Capítulo 17

Pese a todo lo que Fuego había aprendido gracias a Cansrel y a Brocker sobre el juego del poder en Los Vals, se daba cuenta de que el suyo era un conocimiento adquirido a grandes rasgos, ya que ahora sí tenía en la mente un mapa detallado y concreto, en el que los puntos claves eran: Burgo del Rey, el predio de Mydogg en la frontera pikkiana, y las tierras de Gentian en la cordillera meridional —más allá del río—, cercanas a Fortaleza Aluvión. Entremedias había otros lugares: las numerosas fortificaciones y puestos avanzados de Brigan; los feudos de nobles señores y damas que disponían de pequeños ejércitos y alianzas inestables; los Grandes Gríseos, al sur y al oeste; los Gríseos Chicos, en el norte; el río Alígero; el río Pikkiano, y la región llana y montañosa, al norte de Burgo del Rey, llamada Rasa de Mármol. Terrenos rocosos en los que había sectores de pobreza, chispazos de violencia, saqueos y desolación, parajes y linderos abocados a ser claves en la guerra entre Nash, Mydogg y Gentian.

El trabajo que realizaba Fuego cambiaba de un día para otro, porque nunca sabía qué clase de personas le traería la gente que estaba a las órdenes de Clara y de Garan; tal vez serían contrabandistas pikkianos, soldados corrientes de Mydogg o de Gentian, mensajeros de cualquiera de los dos señores, o sirvientes que en algún momento trabajaron para alguno de ellos. O bien podía tratarse de hombres sospechosos de actuar como espías de los señores rebeldes o de los aliados de estos. Así pues, acabó comprendiendo que en un reino mantenido en precario equilibrio sobre un montón de alianzas inestables, la mercancía crucial era la información. En Los Vals se espiaba a amigos y enemigos por igual, es decir, se espiaba a los propios espías. Y, por descontado, todos los participantes del reino en ese juego hacían exactamente lo mismo.

El primer hombre que le llevaron para sondearlo, un viejo criado al servicio de un vecino de Mydogg, se abrió de par en par nada más verla y soltó a borbotones hasta el último pensamiento que tenía en la cabeza.

—El príncipe Brigan ha impresionado muchísimo, y con razón, tanto a lord Mydogg como a lord Gentian —le confesó el anciano, tembloroso e incapaz de quitarle los ojos de encima—. Los dos llevan unos cuantos años comprando caballos y armando a sus ejércitos, igual que el príncipe, y también han reclutado montañeses, saqueadores y soldados. Pero sienten un gran respeto por el príncipe como oponente, señora. ¿Tenía usted idea de que hay pikkianos en el ejército de lord Mydogg? Son tipos enormes de tez pálida que deambulan a hurtadillas por las tierras del vecino de mi señor.

«Va a ser un trabajo fácil —pensó Fuego—. Lo único que debo hacer es quedarme sentada aquí, y ellos soltarán todo lo que saben».

—No nos ha contado nada que no supiéramos ya —objetó Garan, impertérrito—. ¿Le ha sondeado para sonsacarle algo más, por ejemplo, nombres, lugares o secretos? ¿Cómo tiene la seguridad que le ha dicho todo lo que sabe?

Los dos tipos siguientes no se mostraron tan abiertos; eran un par de espías convictos, resistentes al poder de la dama monstruo y mentalmente fuertes. Ambos tenían la cara magullada y estaban flacos; uno caminaba encorvado y cojeando, e hizo un gesto de dolor cuando se recostó en la silla, como si tuviera cortes o contusiones en la espalda.

—¿Cómo y dónde se hizo esas heridas? —preguntó Fuego, recelosa.

Los hombres se quedaron sentados en silencio, impasible el gesto, evitando mirarla, y no respondieron ni a esas preguntas ni a ninguna otra de las que les formuló. Cuando acabó el interrogatorio y ambos espías volvieron a las mazmorras, Fuego se disculpó con Garan, presente en la sola durante el episodio.

—Eran demasiado fuertes para mí, alteza, no conseguí sacarles nada.

—¿Acaso lo intentó? —preguntó malhumorado Garan, que alzó la vista de un montón de papeles.

—Sí, sí lo intenté.

—¿De verdad? ¿Con cuánto empeño? —El príncipe se levantó de la silla, prietos los labios—. No tengo tiempo ni energías que malgastar, señora, de modo que cuando esté decidida a trabajar en serio, hágamelo saber.

