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Las nieblas de la noche dejaban un vivido frescor que disipaba los enfermizos olores amoniacales de las deyecciones de las aves, el fétido olor dulzón del viejo bálago, la hediondez de la basura pudriéndose —trapos, la mandíbula de una ternera, escamosa, con grandes moscas resplandecientes— que se amontona cuando las lluvias han ahuecado la tierra entre las cabañas. Las mujeres sacan las porciones de algodón en que se sacan ellas y sus bebés. Un claro y fuerte sol endulza la tela mohosa. Pule los techos de hierba y los muros de barro cambian a un ocre dorado; la estofa de las casas es vida. En este momento de su trayectoria, en sus estaciones, coincide con el momento genérico de la aldea del fotógrafo, vista desde lejos, sus círculos rodeados por el paisaje, mantenido en la mano panteísta, la sola comunidad de «hombre y naturaleza en África» reproducida en hábiles procesos fotográficos en Holanda o Suiza.

Nyiko apareció temprano en el umbral. A través de sus tiernos rizos pasaba el sol, como a través de un cedazo, una planta rosada del pie enganchó un pequeño tobillo negro mientras esperaba a su amiga Gina. Las pequeñas sonríen y no hablan ante los otros; su amistad es demasiado profunda y secreta para eso.

Los dos chicos estrujan las raspas de la olla de maíz en sucias bolas y ceban los anzuelos hechos de trozos de alambre recogidos o robados de mallas rotas, a su vez recogidas de las coberturas de las jaulas para aves de alguien. Murmuran en la armonía de su abstracción. Se levantan de un salto para preguntar a July, que amontona los haces de hierba de bálago que su padre había deshecho, si tiene (ah, por favor, hombre, July) algo de cuerda. Se marcha y vuelve con un trozo de línea de pesca de plástico moviéndose en espiral en su mano. Por allí, donde los tres están juntos, Royce hace (todavía) su baile infantil de felicidad; y Victor…

Se ve a Victor dar palmadas, con las manos pegajosas de pap de maíz, suave, gravemente, y hacer inclinaciones reverentes, recibiendo el regalo con las palmas ahuecadas.

En seguida los niños vuelven corriendo. Puedes contar las cuentas de su columna vertebral mientras se inclinan sobre sus trabajos. Más tarde sacan a su padre de la cabaña y le llevan a pescar con la tropa de niños y bebés que les sigue. Tejedores rojos y amarillos, a los que molestan, se amontonan en pura alegría y florecen brevemente en las puntas de los altos tallos demasiado débiles para soportarlos.

En una mañana semejante es una suerte estar vivo.

Alrededor del mediodía (de la altura del sol y la quietud del bush: el reloj de ella estaba roto), Maureen Smales, que está sola en la cabaña, aunque no sola en el poblado, nadie estaba solo allí nunca, siente algún cambio en la cadencia de los sonidos y movimientos inconscientemente identificados que forman el silencio. Hay un distante reverberar, como si el aire fuera amasado en olas de resistencia contra su propia identidad. Sí, allá arriba en el cielo. Está arreglando una costura rota de uno de los pantalones cortos de sus hijos, de buena tela resistente de Woolworths, nunca les vestían con la elegante ropa deportiva de estilo norteamericano que compraban los hijos de los blancos ricos, ni con los trajes burgueses de caballero en miniatura en que malgastaban el dinero los pobres negros.

El sonido no es el relativamente familiar de un transporte de tropas o de un avión de reconocimiento pasando. Mete la aguja como si fuera un broche en los pantalones y se pone de pie para mirar. La habitual nube, que espera desde temprano en el oeste para traer la lluvia de la tarde, ha cerrado una persiana sobre la mañana, llena de sol por todas partes. La reverberación crece detrás, sus hijos intentan seguir a sus oídos. Un alboroto de golpes que sacude el cielo, da vueltas y baja sobre su cabeza: toda la aldea ha salido ahora, suspendida en sus ocupaciones o en su ocio, encogiéndose bajo el revoloteo, hasta hay algún alegre saludo, probablemente de los niños. Se produce una fuerte resonancia en sus oídos, su cuerpo dentro de la caja de las costillas es golpeado por una vibración ensordecedora, invadido por una fuerza que bombea, que sacude como un monstruoso orgasmo: el helicóptero ha saltado a través de la brillante y cálida nube que estaba sobre ellos, su tren de aterrizaje extendido como unas piernas, luchando contra el aire con guadañas revoloteantes.

