Capítulo 18

El año en que Fuego se dedicó a entrenarse con su padre para hacerle experimentar cosas inexistentes fue también, por suerte, el año en que su relación con Arquero le descubrió una nueva felicidad.

A Cansrel no le importaba experimentar cosas inexistentes porque, precisamente, en esa época la realidad lo deprimía. Todos los placeres de los que disfrutó le llegaron por conducto de Nax, pero este había muerto, y Brigan, que ahora era más influyente, acababa de escapar indemne de otro atentado. El hombre monstruo encontraba sosiego en sentir sobre la piel la calidez del sol cuando lucía en medio de semanas lluviosas, o en comer carne de monstruo antes de que estuviera disponible. El roce de la mente de su hija también lo consolaba, ahora que ella se guardaba muy mucho de hacer pasar por flores lo que eran llamas.

La salud de Fuego (la otra parte implicada en el experimento) se resintió: perdió el apetito y adelgazó; se mareaba y sufría calambres en el cuello y en los hombros. Por ello, tocar el violín se convertía en un ejercicio doloroso que le provocaba fuertes jaquecas. A pesar de todo, evitaba pararse a reflexionar lo que planeaba hacer porque tenía la certeza de que si lo consideraba sin rodeos se vendría abajo.

Sin embargo, Arquero no fue la única persona que la consoló aquel año, sino también una dulce joven —Liddy—, de ojos de color avellana, que trabajaba a su servicio como doncella. Un día de primavera, esta joven encontró a Fuego hecha un ovillo en la cama, presa de un ataque de pánico arrollador.

A Liddy le caía bien su afable señorita y la apenó verla en aquel estado; se sentó junto a ella y le acarició el cabello, la frente, detrás de las orejas y siguió cuello abajo hasta llegar a la cintura. Las caricias las dictaba la bondad, y la mejoría que procuraban era la sensación más intensa y tierna del mundo. Fuego descansó la cabeza en el regazo de Liddy, mientras esta seguía acariciándola; era un regalo ofrecido sin reservas, y ella lo aceptó.

A partir de aquel momento, surgió entre ellas algo grato, apacible; una alianza. Algunas veces se peinaban la una a la otra, se ayudaban a vestirse y a desvestirse, pasaban tiempo juntas susurrándose como niñas pequeñas que hubieran encontrado mutuamente a una amiga del alma.

Pero había ciertos acontecimientos que, estando Cansrel cerca, no ocurrían sin que él lo supiera; los monstruos percibían cosas. Así que empezó a quejarse de Liddy; no le gustaba la chica ni que las dos pasaran tanto tiempo juntas. Por último, perdida la paciencia, arregló un matrimonio para la doncella y la mandó a un predio situado un poco más lejos de la vecina villa.

Fuego se quedó abatida, consternada y desconsolada. Naturalmente, se alegraba de que Cansrel se hubiera conformado con alejar a Liddy, en lugar de matarla o de llevársela al lecho para darle una lección, pero eso no bastaba para que se sintiera inclinada a perdonarlo, porque la acción de su padre era una crueldad dictada por el resentimiento y el egoísmo.

Tal vez la soledad tras la marcha de Liddy la predispuso a favor de Arquero a pesar de que su amigo y la doncella eran, obviamente, muy distintos.

Durante esa primavera y entrado el verano en que Fuego cumplió quince años, Arquero descubrió que ella se planteaba llevar a cabo una locura, y comprendió por qué no podía comer y qué le provocaba los malestares físicos. El joven estaba desquiciado y se sentía fuera de sí por miedo a lo que pudiera pasarle. Discutieron a causa de aquel asunto; asimismo lo discutió con Brocker, quien, aunque se mostró preocupado, se negó a entrometerse. Una y otra vez, Arquero le rogó a Fuego que desistiera de su propósito; una y otra vez, ella se negó.

Una noche de agosto, durante el transcurso de una frenética pelea sostenida en susurros bajo un árbol, cerca de la casa de Fuego, Arquero la besó; sobresaltada, la muchacha se puso tensa, pero, mientras él la buscaba con las manos y la besaba de nuevo, se percató de que lo deseaba, que necesitaba al hombre; su cuerpo requería esa fiereza que a la vez resultaba reconfortante. Se apretó, pues, contra él y lo hizo entrar en casa y subir la escalera. Y así, de la noche a la mañana, los amigos de la infancia se convirtieron en amantes. Encontraron un terreno donde estaban de acuerdo, una vía de escape para la ansiedad e infelicidad que amenazaba con superarlos. A menudo, después de hacer el amor, a Fuego solía entrarle hambre, de modo que, entre besos y sonrisas, Arquero le daba de comer en la cama los alimentos que le traía por la ventana.