Se metió el montón de papeles debajo del brazo, abrió la puerta con brusquedad y salió de la sala de interrogatorios, dejándola sola con su indignación. Garan tenía razón, desde luego; no lo había intentado con verdadero empeño. Al tantear las mentes de los hombres y hallarlas cerradas, no se esforzó en obligarlos a abrirlas. Ni siquiera trató de forzarlos a mirarla a la cara. ¿Y cómo iba a hacerlo? ¿De verdad se esperaba de ella que se sentara delante de hombres debilitados por los malos tratos, y abusar aún más de ellos?

Se incorporó de un brinco y corrió en pos de Garan; lo encontró sentado al escritorio de su despacho, enfrascado en garabatear letras codificadas a toda velocidad.

—Tengo unas reglas —le espetó.

El príncipe dejó de escribir, la miró inexpresivamente y esperó.

—Si me trae a un viejo sirviente que va de buena gana allí donde los hombres del rey le piden, un hombre que nunca estuvo convicto de ningún delito, a quien ni siquiera se le ha acusado de cometerlo, no debo dominarle la mente. Me limito a sentarme frente a él y le hago preguntas, y si mi presencia influye en que se muestre más locuaz, estupendo. Pero no le forzaré a que diga cosas que, en caso contrario, no habría comunicado. Y tampoco —añadió levantando la voz cada vez más— controlaré la mente de una persona a la que casi no le han dado de comer, se le han negado medicinas o se la ha pegado en las mazmorras. No pienso manipular a ningún prisionero que haya sido maltratado.

Garan se recostó en la silla y, cruzando los brazos, comentó con sorna:

—Teniendo en cuenta que su manipulación mental es un maltrato, como usted misma reconoció, no me diga que no tiene gracia la cosa.

—Sí, pero en mi caso la pongo en práctica con buenos propósitos, no como en el suyo…

—El maltrato no es obra mía. Yo no doy órdenes en los calabozos, y no tengo ni idea de lo que pasa en ellos.

—Pues si quiere que los interrogue, más vale que se entere.

Fuego tuvo que reconocer en favor de Garan que, tras aquella conversación, el trato a los prisioneros valenses cambió; un hombre que se mostró más que lacónico en una sesión en la que ella no averiguó nada de nada, le dio las gracias por su mediación cuando puso fin al interrogatorio.

—Son las mejores mazmorras que he visto en mi vida —confesó mientras mordisqueaba un palillo.

—Fantástico —rezongó Garan cuando el hombre se hubo marchado—. Vamos a tener fama de ser amables con los transgresores de la ley.

—No es probable que una cárcel que tiene entre sus interrogadores a una dama monstruo se haga famosa por dar un trato amable a los prisioneros —repuso Nash sin alterarse.

Algunos estaban encantados de que los condujeran ante ella, les gustaba demasiado verla para que les importara confiarle algún secreto, pero el rey tenía gran parte de razón en su comentario. Fuego vio a decenas (que progresivamente se convirtieron en centenares) de diferentes espías, contrabandistas y soldados que entraban en el cuarto con gesto hosco, a veces incluso forcejeando con los guardias, que debían meterlos a rastras. Una vez dentro, la joven les hacía preguntas mentalmente:

¿Cuándo hablaste por última vez con Mydogg? ¿Qué te dijo? Cuéntamelo todo. ¿A qué espías que están a nuestro servicio quiere convencer de que trabajen para él? —Fuego se tomaba un respiro y se obligaba a sondear, a estrujar y a machacar; a veces, incluso, a amenazar—. No, no vuelvas a mentir. Otra mentira más y sentirás dolor, porque me crees capaz de hacerte daño, ¿verdad que sí?

«Todo esto lo hago por Los Vals —se repetía una y otra vez cuando su capacidad de intimidar la paralizaba de vergüenza y pánico—. Lo hago para proteger el reino de quienes quieren destruirlo».

—En mi opinión, si se produce una guerra a tres bandas es el rey quien tiene ventaja en cuanto al número de efectivos —dijo un prisionero al que habían apresado cuando pasaba de contrabando espadas y dagas para Gentian—. ¿No opina usted lo mismo, señora? Porque ¿alguien sabe con certeza cuántos soldados sirven a las órdenes de Mydogg?

