Capítulo 10

Fuego temía que el ejército marchara demasiado deprisa y no pudiera seguirlo, o bien que, a causa de su lentitud, los cinco mil soldados se vieran obligados a aflojar el paso. Y, en efecto, la columna cabalgaba con rapidez en campo abierto, sobre todo cuando atravesaba zonas de terreno lo bastante llano para facilitarle el avance, pero casi siempre llevaba una marcha moderada, en parte por las limitaciones impuestas por el escaso espacio de los túneles o por lo abrupto de algunos parajes, y en parte por las exigencias de una fuerza armada que, por su propia naturaleza, se topaba con obstáculos que otros grupos de viajeros procuraban evitar.

La organización de la División Primera era una maravilla; consistía en un cuerpo básico fraccionado en secciones que, a su vez, se subdividían en pequeñas unidades, las cuales se alejaban de vez en cuando del grueso de la columna y, partiendo al galope, se internaban en las cuevas o recorrían los empinados caminos montañosos, y reaparecían al cabo de cierto tiempo. Las unidades exploradoras cabalgaban más deprisa en vanguardia, y otras patrullas, en los flancos, lo hacían al paso; a veces enviaban subunidades para informar o, en caso de topar con dificultades, para pedir refuerzos. De vez en cuando, los soldados regresaban ensangrentados y contusionados, y Fuego aprendió a identificar las túnicas verdes de las unidades de sanadores, que salían presurosas a curarlos.

La División Primera también contaba con las unidades de caza, que se desplazaban por turno y reaparecían de tanto en tanto con las piezas abatidas, así como las unidades de suministros responsables de los animales de carga y de inventariarlos. Por otra parte, las unidades de mando distribuían los mensajes de Brigan al resto de la tropa, y las de los arqueros no cesaban de vigilar ante la posible aparición de animales o monstruos depredadores tan tontos que se atrevieran a atacar al grueso de la columna de jinetes. La propia escolta de Fuego formaba también una unidad, creando una barrera entre ella y los miles de soldados mientras durara el viaje; asimismo la ayudaban en cualquier cosa que precisara, lo que al principio consistió tan sólo en responderle a sus preguntas respecto a por qué daba la sensación de que el ejército se dedicaba a ir y venir constantemente.

—¿Existe una unidad que controle lo que hacen todas las demás? —preguntó la joven a una de sus escoltas, la oficial de ojos de color avellana, llamada Musa.

La mujer rio; casi todas las preguntas que le formulaba Fuego le provocaban esa reacción.

—El comandante no necesita una unidad para eso, señora, lo controla él mismo, de memoria. Fíjese qué trajín hay en torno al portaestandarte; se debe a que cada unidad que se marcha o regresa informa en primer lugar al comandante.

Fuego ya se había fijado en el portaestandarte y en su caballo con no poca lástima, porque daba la impresión de que cabalgaran el doble de trayecto que la mayor parte del ejército. Su misión consistía en permanecer cerca del comandante para que se lo localizara con facilidad, pero resultaba que Brigan estaba en continuo movimiento, pues o bien retrocedía hasta la retaguardia, o se separaba del cuerpo principal del ejército, o partía a galope hacia la vanguardia, dependiendo, según suponía Fuego, de asuntos de gran importancia militar, en función de lo que se considerara importante en Los Vals. De tal modo, el portaestandarte, que, en opinión de la muchacha, habría sido elegido por ser un magnífico jinete, seguía al príncipe en todo momento, como si fuera su propia sombra.

A todo esto, Brigan y el portaestandarte se aproximaron hacia donde se hallaba Fuego, y ella tuvo que rectificar de nuevo: la portaestandarte había sido elegida por tratarse de una magnífica amazona.

—Musa, ¿cuántas mujeres hay en la División Primera? —le preguntó a la oficial.

—Unas quinientas, señora, y unas dos mil quinientas en total entre las cuatro divisiones y las unidades auxiliares de reserva.

—¿Dónde están esas unidades auxiliares cuando el resto del ejército patrulla?

—En las fortalezas y en las torres de almenara que hay repartidas por todo el reino, señora. Entre los soldados de las dotaciones de esos puestos, militan muchas mujeres.

Dos mil quinientas mujeres que habían elegido por voluntad propia vivir a lomos de un caballo, luchar, comer y dormir entre una multitud de hombres. ¿Por qué razón escogía una mujer una vida así? ¿Acaso eran salvajes y violentas por naturaleza, tanto como algunos soldados varones ya habían demostrado?

