Capítulo 1
Lo que sorprendió a Fuego no fue que el hombre que merodeaba por el bosque le disparara, sino que acertara a darle sin querer.
La flecha se le clavó en el brazo, y el impacto la desplazó de lado con tanta fuerza que chocó contra un peñasco, dejándola sin respiración. La intensidad del dolor hacía imposible ignorarlo, pero pese a ello, enfocó la mente sobrepasando el sufrimiento y lo transformó en algo frío y refulgente, como una estrella solitaria en un oscuro cielo invernal. Si ese hombre tenía temple, si sabía bien lo que hacía, estaría prevenido contra ella y contra su poder, pero Fuego rara vez topaba con alguien así. Lo más frecuente era que los hombres que querían dañarla se mostraran furiosos, arrogantes o asustados, hasta el punto de que no le costaba mucho esfuerzo hallar una fisura en las barreras defensivas tras las que ocultaban sus pensamientos, y colarse por ellas con facilidad.
Dio con la mente del hombre de inmediato y la halló tan abierta, incluso tan bien dispuesta, que se planteó si no sería un pobre simplón contratado por otro; entonces buscó a tientas el cuchillo que llevaba metido en la bota. Primero oyó las pisadas del individuo entre los árboles, y enseguida, la respiración; no tenía tiempo que perder, porque volvería a dispararle en cuanto la viera.
No quieres matarme. Has cambiado de idea.
El hombre asomó por detrás de un árbol y, en efecto, la vio; los ojos, de color azul, se le desorbitaron a causa de la estupefacción y el horror.
—¡Oh, no, una muchacha, no! —gritó.
La exclamación del desconocido la desconcertó. ¿Acaso no tenía intención de matarla? ¿Es que no sabía quién era? ¿O tal vez pretendía matar a Arquero?
—¿Quién era tu blanco? —inquirió Fuego, haciendo un esfuerzo para que su voz le sonara sosegada.
—Quién, no. Más bien dirás, qué —contestó él—. Llevas una capa de pelaje marrón, y tu vestido es del mismo color. ¡Cielos benditos, muchacha! —maldijo en un arranque de exasperación. Se le acercó y examinó la flecha clavada en la parte superior del brazo, así como la sangre que le empapaba la capa, la manga y el pañuelo de la cabeza—. Se diría que tu intención era que un cazador te disparara.
Un cazador furtivo sería un término más acertado, pues Arquero había prohibido cazar en el bosque a esa hora del día porque ella acostumbraba a recorrer la fronda vestida de tal guisa. Además, nunca había visto a ese hombre de ojos claros, cabello castaño rojizo y más bien bajo de estatura. Por si fuera poco, no sólo era un cazador furtivo, sino que le había disparado por equivocación mientras cazaba de forma ilegal, motivos por los cuales no le apetecería nada entregarse a Arquero, conocido por su mal genio. Sin embargo, eso era lo que ella debía procurar que hiciera, porque perdía mucha sangre y se mareaba; necesitaría, por lo tanto, la ayuda de aquel hombre para llegar a casa.
—Ahora tendré que matarte —rezongó él, abatido. Pero antes de que la joven tuviera tiempo de asimilar tan absurda conclusión, añadió—: Eh, un momento, ¿quién eres? Dime que no eres ella.
—¿A quién te refieres? —preguntó Fuego a su vez, elusiva, para ganar tiempo y buscar acceso a la mente del individuo; de nuevo la encontró en blanco, como si sus intenciones se hallaran perdidas en un manto de niebla.
—Llevas el pelo tapado. Y esos ojos y la cara… ¡Maldita sea mi estampa! —imprecó el cazador al tiempo que retrocedía—. Esos ojos tan verdes… Soy hombre muerto.
Era un tipo raro: primero llegaba a la conclusión de que tenía que matarla, después afirmaba que moriría él, sin olvidar su extraño estado de conciencia, como si tuviera la mente enturbiada, y en aquel momento daba la impresión de que estaba a punto de darse a la fuga, algo que Fuego no debía permitir que sucediera.
De modo que se apoderó de los pensamientos del hombre y los guio como le convenía.
