Capítulo 16

A decir verdad, Fuego necesitaba ocuparse de algo, porque sin nada que hacer sólo le quedaba pensar; y pensar la conducía una y otra vez a decirse que estaba desocupada y a preguntarse cuánta ayuda sería capaz de ofrecer al reino… si el corazón y la mente no se lo prohibían de forma categórica. Esta situación la atormentaba de noche cuando no podía dormir, y cuando lo hacía sufría pesadillas relacionadas con acciones que implicaban engañar y hacer daño a la gente, y también soñaba con Cansrel viéndolo cómo provocaba que Tajador se revolcara a causa de un dolor imaginario.

Clara la llevó a visitar la urbe, donde la gente se adornaba incluso con más aderezos de monstruos que los cortesanos, pero preocupándose mucho menos del resultado estético del conjunto que aquellos. Utilizaban plumas ensartadas al tuntún en los ojales o joyas en verdad hermosas, como los collares y pendientes hechos con conchas de monstruos que lucía una panadera, cubierta de harina, mientras trabajaba la masa en un cuenco; otra mujer, por ejemplo, llevaba una peluca de sedoso pelaje, de color azul violáceo, de algún animal monstruo (probablemente, un conejo o un perro), por debajo de la cual le asomaba su propio cabello, corto e irregular; esta mujer tenía un rostro poco atractivo, de forma que su aspecto tendía a ser un pobre remedo de la propia Fuego; no obstante, era innegable que exhibía algo bello en la cabeza.

—Todo el mundo quiere presumir de alguna cosa hermosa, aunque sea mínima —comentó Clara—. Entre los poderosos cuentan las pieles y los cueros poco corrientes que se venden en el mercado negro, mientras que los demás se conforman con los animales que encuentran muertos en desagües atascados o en algún cepo. Ni que decir tiene que todo viene a ser lo mismo, aunque a la gente rica le satisface saber que ha pagado una fortuna por ello.

Desde luego esa actitud era una estupidez; Fuego se dio cuenta de que la ciudad era en parte sobria y en parte absurda, pero le gustaron los jardines, las antiguas esculturas deterioradas, las fuentes de las plazas, los museos, las bibliotecas y las hileras de deslumbrantes tiendas que Clara le enseñó. Asimismo le gustaron las bulliciosas calles empedradas donde los ciudadanos andaban tan atareados con sus ruidosos quehaceres diarios que a veces —sólo a veces— ni siquiera reparaban en la dama monstruo a la que acompañaba una escolta en su recorrido por la urbe. En cierto momento, Fuego tranquilizó con palabras quedas y palmaditas en el cuello a un tiro de caballos que se espantó cuando unos niños pasaron corriendo muy cerca de los animales; el ajetreo cesó en la calle y no se reanudó hasta que Clara y ella doblaron una esquina.

Le gustaron también los puentes, tanto que se detenía en el centro de ellos y se asomaba para experimentar el vértigo de la caída, a pesar de saber que no ocurriría tal cosa (el puente más alejado de las cataratas era uno levadizo); le gustó el repique suave, casi melódico, de las campanas, un susurro audible que superaba los otros sonidos de la ciudad; le gustaron los almacenes y los muelles a lo largo del río, los acueductos, la red de alcantarillado y las esclusas que chirriaban al abrirse o cerrarse con lentitud y conducían a los barcos de suministro arriba y abajo entre el río y el puerto. Pero lo que más le gustó fue Bodega del Puerto, donde las cataratas creaban una neblina de agua de mar ahogando todo sonido y sensación.

Incluso —con ciertas dudas— le gustaron los hospitales, y se preguntó en cuál de ellos habrían curado a su padre de la flecha que le clavaron en la espalda; confiaba en que los cirujanos también salvaran la vida a personas buenas. A la gente que, preocupada, siempre aguardaba fuera de los hospitales, los miraba y les rozaba la mente deseándoles subrepticiamente que sus cuitas tuvieran un final feliz.

—Antes había escuelas de medicina por toda la ciudad —dijo Clara—. ¿Conoce la historia del rey Arn y su consejera monstruo, lady Ella?

—Recuerdo esos nombres de mis clases de historia —contestó la joven, pensativa, pero sin lograr evocar gran cosa.