Era indudable que Cansrel lo sabía, pero mientras que el dulce amor que Fuego sentía por Liddy le resultó intolerable, la necesidad por Arquero tan sólo le suscitó una divertida aceptación de lo inevitable; le traía sin cuidado, siempre y cuando ella tomara las hierbas cuando fueran menester.

—Con que haya dos individuos de nuestra especie es suficiente, hija —le dijo con suavidad. La muchacha captó la amenaza implícita que había en esas palabras hacia el bebé que no pensaba tener, y se tomó las hierbas.

Arquero aún no actuaba como un celoso o un dominante en aquella época. Eso vendría más tarde.

De vuelta al presente, Fuego pensó que sabía muy bien que nada permanecía inmutable; todo lo que empezaba de forma natural tenía su fin, fuera este natural o no. Estaba impaciente por volver a ver a Arquero; más que impaciente, pero estaba segura de aquello que vendría buscando cuando llegara a Burgo del Rey, y temía que llegara el momento en que tendría que decírselo para hacerle entender que no lo iba a conseguir.

Basándose en lo que había percibido sobre el arquero desconocido, Fuego tomó por costumbre describírselo, al terminar la sesión, a toda persona a la que interrogaba, pero, de momento, no había servido de nada.

—¿Tiene alguna novedad sobre ese arquero, señora? —preguntó Brigan un día en que se encontraban en el dormitorio de Garan.

—Ninguna, alteza. Nadie parece reconocer su descripción.

—En fin, espero que no se desanime y siga preguntando.

La salud de Garan había empeorado, pero el príncipe se negó a ir a la enfermería y a dejar de trabajar; últimamente, sus aposentos se habían convertido en un hervidero de actividad. Le costaba trabajo respirar y no tenía fuerzas para sentarse; a pesar de ello, todavía era capaz de hacer prevaler su opinión en cualquier debate.

—Olvidaos del arquero —interrumpió Garan—. Tenemos asuntos más importantes de qué hablar, como por ejemplo el desorbitado coste de tu ejército —añadió lanzándole una mirada desaprobadora a Brigan.

Este estaba recostado en el armario, justo delante de Fuego, así que lo vio perfectamente juguetear con una pelota, pasándosela de una mano a otra, y la reconoció porque, de vez en cuando, había presenciado cómo Manchas y Hanna forcejeaban para hacerse con ella.

—Es un gasto exorbitante —continuó Garan sin dejar de observarlo desde la cama—. Les pagas demasiado, y además, cuando están heridos o muertos y ya no nos son útiles, les sigues pagando.

—¿Y qué? —Brigan se mostró indiferente.

—¿Acaso crees que somos de oro?

—No les reduciré la soldada.

—Brigan, no nos lo podemos permitir —respondió cansinamente Garan.

—Pues tendremos que hacerlo. Hay una guerra en puertas, y no es un buen momento para recortar la paga al ejército. ¿Cómo crees que he conseguido reclutar a tantos soldados? ¿De verdad piensas que son tan leales a la estirpe de Nax que no se pasarían al bando de Mydogg si este les ofreciera más?

—Que yo sepa —replicó Garan—, la mayoría de ellos pagaría por el privilegio de morir por tu causa.

Nash, sentado en el alféizar de la ventana donde era tan sólo una oscura silueta perfilada contra el luminoso cielo azul (llevaba allí un buen rato, y Fuego era consciente de que la estaba mirando), intervino en la conversación:

—Eso es porque siempre los respalda cuando un zoquete como tú, Garan, intenta quitarles su dinero. Deberías tomarte un descanso. Por tu aspecto, se diría que estás a punto de desmayarte.

—No me vengas con paternalismos —le respondió Garan pero no pudo seguir hablando al sobrevenirle un acceso de tos que sonó como una sierra cortando madera.

Sentada junto al lecho, Fuego se inclinó hacia el príncipe y le tocó la cara empapada en sudor. Había llegado a un acuerdo con él en vista de su dolencia: como Garan insistía en seguir trabajando, accedió a llevarle los informes de la sala de interrogatorios pero debía permitirle entrar en su mente para aliviarle la fuerte jaqueca y la sensación de ardor en los pulmones.