Ni mis ojos ni mi cara te parecen tan fuera de lo normal.
El hombre la escudriñó, desconcertado.
Cuanto más me miras, más constatas que soy una persona corriente. En el bosque has encontrado herida a una chica normal, y vas a rescatarla. Debes llevarme ante lord Arquero.
Fue en ese punto donde Fuego encontró cierta resistencia debido a que el hombre tenía miedo. Ejerció una presión mayor en la mente del desconocido al tiempo que le dedicaba la sonrisa más encantadora que fue capaz de esbozar, habida cuenta del dolor espantoso que la atenazaba y el hecho de correr el riesgo de morir desangrada.
Lord Arquero te recompensará y te protegerá, y serás honrado y aclamado como un héroe.
Las dudas del hombre se despejaron; liberó a Fuego de la aljaba y del estuche del arco que llevaba a la espalda y se los colgó al hombro, junto con su propio carcaj. A continuación cogió con una mano los dos arcos —el de ella y el suyo— y apoyó el brazo derecho de la muchacha, el ileso, encima de los hombros.
—Vamos, señorita. —Y la sostuvo para ayudarla a caminar entre los árboles, hacia la mansión de Arquero.
La muchacha comprendió que el cazador furtivo conocía el camino, pero después, agotada, desechó ese pensamiento. Qué más daba quién era o de dónde venía; lo único importante era seguir consciente sin perder el control de la mente del hombre hasta que llegaran a casa, y la gente de Arquero lo prendiera. Aguzó oído, vista y mente, alerta a la posible aparición de monstruos, porque ni el pañuelo de la cabeza ni su propia protección mental contra esas criaturas la ocultarían de ellas si olfateaban la sangre.
Por lo menos contaba con la baza a su favor de que el cazador furtivo era bueno tirando con el arco.
Arquero abatió un ave rapaz monstruo en el mismo momento en que Fuego y el cazador furtivo salían de entre los árboles caminando a trompicones; fue un disparo bonito, a larga distancia, efectuado desde la terraza más alta, pero ella no estaba en condiciones de apreciarlo; por su parte, el cazador masculló entre dientes algo sobre lo apropiado del apodo del joven señor. El monstruo cayó a plomo desde el cielo y se estrelló en el camino que conducía a la entrada principal; las plumas de la criatura eran de un color entre dorado y anaranjado, semejante al de los girasoles.
Sosteniendo el arco en la mano con ligereza, Arquero, erguido y airoso en la terraza de piedra, escudriñó el cielo; tanteó la aljaba que llevaba a la espalda, encajó otra flecha en la cuerda y recorrió con la vista las copas de los árboles. En esto, los vio salir del bosque a los dos, al hombre que sostenía a la muchacha y a esta, ensangrentada y casi incapaz de caminar; Arquero giró sobre sus talones y entró corriendo en la casa. A pesar de encontrarse lejos y de los muros de piedra que los separaban, Fuego oyó que gritaba, y le dirigió palabras y sensaciones a la mente, que no tenían nada que ver con el control mental, sino como un simple mensaje:
No te preocupes. Aprésalo y desármalo, pero no le hagas daño, por favor —pidió, y por si servía de algo, añadió—: Es un buen hombre y he tenido que engañarlo.
Arquero salió con precipitación por la gran puerta principal seguido por su capitán, Palla, un sanador y cinco guardias. Salvó de un salto al ave rapaz abatida en el camino y echó a correr hacia Fuego.
—¡La encontré en el bosque! —gritó el cazador furtivo—. ¡La encontré! ¡Le he salvado la vida!
Después de que los guardias apresaran al cazador, Fuego le liberó la mente; el alivio que sintió fue tan grande que se le doblaron las rodillas y se desplomó contra el pecho de Arquero.
—Fuego, ¿cómo te encuentras? —oyó que le preguntaba su amigo—. ¿Dónde más estás herida?
Al ver que era incapaz de sostenerse en pie, Arquero la sujetó para que no se cayera y la bajó al suelo, despacio. Fuego negó con la cabeza.
—En ningún otro sitio —contestó con un hilo de voz.