—Gobernaron hace sus buenos cien años —explicó Clara—. El rey Arn era herbolario, y lady Ella, cirujana. A decir verdad, se volvieron un poco obsesivos con esos temas… Se cuentan cosas de ellos, rumores de que hacían extraños experimentos médicos con gente que probablemente no les habría dado su consentimiento para realizarlos de no haber sido un monstruo el que lo sugería, si sabe a lo que me refiero, señora. También troceaban cadáveres para estudiarlos, si bien nunca se supo con certeza de dónde sacaban esos cuerpos. En fin —añadió la princesa, sarcástica—, sea como fuere, lo cierto es que revolucionaron los conocimientos médicos y quirúrgicos. Gracias a ellos conocemos los usos de todas las plantas raras que crecen en las grietas y cuevas existentes en los límites del reino, y las medicinas de que disponemos para detener hemorragias, evitar la infección en las heridas, eliminar tumores, soldar huesos rotos o para casi cualquier enfermedad son producto de sus experimentos. Aunque también descubrieron las drogas que destruían la mente humana —agregó con disgusto—. En cualquier caso, ahora las escuelas están cerradas porque no hay fondos para la investigación, ni para las artes o la ingeniería, en realidad. Todo el dinero se emplea en cuestiones de seguridad: mantenimiento del orden, el ejército y la guerra inminente. Supongo que la ciudad empezará a deteriorarse…

Fuego pensó que ese deterioro ya existía, aunque no lo dijo; en las márgenes meridionales del río, lindantes con los muelles, crecían de forma caótica barrios sórdidos, y en el centro de la ciudad, donde no era de esperar que ocurriera algo así, abundaban los callejones ruinosos. Y eran muchos, muchísimos los sectores de la urbe que no estaban dedicados al conocimiento ni a la belleza ni a ninguna cosa buena.

Clara la llevó una vez a comer con su madre —y madre de Garan—; la mujer vivía en una casa pequeña y agradable en una calle de floristas; estaba casada con un soldado retirado que realizaba una excelente labor en la red de espías de los gemelos, siendo uno de sus agentes de mayor confianza. Durante la comida, el hombre les hizo una confidencia:

—En la actualidad me he centrado en el contrabando. Casi todas las personas acaudaladas de la ciudad se meten en el mercado negro de vez en cuando, pero si das con alguien muy implicado en negocios de contrabando, con frecuencia se trata de algún enemigo del rey, sobre todo si trafica con armas o caballos o con cualquier mercancía pikkiana. Si hay suerte, siguiendo la pista de un comprador llegamos hasta el tipo para quien compra, y si resulta que este es alguno de los señores rebeldes, apresamos al comprador para interrogarlo, aunque no siempre podemos fiarnos de las respuestas, desde luego.

Como era de esperar, este tipo de conversación daba alas a las tácticas de Clara para presionar a Fuego.

—Gracias a su poder nos resultaría muy fácil enterarnos de quién está en un bando y quién en otro; usted nos ayudaría a descubrir si nuestros aliados lo son de verdad, o indicarnos por dónde pretende atacarnos Mydogg —sugería la princesa. Y cuando estas insinuaciones no daban resultado, añadía—: ¿Y si planean un asesinato? ¿No cree que sería horroroso que me asesinaran a mí, por ejemplo, porque usted no nos ha ayudado a descubrir esos planes? —Y ya al borde de la desesperación decía—: ¿Y si planean matarla a usted? Seguro que alguno de nuestros enemigos tiene esa intención, en especial ahora, ya que la gente contempla la posibilidad de que se case usted con Nash.

Fuego nunca contestaba a la interminable andanada de peticiones, ni admitía tener dudas o sentirse culpable, aunque empezaba a experimentar ambos sentimientos. No obstante, se limitaba a dejar en reserva todos los razonamientos de Clara para rumiarlos después junto con las argumentaciones del rey. Porque alguna que otra vez después de la cena —con la suficiente frecuencia para que Welkley hubiera instalado una silla en el pasillo—, Nash acudía a hablar con ella a través de la puerta; se comportaba con corrección, charlaba sobre el tiempo o sobre los augustos visitantes que llegaban a la corte; y siempre, siempre, intentaba convencerla para que reconsiderara su decisión respecto al prisionero.