—Gracias —dijo suavemente Garan mientras le cogía la mano y se la ponía sobre el pecho—. Esta conversación está degenerando. Señora, deme alguna buena noticia de la sala de interrogatorios.

—Me temo que no hay ninguna, alteza.

—¿Aún surgen contradicciones?

—Desde luego. Un mensajero me comunicó ayer que Mydogg tiene planes concretos para atacar tanto al rey como a lord Gentian en noviembre. Además, otro individuo me ha dicho hoy que Mydogg ya ha hecho planes para que su ejército marche al norte, hacia Pikkia, a esperar que estalle una guerra entre Gentian y el rey antes de desenvainar una sola espada. También, hablé con un espía de Gentian que me contó que su señor mató en una emboscada a lady Murgda en agosto.

Con aire abstraído, Brigan hacía girar la pelota en la punta de un dedo, y comentó:

—Me reuní con lady Murgda el quince de septiembre. No puedo decir que fuera un modelo de simpatía, pero una cosa es cierta: muerta, no estaba.

Esa tendencia a las contradicciones y la desinformación que llegaba de todos sitios, dificultando así el conocimiento de las fuentes en qué confiar, había surgido de forma repentina en las últimas semanas. Los mensajeros y espías a los que Fuego interrogaba estaban convencidos de que su información era correcta, pero no lo era.

Todo el mundo en la corte valense conocía el significado de ese desbarajuste: como Mydogg y Gentian estaban al corriente de que Fuego colaboraba con el bando enemigo y querían contrarrestar esa ventaja del trono de Los Vals, ambos señores rebeldes daban información errónea a algunos de sus agentes y luego los enviaban a cualquier parte para que los capturaran.

—Ha de haber gente cercana a ambos señores que conozca sus verdaderos planes —apuntó Garan—. Necesitamos dar con esa gente —un estrecho colaborador de Mydogg y otro de Gentian—, y han de ser personas de las que jamás sospecharíamos en otras circunstancias, ya que ni una ni otra deben creernos capaces de que se nos ocurra interrogarlas.

—Conque un aliado de Mydogg o uno de Gentian que aparente estar entre los más acérrimos partidarios del rey… —masculló Brigan—. En realidad no tendría que ser muy difícil conseguirlo. Si disparo una flecha por la ventana, seguro que acierto y ensarto a alguno.

—Me da la impresión —intervino Fuego con prudencia— de que sería mejor que mis interrogatorios no fueran tan directos, y en cambio, preguntara a cada persona que tenemos arrestada sobre cosas que no me he preocupado en investigar antes, como las fiestas a las que han asistido, las conversaciones que han escuchado por casualidad y no las han entendido del todo, o los caballos que han visto dirigirse al sur cuando tendrían que haber ido al norte…

—Sí, sí. Tal vez eso daría algún resultado —convino Brigan.

—¿Y dónde están las mujeres? —cuestionó Fuego—. Basta ya de hombres, tráiganme mujeres con las que Mydogg o Gentian se hayan acostado y camareras que les hayan servido vino. Cuando hay mujeres cerca, los hombres se vuelven bobos, descuidados y fanfarrones. Debe de haber un centenar de mujeres desperdigadas por ahí con información que podría venirnos bien.

—Me parece un buen consejo —opinó Nash con seriedad.

—No sé —dudó Garan—. Me desagrada —añadió, pero le sobrevino otro ataque de tos que lo hizo enmudecer. Nash se acercó a la cama de su hermano, se sentó junto a él y lo rodeó por los hombros para sujetarlo. El enfermo alargó una mano temblorosa hacía el rey, que se la estrechó.

A Fuego siempre le chocaba el afecto que los hermanos se mostraban entre sí, porque con igual frecuencia andaban a la greña por cualquier motivo. Pero le gustaba la forma en que los cuatro mudaban de actitud, cómo chocaban entre sí y sacaban punta a todo lo que los demás decían, para después limar asperezas y, de alguna manera, encontrar siempre la manera de encajar unos con otros.

—Y no deje de preguntar sobre ese arquero, señora —retomó Brigan el anterior tema de conversación.

—No, desde luego. Me preocupa demasiado el asunto para dejarlo a un lado —respondió ella, que, en ese preciso momento, sintió la presencia de un arquero totalmente diferente y bajó la vista al regazo para ocultar el sonrojo producido por la alegría—. Lord Arquero acaba de llegar a palacio —anunció—. Welkley lo conduce hacia aquí.

—Ese es el hombre que tenemos que reclutar para disparar flechas por la ventana —dijo Brigan.

