Capítulo 12

¡Ojalá Fuego hubiera sabido cómo inducir ese mismo valor a su yo durmiente!

Porque los ojos moribundos de su padre nunca le permitían conciliar el sueño.

La respuesta relativa a si estaba a su alcance cambiar de forma definitiva las ideas de Cansrel (pregunta que Brocker le hizo cuando ella celebró su decimocuarto cumpleaños) fue sencilla una vez que se permitió considerarla. Y esa respuesta fue: no. La mente de Cansrel era fuerte como un oso, dura como el acero de una trampa, y cada vez que Fuego salía de ella, se cerraba de golpe. No se producían cambios permanentes en la mente del monstruo, y él seguía siendo el mismo de siempre. Por ello, la muchacha se tranquilizó al comprobar que no podía hacer nada por alterarle la mente, porque eso significaba que nadie confiaría en que lo hiciera.

Ese mismo año, Nax se drogó hasta provocarse la muerte, pero como los límites del poder se habían modificado y asentado, Fuego detectó lo mismo que Brocker, Arquero y Roen percibían: un reino que se hallaba a dos pasos de diversas probabilidades de mutación; un reino capacitado para el cambio.

Ella siempre estuvo sorprendentemente bien informada; por un lado, recibía las confidencias de su padre, y por otro lado, Brocker le contaba todo lo que descubría a través de sus propios espías y los de Roen; sabía que Nash era más fuerte de lo que había sido Nax, a veces lo suficiente para frustrar a Cansrel, pero este lo consideraba un juego en comparación con el peligro que representaba su hermano menor, el príncipe. Se decía que Brigan, el increíblemente joven comandante de dieciocho años, era firme, objetivo, ecuánime, enérgico, persuasivo y de genio pronto, la única persona influyente en Burgo del Rey en quien no hacía mella la influencia de Cansrel. Daba la impresión de que algunas mentes preclaras creían que de él dependía la única alternativa entre la continuidad del estado caótico y depravado de la situación y el cambio.

Tiempo atrás, un día de invierno en que Fuego fue a visitar a Brocker, este le comunicó:

—El príncipe Brigan está herido; acabo de recibir una carta de Roen dándome la noticia.

—¿Cómo ha sido? —preguntó la joven, sobresaltada—. ¿Está grave?

—Todos los años, en enero, se celebra una gala en el palacio real —explicó Brocker—, en la que hay cientos de invitados, baile, mucho vino, muchas majaderías y un millar de pasillos oscuros por los que la gente puede andar escondida. Parece ser que Cansrel contrató a cuatro hombres para que acorralaran a Brigan y lo degollaran. Como al príncipe le llegó el rumor de lo que se tramaba, estaba preparado para el encuentro y acabó con los cuatro hombres…

—¿Mató él solo a los cuatro? —preguntó Fuego, angustiada y confusa, mientras se sentaba con torpeza en una silla.

—El joven Brigan es un buen espadachín —contestó el noble.

—Pero ¿está malherido?

—Vivirá, aunque al principio los cirujanos estaban preocupados porque recibió una cuchillada en un punto de la pierna por el que sangraba en abundancia. —Brocker desplazó la silla de ruedas hacia la chimenea y arrojó la carta de Roen a las crepitantes llamas del hogar—. Faltó poco para que el chico muriera, querida, y no me cabe duda de que Cansrel volverá a intentarlo.

Ese verano, en la corte de Nash, una flecha disparada con el arco de uno de los capitanes de mayor confianza de Brigan alcanzó a Cansrel en la espalda. Fuego iba camino de los quince años —es decir, acababa de celebrar su decimocuarto cumpleaños— cuando recibió noticias de Burgo del Rey informándole de que su padre estaba herido y que probablemente moriría. Ella se encerró en su cuarto y rompió a llorar sin saber muy bien el por qué del llanto; pero incapaz de contenerlo, pegó la cara contra una almohada para que nadie la oyera sollozar.