—Señora, usted es del norte —le decía—, y ha visto el escaso respeto por la ley que impera fuera de esta ciudad. Un paso en falso, señora, y todo el reino se desmoronaría como un castillo de arena.

Después de esta perorata se quedaba callado, y la joven esperaba a continuación la propuesta de matrimonio; ella lo rechazaba y le pedía que se fuera, tras lo cual buscaba consuelo en la compañía de sus escoltas mientras se planteaba con mucha seriedad la situación de la ciudad, del reino y de su monarca. Asimismo meditaba sobre cuál debería ser su postura.

A fin de mantenerse ocupada y así paliar la sensación de no ser de ninguna utilidad, siguió el consejo de Garan y visitó la guardería de palacio; al principio entraba y, con discreción, se sentaba en silencio en una silla desde donde observaba a los pequeños mientras jugaban, leían o se peleaban; allí era donde su madre trabajó, y quería asimilar despacio ese sentimiento. Intentó imaginar en aquellas habitaciones a una mujer joven, de cabello rojizo, aconsejando con sosiego a los niños. Jessa desempeñó su trabajo en aquellas estancias ruidosas, bañadas por el sol; de algún modo, esa mera idea conseguía que Fuego se sintiera menos fuera de lugar, incluso menos sola.

Enseñar a guardarse contra animales monstruo era una tarea delicada, y Fuego hubo de vérselas con algunos padres que no querían que tuviera ningún tipo de contacto con sus hijos. No obstante, entre los niños que se convirtieron en sus pupilos los había tanto de familias nobles como de familias pertenecientes al personal de servicio.

—¿Por qué te fascinan tanto los insectos? —preguntó la joven una mañana a uno de sus alumnos más aventajados, un chico de once años llamado Cob que lograba bloquear la mente contra las rapaces monstruo, y resistirse al impulso de tocar el cabello de Fuego cuando lo veía; sin embargo, era incapaz de matar a un insecto monstruo aunque tuviera al bicho posado en la mano a punto de darse un banquete con su sangre—. Con las rapaces monstruo no tienes ningún problema.

—Las rapaces carecen de inteligencia —argumentó Cob con un tonillo agudo y desdeñoso—. Sólo lanzan una oleada de sensaciones con las que creen que me pueden hipnotizar. Son unas simples.

—Tienes razón —convino Fuego—. Pero comparadas con los insectos monstruo son verdaderos genios.

—Tal vez, pero los insectos monstruo son tan perfectos… —comentó el niño; un instante después se ponía bizco para mirar la libélula monstruo que tenía cernida sobre la punta de la nariz—. Fíjese, por ejemplo, en las alas, en las patas articuladas, en los ojillos globulosos… Observe la destreza que tiene con las tenazas…

—Le encantan todos los insectos, no sólo los insectos monstruo —intervino la hermana pequeña del chico poniendo los ojos en blanco.

Fuego se dijo que quizás el problema del muchacho estribaba en que tenía una mente estructurada científicamente; así de sencillo. Y luego manifestó en voz alta:

—Está bien, puedes dejar que los insectos monstruo te piquen en deferencia a sus magníficas tenazas. Pero —añadió con seriedad— hay uno o dos de ellos que te harían daño si pudieran, y has de aprender a guardarte contra esos. ¿Entendido?

—¿He de matarlos?

—Sí, debes hacerlo. Aunque una vez muertos, siempre queda la posibilidad de que los diseques. ¿Se te había ocurrido esa idea?

—¿De verdad? ¿Querrá ayudarme? —Cob estaba radiante de alegría.

De modo que Fuego tuvo que pedir prestados escalpelos, pinzas y bandejas a un sanador de la enfermería de palacio, y pronto se halló involucrada en un experimento bastante peculiar que quizás estaba en la línea de los que realizaron muchos años atrás el rey Arn y lady Ella, a menor escala, como es natural, y con resultados mucho menos brillantes.

