Capítulo 14

El intruso capturado en el palacio del rey no era el mismo hombre cuya presencia percibió Fuego en los aposentos reales de la fortaleza de Roen, aunque daba pie a una percepción similar.

—¿Y eso qué significa? —demandó Nash al enterarse—. ¿Acaso lo envió el mismo hombre?

—No tiene por qué ser así, majestad.

—¿Quiere decir, pues, que son de la misma familia? ¿Hermanos, tal vez?

—Tampoco tienen por qué serlo, majestad. No es raro que miembros de una misma familia tengan mentes muy dispares, al igual que dos hombres con el mismo empleo. Ahora mismo, sólo estoy en condiciones de concretar que hay similitud en la actitud de ambos, así como en sus aptitudes.

—¿Y de qué nos sirve eso? No la hicimos viajar desde tan lejos para que nos dijera que ese hombre tiene una disposición y una inteligencia de tipo medio, señora.

Dadas las peculiaridades del gabinete del rey Nash —espectaculares vistas de la ciudad, estanterías que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo abovedado (incluida una especie de entreplanta), una suntuosa alfombra verde, lujosas lámparas doradas y, sobre todo, el apuesto e impetuoso monarca en persona—, Fuego experimentaba tal estado de estimulación mental que le resultaba difícil centrarse en el prisionero, o tomar en cuenta las apelaciones de Nash a la inteligencia. En verdad el rey era inteligente, así como fatuo, poderoso y antojadizo; y eso era lo que le impresionaba, es decir, que aquel hombre tan guapo y de tan buena planta fuera todas esas cosas a la vez: despejado como el cielo e increíblemente difícil de doblegar.

Cuando, acompañada por seis miembros de su escolta, pisó el gabinete por primera vez, el monarca la recibió malhumorado.

—Ha entrado en mi mente antes de hacerlo en esta habitación, señora —le echó en cara.

—Sí, majestad —admitió Fuego ante todos los presentes con una franqueza que era producto de la sorpresa.

—Me alegro —afirmó Nash—. Y le doy permiso para que lo haga, porque estando cerca de usted soy incapaz de guardar buenos modales.

El monarca estaba sentado frente al escritorio, fija la vista en la esmeralda del anillo que llevaba puesto, y mientras esperaban que el prisionero fuera conducido ante ellos, el gabinete se convirtió en un campo de batalla mental. Nash era muy consciente de la presencia física de Fuego y se esforzaba en no mirarla, pero también era muy consciente de la presencia femenina en su mente, y ahí radicaba el problema, porque se le aferraba de forma malsana para saborear la excitación de sentirla allí donde estaba a su alcance. Sin embargo, mantener ambas actitudes no daba resultado, porque era imposible hacer caso omiso de la joven y, a la vez, querer atraparla mentalmente.

Nash era demasiado débil y demasiado fuerte en todo lo que no debería serlo, de modo que, cuanto más empeño ponía Fuego en controlarle la mente, él se le agarraba con mayor ahínco para que el dominio de ella se convirtiera, de algún modo, en el suyo propio. Así pues, la muchacha rechazó las succiones mentales del rey, pero eso tampoco era una buena solución porque venía a ser como soltarlo y abandonarle el cuerpo al arbitrio de la volubilidad de la mente.

Fuego era incapaz de dar con el método adecuado para controlarlo; notó que se le escabullía y que la agitación de Nash crecía de forma progresiva, hasta que por fin la miró a la cara. Después se levantó y se puso a pasear por el cuarto hasta que el prisionero fue llevado a su presencia, pero las respuestas que Fuego le daba sólo consiguieron incrementarle la frustración.

—Lamento no ser de ayuda a vuestra majestad —dijo la joven—. Mi percepción tiene límites, sobre todo si se trata de un desconocido.

—Sabemos que han capturado intrusos en su propiedad, señora, hombres con una percepción mental muy particular —intervino uno de los hombres del rey—. ¿La de este hombre es igual que la de ellos?

—No, señor, no lo es. Los hombres que atrapamos parecían tener la mente en blanco, y en cambio, este hombre razona por sí mismo.

Nash dejó de caminar y se plantó delante de ella.

—Contrólele la mente —ordenó—. Oblíguele a decir quién es su amo.

El prisionero, que se sujetaba el brazo herido contra el pecho, estaba exhausto y, además, atemorizado ante la visión de la dama monstruo. Ella sabía, no obstante, que estaba en sus manos conseguir lo que el rey le ordenaba, sin tener que esforzarse mucho. Se adueñó, pues, de la conciencia de Nash con toda la firmeza de que fue capaz, y le dijo:

Lo lamento, majestad, pero sólo tomo el control de la mente de una persona cuando es en defensa propia.

