Capítulo 13
El último día de viaje, Fuego se despertó por la mañana con la espalda y los senos doloridos, y los músculos del cuello y de los hombros agarrotados. Nunca era predecible cómo se le presentaría el menstruo cada mes; a veces pasaba sin apenas notarlo, pero en otras ocasiones se convertía en la desdichada cautiva de su propio cuerpo.
Al menos ya estaría bajo techo, en el palacio de Nash, cuando empezara el flujo menstrual; así no tendría que sufrir la vergüenza de dar explicaciones por el incremento de ataques de los monstruos.
A lomos de Corto, se sentía aturdida, inquieta, nerviosa… Qué bien si estuviera en su cama y no hubiera accedido a hacer ese viaje. Notaba la sensibilidad a flor de piel, de modo que no le era posible apreciar la belleza sin que la afectara, y cuando cruzaron una alta colina cuajada de flores silvestres que crecían en cualquier grieta del rocoso terreno, tuvo que reprenderse con firmeza para evitar que las lágrimas le empañaran los ojos.
El paisaje era cada vez más verde, hasta que por fin llegaron a una garganta que se extendía ante ellos a derecha e izquierda, rebosante de árboles que crecían hasta arriba del todo desde el fondo del cañón, en cuyas paredes retumbaban las aguas arremolinadas del río Alígero. Una calzada se extendía de este a oeste por encima del río, y paralela a esta discurría una ancha vereda, que a fuerza de pisarla había quedado marcada en la hierba. El ejército giró hacia el este y avanzó a buen paso por la zona de hierba pisoteada; la calzada estaba repleta de gente, carretas y carruajes que viajaban en ambas direcciones; muchos se detuvieron para ver pasar a la División Primera y agitaron los brazos en señal de saludo.
Fuego decidió imaginarse que había salido a cabalgar con su escolta, y que los restantes miles de soldados no existían; no había río ni calzada a la derecha, ni Burgo del Rey se hallaba más adelante, al frente. Una idea reconfortante que la tranquilizaba, y eso era lo que el cuerpo le pedía a gritos.
Cuando la División Primera se detuvo a mediodía para comer, Fuego no tenía apetito, así que se sentó en la hierba con los codos en las rodillas y la cabeza apoyada en las manos para aguantar las dolorosas punzadas.
—Señora… —sonó la voz del comandante.
La joven adoptó una expresión plácida al alzar la cara hacia él.
—¿Sí, alteza?
—¿Necesita que la atienda un sanador, señora?
—No, alteza. Estaba pensando.
Él no la creyó, y aunque lo evidenció en una mueca escéptica, lo pasó por alto y le comunicó:
—He recibido una llamada urgente del sur para que acuda allí, así que me pondré en camino tan pronto como lleguemos a la corte, pero me preguntaba si hay algo que pueda hacer por usted, señora, antes de marcharme.
Fuego dio un tirón a un puñado de hierba mientras superaba esa contrariedad. No se le ocurría nada que necesitara; al menos, nada que pudiera proporcionarle una persona, salvo la respuesta a una pregunta. Así que la hizo en voz queda:
—¿Por qué es amable conmigo?
Él se quedó en silencio y le observó las manos, que seguían tirando de la hierba; después se agachó para estar a la altura de los ojos de la muchacha.
—Porque confío en usted —respondió Brigan con contundencia.
Fue como si el mundo se paralizara alrededor de Fuego.
—¿Por qué iba usted a fiarse de mí? —inquirió sin quitar la vista de la hierba, cuyo verdor resultaba radiante a la luz del sol.
El príncipe echó una ojeada a los soldados que se hallaban cerca de ellos y negó con la cabeza.
—No es el momento adecuado para sostener esta conversación —fue todo cuanto contestó.
—Hay algo que podría hacer por mí —comentó ella—. Se me acaba de ocurrir ahora mismo.
—Adelante, dígame qué es.
—Que una escolta lo acompañe cuando salga a pasear de noche. —La reacción de sorpresa de Brigan le dio a entender que iba a negarse, así que se le anticipó—. Por favor, alteza, hay gente que desearía matarlo, y hay otras muchas personas que morirían para impedir que tal cosa ocurriera. Sea, pues, considerado con quienes tienen su vida en tan alta estima.