Se encontraba a menudo con la princesa Hanna, y desde las ventanas de sus aposentos la veía ir a la casita verde o salir de ella corriendo; también veía a Sayre y a otros tutores, así como a Garan alguna que otra vez, e incluso al legendario jardinero de Clara, un hombre rubio, bronceado y musculoso que parecía haber salido de un romance épico, y en ocasiones, a una mujer mayor —menuda y encorvada—, de ojos de un color verde muy claro, quien, protegiéndose el vestido con un delantal, era la que frecuentemente frenaba las precipitadas carreras de Hanna. Pese a ser menuda, esa mujer era enérgica y siempre llevaba a la princesa de un lado para otro; al parecer era el ama de llaves de la casa verde. Que quería a la niña saltaba a la vista y que no sentía el menor aprecio por Fuego, también. La joven se había encontrado con ella más de una vez y notó que tenía la mente tan cerrada como la de Brigan; además, el gesto se le agriaba en cuanto veía a la dama monstruo.

El palacio contaba con pasarelas exteriores construidas en las partes de piedra del tejado; por la noche, cuando no conciliaba el sueño, Fuego paseaba por ellas con su escolta. Desde allá arriba divisaba cómo alumbraban las antorchas de los puentes, encendidas toda la noche para que las barcas que navegaban por las rápidas aguas del río supieran con exactitud a qué distancia se hallaban de las cataratas, y oía el retumbante fragor de los saltos de agua. En las noches claras, contemplaba la ciudad dormida y el destello de las estrellas en el mar; se sentía como una reina, no en su significado estricto ni como si fuera la esposa de Nash, sino como una mujer que se hallara en la cumbre del mundo, en lo más alto de una ciudad concreta, en la que comenzaba a conocer a la gente y por la que su cariño iba en aumento cada vez más.

Brigan regresó a la corte a las tres semanas exactas de haberse marchado, y Fuego lo supo en el preciso instante en que llegó. La conciencia de una persona es como un rostro que cuando se ve una vez, ya se identifica siempre; la de Brigan era serena, impenetrable, fuerte e indudablemente reservada sólo para él desde el momento en que la mente de la joven tropezaba con ella.

Dio la casualidad de que, en ese momento, Fuego se encontraba con Hanna y Manchas tomando el sol matinal en un tranquilo rincón del patio. La niña examinaba las cicatrices que las rapaces le habían dejado a la dama monstruo en el cuello, e intentaba engatusarla para que le contara —y no por primera vez— cómo se las habían hecho y cómo había salvado a los soldados de Brigan. Puesto que Fuego declinó hacerlo, la pequeña dirigió sus zalemas a Musa para convencerla.

—Pero si ni siquiera estabas allí —rio Fuego cuando Musa dio comienzo al relato.

—Bueno, pero si quien estaba no quiere contarlo…

—Viene hacia aquí alguien que conoce de primera mano esos hechos —anunció Fuego con aire de misterio; sus palabras dejaron a Hanna petrificada un momento, pero de inmediato se incorporó de un brinco.

—¿Es papá? —La pequeña giró como una peonza para echar un vistazo a todas las entradas—. ¿Se refiere usted a papá? ¿Dónde está?

El príncipe apareció en una de las arcadas que había al otro lado del patio; Hanna chilló y se fue a todo correr. Brigan la cogió en brazos y la condujo de nuevo al rincón donde se encontraban Fuego y la escolta, a quienes saludó con una inclinación de cabeza, sonriente por el chachareo imparable de su hija.

Fuego se preguntó qué le ocurría cada vez que veía reaparecer al príncipe, porque le entraban unas ganas incontrolables de salir disparada. Ahora eran amigos y debería haber superado ese miedo que le inspiraba. Así que se prohibió de forma tajante moverse y se centró en Manchas, que le ofreció las orejas para que lo acariciara y lo mimara, tan feliz.

Brigan soltó a Hanna en el suelo y se puso en cuclillas delante de ella; le tocó la mejilla con los dedos y le giró la cara hacia un lado y después hacia el otro para examinar la nariz, todavía magullada y vendada.

—A ver, dime, ¿qué ha pasado aquí? —interrumpió con suavidad el torrente de palabras de su hija.

—Pero, papá, es que estaban diciendo cosas malas sobre lady Fuego —le respondió sin darse apenas un respiro para cambiar de tema.

—¿Quiénes eran?

—Selin y Midan, y los demás.

—¿Y qué? ¿Acaso uno se te acercó y te atizó un puñetazo en la nariz?

Hanna restregó el zapato contra el suelo, y respondió:

—No, papá.

—Cuéntame qué pasó.

Otro restregón, y a continuación la pequeña explicó el incidente con desaliento:

—Pegué a Selin. ¡Se pasó de listo, papá! Alguien tenía que ponerle en su sitio.