Nash le cruzó la cara con un tremendo bofetón; el golpe la impulsó hacia atrás, pero pese a trastabillar se mantuvo en pie, a punto de echar a correr, luchar o hacer todo lo preciso con tal de defenderse de aquel hombre, por muy rey que fuera; sin embargo, sus escoltas la rodearon de inmediato y la situaron lejos del alcance de Nash. Por el rabillo del ojo vio que tenía sangre en el pómulo; una lágrima abrió un surco en la mancha roja, y la mejilla le escoció muchísimo; Nash le había hecho un corte con la enorme esmeralda cuadrada del anillo.

Detesto a los matones —le dijo con el pensamiento, enfurecida.

El rey se había acuclillado, con la cabeza entre las manos, y sus hombres se encontraban a su lado, desconcertados, susurrando entre ellos. Alzó la vista hacia Fuego, y esta percibió que ahora el monarca tenía la mente despejada y era consciente de lo que había hecho. El semblante, crispado, reflejaba la vergüenza que sentía.

La ira de la joven se desvaneció con la misma rapidez con que había surgido; sentía pena por él.

Esta es la última vez que estoy en su presencia, hasta que aprenda a guardarse de mi mente.

Tras dirigirle ese mensaje con firmeza, se encaminó hacia la puerta sin esperar que le diera permiso para marcharse.

Fuego se preguntaba si la contusión y el corte —de forma cuadrada— la afearían, e incapaz de dominar la curiosidad, se miró en un espejo del cuarto de baño.

Una fugaz ojeada, y metió el espejo debajo de un montón de toallas; ya tenía respuesta a su pregunta. Los espejos eran cachivaches inútiles, irritantes; tendría que haber sabido de antemano lo que pasaría.

Musa estaba sentada en el borde de la tina; se mantenía ceñuda desde que el contingente de la escolta regresó con su protegida ensangrentada; Fuego sabía que a la mujer la encrespaba verse atrapada entre las órdenes de Brigan y la soberanía del rey.

—Por favor, no le cuentes esto al comandante —le rogó Fuego.

—Lo siento, señora, pero el comandante especificó que se le informara si el rey intentaba hacerle daño —respondió la soldado, con el ceño más marcado todavía.

A todo esto, la princesa Clara llamó con los nudillos en el marco de la puerta.

—Mi hermano me ha dicho que ha hecho algo inexcusable… —comentó la princesa, pero al verle la cara, exclamó—: ¡Cielos! Eso se lo ha hecho con el anillo, el muy bruto… ¿La ha visto ya la sanadora?

—La sanadora acaba de marcharse, alteza.

—Bien, pues, ¿qué planes tiene para su primer día en la corte, señora? Espero que no vaya a quedarse encerrada aquí sólo porque el rey le haya hecho esa herida.

Fuego comprendió que eso era lo que había pensado hacer, y que el corte y los moretones no eran los únicos motivos por los que deseaba permanecer en su cuarto; resultaba consoladora la idea de no salir de esos aposentos, acompañada de sus dolores y su nerviosismo, hasta que Brigan regresara y la llevara a su casa a toda velocidad.

—Pensé que quizá le gustaría recorrer el palacio —dijo Clara—. Además, mi hermano Garan desea conocerla; él es más parecido a Brigan que a Nash, y se autocontrola.

El palacio real y un hermano que se parecía a Brigan… La curiosidad pudo más que ella, y desechó sus aprensiones.

Ni que decir tiene que la gente se la quedaba mirando por dondequiera que pasara.

El palacio era gigantesco, como una ciudad interior, y sus vistas, colosales: las cataratas, el puerto, los barcos de blancas velas en el mar, la increíble longitud de los puentes de la urbe… La propia ciudad, esplendorosa y munificente, se extendía hacia los campos dorados y las colinas de rocas y flores. Y, por supuesto, el cielo era siempre visible desde cualquiera de los siete patios o desde las galenas altas de palacio, donde los tejados eran de cristal.

—No la ven —la tranquilizó Clara cuando dos rapaces monstruo se posaron en un tejado transparente, porque Fuego, sobresaltada, había dado un brinco—. El cristal es reflectante por la parte exterior. Y, por cierto, señora: todas las ventanas de palacio que se abren tienen malla de alambre, incluso las de los techos. Eso es obra de Cansrel.

No era la primera vez que Clara le mencionaba a su padre, y cada vez que pronunciaba su nombre, la joven, acostumbrada a que nadie lo hiciera, daba un respingo.

—Supongo que más vale que sea así —continuó la princesa—. El palacio está repleto de objetos —alfombras, plumas, joyas, colecciones de insectos…— hechos con partes del cuerpo de monstruos, y las damas se visten con pieles de monstruo. Pero dígame, ¿siempre lleva cubierto el cabello?