Ni que decir tiene que Burgo del Rey tenía fama por los sanadores que habitaban en la ciudad y por los avances en medicina y cirugía que en ella se daban, de tal modo, que allí la gente sobrevivía a heridas que en otros lugares les habrían provocado la muerte, sobre todo si se trataba de alguien con suficiente poder para reclamar la atención de todo un hospital.

Unas semanas después, al comunicársele que Cansrel viviría, Fuego corrió de nuevo a su cuarto y se arrastró hasta la cama, completamente paralizada; cuando el entumecimiento pasó, algo amargo se le removió en el estómago y vomitó; se le rompió un vaso sanguíneo del ojo, y el derrame le provocó un hematoma al borde de la pupila.

A veces el cuerpo de Fuego se convertía en un poderoso comunicador cuando su mente trataba de hacer caso omiso de una verdad concreta; exhausta y enferma, la muchacha entendió el mensaje que le enviaba el cuerpo: había llegado el momento de reconsiderar la pregunta de hasta dónde llegaba su poder sobre Cansrel.

Arrastrada de nuevo a la vigilia por los mismos sueños agobiantes, Fuego apartó las mantas a patadas, se cubrió el cabello, encontró botas y armas, y pasó entre Margo y Mila con sigilo. Fuera, casi todo el ejército dormía al abrigo de los techos de lona, pero su escolta pasaba la noche a cielo raso, distribuidos de nuevo los guardias alrededor de su tienda. Bajo el vasto firmamento, resplandeciente de estrellas, Musa y otros tres soldados jugaban a las cartas a la luz de una candela, igual que la noche anterior; Fuego se asió a la entrada de la tienda para contrarrestar el vértigo que le ocasionaba contemplar el cielo.

—Lady Fuego, ¿en qué podemos servirla? —preguntó la capitana.

—Me temo, Musa, que por desgracia tienes a tu cargo la protección de una insomne.

—¿Significa que haremos otra ascensión esta noche, señora?

—Sí, con mis más sinceras disculpas.

—Nosotros encantados, señora.

—Supongo que lo dices para que no me sienta tan culpable.

—No, señora, en serio. El comandante deambula también por las noches, y no consiente en llevar escolta, ni siquiera si lo ordena el rey, de modo que si la acompañamos a usted, ya tenemos una excusa para no perderlo de vista.

—Entiendo —dijo la joven, quizá con cierto sarcasmo—. Esta noche hay menos escoltas —añadió, pero la capitana hizo oídos sordos a su comentario y despertó al mismo número de guardias que la noche anterior.

—Son órdenes —explicó Musa mientras los hombres se sentaban, adormilados, y se ceñían las armas.

—Y si el comandante no obedece las órdenes del rey, ¿por qué he de cumplir yo las del comandante?

La pregunta sorprendió a más de uno.

—Señora, los soldados de este ejército saltarían detrás del comandante por el borde de un precipicio si él lo ordenara —contestó la capitana.

—¿Cuántos años tienes, Musa? —inquirió Fuego, un tanto irritada.

—Treinta y uno.

—En ese caso, deberías considerar al comandante como un chiquillo.

—Y a usted, un niño de pecho, señora —fue la seca respuesta de Musa, que detectó cómo Fuego esbozaba una sonrisa—. Vaya usted delante, por favor.

La joven se encaminó hacia el mismo montículo al que se había encaramado unas horas antes, porque la situaría más cerca del cielo y porque, de esa forma, conduciría a sus escoltas más cerca del insomne al que se suponía que no debían proteger. Él se hallaba entre aquellos peñascos, en alguna parte, pero el promontorio era lo bastante amplio para compartirlo sin encontrarse.

Se sentó en una piedra grande y plana, y la escolta se desperdigó alrededor; cerró los ojos y se abandonó para sumergirse en la percepción de la noche, con la esperanza de que le proporcionara el suficiente cansancio para poder dormir más tarde.

No se movió cuando notó que Brigan se acercaba, pero el repliegue de los guardias a un segundo plano la forzó a abrir los ojos; él estaba apoyado contra una roca, o unos cuantos pasos de ella, y contemplaba las estrellas.