Brigan permaneció en silencio unos segundos; Hanna apoyo las manos en las rodillas dobladas de su padre, y al agachar la cabeza, el cabello le resbaló como una cortina; suspirando muy hondo, fijó la vista en el suelo.

—Mírame, Hanna. —La niña obedeció—. ¿Crees que pegar a Selin era una forma razonable de hacerle ver su error?

—No, papá. Actué mal. ¿Vas a castigarme?

—De momento no asistirás a las clases de lucha. No accedí a que las tomaras para que después hicieras mal uso de ellas.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Hanna con otro profundo suspiro.

—Hasta que esté convencido de que entiendes cuál es el propósito de esas clases.

—¿Me prohibirás también las clases de equitación?

—¿Has cabalgado encima de alguien que no debías?

—¡Pues claro que no, papá! —La niña soltó una risita.

—En ese caso, puedes seguir con las clases de equitación.

—¿Me dejarás montar tus caballos?

—Sabes de sobra la respuesta a esa pregunta: tienes que crecer y ser más corpulenta antes de subirte a un caballo de guerra.

Hanna le acarició a Brigan la incipiente barba; lo hizo con tanta naturalidad y tanto cariño que Fuego casi no pudo aguantarlo, de modo que apartó la vista y miró ceñuda a Manchas, que le estaba dejando la falda llena de pelos.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte, papá?

—No lo sé, cariño. Me necesitan en el norte.

—Tú también tienes una herida, papá. —Hanna le cogió la mano izquierda, que llevaba vendada, y la examinó—. ¿Diste tú el primer puñetazo?

Brigan desvió la vista hacia Fuego con una sonrisa sólo contenida a medias; entonces se fijó en ella con más detenimiento. Los ojos del príncipe se tornaron fríos y la boca formó una línea prieta; el gesto la asustó y se sintió herida por su desconsideración.

Enseguida, recobró la sensatez y comprendió que la reacción del príncipe se debía a que había visto el rastro de la marca del anillo de Nash que aún se le notaba en la mejilla.

Pasó hace semanas —le transmitió con el pensamiento—. Se comporta bien desde entonces.

Él se puso de pie y levantó a Hanna en brazos.

—No di el primer puñetazo —le dijo a la pequeña con tranquilidad—. Y ahora mismo he de sostener una charla con tu tío el rey.

—Quiero ir contigo —dijo Hanna, abrazándolo.

—Puedes acompañarme hasta el vestíbulo, pero tengo que dejarte allí.

—¿Por qué? Quiero ir.

—Es una conversación privada.

—Pero…

—Hanna, ya me has oído.

—Sé caminar, no hace falta que me lleves en brazos —dijo la niña tras un silencio hosco.

La dejó en el suelo, y se produjo otro silencio huraño mientras padre e hija se miraban, el más alto de los dos con mucha más calma que la más bajita.

—¿Me llevas en brazos, papá? —preguntó la pequeña con una vocecilla muy débil.

El príncipe esbozó una sonrisa contenida, y dijo:

—Supongo que aún no eres lo suficientemente mayor.

Brigan cruzó el patio con Hanna en brazos, y Fuego escuchó el sonido musical de la voz infantil que se iba perdiendo en la distancia. Manchas hizo lo de siempre: sentarse y pensárselo antes de ir en pos de su amita. Consciente de que no era ético, la joven proyectó la mente hacia la del príncipe para convencerlo de que se quedara. No pudo evitarlo, lo necesitaba; pero él hizo oídos sordos.

El comandante iba sin afeitar, vestía ropas negras y las botas estaban salpicadas de barro; los ojos —tan claros— destacaban en su semblante agotado, un semblante varonil que había terminado por gustarle mucho a Fuego.

Y ahora entendía el porqué de ese impulso de querer salir corriendo hacia cualquier sitio cada vez que él aparecía; era una reacción instintiva acertada, porque de aquello no saldría nada más que tristeza.

Preferiría no haber sido testigo de la ternura con que trataba a la niña.

A Fuego se le daba muy bien no pensar en algo concreto cuando decidía no hacerlo porque resultaba doloroso o, simplemente, era una estupidez; de modo que aprehendió aquel asunto, lo golpeó, lo machacó y lo apartó de su mente, porque ¿qué se podía esperar de tal situación, considerando que el hermano de Brigan estaba enamorado de ella y habiendo sido Cansrel su padre?