—Sí, normalmente me lo tapo si va a verme gente desconocida.

—Qué interesante. Cansrel nunca se lo tapaba.

«Porque a él le encantaba llamar la atención —se dijo Fuego, irritada—. Y, para colmo, era hombre».

Él no tuvo los problemas que tenía ella.

La delgadez del príncipe Garan era considerable; no compartía, pues, la constitución robusta de su hermana, pero aún así era muy bien parecido. De ojos oscuros y ardientes y una mata de cabello casi negro, mostraba un algo de airado y encantador al mismo tiempo, que lo convertían en una persona atrayente e interesante de observar. Se parecía mucho a su hermano, el rey.

Fuego sabía que estaba enfermo, porque de pequeño padeció las mismas fiebres que acabaron con la vida de su madre; salió vivo de la experiencia, pero con poca salud. También se hallaba al corriente —gracias a las sospechas masculladas por Cansrel y a la certidumbre de Brocker— que Garan y su gemela, Clara, eran el punto neurálgico de la red de espionaje del reino. Mientras recorría el palacio con la princesa, a la joven le costó creer que ese rumor fuera cierto, pero ahora, en presencia de Garan, el talante de Clara se transformó y adoptó una actitud seria y astuta. Fuego comprendió que aquella mujer, que charlaba con locuacidad sobre sombrillas de satén o sobre su última aventura amorosa, era ducha en guardar secretos.

En una estancia repleta de ajetreados secretarios y vigilada por una guardia muy nutrida, Garan estaba sentado ante un escritorio grande, abarrotado de documentos. Aparte del crujido de papeles, el único sonido que se oía —bastante disonante, por cierto— provenía de un rincón y lo emitía un chiquillo que jugaba a una especie de tira y afloja con un cachorro, al que empujaba con el pie. El pequeño la escudriñó un momento cuando entró, y después, muy educado, evitó observarla de nuevo con detenimiento.

Fuego percibió que Garan tenía la mente escudada contra ella, y sorprendiéndose, fue consciente de que la de Clara lo estaba también desde el principio. La personalidad de la princesa era tan abierta, que no había apreciado hasta qué punto se había cerrado mentalmente. Asimismo, el niño estaba protegido con sumo cuidado.

Además de estar escudado contra ella, Garan transmitía una hostilidad manifiesta; parecía empeñado en no formularle las preguntas normales de cortesía, como por ejemplo si el viaje le había ido bien, si le gustaban sus aposentos o si le dolía mucho la cara por el puñetazo que le había propinado su hermano; en realidad le quitó importancia a lo ocurrido.

—Brigan no debe enterarse de este incidente hasta que haya terminado lo que está haciendo —comentó el príncipe en voz baja, para que la escolta de Fuego, que rondaba un poco apartada, no oyera lo que decía.

—Estoy de acuerdo —convino Clara—. No debemos hacerle regresar a toda prisa para que zurre al rey.

—Musa le informará —apuntó Fuego.

—Los informes de la capitana pasan primero por mis manos, así que yo me encargaré de eso —respondió la princesa.

Garan revolvió unos papeles con los dedos manchados de tinta y extrajo una hoja que deslizó sobre el escritorio hacia su hermana. Mientras Clara leía, él metió la mano en un bolsillo y echó un vistazo a su reloj.

—Cariño —dijo dirigiéndose al pequeño—, no intentes hacerme creer que no sabes qué hora es…

El niño soltó un sonoro suspiro, peleó un poco con el cachorro, de pelaje moteado, para recuperar el zapato, se calzó y se marchó, cabizbajo. El cachorro aguardó un momento y después trotó en pos de su… ¿ama? Fuego creyó que sí, que se trataba de una damita, ya que en la corte real el hecho de llevar largo el oscuro cabello tenía mayor peso que vestir ropas de niño. Aparentaba unos cinco o seis años y debía de ser hija de Garan, aunque este no estuviera casado. Fuego trató de pasar por alto su repentino acceso de resentimiento hacia la mayoría de la humanidad que daba por hecho que tener hijos era lo más natural del mundo.

—Ummmm… —murmuró Clara, mirando preocupada el documento que tenía ante sí—. No sé qué pensar de esto.

—Lo comentaremos después —indicó Garan, y desvió la vista hacia Fuego, quien lo observó con curiosidad. Él frunció el entrecejo, y ese gesto le otorgó un aire fiero que, curiosamente, lo asemejaba a Brigan.

—¿Y bien, lady Fuego? —dijo el príncipe, hablándole directamente por primera vez—. ¿Va a cumplir con lo que el rey le pidió y usará su poder mental para interrogar a nuestros prisioneros?

—No, alteza. Sólo utilizo mi poder mental en defensa propia.