—Señora —dijo a modo de saludo.

—Alteza —respondió ella.

Brigan se quedó recostado allí, mirando a lo alto, y Fuego se preguntó si la conversación se iba a reducir a esas dos palabras.

—Su caballo se llama Corto, ¿verdad? —dijo él al cabo de un momento, y la sobresaltó por lo inesperado del tema.

—Sí, así es.

—El nombre de mi montura es Grande.

—¿Se refiere a la yegua negra? —preguntó Fuego, sonriendo—. ¿Es muy grande?

—A mí no me lo parece, pero no fui yo quien le puso el nombre.

Fuego recordó el motivo por el que Corto se llamaba así; a decir verdad, jamás olvidaría al hombre que Cansrel maltrató por su causa.

—Un contrabandista de animales le puso el nombre al mío. Era un tipo brutal, llamado Tajador; creía que cualquier caballo que no respondiera bien al castigo de su látigo era estúpido.

—¡Ah, Tajador! —exclamó Brigan, como si conociera al contrabandista; cosa que, después de todo, no sería de sorprender ya que era probable que Cansrel y Nax compartieran proveedores—. En fin, pues, ya hemos visto lo que su caballo es capaz de hacer. Obviamente no es estúpido.

Esa amabilidad constante hacia su caballo era un truco sucio por su parte, y Fuego se concedió unos segundos para tragarse la gratitud —desproporcionada, estaba segura—, porque se sentía sola, y decidió cambiar de tema.

—¿No puede dormir? —le preguntó a Brigan.

Soltando una risita, él replicó:

—A veces, por la noche, no consigo dejar de darle vueltas a la cabeza.

—¿A causa de los sueños?

—No, no es por eso, porque en realidad no llego a dormirme. Es debido a las preocupaciones.

En ocasiones, en noches de insomnio, Cansrel utilizaba su poder para arrullarla y conseguir que se durmiera. Si Brigan se lo permitiera alguna vez, si la dejara dentro de un millón de años, ella le aliviaría las preocupaciones, ayudaría al comandante de la Mesnada Real a conciliar el sueño; sería una aplicación honorable de su poder, pero sabía muy bien que era mejor ni sugerírselo siquiera.

—¿Y usted? —quiso saber Brigan—. Al parecer, da paseos nocturnos a menudo.

—Tengo pesadillas.

—¿Sueños de terrores imaginarios o de cosas reales?

—De cosas reales. Siempre sueño con cosas horribles que son ciertas.

Él se quedó callado un momento y se rascó la nuca.

—No es fácil despertar de una pesadilla cuando es real —comentó sin abrirle aún la mente a Fuego sobre sus sentimientos; sin embargo, la joven notó algo parecido a la compasión en el tono de voz y en las palabras de Brigan.

—Buenas noches, señora —se despidió él al cabo de momento, y descendió hacia el campamento.

Los guardias de la escolta de Fuego se le acercaron poco a poco y se situaron a su alrededor; ella alzó de nuevo el rostro hacia la bóveda celeste cuajada de estrellas, y cerró los ojos.

Después de cabalgar con la División Primera casi una semana, Fuego se adaptó a la rutina diaria… si es que un encadenamiento de perturbadoras experiencias podía calificarse de rutinario.

¡Cuidado! —advirtió mentalmente a sus escoltas una mañana temprano, mientras estos reducían en tierra a un hombre armado que, espada en mano, corría hacia ella—. Otro tipo con la misma idea. Qué fatalidad —añadió—, percibo también una manada de lobos monstruo por el flanco occidental.

—Informe a un capitán de las unidades de cazadores sobre los lobos, señora, por favor —jadeó Musa al tiempo que tiraba bruscamente de los pies del atacante y ordenaba a gritos a tres o cuatro escoltas que interceptaran a otro agresor y le atizaran un buen puñetazo en la nariz.

