la mirada.
Fuego sonrió sin alzar la vista del regazo; elaboró la respuesta con mucho cuidado, pero cuando contestó lo hizo como sin darle importancia:
—He visto mujeres de sobra que se han encaprichado de él, pero en su caso, usted no tendrá qué preocuparse tanto como la mayoría de padres, ya que es demasiado pequeña para que le rompa el corazón. Sé que decir esto de un viejo amigo puede parecer duro, pero si Hanna tuviera doce años más, yo no los dejaría solos.
Tal como la joven esperaba, Brigan mantuvo impasible el semblante cuando le dijo:
—Usted no aventaja en muchos años más a Hanna.
—Tengo mil años más, igual que usted.
—Ajá —se limitó a decir Brigan, sin preguntarle a qué se refería; mejor así, porque Fuego no estaba muy segura, ya que si ella insinuaba que era demasiado sabia, debido a su experiencia, para caer en ese tipo de encaprichamiento… En fin, la prueba de que no era así la tenía delante mismo, encarnada en un príncipe de ojos grises y de un mohín reflexivo en los labios que a ella le resultaba perturbador.
Suspiró e intentó pensar en otra cosa; notaba una sobrecarga de sensaciones. Aquel patio era uno de los más ajetreados y, evidentemente, el conjunto del palacio en sí era un hervidero de mentes; además, fuera del recinto real se encontraba la División Primera, al frente de la cual Brigan llegó el día anterior y con la que partiría dentro de dos días. Fuego detectaba las mentes con más facilidad ahora que antes, e identificó a muchos miembros de esa división a pesar de que se hallaban a cierta distancia.
Intentó rechazar la percepción de esas conciencias, porque resultaba agotador asumirlas todas a la vez y, además, se veía incapaz de decidir en qué centrar la atención, de modo que se detuvo en una mente que la incomodaba. Entonces se inclinó hacia Brigan y le susurró:
—Detrás de usted hay un chico que tiene los ojos muy raros; está hablando con algunos de los niños de la corte. ¿Quién es?
—Sé a qué chico se refiere —confirmó el príncipe asintiendo—. Ha venido con Tajador, el tratante de animales, ¿lo recuerda? No quiero tener nada que ver con ese tipo; es un contrabandista de monstruos y un bruto… Lo que pasa es que vende un fantástico semental que, dadas sus características, cualquiera pensaría que tendría que estar marcado con los hierros de los caballos ribereños. Lo compraría sin pensármelo dos veces si el dinero no fuera a parar a manos de Tajador, y porque sería de mal gusto que comprara un corcel que, casi con toda seguridad, ha sido robado, ¿sabe? Aunque quizás acabe comprándolo, en cuyo caso Garan montará en cólera por el gasto, y supongo que tendría razón porque no me hace falta otra montura. Aun así, tal vez me arriesgaría a afrontar la ira de mi hermano si fuera realmente un caballo ribereño. ¿Conoce usted esos tordos rodados que viven libres en la desembocadura del río, señora? Son unas criaturas maravillosas. Siempre he deseado tener uno de esos, pero no se dejan apresar fácilmente.
Era obvio que el tema de los caballos distraía la atención tanto del padre como de la hija de cualquier otro asunto.
—Hablábamos del muchacho —le recordó Fuego.
—Sí, cierto. Ese chico es raro, y no sólo por tener un ojo rojizo. Lo descubrí merodeando cuando fui a echar una ojeada al semental y, si quiere que le sea sincero, señora, me produjo una extraña sensación.
—¿A qué se refiere?
—Pues… —Brigan entrecerró los ojos en un gesto de perplejidad—. No sabría decirle exactamente a qué me refiero. Había algo en él que resultaba… inquietante, quizás era su forma de hablar. No sé, pero no me gustaba su voz. —Enmudeció, un tanto irritado, y se frotó el pelo con tanta energía que se le quedó revuelto—. Tal como lo cuento, comprendo que no tiene sentido. No había nada concreto en el chico por lo que pudiera etiquetarlo de problemático, pero pese a ello le dije a Hanna que no se acercara a él, y mi hija me contestó que ya se había cruzado con él y que no le gustaba. Según ella, el muchacho miente. ¿Qué opinión tiene usted de él?
Fuego se concentró con empeño para encontrar respuesta a la pregunta: la mente del chico era extraña e insólita, y ella no estaba segura de cómo entrar en contacto con esa conciencia, ni siquiera tenía la seguridad de saber abarcar sus límites, porque no la «veía». A decir verdad, le producía una sensación muy extraña, y en esa rareza no había nada de bueno.