—Que se siente, o mejor, ayúdela a tumbarse —instruyó el sanador—. He de cortar la hemorragia.
—¿Se pondrá bien? —inquirió Arquero, fuera de sí.
—Por supuesto —replicó el sanador con sequedad—. Sobre todo si usted se quita de en medio y me deja que restañe la herida.
Arquero soltó un resoplido y besó a Fuego en la frente; se apartó de ella y se puso en cuclillas mientras abría y apretaba los puños. Luego se giró un poco para mirar al cazador furtivo que sus guardias tenían reducido; Fuego sabía que su amigo, sin haber liberado la ansiedad, daría rienda suelta a la rabia, y le dirigió un pensamiento admonitorio:
Arquero…
—Un buen hombre al que, no obstante, hay que apresar —masculló él mientras se incorporaba, sin apartar la vista del cazador—. Veo que la flecha que la señora tiene clavada en el brazo proviene de tu aljaba, de modo que, dime: ¿quién eres y quién te envía?
El hombre apenas prestó atención a lo que decía Arquero, pues miraba a Fuego alelado, con los ojos saliéndosele de las órbitas.
—Vuelve a ser hermosa —musitó quedamente—. Y yo soy hombre muerto.
—No te matará —lo tranquilizó la muchacha—. A los cazadores furtivos no los mata y, además, me has salvado.
—Si fuiste tú quien disparó la flecha, será un placer para mí acabar contigo —amenazó Arquero.
—Lo que haga usted da lo mismo —afirmó el cazador.
—Pero si tu intención era rescatarla —le espetó Arquero, asestándole una mirada iracunda—, explícame por qué no le quitaste la flecha y le vendaste la herida antes de traerla a rastras a través de medio mundo.
—Arquero… —La muchacha enmudeció de golpe y ahogó un grito a duras penas cuando el sanador rasgó la manga ensangrentada—. Lo tenía controlado y no se me ocurrió pedírselo; déjalo en paz.
—¿Por qué no se te ocurrió? ¿Es que no tienes sentido común?
—Lord Arquero —lo interrumpió el sanador, enojado—, en lugar de gritarle a una persona que está a punto de desmayarse por la pérdida de sangre, más vale que haga algo útil, así que, por favor, ¿le importaría sujetarla mientras le extraigo la flecha? Y lo mejor que puede hacer después es otear el cielo, por si acaso.
El joven se arrodilló junto a la muchacha y la inmovilizó por los hombros; estaba inexpresivo, pero cuando habló, le tembló la voz de emoción:
—Perdóname, Fuego. —Después le dijo al sanador—: Estamos locos por hacer esto en el exterior. Huelen la sangre.
En estas, un dolor repentino, cegador como un relámpago, asaltó a la joven, que agitó la cabeza y forcejeó para librarse del sanador y del peso y la fuerza de Arquero. A causa de las sacudidas se le cayó el pañuelo y le quedó a la vista la mata de cabello, brillante como un prisma de colores: bermejo, amapola, cobrizo, fucsia, flamígero… Un color rojo más intenso que la sangre que empapaba el camino.
Fuego cenó en su casa de piedra, construida detrás de la de Arquero y protegida por la guardia de este, quien había mandado llevar el ave rapaz muerta a la cocina de su amiga. Él era una de las pocas personas que no la avergonzaban porque le gustara mucho el sabor de la carne de monstruo.
Comió en la cama, y Arquero se sentó con ella, le cortó la carne y la animó a comer… Y es que hasta masticar le dolía; a decir verdad, le dolía todo.
Habían encerrado al cazador furtivo en una de las jaulas de monstruos instaladas en el exterior, jaulas que el padre de la joven, lord Cansrel, mandó construir en la colina que se alzaba detrás de la casa.
—Así se desate una gran tormenta con rayos y truenos, o llueva a mares y haya una inundación —deseó Arquero—. Me gustaría que se abriera el suelo debajo de tu cazador furtivo y se lo tragara.
Fuego no le hizo caso; le constaba que era pura palabrería.