—Cierto, cierto. Por lo que sé, su flecha siempre busca nuevos blancos —comentó Garan con malicia.

—Te daría un puñetazo si no estuvieras postrado en cama —manifestó Brigan, enfadándose de repente.

—Compórtate Garan —murmuró Nash, furioso.

Antes de que Fuego tuviera tiempo para reaccionar a pesar de que encontraba la discusión bastante divertida, Welkley y Arquero entraron en el aposento, y todo el mundo —excepto Garan— se puso en pie.

—Majestad —saludó Arquero de inmediato mientras se arrodillaba a los pies de Nash—. Altezas. —Se acercó a Brigan para estrecharle la mano y, a continuación, hizo lo mismo con Garan.

Entonces se aproximó a Fuego y, con la más exquisita corrección, le cogió las manos entre las suyas. En cuanto las miradas de ambos se encontraron, él rio y un chispeante destello travieso le brilló en los ojos. Había tanta felicidad reflejada en el rostro de su amigo y el semblante era tan… suyo, que Fuego también se echó a reír.

Arquero la alzó en el aire para darle un buen abrazo, y el olor del hombre le recordó su hogar y las lluvias norteñas en otoño.

Fuego fue a dar un paseo con Arquero por los jardines de palacio; los árboles parecían estar envueltos en llamas debido a los colores otoñales. Ella se sorprendió y se emocionó ante la transformación sufrida en los últimos días por el árbol ubicado junto a la casita verde; en su vida había visto nada natural que fuera tan parecido a su cabello.

Arquero le comentó lo deslucido y gris que estaba el norte en comparación, y le habló de las actividades de Brocker, de la buena cosecha de aquel año y de su viaje al sur con diez soldados bajo una lluvia persistente.

—Te he traído a tu músico favorito, acompañado de su caramillo —le dijo.

—¿Ha venido Krell? —exclamó ella, sonriente—. ¡Gracias, Arquero!

—Oye, llevar la escolta pegada a los talones está muy bien pero ¿cuándo nos quedaremos solos?

—Nunca estoy sola. Siempre me acompaña una escolta, incluso en mi dormitorio.

—Pero ya que estoy aquí, eso bien podría cambiar. ¿Por qué no les dices que se marchen?

—No están a mis órdenes, sino a las de Brigan. Y resulta que es un hombre bastante testarudo. No he conseguido hacerle cambiar de opinión al respecto.

—Bueno, yo lograré que la cambie —repuso él con una sonrisita—. Me da en la nariz que comprende que necesitamos tener intimidad. Además, con mi presencia, su autoridad sobre ti ha de ser menor.

«Claro. Y para remplazarla, tu autoridad ha de ser mayor», pensó ella. La cuestión colmó su paciencia pero, aunque con esfuerzo, refrenó el enfado y se tranquilizó.

—Hay algo que quiero decirte, Arquero, y no te va a gustar.

La actitud de su amigo cambió de inmediato; apretó los labios, y los ojos le relampaguearon. A la muchacha le sorprendió la rapidez con que su reencuentro había desembocado en tales extremos; angustiada, se detuvo y lo miró con intensidad.

—Arquero, no pierdas los estribos —se anticipó para evitar que hablara él—, y no empieces a acusarme de haberme acostado con otro hombre.

—¿Con una mujer, entonces? Tampoco sería una novedad, ¿verdad?

Ella apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas de las manos; de pronto contener la rabia dejó de importarle.

—Estaba tan emocionada por el hecho de que vinieras, tan contenta de verte… Y ahora ya me has hecho perder los nervios y querría que te marcharas. ¿Me entiendes, Arquero? Cuando te comportas así, deseo que te marches porque tomas el amor que te doy y lo utilizas en mi contra.

Se alejó a zancadas de él, y poco después regresó y se le plantó delante, furiosa, consciente de que esta era la primera vez que le hablaba así. Debería haberlo hecho antes; había derrochado paciencia con él.

Ya no somos amantes —le habló con la mente—. Esto era lo que tenía que decirte. Cuanto más cerca de mí llegas, me ciñes con más fuerza o tu presión es excesiva, me hace daño. Me quieres tanto que se te ha olvidado ser mi amigo. Y lo echo de menos —le espetó, llena de rabia—. Quiero a mi amigo, pero hemos terminado como amantes, ¿lo entiendes?

Arquero estaba aturdido y respiraba con dificultad, pero tenía una mirada gélida, y Fuego se dio cuenta de que lo había entendido.

