Capítulo 11

Fuego se despertó a la mañana siguiente con agujetas y dolorida por la cabalgada del día anterior; Margo le llevó pan y queso, así como una palangana con agua para lavarse la cara; a continuación, la joven tocó una giga con su violín, despacio al principio, pero incrementando el tempo de forma paulatina para acabar de despertarse. Y la interpretación dio resultado.

—El comandante no nos mencionó esta ventaja al prestarle servicio como escoltas —comentó Mila con una sonrisa tímida.

En estas, Musa asomó la cabeza por el faldón de la entrada de la tienda para transmitirle un mensaje:

—Señora, el comandante me pide que le informe de que pasaremos cerca de la fortaleza de la reina Roen a mediodía, más o menos. Él tiene que tratar ahí un asunto con el caballerizo mayor, y si usted quiere, dispondrá de tiempo para tomar un refrigerio con la reina.

—Lleva montada a caballo desde ayer —le dijo Roen a Fuego mientras le estrechaba las manos—, así que imagino que no se sentirá tan bien y tan encantadora como aparenta. ¡Ea!, esa sonrisa me confirma que mi suposición no es equivocada.

—Me siento tan tensa como la cuerda de un arco —admitió la joven.

—Siéntese, querida. Quítese ese pañuelo y póngase cómoda, porque no permitiré que ningún zoquete alelado entre aquí durante la próxima media hora.

Fue un gran descanso dejarse suelta la cabellera; le pesaba mucho, y tras cabalgar toda la mañana, notaba el pañuelo pegajoso y le picaba el cuero cabelludo. Agradecida, se arrellanó en una silla, se frotó la cabeza con las yemas de los dedos y aceptó que la reina le sirviera un plato colmado de estofado y hortalizas.

—¿Se ha planteado alguna vez dejárselo corto? —preguntó Roen.

Sí, había pensado en cortárselo y arrojarlo al fuego; incluso teñírselo de negro, si el pelo de monstruo hubiera admitido otra pigmentación. De pequeños, Arquero y ella llegaron al extremo de rapárselo una vez, para probar, pero el cabello volvió a sombrear el cuero cabelludo al cabo de una hora.

—Crece muy, muy deprisa. Y he descubierto que es más fácil controlarlo si lo llevo largo, porque los mechones cortos se escapan y asoman por el borde del pañuelo.

—Ya, ya. En fin, me alegro de verla. ¿Cómo están Brocker y Arquero?

Fuego le explicó que el estado de Brocker era espléndido, y que Arquero, como siempre, estaba enfadado.

—Sí, supongo que no podía ser de otro modo, pero eso carece de importancia —fue el contundente comentario de la reina—. A usted le vendrá bien hacer este viaje, visitar Burgo del Rey para ayudar a Nash. Creo que usted sabrá cómo manejar su cortejo, porque ya no es una niña. ¿Qué tal está el estofado?

Fuego degustó otra cucharada del guiso que, a decir verdad, estaba muy rico, al tiempo que luchaba para refrenar la expresión de incredulidad que pugnaba por plasmársele en el rostro. ¿Que ya no era una niña? Hacía bastante tiempo que había dejado de serlo.

En ese preciso momento, cómo no, Brigan apareció en la puerta para saludar a su madre e indicarle a Fuego que volviera a montar a caballo, y de inmediato ella se sintió de nuevo como una chiquilla. Había una parte de su cerebro que dejaba de funcionar cada vez que tenía cerca a ese hombre; se le paralizaba a causa de su frialdad.

—¡Briganval, vienes a robarme a mi invitada! —exclamó Roen, que se levantó y lo abrazó.

—A cambio de cuarenta soldados —contestó el comandante—. Hay doce heridos, por lo que también te dejo un sanador.

—Podemos arreglárnoslas sin él si tú lo necesitas, Brigan.

—Su familia vive en Gríseos Chicos, y le prometí que se quedaría aquí cuando fuera posible. Nos las compondremos con lo que tenemos hasta llegar a Fortaleza Central.

—De acuerdo, pues —aceptó la reina con energía—. Dime, ¿duermes lo suficiente?

—Sí, sí.

—Oh, vamos, una madre sabe cuando un hijo le miente. ¿Comes bien?

—No, hace dos meses que no pruebo bocado —respondió Brigan, muy serio—. Estoy haciendo una huelga de hambre para protestar por las inundaciones primaverales en el sur.

—Muy gracioso. —Roen acercó el frutero—. Toma, coge una manzana, querido.

Fuego y Brigan no cruzaron palabra al salir juntos de la fortaleza para reanudar el viaje a Burgo del Rey; él fue comiéndose la manzana, y ella, que se había envuelto de nuevo la cabellera con el pañuelo, se sorprendió al sentirse un poco más cómoda al lado del príncipe.

El hecho de saber que Brigan era capaz de bromear, contribuyó a ese cambio.

Pero hubo otras sorpresas a continuación: tres gestos amables.