—Me he cruzado con Donal al entrar, en el recibidor —continuó Arquero—. Pero se ha escabullido; iba cargado con un montón de mantas y almohadas, por lo que supongo que has ordenado preparar una cama a tu asesino ahí fuera, ¿verdad?, y que también lo alimenten tan bien como a ti misma.
—No es un asesino, sino un cazador furtivo con poca vista.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Está bien, está bien, pero estoy convencida de que cuando me hirió creía que disparaba a un venado.
—Tal vez. —Arquero se recostó y se cruzó de brazos—. Hablaremos con él mañana y le sonsacaremos.
—Preferiría no colaborar.
—Y yo preferiría no tener que pedírtelo, querida, pero he de saber quién es ese hombre y quién lo ha enviado. Es el segundo desconocido al que se ha visto en mis tierras en las dos últimas semanas.
Fuego se reclinó en los almohadones, cerró los ojos e hizo un esfuerzo para masticar. En las colinas, los desconocidos salían hasta de debajo de las piedras, y era imposible saber la verdad de todo el mundo. Ella no quería conocerla, y tampoco quería utilizar sus poderes para averiguarla; una cosa era dominar la mente de un hombre para evitar que la matara, y otra muy distinta despojarlo de sus secretos.
Cuando miró de nuevo a Arquero, este la observaba en silencio. Ella le contempló el cabello, tan rubio que parecía blanco, los ojos de color castaño oscuro, la boca de trazo orgulloso… Los rasgos familiares que conocía de siempre, desde que era una niña que daba los primeros pasos, y él, un chiquillo algo mayor que iba siempre cargado con un arco de su misma altura. Fue ella la primera que modificó su nombre real, Arklin, por Arquero, y él le enseñó a disparar. Al mirarlo ahora a la cara —la de un hombre adulto, responsable de un predio norteño, de su fortuna, de sus granjas, de su gente— se dio cuenta de la ansiedad que reflejaba. No corrían buenos tiempos en Los Vals, y en Burgo del Rey, Nash, el joven monarca, se aferraba al trono con un asomo de desesperanza mientras algunos nobles rebeldes, como lord Mydogg en el norte y lord Gentian en el sur, levantaban ejércitos y planeaban la forma de derrocarlo.
Se avecinaba una guerra, y tanto en las montañas como en los bosques, además de forajidos, pululaban espías a montones, de ahí que los desconocidos fueran siempre causa de alarma.
—No podrás salir sola por el bosque hasta que te recuperes y seas capaz de disparar otra vez —anunció Arquero con suavidad—. Las aves rapaces están enardecidas, Fuego. Lo siento mucho.
Ella tragó saliva con esfuerzo; ni siquiera se le había pasado por la cabeza esa perspectiva desoladora.
—Qué más da. Tampoco puedo tocar el violín, ni el arpa, ni la flauta, ni cualquiera de mis instrumentos musicales, así que no es menester que salga de casa.
—Avisaremos a tus alumnos, y veré a quién puedo mandar a sus casas para sustituirte. —El hombre suspiró y se frotó la nuca—. Sin la ayuda de tu percepción, no tendremos más remedio que fiarnos de los vecinos hasta que estés curada.
Dada la inestabilidad de la época, se había perdido la confianza incluso entre vecinos de antiguo, y una de las tareas de Fuego mientras impartía clases de música era estar atenta a lo que veía y oía. De vez en cuando captaba algún detalle —una información, una conversación, la sensación de que algo iba mal— que les era de ayuda a Arquero y a su padre, Brocker, ambos leales aliados del rey.
La joven cerró los ojos otra vez y respiró despacio; se le iba a hacer muy cuesta arriba la espera sin el consuelo de la música; las peores heridas eran siempre esas, las que la incapacitaban para tocar el violín.
Tarareó entre dientes una cancioncilla del norte de Los Vals que se sabían los dos, una canción que al padre de su amigo le gustaba que tocara siempre que compartían una velada.
Arquero le cogió la mano del brazo ileso y se la besó, empezando por los dedos, hasta llegar a la muñeca, y a continuación le rozó el antebrazo con los labios.
Fuego dejó de tararear, y al abrir de nuevo los ojos, se encontró con la mirada traviesa y alegre de Arquero.