Era un tipo que, de continuo, trataba de romper el dominio mental de la dama monstruo, un tipo amable y educado que en determinado momento se quedaba obnubilado, pero al instante volvía a ser un hombre lúcido que forcejeaba con los grilletes que le ceñían muñecas y tobillos, y gimoteaba al verla.

La joven le dio un pequeño aguijonazo mental para sacarlo de sus fútiles teorías e intentar centrarlo en lo que sabía de verdad.

—Háblame de Mydogg y de Gentian —le pidió—. ¿Planean organizar un ataque este verano?

—No sé nada, señora, sólo he oído rumores.

—¿Sabes con cuántos hombres cuenta Gentian?

—No, pero me compra innumerables espadas.

—¿Cuántas son «innumerables»? Sé más específico.

—No sé cifras concretas —respondió él con sinceridad, aunque de nuevo luchaba por soltarse del dominio mental de Fuego—. No tengo nada más que decirle —anunció de repente y, mirándola con los ojos desorbitados, se echó a temblar—. Sé qué es usted; no permitiré que me utilice…

—No disfruto en absoluto haciendo esto —replicó con hastío la joven, permitiéndose decir, una vez al menos, lo que sentía. Observó entonces al hombre que tironeaba de las muñecas hasta que soltó un respingo y se recostó en la silla, exhausto y sin resuello. En esto, Fuego se cogió el pañuelo con las manos y tiró de él, de manera que la melena le cayó como una roja cascada sobre los hombros. La brillantez del cabello sorprendió al hombre y se la quedó mirando boquiabierto, sin salir de su asombro; en ese instante, ella se le metió de nuevo en la mente y la controló con facilidad—. ¿Qué rumores son esos que has oído sobre los planes de los señores rebeldes?

—Bueno, señora —dijo, de nuevo transformado y con una sonrisa risueña—, oí decir que lord Mydogg quiere convertirse en rey de Los Vals y de Pikkia, y luego disponer de barcos pikkianos para explorar el mar y descubrir nuevas tierras que conquistar. Un contrabandista pikkiano me lo contó, señora.

«Voy mejorando —pensó Fuego—. Estoy aprendiendo todos estos truquillos baratos que dan asco».

De modo que la mente se le desarrollaba y adquiría sutileza con la práctica, convirtiéndola en más rápida y más potente; dominar el control mental se le estaba convirtiendo en una actitud fácil y casi cómoda.

Sin embargo, lo único que descubría eran planes imprecisos sobre un ataque que tendría lugar pronto, en algún momento, o intenciones violentas y poco concretas contra Nash y Brigan, e incluso contra ella, o bien rápidos cambios de alianzas que volvían a cambiar con idéntica rapidez. Al igual que Garan, Clara y los demás, esperaba averiguar alguna noticia bien fundada, un hecho importante y traicionero que sirviera de llamada a la acción.

Todos estaban deseosos de que se produjera un gran avance, algo rompedor que cambiara el estado de las cosas; pero a veces lo único que ella deseaba con ansiedad era que le permitieran disfrutar de un momento de soledad.

La dama monstruo nació en verano, y en julio celebraba su cumpleaños, aunque, aquel año, el día pasó sin pena ni gloria porque no se lo dijo a nadie. Arquero y Brocker —ambos— le enviaron flores, un detalle que le arrancó una sonrisa, pues estaba segura de que le habrían mandado otro tipo de obsequio de haber sabido que eran muchos los hombres de la corte y de la ciudad que le enviaban flores de continuo, sin parar; flores y más flores desde que llegó a palacio hacía dos meses. Sus aposentos parecían siempre un invernadero, aunque no le interesaban las atenciones de esos hombres y habría tirado las orquídeas, los lirios y las delicadas rosas de largo tallo de no ser porque le encantaban; le gustaba estar rodeada de tanta belleza, y descubrió que poseía un talento natural para arreglar y combinar conjuntos florales según los colores.