Dan alaridos, todos: una mujer pasa junto a Maureen riendo de terror, el bebé sobre su espalda moviéndose frenéticamente. El ulular de sus voces describe una curva; la cosa emocionante y aterrorizadora ha subido de nuevo fuera de la visión, elevándose dentro de la nube. Debajo de su barriga, debajo de las alas batientes de su ruido, tenía que haber mirado hacia arriba: no podía decir de qué color era, qué signos llevaba, si contenía salvadores o asesinos; y —si hubiera podido identificar los signos— para quién.

La gente de July corre a su alrededor. El hidrópico se levanta torpemente de su banqueta, se balancea sobre los dos pilares de sus inútiles piernas, blandiendo su calva contra el cielo como homenaje o desafío de guerrero. La postura de Martha, una mano retando tercamente sobre su cadera, se reconoce entre la multitud. Están más contentos que asustados; han visto aviones antes, pero nunca tan de cerca: el miedo era un entretenimiento más atractivo que la voz del amplificador.

Por encima de los alaridos, exclamaciones, discusiones y risas, ella seguía el movimiento del motor detrás de la nube. Ahora lo sigue con un sentido compuesto por todos los sentidos. Vuelve a ver el helicóptero una vez más, un pequeño derviche que cuelga al descubierto hacia el bush. Vuelve a meterse en la nube, describe otro círculo de ondas de sonido fuera de la vista. Y luego su ruido de siempre cambia de nivel; lento; golpes suaves.

No vio dónde aterrizó, pero sabe dónde. Nada ha cambiado en el aspecto del bush, es como siempre cuando su mirada fluye con él, retirándose ante su propio horizonte. Pero sabe lo que ha cogido; en qué dirección y zona la reverberación del aire se ha desvanecido.

Dobla cuidadosamente los pantalones cosidos a medias, el hábito de respetar el orden de los armarios, y dudando al entrar en la cabaña los coloca encima de la cama. Aparentemente no está satisfecha del aspecto de los pantalones, su palma los alisa con una caricia olvidada. Luego permanece de pie un momento mientras el miedo se apodera de ella poco a poco, asfixiándola, reteniéndola.

Sale de la cabaña. Su paso se acelera, pasa rápidamente el montón de bálago y la jaula de aves hecha de juncos, salta por la pendiente, salva las piedras, cambia de ritmo. Corre a través de las espadañas, esquivando los golpes de las ramas, doblándose para que no la alcancen los arbustos espinosos. Va corriendo hacia el río y les oye, la voz de un hombre y las voces de los niños hablando inglés en algún lugar a su izquierda. Pero va recta hacia el vado, quitándose los zapatos y equilibrándose y saltando de pedrusco en pedrusco, y cuando ya no hay más pedruscos hace lo qué ha visto hacer a otros, entra en el agua como un miembro de una secta baptista para volver a nacer, y cuando el agua alcanza su cintura levanta los brazos (los zapatos en una mano) para mantener el equilibrio mientras sus muslos empujan el agua que está ante ellos.

El agua es tibia y marrón y huele fuertemente a tierra. Parece ladeada; el sentido de la gravedad ha cambiado. Se endereza, de repente sale a los bajíos del otro lado y trepa por la capa de raíces que bajan al barro desde la gigantesca higuera, mojón de la orilla que nunca había cruzado anteriormente. Sus pies mojados se meten en los zapatos y corren. Una vaca jorobada se sale del camino que ella ha hecho cuando tropieza con ella. Corre. Puede oír el trabajoso golpeteo muy claramente en el atento silencio del bush que la rodea: el motor no está apagado, sino que marcha en el vacío, allí. Las fantasías reales del bush engañan más que los bosques románticos de Grimm y Disney. Un olor de patatas hervidas (que procede de una viña indistinguible para ella de las otras) presagia una cocina, una casa justo al otro lado del árbol siguiente. Hay zonas donde airosos arbustos espinosos están libres de maleza, y el césped y los ordenados montones de margaritas Barbeton y las dunas de nemesia pertenecen a la artificiosa naturaleza del parque público. Corre: confiando en sí misma con toda la confianza reprimida de una vida, alerta, como un animal solitario en la estación en que los animales no buscan ni pareja ni cuidan de sus jóvenes, existiendo sólo para su supervivencia solitaria, enemiga de todo lo que le podía exigir responsabilidades. Todavía oye el batir, más allá de unos y otros árboles, y corre hacia allí. Corre.