Capítulo 15

La habilidad de Fuego para dominar a Cansrel dependía de la confianza que este tuviera en ella.

Como experimento, durante el invierno que siguió al accidente sufrido por su padre, la muchacha consiguió que metiera la mano en el fuego de la chimenea de su dormitorio, haciéndole creer que las llamas eran flores depositadas sobre la rejilla. Cansrel acercó la mano para cogerlas, pero retrocedió; Fuego aumentó el dominio mental y le transmitió más decisión. Él aproximó de nuevo la mano, decidido a coger las flores, y en esa ocasión sí creyó que realizaba esa acción, hasta que el dolor hizo que recobrara de golpe la conciencia y se diera cuenta de la realidad. Profiriendo un grito, corrió hacia la ventana, la abrió con brusquedad y metió la mano en la nieve apilada en el alféizar; después se volvió hacia su hija y, entre maldiciones, casi a voz en cuello, le espetó que qué diantres hacía.

No era cosa fácil de explicar, y Fuego rompió a llorar, un llanto auténtico nacido de la confusión, de las emociones encontradas, de la aflicción al ver que su padre tenía la mano ampollada y las uñas ennegrecidas, y a causa de aquel desagradable olor, que no se esperaba; y también por el terror a perder su amor, por haberlo compelido a hacerse daño, terror a perder su confianza y, con ella, su propio poder para inducirlo a hacerlo otra vez. Así que se arrojó, sollozante, sobre las almohadas del lecho de su padre.

—Quería comprobar qué se siente al hacerle daño a alguien, como siempre me animas a experimentar —barbotó—. Ahora ya lo sé y me horrorizo de nosotros dos. ¡Jamás repetiré algo así, ni se lo haré a nadie!

Entonces Cansrel se le acercó sin el menor rastro de ira en el semblante; saltaba a la vista que el llanto de su hija lo apenaba, y por ello, la muchacha no contuvo las lágrimas. Cansrel se sentó junto a ella, manteniendo la mano quemada apretada contra el costado, pero en realidad centrada la mente en Fuego y en su tristeza. Le acarició el cabello con la mano sana para intentar calmarla, y ella se la asió, se la apretó contra la mejilla y se la besó. Al cabo de un instante, él se rebulló y apartó la mano.

—Eres demasiado mayor para estas cosas.

Fuego no entendió qué quería decir, y Cansrel carraspeó, porque el dolor le enronquecía la voz.

—Debes recordar que ya eres una mujer, Fuego, y de una belleza sobrenatural. Tu contacto será irresistible para los hombres, incluso para tu padre.

Ella estaba segura de que Cansrel hablaba lisa y llanamente, sin rodeos, que no había en sus palabras amenaza ni insinuación alguna. Se limitaba a ser franco, como siempre lo era en todo lo relacionado con el poder de su hija monstruo, y con la intención de enseñarle algo importante por su propia seguridad. Sin embargo, el instinto de la muchacha detectó una oportunidad en aquella actitud, una forma de asegurarse la confianza de Cansrel al darle la vuelta al asunto: forzar que su padre sintiera la necesidad de demostrarle que podía confiar en él.

Así pues, se apartó con fingido espanto y salió corriendo del cuarto.

Esa noche, Cansrel se plantó ante la puerta cerrada de la habitación de su hija para suplicarle que comprendiera.

—Mi querida niña —dijo—, no debes tenerme miedo nunca; sabes que jamás actuaría así contigo impulsado por ese instinto, pero me preocupan los hombres que sí lo harían. Tienes que entender los peligros a los que te aboca tu propio poder; si fueras un varón, no estaría tan preocupado.

Fuego le permitió que le diera explicaciones durante un rato mientras ella, en el dormitorio, no salía de su asombro por lo fácil que le resultaba manipular al maestro de la manipulación. Estaba sorprendida y consternada, consciente de haber aprendido cómo lograrlo a su costa. Por fin salió y se plantó ante él.

—Lo comprendo —dijo—, y lo siento, padre. —Las lágrimas le resbalaron por la cara, pero fingió que se debían al hecho de verle la mano vendada, cosa que, en parte, era cierta.

—Ojalá fueras más cruel gracias a tu poder —dijo él mientras le acariciaba el pelo y la besaba—. La crueldad es la mejor defensa.