El rey nunca le regalaba flores, y aunque sus sentimientos hacia ella no habían cambiado, dejó de requerirle que se casara con él. En cambio, le pidió que le enseñara a guardarse mentalmente de los monstruos, de forma que durante una serie de días, e incluso semanas, situados cada cual a uno y otro lado de la puerta de la sala de la joven, esta le enseñó lo que él ya sabía hacer, si bien necesitaba un empujón para recordarlo: intención, enfoque y autocontrol. Con la práctica y con su recién adquirido compromiso con la disciplina, la mente de Nash se fortaleció y estuvieron en disposición de trasladar las clases al gabinete del rey. Ahora podía confiar en que no la tocaría, salvo si tomaba demasiado vino, cosa que ocurría alguna que otra vez; sus lágrimas de beodo eran irritantes, aunque, por otro lado, resultaba más fácil controlarlo cuando estaba ebrio.

En palacio, a nadie le pasaba inadvertido cada vez que estaban juntos, y las habladurías desconsideradas surgían con facilidad; en la rueda de chismes que se formó, se consideraba un radio sólido y bien fundado el rumor de que la dama monstruo acabaría casándose con el monarca.

Brigan estuvo ausente casi todo el mes de julio; iba y venía sin parar, y Fuego dedujo por fin cuál era su punto de destino. Aparte del considerable tiempo que pasaba con el ejército, también se reunía con nobles señores y damas, con hombres de negocios involucrados en el mercado negro, con amigos y enemigos, todo ello con miras a lograr diversos objetivos, ya fuera convencer a alguno de ellos de que se aviniera a forjar una alianza, o poner a prueba la lealtad de algún otro noble. En algunos casos sólo había una palabra para describir lo que hacía: espiar. A veces tenía que luchar para salir de las trampas en las que caía (o bien a sabiendas o de forma involuntaria), y regresaba con una mano vendada, los ojos amoratados o una costilla rota, como ocurrió en una ocasión en la que cualquier persona en su sano juicio no habría montado a caballo. Fuego pensó lo terribles que eran algunas situaciones comprometidas en las que Brigan se metía de cabeza. Tendría que ser cualquier otro el que se encargara de negociar con un tratante de armas, conocido por los favores que de vez en cuando le hacía a Mydogg, y también tendría que ser otro el que visitara el feudo aislado y bien protegido del hijo de Gentian, Gunner, en las montañas meridionales, para dejarle claras las consecuencias que tendría para él mantenerse leal a su padre.

—Se le dan demasiado bien estas gestiones para que otro se encargue de ellas —le explicó Clara cuando Fuego puso en tela de juicio la conveniencia de celebrar tales reuniones—. Sabe cómo convencer a la gente de que desean lo mismo que él, y cuando no logra persuadir con palabras a quien sea, a menudo lo consigue con la espada.

Fuego se acordó de los dos soldados que se enzarzaron al verla el día en que emprendió viaje con la División Primera; recordaba que la brutalidad de los contrincantes se convirtió en vergüenza y remordimiento después de que Brigan les dirigiera unas palabras.

No todas las personas que inspiraban devoción eran monstruos.

Asimismo, tenía fama de manejar bien la espada; Hanna, naturalmente, hablaba de él como si fuera imbatible.

—Yo he heredado de mi padre la destreza en la lucha —manifestó la pequeña en una ocasión; desde luego, era obvio que la había sacado de alguna parte, porque Fuego tenía la impresión de que casi ningún niño de cinco años habría salido de una escaramuza contra una pandilla de chicos sólo con la nariz rota, si es que salía de ella.

El último día de julio, Hanna fue a verla con un colorido manojo de flores silvestres; la joven se imaginó que las había cogido en los pastos del acantilado que se alzaba sobre Bodega del Puerto, detrás de la casita verde.

—La abuela me cuenta en una carta que cree que usted cumple años en julio. ¿Ha sido ya? ¿Por qué nadie sabe cuándo es su cumpleaños? Tío Garan dice que a las damas les gustan las flores. —La pequeña arrugó la nariz, mueca con la que ponía en duda la veracidad de tal afirmación, y casi le metió el ramo en la cara a Fuego, como si creyera que las flores eran para comer y esperase que ella agachara la cabeza y se pusiera a masticarlas, como habría hecho Manchas.

Junto con los ramos de Arquero y Brocker, ese era su preferido entre todos los que había en sus aposentos.

Un agobiante día de finales de agosto, mientras Fuego se encontraba en los establos cepillando a Corto con la esperanza de despejarse, su escolta se retiró cuando Brigan entró allí sin prisa, llevando una colección de bridas cargadas al hombro. Él se apoyó en la puerta de la cuadra y le rascó la nariz a Corto. Había regresado esa mañana de su último viaje.