—No lo sé —admitió por fin—. No lo sé. —Un instante después, sin saber por qué, añadió—: Compre el semental, alteza, si con ello consigue que se marchen de la corte.
Brigan se fue, supuestamente, a hacer lo que Fuego le había aconsejado, y ella se quedó sola en el banco devanándose los sesos con el enigma del chico; este tenía el ojo derecho gris, y el izquierdo, rojo (detalle en sí más que extraño), el cabello dorado como el trigo y la piel, clara; aparentaba unos diez u once años. ¿Sería de alguna región de Pikkia? Se hallaba sentado enfrente de ella, con un roedor monstruo en el regazo —su capa era de un resplandeciente color dorado— al que le estaba atando una cuerda al cuello; por alguna razón, Fuego se percató de que el animalito no era la mascota del muchacho.
El chico tiró de la cuerda con demasiada fuerza, y el ratón agitó en el aire las patas dando sacudidas.
¡Para, basta ya! —ordenó Fuego, furiosa, dirigiendo el mensaje mental a la extraña presencia que era la mente de aquel muchacho.
Él aflojó la cuerda al instante, y el ratón yació en su regazo respirando entrecortadamente. Entonces, el chico le sonrió a Fuego, se puso de pie, cruzó el patio y se plantó ante ella.
—No le hago daño —afirmó—. Se trata de jugar a aguantar la respiración, y así nos divertimos.
Las palabras parecieron chirriarle en los oídos a la joven, que incluso tuvo la impresión de que le chirriaban en el cerebro de una forma tan horrible, tan penetrante, tan parecida al chillido de una rapaz, que tuvo que resistir el impulso de tapárselos. Con todo, recordaba que el timbre de la voz no era en sí mismo ni fuera de lo normal, ni desagradable.
—¿Jugar a aguantar la respiración? —le espetó, observándolo fríamente para que no advirtiera su aturdimiento—. Con ese juego sólo te diviertes tú, y además, es una diversión enfermiza.
El chico sonrió de nuevo, uno mueca sesgada que, junto con el color rojizo del ojo, resultaba en verdad un tanto inquietante.
—¿Enfermiza? ¿Querer tener el control es enfermizo?
—¿Tener control sobre una criatura indefensa y aterrada, quieres decir? Pues claro que sí. Suéltala.
—Los demás me creyeron cuando les dije que no le dolía, pero usted, no. Además, es muy hermosa, así que la complaceré.
Se agachó, abrió la mano y soltó al ratón monstruo, que huyó, veloz como un relámpago dorado, y desapareció en un agujero de entre las raíces de un árbol.
—Tiene usted unas cicatrices en el cuello muy interesantes —dijo el chico mientras se incorporaba—. ¿Con qué se las hizo?
—No es de tu incumbencia. —Ella se arregló el pañuelo para que le tapara las marcas, porque le desagradaba sobremanera cómo la miraba.
—Me alegro de haber hablado con usted. Hace tiempo que quería hacerlo, y he de decirle que es mejor incluso de lo que esperaba.
El extraño muchacho dio media vuelta y abandonó el patio.
Qué chico tan desagradable.
Hasta ese momento, a Fuego nunca le había sido imposible hacerse idea de la naturaleza de una mente; incluso la de Brigan, en la que era incapaz de entrar, le mostraba la forma y la sensación de las barreras alzadas contra su percepción, pero al menos las percibía.
Tratar de llegar a la mente de ese chico era como caminar a través de un sinfín de espejos deformes que se reflejaban en otros espejos igualmente deformantes, de manera que todo resultaba engañoso y aberrante, además de confuso para los sentidos, sin nada que tuviera lógica o fuera comprensible; no lograba hacerse una idea clara sobre él, ni siquiera un esquema de su naturaleza en líneas generales.
Estuvo dándole vueltas un buen rato después de que aquel personaje se marchó; y ese devanarse los sesos se debía a que no entendía cómo no se había dado cuenta antes de las reacciones de los niños con los que el chico había hablado, esos pequeños que estaban en el patio y que creían lo que les decía. Ahora tenían la mente en blanco, envuelta en una especie de bruma.
No alcanzaba a discernir la naturaleza de dicha bruma, pero de lo que sí estaba segura era de haber encontrado su origen.
Para cuando tuvo conciencia de que no tendría que haber permitido que se fuera, el sol se ponía, el semental estaba comprado y el chico ya había abandonado la corte.