Corto y la escolta la aguardaban casi al final de la columna de tropas, aunque conforme Brigan y la joven se acercaban allí, ella advirtió que algo iba mal; intentó enfocar la mente, cosa que no resultó fácil con tanta gente yendo de aquí para allá, y aguardó a que el príncipe acabara de conversar con un capitán que se les aproximó para preguntar sobre el itinerario del día.

—Creo que mis escoltas tienen retenido a un hombre —le informó al príncipe cuando el capitán se hubo marchado.

—¿Por qué? ¿Qué hombre? —preguntó él en voz baja.

La muchacha sólo captaba una idea general y algunos detalles puntuales de lo que sucedía.

—Lo único que sé es que me odia, pero no le ha hecho daño a mi caballo.

—No se me había ocurrido esa posibilidad. Tendré que discurrir alguna treta para que la gente no considere a su caballo como un objetivo.

Habían acelerado el paso tras lo advertencia y, por fin, llegaron hasta el lugar donde se desarrollaba una desagradable escena: dos escoltas de Fuego sujetaban a un soldado que barbotaba maldiciones y escupía sangre y dientes, mientras que un tercer escolta le cruzaba la boca una y otra vez para lograr que se callara. Horrorizada, Fuego buscó el contacto con la mente del escolta para que dejara de golpearle.

Y entonces reparó en ciertos detalles que la ayudaron a comprender la escena: el estuche del violín yacía en el suelo, manchado de barro, con los restos del instrumento al lado. El violín estaba hecho añicos, destrozado hasta tal punto que casi era irreconocible; se veía el puente hincado en la caja, como si una cruel y enconada bota lo hubiera machacado.

En cierto sentido, aquel espectáculo era peor que recibir un flechazo. Fuego se tambaleó hasta llegar junto a Corto y hundió la cara en el hombro del animal, porque era incapaz de contener las lágrimas y no quería que Brigan la viera llorar.

Detrás de ella, el príncipe soltó una contundente maldición, mientras que alguien —Fuego creyó identificar a Musa—, también a su espalda, le ofreció un pañuelo. El cautivo seguía profiriendo juramentos y, ahora que la veía en persona, gritaba cosas horribles sobre su cuerpo y lo que le haría, palabras inteligibles a pesar de tener la boca partida e hinchada. Brigan se le aproximó a zancadas.

No lo golpee más, por favor —le transmitió Fuego, angustiada.

Y es que el crujido de huesos no la ayudaba precisamente a contener el llanto. El comandante barbotó otra maldición e impartió una seca orden; por la repentina pronunciación incomprensible del soldado, Fuego comprendió que lo habían amordazado, y a continuación se lo llevaron a rastras de allí, en dirección a la fortaleza, custodiado por Brigan y varios escoltas de la joven.

Se hizo un silencio absoluto, y al notar su agitado respiración, Fuego se esforzó en calmarse.

«Qué hombre tan horrible —se dijo, apoyada lo cabezo en la crin del caballo—. ¡Qué hombre tan, tan espantoso!».

Oh, Corto, ese hombre era terrible.

El caballo resopló y le dejó un poco de saliva en el hombro, como un gesto reconfortante.

—Lo siento mucho, señora —dijo Musa detrás de ella—. Nos pilló por sorpresa, pero de ahora en adelante no permitiremos que se acerque nadie que no haya enviado el comandante.

Fuego se enjugó las lágrimas con el pañuelo y se giró sólo un poco hacia la capitana de su escolta, porque era incapaz de mirar el montón de astillas esparcidas en el suelo.

—No os considero culpables de lo ocurrido.

—Pero el comandante sí lo hará. Y así debe ser —manifestó Musa.

Fuego inspiró profundamente para sosegarse, y musitó:

—Debería haberme imaginado que tocar música supondría una provocación.

—Señora, no le consiento que se eche la culpa, y lo digo en serio: no lo permitiré.

Fuego sonrió ante tal comentario y le devolvió el pañuelo a la capitana, dándole las gracias.

—No es mío, señora. Es de Neel —aclaró la mujer.

—¿De Neel? —repitió Fuego, que había identificado el nombre de uno de los escoltas masculinos.

—El comandante se lo cogió y me lo entregó a mí para que se lo diera a usted, señora. Neel no lo echará en falta, porque tiene pañuelos a cientos. Dígame, señora, ¿era un violín muy caro?

Sí, lo era; pero Fuego nunca lo valoró por el precio, sino porque transmitía un extraño y peculiar sentimiento de dulzura que ahora había desaparecido.

—Qué más da —contestó mientras contemplaba el pañuelo y, midiendo las palabras, añadió—: El comandante no golpeó a ese hombre; se lo pedí mentalmente, y no lo hizo.

Dio la impresión de que Musa aceptaba el giro de la conversación hacia otro tema, y replicó:

—Me llamó la atención ese detalle, sí. Él tiene por norma no golpear a sus soldados, ¿sabe? Pero esta vez creí que vería cómo se cumplía la excepción la regla, porque parecía que quería matarlo.

Además, se tomó la molestia de conseguir el pañuelo del escolta, y compartió con ella su preocupación por el caballo. En total, tres gestos amables.