Él miró hacia otro lado, ceñudo.
—De acuerdo —accedió al fin, muy poco complacido.
Resuelto ese punto y, a buen seguro, lamentando haber empezado la conversación, Brigan volvió junto a su yegua.
De nuevo montada a caballo, Fuego reflexionó sobre el hecho de que el comandante confiara en ella como quien paladea un caramelo, sin decidirse a creérselo o no. No es que considerara a Brigan capaz de mentir, pero sí le parecía que no era un hombre dado a fiarse de los demás, al menos, no por completo, ni como lo demostraban Brocker o Donal, e incluso Arquero, cuando tenía uno de esos días en los que se sentía inclinado a confiar en ella.
La dificultad estribaba en que Brigan era muy introvertido. Pero ¿cuándo había juzgado ella a una persona sólo por sus palabras? Sin embargo, no disponía de pistas para entender al príncipe, porque no conocía a nadie que se le pareciera.
El río Alígero llevaba ese nombre porque sus aguas, antes de llegar al final de su recorrido, echaban a volar; en efecto, Burgo del Rey se fundó en el punto en que el río saltaba por el borde de un inmenso acantilado y se precipitaba en el mar Hibernal; por consiguiente, la ciudad creció a partir de la ribera septentrional de la corriente y se extendió a partir de ahí y hacia el sur, siguiendo el curso del río. Para conectar la ciudad vieja con la parte más moderna se tendieron puentes, en cuya construcción perdió la vida más de un infortunado ingeniero al precipitarse por las cataratas; en la orilla septentrional, un canal de profundos diques comunicaba la ciudad con Bodega del Puerto, al pie del acantilado.
Mientras cruzaba la muralla exterior de la urbe con su escolta de cinco mil soldados, Fuego se sintió como una desmañada campesina; cuánta gente había en esa ciudad, y olores, ruido y edificios pintados de vivos colores, apelotonados unos contra otros, de tejados a dos aguas y de vertientes muy pronunciadas; casas rojas de madera con adornos verdes o de color púrpura y amarillo, o azules mezclados con anaranjados… Ella jamás había visto un edificio que no estuviera construido con piedra, y ni se le había pasado por la imaginación que las casas pudieran ser de otros colores aparte del gris.
La gente se había asomado a las ventanas para ver pasar la División Primera; las mujeres que se encontraban en la calle coqueteaban con los soldados y les arrojaban flores, muchísimas, cosa que a Fuego le pareció un despilfarro; echaban más flores de las que ella había visto en su vida.
Una de ellas le dio en el pecho a uno de los espadachines de élite de Brigan que cabalgaba a la derecha de Fuego, y cuando esta rio divertida, el soldado le dedicó una radiante sonrisa y le ofreció la flor. Durante la marcha por las calles de la ciudad, la dama monstruo no sólo iba rodeada por su escolta habitual, sino también por los mejores espadachines del comandante, incluido el propio Brigan, a su izquierda, que vestía el uniforme gris de sus tropas. El príncipe había situado al portaestandarte un poco más atrás de Fuego con la intención de que esta no incrementara la atención que despertaba. Ella era consciente de que no cumplía con el papel que le tocaba representar en aquella comedia, pues tendría que desfilar con el semblante serio, el rostro inclinado y la vista fija en las manos, sin mirar a nadie. En cambio, se reía… Se reía y sonreía, ajena a los dolores y a las molestias, gozosa, deslumbrada por el bullicio y la peculiaridad de aquel lugar.
En estas, como por ensalmo —la muchacha no habría sabido decir si lo percibió primero o lo oyó—, se produjo un cambio en la gente. Fue como si un susurro se colara entre las aclamaciones y después se produjo un extraño silencio, un momento de calma. Notó asombro, admiración… Y comprendió que, a pesar de llevar tapado el cabello, del traje de montar pardo y sucio y de que, desde hacía diecisiete años, las gentes de esa ciudad no la habían visto o ni siquiera habían vuelto a pensar en ella, habían adivinado quién era por el rostro, los ojos y el cuerpo; además, el pañuelo lo confirmaba, pues ¿por qué otra razón iba a taparse el cabello? Asimismo se dio cuenta de que su alegría la hacía resaltar aún más, y, por ello, borró la sonrisa y bajó la vista.