—Una actitud muy noble por su parte —repuso Garan de un modo que sonaba como si quisiera decir todo lo contrario, y ella se quedó perpleja, aunque le sostuvo la mirada con calma y permaneció callada.

—En realidad, sería en defensa propia —intervino Clara con aire distraído, todavía contemplando ceñuda el papel que tenía en las manos—. Bueno, en defensa propia del reino. Y no es que no entiendo su renuencia a complacer a Nash cuando él se ha comportado como un patán, señora, pero la necesitamos.

—¿De veras? Yo no estoy convencido de tener esa necesidad —afirmó Garan, que metió la pluma en el tintero, limpió con cuidado la tinta sobrante y garabateó unas cuantas frases en el papel que tenía delante. Sin mirar a Fuego, abrió un resquicio en su mente para transmitirle un sentimiento con frialdad y un control perfecto. Ella lo percibió con total claridad: sospecha. Garan no confiaba en ella y quería que lo supiera.

Esa tarde a última hora, Fuego percibió que el rey se acercaba a sus aposentos y cerró con llave la entrada; Nash, en apariencia resignado, no puso objeciones a sostener una conversación a través de la puerta de roble que comunicaba el dormitorio con la salita de estar. No tenía mucho de privada tal conversación, al menos en lo que le concernía a ella, porque los guardias de la escolta sólo podían alejarse a la distancia que limitaban las paredes de la habitación, de ahí que la joven pusiera en conocimiento del rey que era posible que alguien oyera sus palabras. Percibió la mente del monarca abierta y preocupada, pero despejada.

—Si tiene un poco de paciencia conmigo, señora, sólo he de decirle dos cosas —respondió Nash.

—Hable, majestad —accedió en voz baja Fuego, con la frente apoyada en la puerta.

—Lo primero es pedirle disculpas de todo corazón, con todo mi ser.

—No es todo su ser quien ha de disculparse, sino esa parte que desea ser dominada por mi poder.

—Eso no está en mi mano cambiarlo, señora.

—Sí que lo está. Si es usted tan fuerte que no me deja controlarlo, también lo será para controlarse a sí mismo.

—No puedo, señora, lo juro.

Querrá decir que no quiere —lo corrigió mentalmente—. No desea renunciar a la sensación de percibirme; esa es la cuestión.

—Es usted un monstruo muy extraño —susurró el rey—. Se supone que los de su especie desean doblegar a los humanos.

¿Qué iba a responder ella a tal comentario? Como modelo de monstruo, no servía, y como modelo de humana, menos aún.

—Usted dijo que había dos cosas de las que quería hablarme, majestad —eludió responder al comentario de Nash.

El rey respiró hondo, como si quisiera aclararse las ideas, y cuando habló, lo hizo con más tranquilidad:

—Lo segundo es pedirle, señora, que reconsidere el asunto del prisionero. Vivimos tiempos turbulentos, pero, aunque estoy seguro de que tiene una pobre opinión de mi capacidad para razonar, le juro que en mi trono (cuando no está usted en mis pensamientos) sé discernir lo que es correcto con absoluta claridad. El reino está a punto de vivir un suceso importante; tal vez sea la victoria, o puede que sea la derrota. Su poder mental nos ayudaría muchísimo, y no sólo con un prisionero.

Fuego se puso de espaldas a la puerta y se deslizó hacia el suelo hasta quedarse acurrucada contra la hoja de madera, con la cabeza echada hacia atrás.

—No soy esa clase de monstruo —respondió sintiéndose desdichada.

—Reconsidérelo, señora. Pondríamos reglas, marcaríamos límites. Entre mis consejeros hay hombres razonables, y no le pedirían demasiado.

—Váyase y déjeme que lo piense.

—¿Lo hará? ¿De verdad lo pensará?

—Váyase —pidió de un modo más firme, pero notó que la atención del rey pasaba del asunto que lo había llevado allí a enfocarse de nuevo en sus sentimientos. Hubo un largo silencio.

—No quiero marcharme —dijo Nash.

Fuego reprimió la frustración que se apoderaba de ella.

—Váyase —repitió de nuevo.

—Cásese conmigo, señora, se lo suplico.

No estaba sometido a otra voluntad que la suya propia cuando verbalizó la petición, y era consciente de estar comportándose como un necio. La joven percibió con absoluta claridad que él no podía evitarlo, simplemente.

Márchese antes de que dé usted al traste con la buena relación que hay entre nosotros —le espetó fingiendo una dureza que no sentía.

Una vez que el monarca se hubo marchado, Fuego se sentó en el suelo con la cara entre las manos, ansiando encontrarse sola, hasta que Musa le llevó una bebida, y Mila, tímidamente, una cataplasma caliente para la espalda. Les dio las gracias y bebió; y como no le quedaba más remedio, se relajó en la silenciosa compañía de las dos mujeres.