Estaba ante una de esos temas en los que evitaba pensar.

Lo que sí se planteó (algo mucho más urgente en ese momento) fue qué objetivo tenía su presencia en la corte, porque si las obligaciones de Brigan lo conducían al norte, a buen seguro tendría la intención de llevársela de regreso a su hogar, pero ella aún no estaba preparada para marcharse.

Como había crecido junto a Brocker y Cansrel, no tenía nada de ingenua y se había fijado en esas partes de la ciudad en las que abundaban los edificios abandonados y el olor a suciedad; conocía el aspecto y la sensibilidad que irradiaban la gente hambrienta o adicta a alguna droga, y comprendía lo que significaba que Brigan, aun disponiendo de una gran fuerza militar como eran las cuatro divisiones, no fuera capaz de impedir que unos saqueadores despeñaran una aldea por un precipicio. Y eso sólo eran pequeñas cosas, simples tareas en el mantenimiento del orden. Pero se avecinaba una guerra, y si Mydogg y Gentian invadían la capital con sus ejércitos o si uno de ellos se proclamaba rey, ¿hasta dónde hundiría tal hecho a quienes ya tocaban fondo?

Fuego no quería ni imaginarse tener que volver al norte ni el largo viaje de regreso hasta su casa, donde las noticias llegaban con insoportable lentitud y la única variación en la rutina cotidiana era algún caso aislado de un estúpido intruso que nadie se explicaba por qué actuaba así. ¿Cómo iba a negarse, pues, a colaborar con la familia real cuando había tanto en juego? ¿Cómo iba a marcharse?

—Está usted desaprovechando el valioso don que posee —le dijo Clara en cierta ocasión, casi con resentimiento—. Un don que a los demás hasta nos cuesta concebir lo que supondría poseerlo; desperdiciarlo es un crimen.

Fuego no respondió, pero las palabras de la princesa le calaron más hondo de lo que esta habría podido imaginar.

Esa noche, estando Fuego en el tejado y mientras luchaba consigo misma, Brigan apareció a su lado y se reclinó en la barandilla; ella inspiró hondo para tranquilizarse y observó el brillo de las antorchas de la ciudad, procurando no mirar al príncipe ni sentirse complacida por su compañía.

—Me han dicho que le vuelven loco los caballos —comentó a la ligera.

Él sonrió de oreja a oreja y repuso:

—Ha surgido un asunto imprevisto y me marcho mañana por la noche, siguiendo el curso del río hacia el oeste. Regresaré al cabo de dos días, pero Hanna no me perdonará. He caído en desgracia…

—Supongo que lo echa muchísimo de menos cuando se va usted —dijo ella, que recordaba bien lo que era tener cinco años.

—Sí, en efecto. Además, siempre estoy de viaje. Si las cosas fueran de otro modo… En fin, quería consultarle una cosa antes de irme. Dentro de poco viajaré al norte, esta vez sin el ejército, por lo que el trayecto será más rápido y más seguro si desea regresar a casa.

—Imagino que mi respuesta tendría que ser afirmativa.

—¿Prefiere que haga los preparativos para que la acompañe una escolta distinta? —inquirió el príncipe tras una ligera vacilación.

—¡Oh, no, no! No se trata de eso, es que todos sus hermanos no dejan de presionarme para que me quede en la corte y utilice mi poder mental para ayudar en la labor de espionaje; incluso el príncipe Garan insiste, y eso que aún no ha resuelto si debe fiarse de mí o no.

—Ah, bueno, es que Garan no se fía de nadie ¿sabe? Es innato en él, y una consecuencia de su trabajo. ¿Le hace pasar malos ratos?

—No, no, es bastante amable conmigo; como lo es todo el mundo, en realidad. Lo que quiero decir es que aquí no lo paso ni peor ni mejor que en cualquier otro sitio, pero es… diferente.

—Bien, pues, no debe permitir que la intimiden para obligarla a hacer lo que no quiere —manifestó el príncipe después de reflexionar un momento—. Ellos sólo lo ven bajo el punto de vista que les interesa: el suyo. Están tan inmersos en cuestiones del reino que ni siquiera se les pasa por la imaginación que haya otro modo de vivir.