—Señora, bienhallada —la saludó.

—Príncipe Brigan… —saludó ella a su vez—. ¿Dónde está su dama?

—En clase de historia, a la cual ha asistido sin protestar, y yo trato de prepararme para lo que eso pueda significar, porque, una de dos: o planea sobornarme para conseguir algo, o es que está enferma.

La muchacha quería preguntarle algo, pero era una cuestión embarazosa; lo único que podía hacer era adoptar un aire digno y lanzársela, así que alzó la barbilla y dijo:

—Hanna me ha preguntado ya varias veces por qué los animales monstruo enloquecen por mí todos los meses y por qué no puedo salir del castillo durante cuatro o cinco días cada mes, a menos que lleve más guardias en la escolta. Me gustaría explicárselo, y quería pedirle permiso para hacerlo.

La reacción del príncipe fue impresionante por el dominio que mostró en controlarse y mantener el gesto impasible, quedándose donde estaba, al otro lado de la puerta de la cuadra. Mientras acariciaba el cuello a Corto, contestó:

—Tiene cinco años.

Fuego no replicó y se limitó a esperar. Entonces, demostrando su incertidumbre, el príncipe le preguntó:

—¿Usted qué opina? ¿No será demasiado pequeña para que lo entienda? No querría que se asustara.

—Los monstruos no le dan miedo, alteza. De hecho, habla de protegerme de ellos con su arco.

—Me refería a los cambios que sufrirá su propio cuerpo con el tiempo —aclaró Brigan en voz queda—. Lo que me preocupa es que la asuste esa información.

—Oh, ya entiendo. Pero, precisamente, quizá sea yo la más indicada para explicárselo, pues notaré si se altera, ya que no tiene la mente muy cerrada; podría adecuar la explicación según cómo reaccione.

—Sí, bueno… —dijo Brigan, todavía poco convencido por el comentario—. Pero ¿no le parece que con cinco años es todavía muy pequeña?

Qué extraño le resultaba a Fuego (qué peligrosamente adorable) verlo tan varonil, tan fuera de su elemento, buscando consejo en un tema que no dominaba.

—No creo que Hanna sea demasiado pequeña para entenderlo —respondió con franqueza—. Y considero que merece una respuesta sincera a un hecho que la desconcierta.

—Me llama la atención que no me lo haya preguntado a mí —comentó él—. No le da apuro plantear preguntas.

—Quizá percibe la naturaleza del tema.

—¿De verdad puede ser tan sensible?

—Los niños tienen un talento natural para ciertas cosas.

—Sí, cierto —convino Brigan—. En fin, tiene usted permiso para hablar con ella. Y cuénteme después cómo ha ido todo.

Pero Fuego había dejado de oírle de repente, porque la perturbaba (como ya le había ocurrido varias veces a lo largo del día) la sensación de una presencia que era extraña y familiar a la vez, y que estaba fuera de lugar; una persona que no debería encontrarse allí. Apuñó la crin de Corto y meneó la cabeza. El caballo apartó la nariz del pecho de Brigan y giró la cabeza para mirar a su dueña.

—Señora, ¿qué le ocurre?

—Es casi como si… No, he dejado de sentirlo ya. ¡Bah, da igual, no tiene importancia! —Brigan la miraba desconcertado—. A veces tengo que dejar «reposar» una sensación hasta encontrarle sentido —explicó la joven con una sonrisa.

—Ah, ya… —Él examinó el largo hocico de Corto—. ¿Tenía algo que ver con mi mente?

—¿Cómo dice? ¿Está de broma?

—¿Acaso debería?

—¿Cree que la percibo lo más mínimo?

—¿No es así?

—Brigan —se dirigió a él por su nombre, olvidando los modales a causa de la sorpresa—, su conciencia es un muro sin fisuras. Ni una sola vez he percibido el menor atisbo de lo que guarda en la mente.

—¡Oh, bien! —dijo el príncipe de forma harto elocuente; se colocó mejor las riendas que llevaba colgados al hombro con un aire de estar muy complacido consigo mismo.

—Di por sentado que usted lo hacía a propósito.

—Y lo hacía, sólo que no es nada fácil saber si uno tiene éxito en ese tipo de cosas.

—Pues ha sido todo un éxito.