Brigan le hizo una señal a su portaestandarte para que se adelantara y cabalgara junto a la joven, de modo que iba entre los dos hombres.
—No percibo peligro alguno —susurró Fuego.
—No obstante, si un arquero se asoma a una de esas ventanas, quiero que repare en nosotros dos. Un hombre que quiera vengarse de Cansrel no le disparará a usted si corre el riesgo de darme a mí.
La joven pensó en bromear a costa de este razonamiento; si sus enemigos eran amigos de Brigan y viceversa, ambos podrían recorrer el mundo cogidos del brazo sin recibir más flechazos en la vida. Sin embargo, se olvidó de las chanzas cuando un sonido asombroso, escalofriante, fue emergiendo del silencio:
—¡Fuego! —llamó una mujer desde una ventana alta.
—¡Fuego! ¡Fuego! —repitió, como un eco, un grupo de chiquillos descalzos que había en el vano de una puerta.
Más voces se sumaron a aquel grito y la repetición del nombre se redobló hasta que, de repente, todos lo entonaron a coro a modo de cántico, unos con veneración, otros casi como una acusación y algunos sin otra razón que haber quedado atrapados en el fervor espontáneo y fascinado de la multitud. Ella cabalgó hacia la muralla del palacio de Nash, pasmada y desconcertada a causa de la música de su propio nombre.
Había oído decir que la fachada del palacio real era negra, pero saberlo no la preparó para la espectacular luminosidad y belleza de la piedra. Era de un color negro cambiante, dependiendo del ángulo desde el que se mirara; emitía un trémulo resplandor y reverberaba cuando las cosas se reflejaban en ella, de forma que la primera impresión de la muchacha fue que contemplaba paneles negros, grises y plateados, así como el espejeo de los azules del cielo oriental y los anaranjados y rojizos del sol poniente.
Sin ser consciente de ello hasta ese momento, estaba hambrienta de los colores de Burgo del Rey. ¡Oh, su padre debió de brillar con luz propia en aquel marco!
Fuego, su escolta y Brigan se dirigieron a la rampa que conducía a las puertas de palacio, mientras los cinco mil soldados cambiaban de dirección y se separaban de ellos. Se levantó el rastrillo y las hojas de la puerta fortificada se abrieron; los caballos cruzaron la negra muralla entre los garitones del portal y salieron a un patio blanco y deslumbrante debido al reflejo de la puesta de sol en los muros de cuarzo, mientras un cielo rosáceo se extendía por encima de los centelleantes tejados de cristal. Un mayordomo se les acercó, y al verla a ella, se quedó boquiabierto.
—Mírame a mí, Welkley —ordenó Brigan mientras desmontaba.
El mayordomo, bajo, delgado e impecablemente vestido y acicalado, se aclaró la garganta y se disculpó ante el príncipe:
—Perdón, alteza. He mandado avisar de su llegada a la princesa Clara.
—¿Y Hanna?
—En la casa verde, alteza.
Brigan asintió con la cabeza y le tendió la mano a Fuego.
—Lady Fuego, este es el mayordomo mayor del rey, Welkley.
Estaba claro que esa era la indicación de que desmontara y diera la mano al mayordomo, pero al moverse, Fuego sufrió un doloroso espasmo que se expandió desde la zona lumbar; contuvo la respiración, apretó los dientes, pasó la pierna por encima de la silla y se dejó caer, confiando en que los reflejos de Brigan evitaran que acabara dándose una culada delante del mayordomo mayor del rey. Impasible, él la sujetó y la soltó de pie en el suelo, como si fuera una rutina que se lanzara sobre él cada vez que desmontaba; después miró ceñudo el suelo de mármol blanco, mientras ella le ofrecía la mano a Welkley.