Fuego se preguntó qué otro modo de vivir imaginaría él, o qué clase de vida le habría gustado llevar si no hubiera nacido para la que le había tocado en suerte.

—¿Cree usted que debería quedarme y ayudarlos tal como me piden? —preguntó eligiendo con cuidado las palabras.

—Señora, no me corresponde a mí decirle cómo debería actuar. Usted ha de hacer lo que le dicte su conciencia.

Fuego captó cierto matiz defensivo al pronunciar estas palabras, si bien no sabía con certeza a cuál de los implicados defendía Brigan.

—¿Y usted no tiene opinión sobre lo que es más indicado? —volvió a presionarlo.

—No quiero influir en su decisión. —Un tanto aturullado, el príncipe dejó de mirarla—. Si se queda, me sentiré muy complacido, porque su ayuda sería inestimable, pero también lamentaría mucho pedirle determinadas cosas. Lo lamentaría muchísimo.

Extraño arranque; en primer lugar, porque él no era dado a tener arranques, y en segundo lugar, porque a nadie más se le había ocurrido lamentarlo. Fuego, que estaba completamente perdida, crispó las manos en la barandilla en la que las apoyaba.

—Apoderarse de la mente de alguien y modificársela es una intrusión, una violación. ¿Sería capaz de hacer uso de esa facultad sin sobrepasar el límite de lo que considero justo, o cómo sabría que no había llegado demasiado lejos? Estoy capacitada para hacer tantas cosas espantosas…

Brigan reflexionó sin premura, con la mirada fija en las manos, dando tironcitos al borde del vendaje, absorto.

—La comprendo —dijo finalmente—. Sé muy bien qué significa ser capaz de hacer cosas horribles. Entreno a veinticinco mil soldados para que reciban un baño de sangre, he llevado a cabo ciertos actos que desearía no haber cometido nunca y habrá otros que deberé realizar en el futuro. —Le echó una rápida mirada y después volvió a contemplarse las manos—. Estoy convencido de que mis palabras le sonarán presuntuosas, señora, pero, por si le sirve de algo y quiere tenerlo en cuenta, yo le prometería que si alguna vez me pareciera que, debido a su poder, había rebasado los límites permisibles, se lo diría. Y tanto si decide aceptar como rechazar mi promesa, me encantaría pedirle que hiciera usted lo mismo por mí.

Fuego tragó saliva; no daba crédito a que le demostrara tanta confianza.

—Para mí sería un honor —susurró—. Acepto su promesa y le ofrezco la mía a cambio.

Las luces de las casas de la ciudad se fueron apagando poco a poco. En parte, el procedimiento de evitar pensar en un asunto concreto era no dar pie a que se presentaran ocasiones para que dicho asunto cobrara protagonismo.

—Gracias por el violín —dijo la joven—; lo toco todos los días.

Acto seguido se marchó a sus aposentos acompañada por la escolta.

Fue a la mañana siguiente, cruzando el gran vestíbulo, cuando vio con toda claridad qué debía hacer.

Las paredes de la cavernosa estancia eran espejos, y mientras cruzaba el vestíbulo, se dejó llevar por un repentino impulso y se contempló en ellos.

Se quedó sin aliento, fija la mirada en el espejo, hasta que la abandonó ese primer instante perturbador de incredulidad. Cruzada de brazos y con los pies bien plantados, se miró y se miró… Entonces, recordó una cosa que la había enfurecido: tras confesar a Clara su intención de no tener hijos nunca, la princesa le habló de una medicina que la enfermaría considerablemente, pero sólo dos o tres días, y cuando se recuperara jamás tendría que preocuparse por la posibilidad de quedarse embarazada por muchos hombres que llevara a su lecho, porque ese medicamento la incapacitaría para procrear de forma permanente. El fármaco era uno de los hallazgos más útiles del rey Arn y lady Ella.

Cómo la enfureció pensar en esa medicina, una agresión contra sí misma que le impediría procrear un ser semejante a ella; mas ¿qué propósito tenían esos ojos, ese rostro increíble, la suavidad y las curvas de ese cuerpo, la fortaleza de esa mente…? ¿De qué servía todo eso si ninguno de los hombres que la desearan le daría un hijo, si lo único que le procuraría sería dolor? ¿Qué finalidad tenía una mujer monstruo?