Y así, al final del experimento, Cansrel siguió confiando en ella. Y no le faltaba razón para hacerlo, porque Fuego dudaba de ser capaz de repetir algo semejante otra vez.

Más adelante, en primavera, Cansrel empezó a decir que necesitaba un plan nuevo, un plan infalible, para acabar con Brigan.

Cuando a Fuego le empezó el menstruo, se sintió obligada a explicar a sus escoltas la razón de que las aves monstruo se hubieran ido agrupando tras las telas metálicas de sus ventanas, y que las rapaces monstruo lanzaran ataques repentinos de vez en cuando e hicieran pedazos a otras aves más pequeñas para luego apostarse en los alféizares y escudriñar el interior chillando a todo chillar. Le pareció que sus guardias lo asumían bien; Musa, por su parte, envió a los dos soldados con mejor puntería al recinto que había justo debajo de los aposentos de la muchacha para que cazaran algunas rapaces monstruo en lugar de disparar cerca de los muros de palacio, dado el peligro que conllevaba hacerlo así.

Un día, mientras cruzaba un resplandeciente patio blanco, Fuego presenció una pelea espectacular entre un grupo de críos y la hija del príncipe Garan, a quien ayudaba con gran entusiasmo su cachorro. Era evidente que la hija de Garan había provocado que le llovieran los puñetazos, y a juzgar por las desbordadas emociones en el corro de críos, percibió que podría ser ella la razón de la disputa.

Quietos —instó mentalmente a los niños desde el otro extremo del patio—. Ya basta.

Todos ellos, a excepción de la hija de Garan, se quedaron paralizados, se volvieron para mirarla, y después echaron a correr y entraron gritando en palacio. Fuego mandó a Neel a buscar a un sanador y se aproximó rápidamente a la niña con el resto de su escolta; la chiquilla tenía la cara hinchada y le salía sangre de la nariz.

—¿Te encuentras bien, pequeña?

La niña forcejeaba con su cachorro, que brincaba, soltaba gañidos y se debatía para liberarse de la mano que lo sujetaba por el collar.

Manchas —dijo la pequeña con voz gangosa al tiempo que se agachaba para estar a la altura del animalito—. Tumba. ¡Tumba, he dicho! ¡Por todas las rocas monstruo! —maldijo.

El reniego se debía a que, al saltar, Manchas había chocado contra la cara ensangrentada de la pequeña. Fuego controló la mente del cachorro y lo tranquilizó hasta que se calmó.

—¡Oh, gracias al cielo! —dijo la niña con tristeza, y se sentó sin ceremonias en el suelo de mármol, al lado de su cachorro. Después se tanteó las mejillas y la nariz con las puntas de los dedos, hizo un gesto de dolor y se apartó el pelo pringado de la cara—. Papá se llevará una decepción.

Como la primera vez que Fuego la vio, la niña le cerraba por completo la mente, tanto que resultaba impresionante, pero la joven había entendido suficientemente los sentimientos de los otros niños para interpretar a qué se refería la chiquilla.

—Porque saliste en mi defensa, quieres decir —comentó Fuego.

—No, porque olvidé cubrirme el lado izquierdo. No deja de recordármelo. Me parece que tengo rota la nariz. Me castigará.

Garan no era la personificación de la amabilidad, cierto, pero pese a ello Fuego no se lo imaginaba castigando a la niña por ganar una pelea contra ocho adversarios.

—¿Te castigará porque te han roto la nariz? No puede ser.

—No, no, porque lancé el primer puñetazo —aclaró la pequeña, pesarosa—. Me dijo que no debía hacerlo. Y también porque no estoy estudiando; se supone que tendría que estar en clase.

—En fin, pequeña, he mandado llamar a un sanador —dijo Fuego, que procuró evitar un timbre divertido en la voz.

—Lo que pasa es que son demasiadas clases —prosiguió la niña con un absoluto desinterés por el tema del sanador—. Si papá no fuera un príncipe, no tendría que asistir a todas ellas. Me encantan las de equitación, pero con las de historia me podría morir. Además, ahora no me dejará montar en sus caballos nunca; me permite que les ponga nombre, pero no que los monte, y como tío Garan le contará que me he saltado clases, papá dirá que ya no podré cabalgar en ellos nunca jamás. ¿A ti te deja papá que montes sus caballos? —le preguntó a Fuego con dramatismo, como si supiera que estaba abocada a recibir la respuesta más calamitosa de todas.