Para Fuego resultaba muy duro no estar nunca a solas; de noche, aun cuando el sueño la rondaba, seguía con sus paseos nocturnos porque era lo más parecido a encontrarse sola que tenía a su alcance. Muchas noches se cruzaba con el comandante, y ambos sostenían una plácida conversación; le sorprendía lo fácil que era hablar con él.

—Permite a propósito que algunos hombres atraviesen sus defensas mentales, señora, ¿no es cierto? —le comentó Brigan una noche.

—Algunos me pillan por sorpresa —contestó ella, que estaba apoyada contra una roca y contemplaba el cielo.

—Bueno, sí, pero cuando un soldado cruza todo el campamento con un cuchillo en la mano y la mente abierta de par en par, usted sabe que se acerca, y en la mayoría de los casos, si quisiera, estaría en su mano hacerle cambiar de opinión y que abandonara su propósito. Si ese hombre intenta atacarla, es porque usted se lo permite.

La muchacha estaba sentada en una piedra que se le ajustaba a la curvatura del cuerpo, y pensó que podría quedarse dormida allí; cerró los ojos y meditó la forma de admitir ante Brigan que tenía razón.

—Obligo a muchos hombres (y a alguna que otra mujer) a que abandonen su propósito, como ha dicho usted —contestó Fuego—. Mi escolta ni siquiera se entera de esos casos, pero se trata de gente que sólo quiere mirarme, tocarme o decirme algo, esa clase de personas que se doblegan con facilidad o que creen que me aman, pero cuyos sentimientos son apacibles. —Vaciló un instante antes de proseguir—. Los que me odian y de verdad quieren hacerme daño… Sí, tiene usted razón. A veces permito que los hombres más malévolos me ataquen; si lo consiguen, acaban en la cárcel, y estar encerrados es la única forma —a no ser que mueran— de que no representen un peligro para mí. Su ejército es demasiado grande, alteza —añadió—; lo forman tantas personas que me es imposible controlarlas a todas a la vez, y he de protegerme de un modo u otro.

—Bien, no le falta razón. Su escolta es muy competente, y mientras usted aguante el peligro que conlleva…

—Supongo que, a estas alturas, debería haberme acostumbrado a la sensación de peligro, pero a veces me provoca una gran tensión.

—Tengo entendido que se cruzó en la calzada con Mydogg y Murgda cuando se marchó de la fortaleza de mi madre, en primavera. ¿Le parecieron peligrosos?

Fuego recordó la sensación inquietante que le produjo la mirada que le dirigieron los dos hermanos.

—De un modo impreciso. Si me pidiera que cuantificara su magnitud, no sería capaz de hacerlo, pero sí, me dieron sensación de peligro.

—Va a haber una guerra y, cuando acabe, no sé quién será rey —musitó él tras una breve pausa—. Aparte de ser un hombre frío y codicioso, Mydogg es un tirano; y Gentian, peor que un tirano, porque además es estúpido. Nash es el mejor de los tres, sin punto de comparación. Puede que a veces se muestre irreflexivo y desconsiderado, y es impulsivo, pero también es justo y no lo mueve el egoísmo, aparte de tener una mentalidad pacificadora y, en ocasiones, destellos de sabiduría y sensatez… —Se interrumpió, y cuando volvió a hablar, lo hizo con desesperanza—. Repito que va a haber una guerra, señora, y el precio en vidas humanas será horroroso.

Fuego guardó silencio; no había imaginado que la conversación tomaría un derrotero tan serio, pero tampoco se sorprendió; en este reino no había nadie que se librara de pensar en cosas graves, y el que menos, ese hombre.

«Ese joven», se corrigió a sí misma, mientras Brigan bostezaba y se revolvía el pelo.

—Deberíamos dormir un poco —sugirió él—. Espero que mañana cubramos una larga distancia, hasta aproximarnos al Lago Gris.

—Estupendo, porque necesito darme un baño.

—Bien dicho, señora. —Brigan echó la cabeza hacia atrás y sonrió contemplando de nuevo el firmamento—. El mundo puede hacerse pedazos, pero al menos todos nosotros nos daremos un baño.