Cuando ella y su séquito abandonaron el bosque de Trilling y salieron a las llanuras rocosas donde se encontraba estacionado el ejército, se produjo una pelea a causa de Fuego que fue corta y brutal: dos hombres, fuera de sí al verla y en desacuerdo por un motivo u otro (el honor de la joven o sus respectivas posibilidades con ella), se enzarzaron y hubo empujones, puñetazos, narices rotas, sangre… Entonces Brigan, acompañado por tres escoltas de Fuego, desmontó y, en un abrir y cerrar de ojos y antes de que ella entendiera del todo qué ocurría, pronunció una única palabra que puso fin a la riña:

—¡Basta!

Evitando mirar a los contendientes, Fuego mantuvo la vista fija en la cruz de Corto y le atusó la crin con los dedos hasta que percibió un sentimiento de contrición en los dos antagonistas. Sorprendida, echó una rápida ojeada y observó que mantenían la cabeza gacha, dirigían pesarosas miradas a Brigan y cómo la sangre les goteaba de la nariz y de los labios partidos. Pero se habían olvidado de ella. Captó con toda claridad que aquellos hombres, a causa de la vergüenza que experimentaban por haber dado semejante espectáculo ante su comandante, la habían olvidado por completo.

Era algo inusitado; entonces Fuego echó un vistazo fugaz a Brigan que mantenía el semblante impasible y la mente inaccesible a su escrutinio. Acto seguido, el príncipe habló en voz baja con los dos soldados, sin mirarla a ella ni una sola vez.

De nuevo en marcha y poco después de tener lugar el incidente, se hizo correr la voz, desde las unidades de mando, de que a cualquier soldado que peleara por alguna cuestión relacionada con lady Fuego lo expulsarían del ejército; sería desarmado, licenciado y devuelto a su casa. A juzgar por los quedos silbidos y la expresión de sorpresa entre los miembros de su escolta, la joven dedujo que se trataba de un castigo muy riguroso por una reyerta.

No sabía lo suficiente sobre las normas de los ejércitos para contrastar criterios, así que las preguntas se le agolparon: ¿Imponer un castigo riguroso convertía a Brigan en un comandante severo? ¿Era lo mismo severidad que crueldad, o no? ¿Acaso el poder que Brigan ejercía sobre sus soldados provenía de la crueldad?

Por otro lado, también se planteaba si ser licenciado de una fuerza de combate en puertas de una guerra inminente, suponía en realidad una sanción. Parecía más bien un indulto.

Entonces se imaginó a Arquero cabalgando por sus tierras al final del día, deteniéndose para hablar con los granjeros, riendo, maldiciendo el terreno rocoso del norte, como hacía siempre; y con Brocker, sentándose a cenar sin ella.

Cuando el ejército se detuvo por fin para pasar la noche, Fuego insistió en almohazar personalmente a su caballo; se apoyó en Corto y le habló en susurros, reconfortada con la cercanía del animal, el único ser conocido en medio de un mar de extraños.

Acamparon en una gigantesca gruta subterránea, a mitad de camino entre la casa de Fuego y la fortaleza de Roen; la muchacha no había contemplado nada semejante en toda su vida. Tampoco es que se viera mucho, porque dentro dominaba la penumbra; la escasa luz penetraba a través de algunas fisuras del techo y se colaba por varias aberturas laterales. Al ponerse el sol, la oscuridad se adueñó de la cueva, y la División Primera se convirtió en un conjunto de sombras móviles desperdigadas por el empinado suelo de la gruta.

En la cueva el sonido era envolvente, musical, de tal modo que el ruido que provocaron el comandante y un grupo de doscientos hombres al marcharse del campamento, sonó como si fueran dos mil personas, y sus pasos resonaron como si tañeran las campañas. Brigan, manteniendo el semblante tan indescifrable como siempre, partió tan pronto como se cercioró de que los demás se habían acomodado, pues iba en busca de una unidad de cincuenta exploradores que no habían regresado al lugar acordado ni en el plazo en que se esperaba que lo hicieran.

Fuego estaba intranquila; las sombras cambiantes de sus cinco mil compañeros la inquietaban, y aunque su escolta la mantenía apartada de la mayoría de los soldados, no era capaz de aislarse de las impresiones que su mente recopilaba. Resultaba agotador estar pendiente de tanta gente; casi todos la tenían presente con mayor o menor grado de conciencia, incluso los que se encontraban más alejados. Y eran demasiados los que deseaban algo de ella; algunos, acercarse más de la cuenta.

—Me gusta el sabor de los monstruos —le masculló un soldado que tenía la nariz rota por dos sitios.

—La amo. Es usted preciosa —le susurraron otros tres o cuatro hombres, pegándose contra la barrera que formaban los que la custodiaban, para intentar llegar hasta ella.