Sin embargo, a Fuego le era imposible contestar porque se había quedado boquiabierta mientras hacía malabarismos mentales para encontrarle sentido a lo que le había parecido entender: una niña de ojos y cabello oscuros con la cara hecha puré, un «tío Garan», un padre principesco y una infrecuente propensión al cerramiento mental…

—Sólo he cabalgado en mi propio caballo —consiguió responder la joven.

—¿Has visto sus caballos? Tiene muchos. Le chiflan.

—Creo que sólo conozco a uno —dijo Fuego, que seguía sin dar crédito a su sospecha. Como aletargada, hizo algunos cálculos.

—¿Era Grande? Grande es una yegua —parloteó la niña—. Papá dice que casi todos los soldados prefieren sementales, pero que Grande es valiente y no la cambiaría por ningún semental. Dice que usted también es valiente y que le salvó la vida. Por eso la defendí. —La pequeña volvió a mostrarse compungida al recordar de nuevo su principal dilema; se tanteó entonces con suavidad alrededor de la nariz—. A lo mejor no se me ha roto y sólo está torcida. ¿Cree usted que papá se enfadará menos si sólo la tengo torcida?

—¿Qué edad tienes, pequeña? —preguntó a su vez Fuego, apretándose las sienes.

—Cumpliré seis en invierno.

En estas, Neel llegó corriendo por el patio seguido por un sanador, un hombre sonriente que vestía ropajes verdes.

—Lady Fuego —saludó el sanador con una leve inclinación de cabeza; después se agachó delante de la niña—. Princesa Hanna, creo que será mejor que venga conmigo a la enfermería.

Los dos se marcharon despacio; la niña iba hablando, todavía con la voz gangosa. Manchas esperó un momento y después fue en pos de ellos.

Fuego continuaba estupefacta; se volvió hacia los guardias de su escolta y les preguntó:

—¿Por qué nadie me dijo que el comandante tenía una hija?

—Al parecer prefiere no hablar de ello, señora —repuso Mila al tiempo que se encogía de hombros—. Nosotros sólo hemos oído rumores.

—¿Y la madre de la niña? —inquirió Fuego, recordando a la mujer de cabello castaño saliendo de la casita verde.

—Se dice que murió, señora.

—¿Hace cuánto?

—Lo ignoro. Tal vez Musa lo sepa, o quizá la princesa Clara pueda decírselo.

—Está bien —concluyó Fuego, que intentaba acordarse de qué hacía cuando se inició el episodio—. Más vale que vayamos a un sitio donde las rapaces no chillen.

—Íbamos camino de los establos, señora.

Sí, a los establos, para visitar a Corto y a sus numerosos amigos equinos, varios de los cuales —era de suponer— tendrían nombres cortos y descriptivos.

Habría podido ir enseguida a ver a Clara y saber qué pasó para que un príncipe de veintidós años tuviera una hija secreta de casi seis; sin embargo, esperó hasta que el ciclo menstrual se acabara y entonces fue a ver a Garan.

—Su hermana me comenta que usted trabaja demasiado —le dijo al jefe de espías.

El príncipe alzó la cabeza de los documentos en los que trabajaba y entornó los ojos.

—¿De veras?

—¿Quiere acompañarme a dar un paseo, alteza?

—¿Qué interés tiene en que la acompañe?

—Intento averiguar qué opinión me merece usted.

—¡Oh, conque una prueba! O sea, espera que cumpla mis obligaciones con usted, ¿verdad?

—Me da igual lo que haga, pero yo voy a dar una vuelta de todos modos. Llevo cinco días encerrada bajo techo.

Ella salió del despacho, pero mientras caminaba por el pasillo, tuvo la satisfacción de percibirlo abriéndose paso entre la escolta, hasta situarse junto a ella.

—Lo hago por la misma razón que usted —dijo con una hostilidad manifiesta en la voz.

—Me parece bien. Podría tocar para usted si quiere; pasamos de camino para recoger mi violín.

—Su violín… Sí, sé todo lo ocurrido. Brigan piensa que nos sobra el dinero.

—Supongo que no hay nada que usted no sepa.

—Es mi trabajo.