A todo esto, percibió y vio al mismo tiempo que Hanna se acercaba. Bajaba por la colina hacia el campo de tiro tan rápido como podía, y la joven hizo un gran esfuerzo para recobrar la compostura.

—Se acerca una niña. Si se te ocurre pagar con ella tu mala sangre, no volveré a dirigirte la palabra —le advirtió con voz ronca.

—¿Quién es?

—La hija de Brigan.

Arquero la fulminó con la mirada. Hanna llegó junto a ellos seguida de cerca por Manchas; Fuego se agachó para acariciar al perro. Hanna, sonriente a pesar de su falta de resuello, se detuvo ante los dos, y la joven notó una repentina confusión en la niña cuando advirtió el tenso silencio entre los dos adultos.

—¿Qué sucede, lady Fuego? —preguntó la pequeña.

—Nada, alteza; me alegro de verla. Y también a Manchas.

—Le está embarrando el vestido —dijo Hanna entre risas.

En efecto, Manchas estaba dejándole el vestido hecho un desastre y estuvo a punto de tirarla al subir y bajar de su regazo a saltos, porque, a pesar de que el perro había crecido, aún tenía mentalidad de cachorro.

Manchas es mucho más importante que mi vestido —respondió Fuego, que cogió en brazos al perro lleno de barro, deseosa de disfrutar del alborozado animal. Hanna se le acercó y le susurró al oído:

—¿Ese hombre enfadado es lord Arquero?

—Sí, alteza, pero no está enfadado con usted.

—¿Cree que querría disparar para mí?

—¿Disparar para usted?

—Papá dice que es el mejor del reino, y quiero verlo.

Fuego no habría sabido explicar por qué la entristecía tanto que Arquero fuera el mejor tirador con arco del reino, y que Hanna quisiera comprobarlo. Hundió la cara en el cuerpo de Manchas un momento, y acto seguido, dijo:

—Lord Arquero, la princesa Hanna desearía ver cómo disparas, pues ha oído decir que eres el mejor en todo el reino de Los Vals.

Él mantenía cerrados sus sentimientos a la mente de Fuego, pero esta sabía cómo leerle el rostro; le conocía el rictus de los ojos cuando refrenaba las lágrimas, así como el tono de voz que utilizaba si se sentía demasiado abatido para estar enfadado.

—¿Qué tipo de arco le gusta usar, alteza? —dijo, precisamente, con ese tono tras carraspear.

—Un arco largo, como el que usted lleva, aunque el suyo es mucho más largo. ¿Viene? Se lo enseñaré.

Arquero se dio media vuelta sin mirar a Fuego, y siguió a Hanna colina arriba. Manchas brincó tras ellos y la joven, ya de pie, los vio marcharse.

De improviso, Musa la cogió del brazo y ella posó la mano en la de la mujer, agradecida por el gesto y tremendamente contenta de que su guardia recibiera una paga muy alta.

Era una experiencia durísima romperle el corazón a un amigo y destrozarle las esperanzas.

Por la noche, incapaz de dormir, Fuego se encaminó al tejado; Brigan, que deambulaba por los pasillos, apareció al cabo de un rato y se reunió con ella. De vez en cuando, desde la conversación que sostuvieron en los establos, él le dejaba entrever una pizca de sus sentimientos, y esa noche la joven notó con claridad que el príncipe se había sorprendido al verla.

Ella estaba al tanto del porqué de su sorpresa; después de discutir con Arquero, Musa le explicó con toda naturalidad que, tal como había solicitado, se le permitía estar a solas con su amigo, pues ya desde el principio, Brigan había hecho esta excepción al darles instrucciones a los soldados de la escolta, si bien debían seguir vigilando en torno a las ventanas de los aposentos de lady Fuego, así como montar guardia en el exterior de todas las puertas. Musa se disculpó por no haber informado antes a su señora de dicha excepción, pero se debía a que no esperaba que lord Arquero apareciera tan pronto, y además, porque al ver que discutían, no quiso interrumpirlos.

Fuego se sonrojó al oír la explicación; esa era la razón por la que Brigan defendió a Arquero en los aposentos de Garan, ya que entendió el comentario burlón de su hermano como una ofensa hacía ella al creer que ambos estaban enamorados.

—Esa excepción está de más —le dijo la joven a Musa.

—Sí, esa es la impresión que me dio —convino la capitana. Y Mila, con su característica actitud entre tímida y comprensiva, le ofreció una copa de vino a Fuego, a quien había empezado a dolerle la cabeza; la copa le sentó bien, pero se dio cuenta de que se trataba de un síntoma premenstrual.