Estás de broma, imagino —le transmitió con el pensamiento.
Él le acarició el cabello, radiante en contraste con las mantas.
—Pareces triste —contestó él.
Arquero, cualquier movimiento me causa dolor.
—Tú no tienes que moverte, y yo podría aliviarte el sufrimiento.
—Seguro que sí —dijo en voz alta Fuego, que sonrió a su pesar—, pero dormir tendrá el mismo efecto. Vete a casa, anda. Encontrarás otra persona a la que aliviarle el sufrimiento; no me cabe ninguna duda.
—Qué cruel, sabiendo como sabes lo preocupado que he estado por ti hoy —le reprochó él con guasa.
De eso estaba segura; sin embargo, no creía que la preocupación cambiara el modo de ser de su amigo.
Ni que decir tiene que no durmió después de que él se marchara; lo intentó, sí, pero las pesadillas la despertaban una y otra vez; pesadillas que eran peores si había pasado cierto tiempo entre las jaulas, porque era allí donde su padre murió.
Cansrel, su hermoso padre monstruo… Estas criaturas de Los Vals descendían de monstruos, aunque podían engendrar vástagos uniéndose a alguien de su especie que no fuera monstruo —como en el caso de su madre—, pero la prole de esas uniones mixtas siempre lo eran. El cabello de Cansrel era de un resplandeciente tono plateado con reflejos azulados, los ojos, de un profundo color azul oscuro, y el cuerpo y el rostro —de pasmosa belleza, rasgos refinados y bien perfilados—, como un cristal que reflectara la luz e irradiara aquel algo intangible que todos los monstruos poseían. En vida fue el hombre más hermoso de todos los seres existentes o, al menos, así lo consideraba Fuego. Además, la superaba en el control de la mente de los humanos; tenía muchísima más práctica.
Acostada en la cama, la joven rechazó el recuerdo del reluciente leopardo monstruo —un bello felino de pelaje azul medianoche y ocelos dorados— a horcajadas sobre su padre, así como el del olor de la sangre de este, prendidos los maravillosos ojos en ella, incrédulos, agonizantes…
No debería haber ordenado a Arquero que se marchara; él comprendía sus pesadillas y era apasionado y vital. Necesitaba su compañía, su vitalidad.
Cada vez estaba más inquieta, y al fin puso en práctica una idea que habría hecho empalidecer a su amigo. Se levantó del lecho, fue con lentitud hacia el armario y se puso un pantalón y una chaqueta de tonos negros y pardos oscuros, a juego con la noche; lo hizo muy despacio, porque cada movimiento era un suplicio. Fue tal el dolor que experimentó al cubrirse el cabello con un pañuelo, porque tuvo que usar las dos manos y alzar el brazo izquierdo, que por poco regresa a la cama. Pero de algún modo se las ingenió, si bien renunció a comprobar ante el espejo que no le asomara ningún mechón. Tenía por costumbre no contemplar su imagen, pues le daba vergüenza que se le cortara la respiración al verse.
Luego se metió un cuchillo en el cinturón, cogió una lanza e hizo caso omiso de las llamadas y los gritos de su propia conciencia advirtiéndole de que esa noche era incapaz de defenderse ni de un puercoespín, cuanto menos de una rapaz monstruo o de un lobo monstruo.
Con un brazo inutilizado, el siguiente paso era el más duro de todos: tenía que salir de casa, a hurtadillas, por el árbol que daba a la ventana de su cuarto, ya que había guardias de Arquero apostados en todas las puertas y no le permitirían deambular por las colinas sola y herida como estaba. A no ser, claro está, que utilizara su poder para controlarles la mente, pero no pensaba hacer semejante cosa; los hombres de Arquero confiaban en ella.
Fue su amigo el que reparó en cómo se ceñía a la casa el viejo árbol, y lo fácil que le sería a él trepar en la oscuridad; de eso hacía dos años, cuando Cansrel aún vivía. Arquero tenía entonces dieciocho años y ella, quince, y su amistad evolucionó en ciertos aspectos que los guardias de Cansrel no tenían por qué saber, una evolución dulce e inesperada para Fuego que incrementó su breve inventario de vivencias felices. Lo que su amigo ignoraba era que ella había utilizado esa ruta casi de inmediato, primero para eludir a los hombres de su padre, y después, tras la muerte de este, a los guardias del propio Arquero. No la usaba porque hiciera nada prohibido o escandaloso, sino que salía a caminar sola de noche, sin que todo el mundo lo supiera.