En esto, una mujer —una fuerza de la naturaleza— salió al patio y Fuego no pudo por menos de percibirla; se dio la vuelta para localizarla y vio una exuberante mata de cabello castaño que brincaba y se mecía con vida propia, unos ojos chispeantes, una sonrisa radiante y una figura atractiva, de curvas generosas; era alta, casi tanto como Brigan. Corrió hacia el príncipe riendo gozosa, lo abrazó y le besó la nariz.
—¡Qué gran placer! —le dijo la mujer, y dirigiéndose a Fuego, se presentó—. Soy Clara, y ahora entiendo a Nash: es usted más impresionante incluso que Cansrel.
A Fuego no se le ocurrió qué contestar, y observó que la mirada de Brigan expresaba dolor; sin embargo, Clara se limitó a reír de nuevo y le dio unos cachetes cariñosos en la cara.
—¡Qué seriedad! —abundó la mujer—. Vete, hermanito, yo me ocuparé de la dama. —El príncipe asintió con la cabeza.
—Lady Fuego, la buscaré para despedirme antes de marcharme —le dijo Brigan, y después se volvió hacia la escolta, que aguardaba en silencio junto a los caballos—. Musa, todos vosotros acompañad a la señora a dondequiera que la lleve la princesa. Y tú, Clara, encárgate de que algún sanador la visite hoy. Que sea una mujer. —Besó en la mejilla a la princesa con apresuramiento—. Por si acaso no te vuelvo a ver. —Se dio la vuelta y, prácticamente corriendo, salió del patio por uno de los accesos abovedados que conducían a palacio.
—Este Brigan, parece que tenga azogue en el cuerpo, siempre con prisas —comentó Clara—. Venga conmigo, señora, le enseñaré sus aposentos. Le gustarán, porque desde allí se divisa la casa verde. El tipo que cuida de los jardines de la casita, ¿sabe?, créame si le digo, señora, que no le importaría a usted que le estacara los tomates…
Fuego se quedó muda de asombro; la princesa la agarró del brazo y tiró de ella hacia el palacio.
Era cierto que desde la sala de estar de Fuego se veía una extraña casa de madera, resguardada al fondo del recinto de palacio; era una construcción pequeña, pintada de un intenso color verde y rodeada de exuberantes jardines y árboles, de forma que daba la impresión de fundirse con el entorno, como si brotara del suelo igual que las plantas que había alrededor.
El célebre jardinero no aparecía por ninguna parte, pero mientras Fuego contemplaba las vistas desde la ventana, la puerta de la casa se abrió; una mujer joven de cabello castaño, ataviada con un vestido amarillo claro, salió y se dirigió hacia el palacio a través del huerto.
—Técnicamente la casa es de Roen —comentó Clara, que estaba de pie junto a Fuego—. La mandó construir porque creía que la esposa del rey debería disponer de un lugar al que retirarse. De hecho, ella se mudó a vivir ahí después de romper con Nax y, de momento, se la ha prestado a Brigan, hasta que Nash elija esposa.
Así que la muchacha del vestido amarillo debía de tener alguna relación con Brigan; muy interesante, por cierto, y una vista muy bonita; hasta que Fuego fue al dormitorio y, desde las ventanas, contempló un panorama que le gustó más aún: los establos. Proyectó la mente, y al encontrar a Corto, la reconfortó saber que el caballo se encontraba lo bastante cerca para percibirlo.
Sus aposentos eran demasiado grandes, pero cómodos, y las ventanas estaban abiertas y equipadas con mallas de alambre. Sospechaba que alguien había tenido en cuenta ese detalle pensando en su condición, para que pudiera pasearse por delante de ellas con el cabello al descubierto, sin temor a un ataque de rapaces monstruo o a una invasión de insectos monstruo.
Entonces se le ocurrió que quizás esos aposentos habían sido los de Cansrel o, al menos, las mallas de las ventanas, mas desechó tal posibilidad con la misma rapidez con que le vino a la cabeza. Cansrel debió de disponer de más habitaciones, más amplias todavía, más cercanas al rey y con vistas a uno de los blancos patios interiores, y en las que debería de haber un balcón en cada ventanal, como los que había visto entrar en el patio.