En estos momentos, de noche en el tejado, Fuego guardó silencio, incluso cuando Brigan la saludó. Al parecer, el príncipe aceptó su mutismo; él mismo estaba muy callado y sólo de vez en cuando rompía el silencio con algún comentario intrascendente; le contó que Hanna estaba deslumbrada con Arquero, que habían disparado tantas flechas juntos que la pequeña tenía ampollas en los dedos.

Fuego no dejaba de darle vueltas al miedo de Arquero; creía que ese temor era, precisamente, lo que provocaba que su amor fuera tan difícil de sobrellevar. Él era un hombre dominante, autoritario, celoso y desconfiado, y siempre procuraba tenerla cerca —demasiado cerca—, porque temía que muriera.

Al fin la joven rompió un largo silencio con las primeras palabras que pronunciaba esa noche; habló en un tono tan quedo que Brigan tuvo que acercársele para oír lo que decía:

—¿Cuántos años cree que vivirá usted?

—Pues, la verdad, no lo sé —rio sorprendido Brigan—. Muchas mañanas al despertar, me digo que puedo morir ese mismo día. —Tras una pausa, añadió—. ¿Por qué? ¿Qué idea le ronda por la cabeza, señora?

—Es muy probable que un día de estos me atrape una rapaz monstruo o me atraviese una flecha a pesar de mi escolta. No es una idea morbosa, sino realista.

Brigan la escuchaba acodado en la barandilla, apoyando la cabeza en los puños.

—Confío en que no sea causa de un dolor excesivo para mis amigos —continuó ella—. Y espero que entiendan que era inevitable.

Un escalofrío la hizo estremecer; el verano había quedado atrás, y si no hubiera estado tan absorta en sus pensamientos, se habría acordado de coger un abrigo. Brigan sí había tenido la precaución de ponerse el suyo, una prenda larga y de buena calidad que le gustaba a Fuego porque él, que era ágil y fuerte, la utilizaba, y porque, vistiera lo que vistiera siempre parecía cómodo con sus ropas. El príncipe se desabrochó los botones del abrigo y se lo quitó, ya que, por mucho que ella lo intentó, fue incapaz de ocultar que tiritaba.

—No, no —se opuso—. La culpa es mía por olvidar que ya no estamos en verano.

Brigan hizo caso omiso de su protesta y la ayudó a ponérselo; le quedaba enorme, pero el tamaño y la calidez de la prenda fueron bienvenidos, al igual que su olor a lana, hogueras y caballos.

Gracias —le transmitió con la mente.

—Al parecer esta noche nos atribulan pensamientos tristes a los dos —comentó Brigan al cabo de un momento.

—¿En qué pensaba usted?

—En nada que sirva para animarla. —Volvió a reír, pero en esta ocasión con desgana—. Intento encontrar alguna solución para evitar esta guerra.

Fuego soltó una queda exclamación al sacarla de su ensimismamiento semejante comentario.

—Sin embargo, no veo que haya ninguna salida, porque no hay manera de evitar una contienda teniendo dos enemigos que quieren luchar.

—No es culpa suya, y usted lo sabe.

—¿Me lee la mente, señora?

—Habré acertado de casualidad, supongo. —Ella sonrió, y el príncipe sonrió a su vez y miró al cielo.

—Me he enterado de que prefiere los perros a los vestidos, señora.

Fuego se echó a reír, y fue como un bálsamo para su corazón. Luego comentó:

—Por cierto, le expliqué a Hanna lo que hablé con usted sobre los menstruos, aunque no era un tema del todo nuevo para ella. Creo que el ama de llaves se ocupa muy bien de la niña.

—Tess ha velado por Hanna desde el día en que nació —respondió Brigan, que vaciló un instante antes de añadir—: ¿La conoce usted?

—No. —A decir verdad, el ama de llaves seguía dedicándole miradas gélidas cuando se encontraban y, a juzgar por la forma de preguntarlo Brigan, debía de estar al corriente de la situación.

—Creo que es bueno que Hanna esté con alguien mayor, alguien que pueda hablarle del pasado, de tiempos anteriores a los últimos treinta años. Además, la pequeña quiere a Tess y le encantan sus historias. —Bostezó y se pasó la mano por el cabello—. ¿Cuándo empezará usted con la nueva pauta en los interrogatorios?

—Mañana, supongo.

—Mañana —repitió Brigan, y suspiró—. Mañana me marcho.