—¿Y qué tal ahora?

—¿A qué se refiere? ¿Me está preguntando si percibo sus sensaciones ahora? Le aseguro que no.

—¿Y ahora?

A Fuego le llegó como la mansa ola de un profundo océano; se quedó callada, absorbió la sensación y controló sus propios sentimientos, porque el hecho de que él le dirigiera una sensación, la primera que le transmitía algo, la hada sentirse increíblemente feliz.

—Percibo que esta conversación le divierte —dijo la joven.

—Qué interesante —sonrió él—. Fascinante… Y ahora que mi mente está abierta, ¿lograría usted tomar el control?

—Jamás. Se ha permitido mostrar una sensación, pero ello no significa que yo esté en posición de entrar a saco y controlarla.

—Inténtelo, por favor —pidió el príncipe; aunque había un timbre amistoso en la voz y la expresión de su semblante era franca, ella tuvo miedo.

—No me apetece.

—Es sólo un experimento.

La palabra le provocó tal pánico que le cortó la respiración.

—No, no quiero. No me pida eso.

Brigan se apoyó en la puerta de la cuadra para acercársele.

—Señora, perdóneme por haberla angustiado —susurró—. No se lo pediré nunca más, lo prometo.

—No lo entiende; yo nunca lo intentaría.

—Lo entiendo, sé que jamás lo haría. Por favor, señora… ¡Oh, si pudiera retirar lo que he dicho!

Fuego cayó en la cuenta de que aferraba la crin de Corto con más fuerza de lo que era su intención; le soltó el pelo y lo acarició mientras pugnaba por contener el llanto. Apoyó la cara contra el cuello del caballo e inhaló su cálido olor.

De pronto se echó a reír, pero era una risa ahogada que más parecía un sollozo.

—En realidad hubo un tiempo en que pensé controlarle la mente si me lo pedía. Creía que lograría ayudarlo a conciliar el sueño por la noche.

Brigan abrió la boca para decir algo, pero la cerró sin pronunciar una sola palabra. La expresión se tornó cerrada un instante, y reapareció la conocida máscara indescifrable.

—Pero no sería justo —susurró él al cabo—, porque después de conseguir que me durmiera, usted seguiría despierta, sin nadie que la ayudara a conciliar el sueño.

Ella ya no tenía claro de qué hablaban ahora, y se sintió terriblemente desdichada, pues no era una conversación adecuada para distraerla de las sensaciones que ese hombre le despertaba.

A todo esto, Welkley se aproximó con el mandato de que Brigan se presentara ante el rey, y para Fuego fue un respiro verlo marcharse del establo.

De camino a sus aposentos acompañada por la escolta, la extraña y familiar conciencia le pasó como un roce fugaz por la mente: el arquero, el arquero de mente turbia.

Fuego resopló con frustración; el arquero se hallaba en palacio o en el recinto exterior o en un lugar próximo de la ciudad; o eso era lo que había pensado varias veces a lo largo del día, pero nunca se le detenía en la mente el tiempo suficiente para asirle la conciencia o para saber qué hacer. No era normal; no era normal que esos hombres rondaran por los alrededores ni que esas mentes estuvieran tan en blanco, como si estuvieran fascinadas por un monstruo. Percibir la presencia del arquero allí, al cabo de los meses, no fue algo que le complaciera.

Al llegar a sus aposentos, encontró a los guardias que estaban allí apostados en un estado de ánimo muy peculiar.

—Un hombre se ha aproximado a su puerta, señora, pero lo que dijo no tenía sentido —informó Musa—. Afirmó ser un hombre del rey que venía a examinar la vista que hay desde sus ventanas, pero no lo identifiqué como tal y no me fie de él, así que no lo dejé entrar.

—¿La vista desde mis ventanas? —Fuego no salía de su asombro—. ¿Con qué propósito?

—No me ha dado buena impresión, señora —intervino Neel—. Había algo raro en él y nada de lo que decía tenía sentido.

—Pues a mí sí me ha causado buena impresión —gruñó otro de los guardias—. Al rey no le va a gustar que lo hayamos desobedecido.

—Se acabó la discusión —espetó Musa a sus soldados—. Neel tiene razón, ese hombre causaba una impresión rara.

—A mí me produjo mareo —informó Mila.