Hechas tales consideraciones, Fuego comprendió que Brigan la había atemorizado porque le daba miedo que lo perjudicara el odio de una persona que, inevitablemente, le caía bien, y también la apocaba por su aspereza y su impenetrabilidad. Sin embargo, aunque todavía la cohibía, al menos ya no lo temía.

Cabalgaron sin pausa el resto del día, y al caer la noche acamparon en un terreno de rocas lisas. Se encendieron fogatas y se levantaron tiendas alrededor de la de Fuego; eran tantas que daba la impresión de que se extendían hasta el infinito. A la joven se le ocurrió pensar que nunca había estado tan lejos de su casa; estaba convencida de que Arquero la echaría de menos, y ese convencimiento aliviaba en cierta medida su soledad. Sería terrible el estallido de cólera de su amigo si supiera lo ocurrido con el violín. Por lo general, esos ataques de furia la exasperaban, pero ahora la consolarían; si Arquero estuviera allí, ella sacaría fuerzas de su apasionamiento.

Al poco rato, las miradas de los soldados más cercanos la obligaron a retirarse a su tienda, ya que no conseguía dejar de darle vueltas a las palabras pronunciadas por el hombre que le había destrozado el violín. ¿Por qué el odio inducía tan a menudo a los hombres a pensar en la violación? Además, reconoció que existía un punto débil en el poder que poseía como monstruo, porque con la misma frecuencia con que su hermosura servía para controlar fácilmente a determinados hombres, servía también para desquiciar de tal forma a otros que se volvían incontrolables.

Un monstruo, y en especial una mujer monstruo, provocaba que emergieran los peores sentimientos de un ser humano a causa del deseo y de los infinitos y pervertidos canales para expresar la malicia. El mero hecho de contemplarla actuaba como una droga en la mente de cualquier hombre débil, ¿y qué hombre sería capaz de hacer un buen uso del amor o del odio estando drogado?

Ser consciente de la presencia de cinco mil hombres alrededor la oprimía.

Cumpliendo con su obligación, Mila y Margo habían entrado en la tienda, y se sentaron cerca de ella, sujetando la espada, silenciosas, alertas y aburridas. La joven lamentaba ser una carga tan fastidiosa para las escoltas, pero ella también debía reprimirse, pues hubiera querido salir de allí sin que la vieran e ir en busca de Corto; hubiera sido maravilloso poder meter al caballo en la tienda…

A todo esto, Musa se asomó por el faldón de la entrada, y dijo:

—Disculpe, señora; le comunico que un soldado de las unidades de exploradores ha venido para prestarle su violín. El comandante lo avala, pero nos ha encargado que le preguntemos a usted qué impresión le causa antes de dejarlo pasar. Está aquí mismo, señora.

—Sí, creo que es inofensivo —afirmó la joven, sorprendida de que hubiera un desconocido entre su escolta.

Inofensivo e inmenso, como comprobó al salir de la tienda; el violín parecía de juguete en las manos de aquel hombre, y Fuego imaginó que cuando blandiera la espada, daría la impresión de estar manejando un cuchillo de untar mantequilla. Sin embargo, el semblante del hombretón denotaba un talante sereno, solícito y apacible; pese a todo, el soldado bajó la vista en presencia de Fuego y le ofreció el violín.

—Tu gesto es muy generoso —dijo ella al tiempo que rechazaba el instrumento—, pero no quiero privarte de él.

—Todos sabemos lo que hizo usted hace unos meses en la fortaleza de la reina Roen, señora. —La voz del soldado era tan profunda que sonaba como si saliera de la tierra—. Le salvó la vida a nuestro comandante.

—Sí, bueno —contestó Fuego, pero sólo porque el soldado parecía esperar que dijera algo—. Pero aun así…

—Los hombres lo comentan sin cesar —prosiguió él, que inclinó la cabeza en un gesto de respeto y le puso el violín en las manos—. Además, usted es mucho mejor violinista que yo.

Fuego lo siguió con la mirada mientras se alejaba con andares torpes; estaba conmovida y tremendamente reconfortada gracias al tono de voz del soldado y a la inmensa sensación de afabilidad que emanaba de él.

—Ahora comprendo cómo logran nuestras unidades de exploradores hacer pedazos a bandas de malhechores que les doblan en número —comentó en voz alta.

—Es una suerte tenerlo de nuestra parte, es cierto —rio Musa.

Fuego pulsó las cuerdas del violín; estaba afinado, aunque tenía un tono agudo, estridente; no era el instrumento de un maestro, pero le serviría para tocar.

Y, por ende, constituía una declaración de principios.

La muchacha entró un momento en la tienda para coger su arco y volvió a salir enseguida; echó a andar, dando firmes zancadas por la planicie atestada de soldados, hacia un afloramiento rocoso que divisó a cierta distancia. Los escoltas salieron precipitadamente tras ella y la rodearon, mientras los soldados no le quitaban ojo al pasar entre ellos; cuando llegó al afloramiento, trepó por las rocas, y una vez que estuvo arriba, se sentó y se colocó el violín debajo de la barbilla.

Desde lo alto del montículo, al alcance del oído de todos, tocó lo primero que se le antojó interpretar.