—¿Para qué vivo entonces? —susurró.

—¿Cómo dice, señora? —preguntó Musa.

—Nada, nada. —Se acercó un poco más al espejo y se quitó de un tirón el pañuelo; la mata de pelo le cayó sobre los hombros y la espalda, resplandeciente; uno de sus guardias lanzó una exclamación ahogada.

Era tan hermosa como Cansrel; a decir verdad, se le parecía mucho.

A su espalda, Brigan entró de repente en el gran vestíbulo y se detuvo; los ojos de ambos se encontraron en el espejo. Se notaba que el príncipe estaba en mitad de una conversación o de un pensamiento, que el inesperado encuentro con ella había interrumpido por completo.

Qué pocas veces le había sostenido la mirada a Fuego. El cúmulo de sentimientos que la joven intentaba truncar amenazó con reaparecer de forma paulatina.

A todo esto, Garan, que venía hablando con acritud, alcanzó a Brigan; se oyó la voz de Nash detrás de Garan, y entonces el propio rey apareció en el vestíbulo, la vio y se detuvo en seco junto a sus hermanos. Asaltada por el pánico, Fuego se recogió el cabello para tapárselo al tiempo que se armaba de valor para afrontar cualquier forma de conducta absurda que al monarca se le ocurriera adoptar.

Pero no pasó nada ni había peligro de que pasara, porque Nash procuraba con todas sus fuerzas cerrarle la mente.

—Bien hallada, señora —saludó con un esfuerzo tremendo. Echó los brazos por encima de los hombros de sus hermanos, y se marchó con ellos del vestíbulo, fuera de su vista.

Fuego estaba impresionada, además de sentir un gran alivio, y de nuevo arrojó los pensamientos indeseados al rincón más profundo de su mente. En ese momento, justo antes de que los hermanos desaparecieran, atisbó un destello en la cadera de Brigan.

Era la empuñadura de la espada del príncipe, la que lo identificaba como comandante de la Mesnada Real; y de súbito, lo entendió todo.

Brigan hacía cosas horribles: mataba a hombres en las montañas; entrenaba soldados para guerrear; tenía un poder destructivo enorme, igual que lo tuvo su padre, el rey Nax… Aunque él no ejercía ese poder de la misma forma que el anterior rey. En realidad Brigan habría preferido no usarlo, pero decidió ejercerlo porque así, tal vez, impediría que otras personas lo aplicaran de peor manera.

El poder que tenía suponía una carga para él, uno carga aceptada.

Pero no era como su padre en absoluto; como tampoco lo eran Garan ni Clara; ni, a decir verdad, Nash. No todos los hijos actuaban como sus padres; un hijo elegía qué clase de persona quería ser.

Tampoco todas las hijas eran como sus padres; una hija monstruo elegía asimismo qué clase de monstruo quería ser.

Fuego se inspeccionó la cara en el espejo, y la hermosa imagen se emborronó a causa de las lágrimas que le enturbiaban la vista; parpadeó para librarse de ellas.

—Temía ser como Cansrel, pero no soy él —le dijo en voz alta a su reflejo.

—Cualquiera de nosotros le podríamos haber dicho eso hace tiempo, señora —comentó con suavidad Musa, situada junto a ella.

Fuego miró a la capitana de su escolta y sé echó a reír porque no era Cansrel… Era ella misma y nadie más. No tenía por qué seguir las huellas de nadie, sino que escogería su propio camino. Pero de pronto, se le cortó la risa porque la aterró tomar conciencia de la senda que, en aquel mismo instante, había elegido recorrer.

«No puedo hacerlo —se dijo—. Es demasiado peligroso, y sólo conseguiré empeorar las cosas… No, no —se rebatió enseguida—. Ya lo estaba olvidando: no soy Cansrel, y cada paso que dé por esa senda, será el que yo decida dar. Tal vez mi poder me parezca horrible siempre, y quizá nunca llegue a ser lo que más me gustaría, pero tengo la oportunidad de quedarme aquí e intentar convertirme en lo que debería ser. Desaprovechar mi don sería un delito, así que usaré el poder que poseo para enmendar todo lo malo que hizo mi padre. Lo utilizaré para luchar por Los Vals».