Brigan había dejado órdenes estrictas a los que la custodiaban de que la señora tenía que albergarse en una tienda de campaña a pesar de que el ejército estuviera a cubierto, en la caverna, y que dos mujeres de la escolta debían acompañarla permanentemente.

—¿Es que no voy a tener ni un momento de intimidad? —inquirió cuando oyó por casualidad las instrucciones que el príncipe le daba a Musa.

Él cogió un guantelete de cuero que le tendía un joven (su escudero, imaginó Fuego) y se lo puso.

—No, nunca —fue la escueta respuesta; antes de que ella tuviera ocasión de protestar, Brigan cogió el otro guantelete y mandó traer su caballo. La trápala de los cascos creció como una ola y después se desvaneció.

El olor a carne de monstruo asada penetró en la tienda; Fuego cruzó los brazos y trató de no asestar una mirada fulminante a las dos escoltas que la acompañaban en ese momento, y de cuyos nombres era incapaz de acordarse. De un tirón se quitó el pañuelo de la cabeza; suponía que en presencia de esas dos mujeres podría librarse un rato de la incómoda presión de la tela que le cubría el cabello. Ninguna de las dos esperaba nada de ella, y la emoción más destacable que percibía en ambas era el aburrimiento.

Claro que, una vez que se descubrió el cabello, dicho aburrimiento disminuyó; la contemplaron con curiosidad y ella, fatigada, les sostuvo la mirada.

—He olvidado vuestros nombres, lo siento —se disculpó.

—Yo soy Margo, señora —contestó la que tenía el rostro ancho, de aspecto agradable.

—Y yo, Mila, señora —informó la otra, de cabello rubio, estilizada y muy joven.

Musa, Margo y Mila. Fuego contuvo un suspiro; a esas alturas identificaba a casi todos los integrantes de la escolta por la percepción que tenía de cada cual, pero retener los nombres iba a costarle un poco de tiempo.

No sabía qué más decir, así que jugueteó con el estuche del violín; lo abrió y aspiró el entrañable olor del barniz; pulsó una cuerda y la respuesta acústica, como el reverbero de una campana tañida bajo el agua, la reorientó. El faldón de la entrada de la tienda estaba alzado, y la tienda en sí, instalada en un recoveco de la pared de la caverna, disponía de un saliente a modo de techo que se curvaba de forma muy parecida a la caja de resonancia de un instrumento. Fuego se colocó el violín debajo de la barbilla, lo afinó y empezó a tocar quedamente.

Era una canción de cuna, una melodía sedante para calmar su propio nerviosismo; el ejército quedó en un segundo plano, imperceptible.

Esa noche, a Fuego no le resultó fácil conciliar el sueño, pero era consciente de que era inútil buscar las estrellas, porque la lluvia se colaba por las grietas del techo y se escurría por los muros hasta el suelo. El cielo estaría negro, pero quizás una tormenta de medianoche ahuyentaría los malos sueños. La joven retiró la manta, recogió las botas, se deslizó con sigilo entre las dormidas Margo y Mila y apartó a un lado el faldón de la entrada.

Una vez que estuvo fuera, procuró no tropezar con los escoltas que dormían colocados alrededor de la tienda a modo de foso humano; cuatro de ellos estaban despiertos —Musa y tres hombres cuyos nombres no recordaba— y jugaban a las cartas a la luz de una vela. Las llamas parpadeantes de las candelas brillaban en diversos puntos por todo el suelo de la caverna, y Fuego supuso que la mayoría de las unidades tendrían establecidos turnos de guardia durante toda la noche. Se compadeció de los soldados que estuvieran de servicio en el exterior de aquel refugio, bajo la lluvia, así como del grupo de búsqueda comandado por Brigan, y de los exploradores a los que buscaban, ya que ni unos ni otros habían regresado aún.

La aparición de la dama monstruo pareció sorprender un tanto a los cuatros soldados despiertos, y ella, recordando que se había quitado el pañuelo, se llevó la mano al cabello.

—¿Pasa algo, señora? —preguntó Musa, recobrada la compostura.

—¿Hay alguna hendidura en la caverna desde la que se pueda contemplar el cielo? —inquirió—. Quiero ver la lluvia.

—Sí, la hay.

—¿Querrás indicarme el camino?

Musa dejó las cartas y despertó a los escoltas que estaban un poco más lejos del foso humano.

—¿Qué haces? —susurró Fuego—. Musa, no es necesario, por favor. Déjalos dormir —pidió, pero la oficial siguió sacudiendo por el hombro a los hombres hasta que hubo cuatro de ellos despiertos, después ordenó a dos de los jugadores de cartas que montaran guardia, e indicó por señas a los otros que se armaran.