En esto, la súbita conciencia de la presencia del rey interrumpió el hilo de sus pensamientos. Desconcertada al principio y después sobresaltada, miró hacia la puerta del dormitorio cuando Nash irrumpió en la estancia.
—¡Hermano! —exclamó Clara, muy sorprendida—. ¿Es que no puedes esperar a que se lave las manos para quitarse el polvo del camino?
Los veinte soldados de la escolta de Fuego hincaron la rodilla en el suelo, pero Nash ni siquiera reparó en ellos, ni oyó lo que Clara le decía, sino que avanzó a grandes zancadas hacia la ventana donde se encontraba la joven, le rodeó el cuello con las manos e intentó besarla.
Fuego había presentido lo que iba a pasar, pero la mente del rey era veloz y escurridiza, y ella no había reaccionado con bastante rapidez para controlarla; además, en su encuentro previo, Nash estaba ebrio, cosa que no ocurría ahora, y eso marcaba la diferencia, una diferencia radical. Para evitar el beso, se puso de rodillas en un remedo de sumisión, pero Nash la sujetó con fuerza e intentó levantarla.
—¡Estás ahogándola, Nash! —exclamó Clara—. ¡Nash, basta ya!
Fuego entró en contacto con la mente del rey, se apoderó de ella, la perdió de nuevo; en un arranque de mal humor, decidió que antes prefería quedarse sin sentido que besar a ese hombre. Entonces, de forma brusca, alguien que acababa de entrar y a quien la joven identificó, le apartó del cuello las manos de Nash de un tirón. Ella respiró hondo, más sosegada, y se recostó en la malla de la ventana.
—Musa, salid del cuarto —ordenó Brigan en un tono tan tranquilo que resultaba amenazante.
Una vez que la escolta se hubo marchado, el príncipe asió a Nash por la pechera de la camisa y lo empujó con violencia contra la pared.
—¡Mira lo que haces! —le espetó—. ¡Despeja la mente!
—Le pido disculpas —dijo Nash, que parecía en verdad horrorizado—. Perdí la cabeza, señora, perdóneme.
Intentaba girar la cabeza hacia Fuego, pero el puño de su hermano le ciñó con más fuerza el cuello de la camisa y apretó para que no lograra su propósito.
—Si el palacio no va a ser un lugar seguro para ella, me la llevaré de aquí ahora mismo y me acompañará al sur, ¿lo entiendes?
—Está bien, está bien —aceptó Nash.
—No, no está bien. Este cuarto es su dormitorio. ¡Cielos benditos, Nash! ¿A santo de qué has venido aquí?
—Basta, está bien. —Nash tiró del puño de Brigan con las dos manos—. Soy consciente de que he hecho mal. Cuando la miré, perdí la cabeza.
El príncipe apartó la mano del cuello de su hermano, dio un paso atrás y se frotó la cara.
—Entonces no la mires —dijo con voz cansina—. Tengo asuntos que tratar contigo antes de marcharme.
—Ven a mi gabinete.
—Me reuniré contigo dentro de cinco minutos —respondió Brigan, que le indicó con un gesto de cabeza la puerta del dormitorio.
Nash salió del cuarto y desapareció; el hijo mayor de Nax, y rey de nombre, era un enigma de contradicciones, pero ¿cuál de estos hermanos era rey en realidad?
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó Brigan, enfurruñado.
Fuego no se encontraba bien y se ciñó con los brazos para aliviar la dolorida espalda.
—Sí, alteza —respondió, sin embargo.
—Puede confiar en Clara, señora, y en mi hermano Garan —afirmó el príncipe—. También en Welkley, y en uno o dos hombres del rey que Clara le indicará. En ausencia de lord Arquero, me gustaría escoltarla de vuelta a su casa la próxima vez que pase por la ciudad camino del norte. ¿Le parece bien?
No le parecía bien; era muchísimo tiempo, pero ella asintió aunque notaba un nudo en la garganta.
—He de irme —anunció el príncipe—. Clara sabe qué hacer para que me lleguen mensajes.