Bañarse en un lago de aguas heladas planteó algunos retos imprevistos, como, por ejemplo, los pequeños peces monstruo, que se amontonaron alrededor de Fuego cuando se mojó el cabello, o los bichos monstruo, que intentaron comérsela viva, o necesitar una escolta especial de arqueros por si acaso aparecían depredadores. Aunque, a despecho de todos los inconvenientes, por estar limpia de nuevo, mereció la pena. Se envolvió con pañuelos el cabello mojado y se sentó tan cerca de la fogata como le era posible sin quemarse; después llamó a Mila y le aplicó un vendaje limpio en el corte poco profundo que la soldado tenía en el codo; se lo había hecho un hombre al que la mujer había reducido hacía tres días, un tipo hábil con el cuchillo.

Fuego ya conocía bastante bien a los miembros de su escolta, y comprendía mejor que antes a las mujeres que habían escogido enrolarse en el ejército. Mila, por ejemplo, era oriunda de las montañas meridionales, donde todos los críos —niños y niñas— aprendían a luchar, y a las chicas se les presentaban ocasiones de sobra para practicar lo que aprendían. La muchacha sólo contaba quince años, pero como escolta era veloz e intrépida; tenía una hermana mayor, madre soltera de dos pequeños, de modo que era su soldada la que los mantenía; los integrantes de la Mesnada Real estaban bien pagados.

La División Primera reanudó la marcha hacia el sudeste, en dirección a Burgo del Rey. Hacía casi dos semanas que viajaban, y cuando todavía quedaba casi una semana más de cabalgada, llegaron a Fortaleza Central, una tosca fortificación de piedra que se alzaba sobre una roca, de altas murallas y rejas en las estrechas ventanas sin cristales; en ese lugar se albergaban unos quinientos soldados de las fuerzas auxiliares de reserva. Era un sitio de aspecto sórdido y lúgubre, pero todos, incluida Fuego, se alegraron de instalarse en él; por una noche, la joven y su escolta disfrutaron de una cama y de un techo de piedra.

Al día siguiente el paisaje cambió de manera repentina; las irregulares rocas del terreno pasaron a ser redondeadas, casi como suaves colinas onduladas. A veces las rocas estaban cubiertas de musgo o se formaban grandes extensiones de hierba; en una ocasión, incluso, pasaron por un campo de hierba alta, suave y mullida bajo los pies. A Fuego, que no había visto nunca tanto verdor, le pareció el paisaje más bello y sorprendente del mundo. La hierba semejaba una cabellera reluciente, como Los Vals en sí fueran un monstruo; reconocía que era una idea absurda, pero cuando el reino se transformó gracias al deslumbrante color, se sintió como parte integrante de aquel lugar, como si estuviera en su propio casa.

Ni que decir tiene que no compartió la idea con Brigan, pero sí manifestó su impresión ante el repentino verdor del mundo; él sonrió en silencio mientras miraba el cielo nocturno, un hábito —el de contemplar el firmamento— que la joven empezaba a considerar como propio del príncipe.

—El terreno se irá haciendo más verde y suave conforme nos aproximemos a Burgo del Rey —comentó él—. Comprobará que la razón de que el reino se llame Los Vals se debe a los múltiples valles que hay en él.

—Una vez le pregunté a mi padre… —Se calló de súbito, cohibida y aterrada por referirse a Cansrel en tono afable ante el príncipe; pero cuando este habló, su voz sonó apacible:

—Conocí a su madre, señora, ¿no ha caído en ese detalle?

En realidad ni se le había pasado por la cabeza, aunque imaginó que tendría que habérsele ocurrido porque Jessa cuidó a los niños de la familia real y, por entonces, Brigan debía de ser pequeño.

—No lo sabía, alteza.

—Jessa era la persona a la que acudía siempre cuando me portaba mal —explicó él, que añadió con picardía—: Después de que mi madre hubiera terminado de «hablar» conmigo, se entiende.

—¿Y se portaba mal a menudo? —preguntó la joven con una sonrisa que no logró refrenar.