Acrecentada la fatiga con un sentimiento de culpabilidad, Fuego regresó a la tienda a recoger el pañuelo, así como el arco y las flechas; salió de nuevo y se reunió con sus seis armados y adormilados acompañantes. Musa encendió velas y se las fue pasando a los hombres; luego, en silencio, los siete se desplazaron en fila a lo largo del perímetro de la caverna.

Poco después recorrían un sendero estrecho y empinado que conducía a un agujero abierto en la ladera de la montaña; Fuego casi no distinguía nada por la abertura, pero el instinto le advertía que no se aventurara demasiado lejos ni se soltara de los bordes rocosos que formaban una especie de vano a uno y otro lado; no quería caerse.

Hacía una noche ventosa, húmeda y fría, y la joven se decía que era una estupidez mojarse, pero dejó que la lluvia la empapara y se sumergió en la percepción indómita de la tormenta, mientras sus escoltas, apiñados al borde de la abertura, intentaban proteger las llamas de las velas.

De repente captó un cambio en su percepción del entorno: se aproximaba gente… Jinetes, muchos jinetes, aunque a esa distancia y al conocer personalmente a muy pocos de ellos, le resultaba muy difícil discernir si eran doscientos o doscientos cincuenta, así que se concentró y llegó a la conclusión de que percibía a bastantes más de doscientos; los notaba cansados, pero no en un estado de ansiedad fuera de lo normal. La misión del grupo de búsqueda debía de haber tenido éxito.

—El grupo de búsqueda regresa —informó a su escolta—. Esos soldados están cerca, y creo que los acompaña la unidad de exploradores.

El silencio que acogió sus palabras la obligó a darse la vuelta para mirar a los soldados, y se encontró ante seis pares de ojos que la observaban con distintos grados de inquietud. Entró en el pasadizo y se resguardó de la lluvia.

—Creí que os gustaría saberlo —añadió la joven en voz baja—. Sin embargo, si os incomoda, no compartiré lo que me revela mi percepción.

—No, no —exclamó Musa—. Es acertado que nos lo comunicara, señora.

—¿Se encuentra bien el comandante, señora? —preguntó uno de los escoltas.

Fuego ya estaba intentando constatar ese punto por propia iniciativa, aunque le resultaba irritantemente dificultoso disociar al príncipe de los demás. Que se encontraba en el grupo era seguro, y suponía que la constante impenetrabilidad de la mente de Brigan era en cierta medida una indicación de que se hallaba en buenas condiciones físicas.

—No puedo confirmarlo con toda certeza, pero creo que sí.

A todo esto, la cadencia de la trápala de cascos resonó a través del pasadizo cuando, por alguna hendedura de la falda de la montaña, los jinetes entraron en el túnel que conducía a la caverna en que acampaba el ejército.

Poco después, mientras bajaban lenta y trabajosamente por la estrecha galería, Fuego obtuvo una brusca respuesta a su inquietud por detectar al comandante, pues lo percibió; él subía cuenta arriba por el pasadizo, en dirección al grupo. La joven se detuvo de golpe, y de ese modo provocó que el escolta que caminaba detrás de ella mascullara entre dientes un reniego muy poco caballeroso, mientras se contorsionaba para no prender fuego al pañuelo de la cabeza con la candela que sostenía en la mano.

—¿Hay alguna otra ruta que lleve a la caverna desde aquí? —inquirió Fuego; nada más preguntarlo adivinó la respuesta y se acurrucó, mortificada, por aquella exhibición de cobardía.

—No la hay, señora —contestó Musa, espada en mano—. ¿Ha percibido algo más adelante?

—No, no —repuso Fuego con abatimiento—. Sólo al comandante.

El comandante que iba al encuentro de la monstruo que deambulaba por ahí, demostrando ser irresponsable e imprudente. A partir de ese momento, la tendría encadenada.

Él apareció pocos minutos más tarde, con una candela en la mano; cuando llegó junto al grupo, se detuvo, saludó a los soldados con un cabeceo formal y habló con Musa en voz baja. La unidad de exploradores se había recuperado sin bajas pese a tropezar con unos peligrosos bandidos de las cuevas que los doblaban en número, pero tras despedazarlos, intentaron regresar en la oscuridad; las heridas sufridas por los soldados no eran importantes, y en diez minutos todos estarían dormidos.

—Espero que usted duerma también un poco, señor —dijo Musa, y de repente, Brigan sonrió; se apartó a un lado para dejarlos pasar y, durante un instante, su mirada se cruzó con la de Fuego. Se le notaba muy cansado; llevaba barba de un día y estaba empapado.

Al parecer, no había ido a buscarla; una vez que ella y sus acompañantes pasaron de largo, él siguió caminando pasadizo arriba.