—En tal caso, quizá pueda explicarme por qué nadie me ha hablado de la princesa Hanna.

Garan la miró de reojo.

—¿Qué interés tiene en la princesa Hanna?

Era una pregunta razonable, pero fue como un aguijonazo en una herida de la que Fuego aún no era del todo consciente.

—Se debe a la extrañeza de que personas como la reina Roen o lord Brocker jamás la hayan mencionado —repuso.

—¿Y por qué razón iban a hacerlo?

Fuego se frotó la nuca por encima del pañuelo que se la tapaba, y suspiró; por fin entendía el motivo de querer sostener esa conversación con Garan, nada menos.

—La reina y yo hablamos con toda confianza entre nosotras —explicó la joven—. Y Brocker me cuenta todo cuanto llega a sus oídos. La pregunta no es por qué razón iban a mencionarla, sino por qué han puesto tanto empeño en no hacerlo.

—¡Ah! Así que esta conversación versa sobre la confianza.

—No, versa sobre… —Fuego inspiró profundamente antes de proseguir—. Versa sobre por qué mantener en secreto la existencia de Hanna. ¡No es más que una niña!

Garan guardó silencio un momento, pensativo, echándole ojeadas de vez en cuando; después la condujo por el palacio hasta el patio central. Fuego se alegraba de que fuera él quien escogiera la ruta, porque todavía se perdía en los laberintos del gigantesco edificio; por cierto que, esa misma mañana, había acabado en la lavandería cuando su intención era ir al taller del herrero.

—No es más que una niña, pero su identidad se ha encubierto desde antes de que naciera —dijo por fin el príncipe—. El propio Brigan no supo que existía hasta cuatro meses después de que naciera.

—¿Por qué? ¿Quién era su madre? ¿La esposa de un enemigo o la de un amigo?

—No era esposa de nadie, sino una moza de cuadra.

—Entonces, ¿por qué…?

—Por nacimiento, la niña era tercera en la línea de sucesión al trono —apuntó Garan en voz baja—. No es hija de Nash, ni de Clara, ni mía, sino de Brigan. Piense en aquel tiempo, señora, hace seis años. Si, como usted afirma, ha sido educada por Brocker, sabrá el peligro que afrontaba Brigan al llegar a la edad adulta. Era el único enemigo declarado de Cansrel en la corte.

Esa afirmación la hizo enmudecer y, avergonzada, escuchó a Garan referir los hechos.

—Se trataba de la moza de cuadra que cuidaba de los caballos de Brigan. Él apenas tenía dieciséis años, y ella era preciosa; se llamaba Rose. El cielo sabe que en la vida del comandante había pocas alegrías.

—Rose —repitió la joven con voz inexpresiva.

—Nadie supo lo que había entre ellos excepto cuatro personas de la familia: Nash, Clara, Roen y yo. Brigan mantenía esa relación en secreto para que ella no corriera peligro, y quería desposarla. —Garan soltó una risita—. Era un tonto romántico insoportable. Afortunadamente, no podía casarse, de modo que mantuvo la relación en secreto.

—¿Y qué había de afortunado?

—¿Cree que era posible esa unión siendo él hijo de un rey y ella una muchacha que dormía con los caballos?

A Fuego ya le parecía bastante insólito de por sí el hecho de que alguien conociera a una persona con la que deseara casarse; qué injusto, pues, encontrar a esa persona y no poder cumplir su deseo porque la cama de uno de ellos fuera de paja, en vez de plumas.

—Bien —continuó Garan—, el caso es que, más o menos por entonces, Cansrel convenció a Nax para que metiera a Brigan en el ejército y lo enviara a las fronteras, donde, es de suponer, Cansrel confiaba en que lo mataran. Brigan estaba hecho una furia, pero no tuvo más remedio que marcharse. Al poco tiempo se hizo patente para todos los que conocíamos su relación con Rose, que Brigan había dejado atrás una parte de sí mismo.

—Estaba embarazada.

—Eso es. Roen hizo todos los preparativos necesarios en secreto. Al final, a Brigan no lo mataron en la frontera, pero Rose murió al dar a luz a la niña. El mismo día en que el príncipe regresó, ya con diecisiete años cumplidos, se enteró de que Rose había muerto, que tenía una hija y que Nax lo había nombrado comandante de la Mesnada Real.