—Una vez al día como poco, señora, si no recuerdo mal.

—¿Es que no se le daba bien obedecer órdenes? —le preguntó sonriendo aún más.

—Peor que eso… Solía ponerle trampas a Nash.

—¿Trampas?

—Mi hermano tenía cinco años más que yo, y era el reto perfecto: actuar con sigilo y astucia, para compensar mi inferioridad de estatura y de edad. Armaba redes para echárselas por encima, o lo encerraba en los armarios. —Brigan rio con ganas—. Nash era un buenazo, pero cuando mi madre se enteraba de alguna trastada mía, se enfurecía, así que cuando acababa de reñirme, yo corría a buscar a Jessa porque el enfado de esta era mucho más fácil de sobrellevar que el de la reina.

—¿A qué se refiere? —preguntó Fuego; le cayó una gota de agua y deseó que la lluvia se alejara.

—Su madre me decía que estaba enfadada, pero no transmitía enfado —le contestó él tras quedarse pensativo unos instantes—. Jamás alzaba la voz. Cuando me reconvenía, se sentaba y, mientras cosía o hacía lo que fuera, analizábamos mis malas acciones e, invariablemente, me quedaba dormido en la silla. Al despertarme, ya era demasiado tarde para bajar al comedor, y ella me daba de cenar en el cuarto de los niños, lo que suponía un pequeño lujo para un crío pequeño que tenía que vestirse para la cena y comportarse con seriedad, en silencio y rodeado de un montón de gente aburrida.

—Un crío revoltoso, a juzgar por lo que cuenta.

Él esbozó una sonrisa, manteniendo la cabeza echada hacia atrás, de forma que las gotas de lluvia le caían en la frente.

—Yo tenía seis años cuando Nash se cayó al tropezar con el cordel de una trampa y se rompió una mano —relató Brigan en voz baja—. Mi padre se enteró, y eso puso fin a mis travesuras durante un tiempo.

—¿Se rindió así, sin más?

Al no reaccionar el príncipe a su pregunta maliciosa, Fuego vio que se le ensombrecía el semblante y le atemorizó el tema que estaban tratando porque, una vez más, parecía que aquella conversación tenía que ver con Cansrel.

—Creo que ahora entiendo por qué perdía los nervios mi madre cada vez que yo me portaba mal —murmuró él—. Temía que Nax se enterara y se le ocurriera castigarme. No era un hombre… razonable por aquel entonces; sus castigos no lo eran.

De modo que sí se estaban refiriendo a Cansrel. Ella se sintió avergonzada; sentada y con la cabeza gacha, se preguntó qué hizo Nax o, más bien, qué le había dicho Cansrel que hiciera para castigar a un chiquillo de seis años que, a buen seguro, por entonces ya era lo bastante perspicaz para darse cuenta de la verdadera naturaleza del consejero de su padre.

Las gotas de lluvia le caían a Fuego en el pañuelo y en los hombros.

—Su madre tenía el cabello rojo —le dijo Brigan como sin darle importancia, o como si ninguno de los dos notara la presencia de aquellos dos hombres muertos entre las rocas—. Nada que ver con el suyo, desde luego. Y tenía talento para la música, señora, igual que su hija. Recuerdo cuando nació usted, y también recuerdo que lloró cuando la apartaron de su lado y se la llevaron lejos.

—¿De verdad?

—¿Es que mi madre no le ha contado nada sobre Jessa?

—Sí, alteza —contestó Fuego, que tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo que le oprimía la garganta—. Pero me gusta volver a oírlo.

—Siendo así, lamento no acordarme de más cosas. —Brigan se enjugó la lluvia que le mojaba la cara—. Si supiéramos que una persona va a morir, retendríamos con más intensidad los recuerdos que nos quedan de ella.

—Los buenos recuerdos —le corrigió Fuego con un susurro, y se puso de pie; la conversación se había convertido en una mezcla de demasiadas cosas tristes. Además, aunque a ella no le importara mojarse con la lluvia, no le parecía justo imponer esa inconveniencia a su escolta.