Sacó la lanza por la ventana, pero lo que siguió fue un sufrimiento acompañado de angustias, ropas desgarradas y uñas rotas. Ya en el suelo, empapada de sudor, temblorosa y muy consciente de que su idea había sido una estupidez, utilizó la lanza como bastón y se alejó de la casa, renqueando; no tenía intención de ir muy lejos, tan sólo quería dejar atrás los árboles para ver las estrellas.
El mero hecho de contemplarlas le aliviaría la soledad que sentía, porque las veía como criaturas hermosas, llameantes y frías; todas ellas solitarias, desoladas, silenciosas como ella…
Esa noche relucían claras y perfectas en el cielo.
Llegó a lo alto de un afloramiento rocoso, que se alzaba detrás de las jaulas destinadas a los monstruos de su padre, y se bañó en la luz de las estrellas intentando absorber parte de su serenidad; respiró hondo mientras se friccionó la cadera, donde tenía la cicatriz de un flechazo recibido meses atrás y que todavía le dolía de vez en cuando. Ese era otro de los inconvenientes que acompañaban a una herida nueva: las viejas se rebelaban y volvían a dolerle.
Nunca la habían herido de forma accidental, y no era fácil clasificar el último ataque recibido; casi resultaba cómico. Tenía en un antebrazo la cicatriz ocasionada por una daga, otra, en el vientre y un orificio en la espalda que le había quedado hacía años al sacarle una punta de flecha. Ese tipo de accidentes sucedían de vez en cuando, pues aunque existían hombres pacíficos, había otros que querían perjudicarla, o incluso matarla, porque era algo precioso que no podían poseer o porque despreciaban a su padre. Y si bien alguna agresión le causó una cicatriz, consiguió frustrar otras cinco o seis.
Además, en una muñeca tenía marcas de dientes, producidas por un lobo monstruo, y más marcas de garras en un hombro, que le había dejado una rapaz monstruo. Pero había otro tipo de heridas, las pequeñas, las invisibles, como las provocadas esa misma mañana, en la ciudad, cuando los calenturientos ojos de un hombre se le clavaron en el cuerpo, mientras que la esposa, a su lado, la miraba con un odio abrasador nacido de los celos; o bien las ocasionadas por la humillación mensual de necesitar una escolta durante la regla para que la protegiera de los monstruos, que olfateaban la sangre.
—No tendrías que avergonzarte por ser el centro de atención, sino que debería ser para ti motivo de complacencia —le reprochaba Cansrel—. ¿Es que no experimentas el gozo de saberte el desencadenante de una respuesta en todos y en todo por el mero hecho de existir?
Al contrario que ella, su padre no veía que en esas circunstancias hubiera nada humillante.
Cansrel cuidaba y alimentaba crías de monstruos depredadores: una rapaz con las plumas de color lavanda y brillos plateados; un puma de color rojo púrpura; un oso de pelaje verde como la hierba con destellos dorados; el leopardo color azul medianoche con ocelos también dorados… No les daba suficiente comida a propósito y se metía entre las jaulas, suelto el cabello y la piel arañada con un cuchillo para que salieran unas gotitas de sangre. Una de las cosas que más le gustaba era provocar que sus monstruos chillaran, rugieran y arañaran con los dientes los barrotes, enloquecidos por el ansia de devorar su carne de monstruo.
Fuego no lograba imaginar lo que sería sentirse así, sin experimentar miedo ni vergüenza.
El aire se tornó húmedo y frío, y ella distaba mucho de alcanzar la paz esa noche.
Regresó despacio hasta el árbol e intentó asirse al tronco para trepar, pero por mucho empeño que puso, enseguida comprendió que, bajo ningún concepto, sería capaz de entrar en su dormitorio por donde había salido.