Fuego recordaba esa parte de la historia: Cansrel consiguió convencer a Nax para que ascendiera a Brigan a un cargo para el cual se suponía que no estaba preparado, con la esperanza de que el príncipe destruyera su reputación demostrando su incompetencia como militar. Recordaba también el placer y el orgullo de Brocker cuando Brigan, mediante un acto inimaginable de audacia, se convirtió en un oficial digno de crédito y, más adelante, en un comandante extraordinario. Realizó, además, una reestructuración completa de la Mesnada Real, no sólo en la caballería, sino también en la infantería y en la unidad de arqueros; subió el nivel de los entrenamientos y aumentó la paga; amplió los rangos, animó a las mujeres a que se alistaran, mandó construir torres de almenara en las montañas por todo el reino a fin de que hubiera comunicación entre lugares distantes entre sí; planeó nuevas fortificaciones dotadas con vastos campos de cereales y enormes establos para atender al mayor activo del ejército: los caballos, que le proporcionaban movilidad y rapidez. Todo ello con el propósito de complicarles la existencia a contrabandistas, saqueadores, invasores pikkianos y a señores rebeldes, como Mydogg y Gentian, que se vieron obligados a hacer un alto y reconsiderar sus reducidos ejércitos y sus engañosas ambiciones.

Pobre Brigan. Fuego no se lo imaginaba; pobre muchacho atormentado.

—Cansrel iba contra todo lo que perteneciera a Brigan, y más cuando su poder aumentó —continuó explicando Garan—. Le envenenó los caballos por puro despecho; torturó a uno de sus escuderos y lo mató. Obvia decir que quienes estábamos al corriente de la verdad sobre Hanna sabíamos que no podíamos decir ni una palabra.

—Sí, desde luego —musitó la joven.

—Entonces, Nax murió, y Brigan y Cansrel se pasaron los dos años siguientes tratando de matarse el uno al otro. Entonces Cansrel se suicidó, y mi hermano pudo por fin nombrar a la niña su heredera y segunda en la línea de sucesión al trono. No obstante, ese reconocimiento lo hizo sólo ante la familia. Tampoco es que se trate de un secreto de estado (la mayoría de los cortesanos saben que la niña es suya), pero seguimos sin hablar abiertamente de ello, en parte por costumbre y en parte para desviar la atención de ella. No todos los enemigos de Brigan murieron con Cansrel.

—Pero ¿cómo es posible que sea heredera al trono y usted no? —le preguntó Fuego—. Usted es hijo de Nax y no es más ilegítimo que ella, aparte de que es mujer, y todavía una niña.

Garan hizo una mueca y miró hacia otro lado; cuando retomó la palabra, no fue para responder a su pregunta:

—Roen confía en usted, al igual que Brocker, así que su corazón de monstruo no tiene por qué afligirse —dijo—. Si la reina no le explicó nada acerca de su nieta es porque tiene por costumbre no hablar de ella con nadie. Y si Brocker no le contó nada, seguramente es porque Roen, a su vez, jamás se lo contó a él. Y Clara también confía en usted, porque Brigan confía en usted. He de admitir que el hecho de que el comandante le haya otorgado su confianza es una recomendación convincente, aunque, claro está, ningún hombre es infalible.

—Claro está —repitió ella con sequedad.

En ese momento, uno de los escoltas de Fuego abatió a una rapaz monstruo; el ave, dorada y verde, cayó del cielo, se precipitó sobre un grupo de árboles y la perdieron de vista. En estas, ella cobró conciencia del entorno: se encontraban en la plantación de frutales que había detrás del palacio, y más allá de los frutales se alzaba la casita verde.

Fuego contempló con estupor el árbol que había junto a la casa y se preguntó cómo era posible que no hubiera reparado en él desde su ventana; y comprendió que, al verlo desde arriba, dio por sentado que era una pequeña arboleda y ni siquiera se le pasó por la cabeza que fuera un ejemplar único. El gigantesco tronco se ramificaba en seis direcciones, y las ramas eran tan numerosas y tan enormes que algunas se doblaban hasta el suelo por su propio peso, se hundían en la hierba y volvían a alzarse hacia el cielo. Se habían instalado puntales para algunas de las ramas más pesadas a fin de aguantarlas y evitar que se rompieran.