—Era un hombre respetable —argumentó otro—. Y no creo que tengamos autoridad para cerrar el paso a los hombres del rey.

Fuego seguía quieta en la entrada de su cuarto, con la mano apoyada en el marco de la puerta para sostenerse; supo con certeza qué ocurría cuando oyó discutir a los soldados de su escolta, los mismos soldados que jamás reñían delante de su señora, ni llevaban la contraria a su capitana si algo no iba bien. Y la cuestión no se limitaba a que discutieran o que ese visitante despertara desconfianza, sino que Neel había dicho que el hombre producía mala impresión; bien, pues, en ese momento, varios soldados de la escolta actuaban de forma rara. Pero estaban mucho más abiertos de lo que era habitual, para que a la dama monstruo le fuera posible penetrar en su mente, aunque la tenían envuelta en una especie de bruma que los ofuscaba. Los más afectados eran los guardias que ahora discutían con Musa.

Gracias al instinto, ya fuera de su parte humana o de su naturaleza de monstruo, Fuego estaba segura de que, si lo consideraban un hombre respetable, era porque interpretaban mal su verdadera naturaleza; y tenía la absoluta certeza de que Musa había hecho bien al no permitirle entrar.

—¿Qué aspecto tenía ese individuo?

Con un gesto dubitativo, algunos escoltas admitieron con un rezongo que no lo recordaban, y Fuego casi pudo proyectar su poder y tocar la bruma que enturbiaba las mentes de los guardias.

—Era alto, señora —informó Musa, que tenía la mente despejada—, más alto que el rey; delgado, consumido, de cabello canoso, ojos oscuros y parecía que no se encontraba bien; estaba pálido, de un color casi ceniciento, y tenía marcas en la piel, como un sarpullido.

—Un sarpullido…

—Vestía ropas sencillas y llevaba un verdadero armamento a la espalda: ballesta, arco corto, un fabuloso arco largo… También tenía una aljaba repleta de flechas, así como un cuchillo, pero no llevaba espada.

—Esas flechas de la aljaba, ¿de qué estaban hechas?

Musa hizo una mueca, y al cabo de un momento, reconoció:

—No me fijé.

—De madera blanca —apuntó Neel.

De manera que el arquero de mente turbia había llegado a la puerta de los aposentos de la joven, para comprobar las vistas que había desde ellos, dejando a varios de sus guardias con expresión perpleja y la mente confusa.

Fuego se acercó al soldado más ofuscado, el primero que inició la discusión, un tipo llamado Edler, que normalmente era bastante afable. Ella le puso la mano en la frente.

—Edler, ¿te duele la cabeza?

Al soldado le costó unos segundos discurrir la respuesta:

—No es dolor exactamente, señora, pero la verdad es que me siento raro, no soy el de siempre.

La muchacha meditó con mucho cuidado las palabras que iba a utilizar para expresar lo que quería proponerle:

—¿Me das permiso para que intente disipar ese malestar?

—Por supuesto, señora, si usted quiere…

Entró en la mente de Edler con facilidad, igual que ocurrió con la del cazador furtivo; se aventuró en la bruma, la tocó, la manejó a fin de descubrir qué era exactamente; parecía un globo que llenara de vacío la mente del soldado, desplazando la inteligencia a los márgenes.

Pinchó el globo con fuerza, y este estalló y produjo un siseo; los pensamientos de Edler brotaron con rapidez y ocuparon de nuevo su lugar. El escolta se frotó la cabeza con las dos manos.

—Me siento mejor, señora —afirmó—. Ahora recuerdo al hombre con claridad, y no creo que fuera un hombre del rey.

—No lo era, Edler —contestó Fuego—. El rey no habría enviado a mis aposentos a un tipo enfermizo y armado con un arco largo para que disfrutara de las vistas.

—Caramba, qué cansado estoy —suspiró Edler.

Pensando que estaba ante algo mucho más ominoso que cualquier cosa de las que había descubierto en la sala de interrogatorios, Fuego se acercó al siguiente escolta de mente confusa.

Más tarde, cuando iba a acostarse, encontró una carta de Arquero en la cama; en ella le decía que cuando acabaran de recoger la cosecha del verano tenía intención de ir a visitarla. La noticia era un soplo de alegría, pero no atenuaba la situación.

Hasta esa tarde había creído ser la única persona en Los Vals capaz de manipular la mente de los demás.