Dolorida y agotada, se recostó en el árbol y maldijo para sus adentros su estúpida ocurrencia; ahora sólo tenía dos opciones: presentarse ante los guardias apostados en alguna de las puertas de la casa y al día siguiente librar una batalla con Arquero para conservar su libertad, o meterse en la mente de uno de esos soldados para ofuscarlo y controlarlo. Pero ninguna de las dos era aceptable.
En primer lugar procedió a tantear mentalmente quién estaba más cerca: la mente del cazador furtivo, dormido en una jaula, se alteró al entrar en contacto con la suya, y por otra parte, había varios guardias en su casa cuyas mentes reconoció. En la puerta lateral vigilaba un soldado entrado en años, llamado Krell, que podría decirse que era amigo suyo, o lo sería si no tuviera tanta inclinación a admirarla en exceso; era músico también, probablemente tan dotado como ella, y con más experiencia. A veces tocaban juntos: Fuego, el violín, y Krell, la flauta o el caramillo. Convencido como estaba de que era perfecta, el soldado nunca sospecharía de la muchacha; sería una presa fácil.
No le quedaba más remedio que hacerlo, concluyó la joven con un suspiro; Arquero era un buen amigo, pero lo era aún mejor cuando no sabía al dedillo todo lo que ella hacía o pensaba.
Así que se encaminó con cautela hacia la puerta lateral de la casa, entre los árboles; la sensación del sondeo de un monstruo en la mente de una persona era sutil, pero alguien mentalmente fuerte y experto en esas tareas, llegaría a identificar la intrusión y cerraría el acceso a cal y canto, con brusquedad. Esa noche, no obstante, el cerebro de Krell estaba alerta a la aparición de posibles intrusos, pero no preveía ese otro tipo de intromisión; Fuego lo percibió aburrido y accesible, y se le aproximó despacio, sigilosa. El guardia notó un cambio y centró la atención con cierto sobresalto, pero ella se apresuró a distraerle:
Has oído un ruido. Se ha repetido, ¿lo oyes? Son gritos y suenan cerca de la entrada principal. Aléjate de la puerta en la que estás y ve a echar un vistazo.
Al momento el soldado se alejó de la entrada, quedándose de espaldas a Fuego, quien salió de entre los árboles en silencio y se dirigió hacia la puerta.
No oyes nada detrás de ti, sólo al frente; la puerta que tienes a la espalda está cerrada.
El guardia no se volvió para comprobarlo; ni siquiera receló de las ideas que ella le implantaba en la mente. Fuego abrió la puerta, entró y cerró tras de sí; después, sintiéndose un tanto deprimida por lo fácil que había resultado, permaneció apoyada en la pared del vestíbulo un momento; en su opinión, no debería ser tan fácil manipular a alguien como si fuera un pelele.
Abatida y asqueada de sí misma, subió la escalera con desánimo hacia su cuarto mientras mentalmente se repetía una y otra y otra vez, sin saber por qué, un cántico concreto; era una elegía que se entonaba en Los Vals para llorar la pérdida inútil de una vida.
Suponía que la había recordado al evocar a su padre, aunque nunca entonó esa elegía por él, ni la tocó al violín; el dolor y el desconcierto fueron tan abrumadores tras la muerte de Cansrel que la incapacitaron para interpretar esa o cualquier otra música. Quemaron el cadáver en una pira, pero ella no fue a verlo.
El violín era un regalo de su padre; uno de sus contados gestos amables, porque nunca había sido paciente con la música de su hija. Fuego estaba sola; era la última humana monstruo que sobrevivía en Los Vals, y su violín, una de las pocas cosas que le traían recuerdos felices cuando lo evocaba.
¿Recuerdos felices?
En fin, quizás en la evocación residía cierta felicidad, pero sólo algunas veces. Aunque eso no cambiaba las cosas; de una forma u otra, si se seguía el rastro de todo aquello que no funcionaba como era debido en Los Vals, siempre remitía a Cansrel.
No era este un pensamiento que le proporcionara tranquilidad a la muchacha, pero, delirante por el agotamiento, se quedó profundamente dormida con la elegía valense como música de fondo de sus sueños.