La joven asintió de nuevo y Brigan se marchó.
Fuego tomó un baño y se sometió a un masaje y a la aplicación de una cataplasma caliente, todo ello realizado por una sanadora tan diestra que no le importó que la mujer no consiguiera evitar acariciarle el cabello. Vestida con el atuendo más sencillo de los muchos que le ofreció una criada que la miraba con los ojos desorbitados, se sintió mucho mejor o, al menos, todo lo bien que podía esperar al hallarse en unos aposentos desconocidos, sin saber qué le depararía aquella extraña familia real y, para colmo, sin relajarse con la posibilidad de tocar, porque había devuelto el violín prestado a su legítimo dueño.
La División Primera disponía de una semana de permiso en Burgo del Rey, y después se pondría de nuevo en camino a las órdenes del capitán que Brigan hubiera dejado al mando. Al salir del cuarto de baño, Fuego descubrió que el príncipe había decidido asignarle de forma permanente la escolta al completo, sometida a las mismas normas de antes: seis soldados que la acompañarían a dondequiera que fuese, y dos mujeres instaladas en su dormitorio mientras dormía. Lamentaba esa decisión, ya que los soldados tendrían que seguir con el mismo cometido tedioso de custodiarla, y lo lamentaba aún más al pensar que los tendría continuamente pegados a ella. Esa carencia absoluta de intimidad y aislamiento era peor que una herida excoriada por un vendaje prieto.
Cuando llegó la hora de cenar, se excusó de asistir, alegando un fuerte dolor de espalda, para no tener que presentarse tan pronto ante Nash y su corte. El rey envió criados a sus aposentos con carritos que transportaban una comilona que habría alimentado a todos los que residían en su casa de piedra, en el norte, y también a los de la casa de Arquero. Entonces se acordó de su amigo, pero tuvo que hacer un esfuerzo para olvidarlo, porque pensar en él casi la hacía llorar.
Tras la cena, Welkley se presentó con cuatro violines, dos en cada mano, colgados entre los dedos. Eran unos instrumentos impresionantes, de relucientes tonos marrones, anaranjados y bermejos y de un estupendo olor a madera y barniz, que no tenían nada que fuera común y corriente. Welkley le explicó que eran los mejores que había conseguido encontrar en tan poco tiempo; la propuesta era que eligiera uno, como regalo de la familia real.
Fuego ya se imaginaba qué miembro de la familia real había arañado un poco de tiempo entre sus muchas ocupaciones para ordenar una batida por la ciudad en busca de los mejores violines, y notó que estaba de nuevo al borde del llanto. Fue cogiendo de uno en uno los instrumentos de las manos del sirviente, cada cual más hermoso que el anterior. Welkley esperó, paciente, mientras la joven los tocaba para probar qué sensación le producía cada violín al apoyarlo en el cuello, al rasguear las cuerdas con las yemas de los dedos o al percibir la profundidad del sonido.
Probó una y otra vez uno de ellos, de un barniz rojo cobrizo y de una nitidez tan limpia y precisa como la punta de una estrella solitaria; de algún modo, le recordaba su hogar.
«Este —se dijo—. Este es el elegido».
A Welkley le comentó que el único fallo de aquel violín era que se trataba de un instrumento demasiado bueno para su falta de destreza.
Esa noche, los recuerdos, las molestias y la ansiedad la mantuvieron despierta; apocada ante una corte cuyos miembros se agitaban de aquí para allá hasta bien entrada la noche, y sin conocer el camino que la condujera a algún lugar donde poder disfrutar de una tranquila contemplación de la bóveda celeste, se dirigió a los establos acompañada por seis escoltas; se apoyó en la puerta de la cuadra, cerca de su caballo que, como siempre, dormitaba recostado en la pared.
«¿Por qué habré venido? —se preguntó—. ¿En qué lío me he metido? Aquí estoy fuera de lugar».
Oh, Corto, ¿por qué he venido aquí?
De la cálida sensación que emanaba de su cariño por el animal, Fuego recreó un impulso, frágil y mudable, que tenía visos de coraje, y confió en que le fuera suficiente con eso.