A su lado, Garan observaba la expresión pasmada de la joven, y suspirando, se dirigió hacia un banco situado junto al camino que llevaba a la casa, se sentó y cerró los ojos. A Fuego no le pasaron inadvertidas la faz demacrada y la desmadejada postura del hombre, que parecía rendido; se le acercó y se sentó a su lado.

—Es extraordinario, sí. Ha crecido tanto que acabará destruyéndose a sí mismo —dijo Garan, abriendo los ojos—. Cada padre nombra a su heredero. Seguro que eso lo sabe, ¿verdad?

La joven desvió la vista del árbol para mirarlo a él, sobresaltada; Garan le sostuvo la mirada con frialdad.

—Mi padre no me nombró nunca a mí —prosiguió el príncipe—. A Nash y a Brigan, sí. Pero Brigan actuó de forma diferente porque Hanna será su primera heredera aun en el caso de que él se case y tenga una tropa de hijos. A mí no me importo, desde luego, porque jamás he querido ser rey.

—Y nada de eso tendrá relevancia alguna en cuanto el rey y yo nos casemos y engendremos una caterva de herederos monstruo —apuntó Fuego sin alterarse.

La salida de la muchacha pilló por sorpresa al príncipe, que permaneció inmóvil un instante, calibrando lo que había oído; luego, a su pesar, esbozó una media sonrisa al comprender que era broma.

—¿En qué ha estado ocupada este tiempo, señora? —inquirió cambiando de tema otra vez—. Lleva diez días en la corte dedicada a tocar el violín y poco más.

—¿Por qué le interesa? ¿Acaso quiere que me encargue de algo?

—No tengo ninguna ocupación para usted hasta que decida ayudarnos.

Ayudarlos… Ayudar a esa extraña familia real. La joven se sorprendió al descubrir que deseaba que no fuera tan imposible hacerlo.

—Usted dijo que no quería que los ayudara —comentó Fuego.

—No, señora, dije que no estaba convencido de que la necesitáramos. Y aún no lo estoy.

La puerta de la casa verde se abrió en ese momento, y la dama de cabello castaño se encaminó hacia ellos. De repente la sensación percibida en la mente de Garan cambió a algo más etéreo; el príncipe se puso de pie con presteza, fue hacia la mujer y le cogió la mano. La condujo, radiante, de vuelta a donde seguía Fuego, y esta comprendió que la había conducido hacia allí a propósito, pero como ella estaba tan absorta en la conversación, no se había dado cuenta.

—Lady Fuego, le presento a Sayre —dijo Garan—. Tiene la desgracia de ser la profesora de historia de Hanna.

La mujer, mirando al príncipe, se deshizo en una sonrisa que despejó cualquier duda que pudiera quedarle a Fuego sobre lo que veía.

—No es para tanto —dijo la tutora—. Está preparada de sobra, lo que ocurre es que es muy inquieta.

Fuego le ofreció la mano y se saludaron, aunque Sayre lo hizo con extremada cortesía y un poco celosa, lo cual era comprensible. Fuego tendría que advertirle a Garan que evitara la compañía de damas monstruo cuando iba a visitar a su amada; a veces, a los hombres más inteligentes les costaba muchísimo darse cuenta de lo que era obvio.

Sayre se despidió y Garan la siguió con la mirada, mientras se pasaba la mano por la cabeza con aire ausente y canturreaba entre dientes.

¿El hijo de un rey y una tutora de palacio? —le dijo con el pensamiento, impulsada por un arranque de impertinencia—. ¡Qué escándalo!

Garan frunció el entrecejo y trató de adoptar un aire severo.

—Si tantas ganas tiene de ocuparse de algo, señora —dijo—, vaya al cuarto de los niños y enséñeles a protegerse la mente contra animales monstruo. Consiga que los críos se pongan de su parte, porque será la única forma de que la hija de Brigan conserve algún diente en la boca cuando su padre vuelva a verla.

—Gracias por pasear conmigo, alteza. —Y se alejó bailándole una sonrisa en los labios—. Debería advertirle que no es tan fácil embaucarme. Puede que no se fíe de mí, pero sé que le caigo bien.

Y se dijo que era el aprecio de Garan lo que le había levantado el ánimo, y que su buen humor no tenía nada que ver con el hecho de haberse dado cuenta de la verdadera trascendencia de cierta mujer.