19

Si no hubiera estado con ellos mirando la instalación del gumba-gumba hubieran pensado que había sido Victor. Muy posiblemente se hubiera jactado de que a él le dejaban tocar la escopeta de su padre; y de alguna forma se hubiera subido para tomarla de su lugar en el techo.

También había desaparecido la caja de cartuchos.

Bam se puso como cuando había perdido las llaves del coche, allá. Pero sus manos temblaban, temblaban realmente: le miró como solía hacerlo cuando pretendía que no sabía que alguien estaba llorando. Había tan pocos lugares donde buscar en la cabaña, ¿y dónde podía estar el arma sino era en su lugar y él no la había tocado? ¿Quién la habría tocado?

Pareció dudar de si la habría tocado él mismo. Después de la visita al jefe. Él siempre le pedía a ella que comprobara que su pasaporte estaba en la cartera cuando viajaban juntos. Ella lo hacía con una precisión exagerada, manteniéndolo ante él a su manera, entre el pulgar y el índice, volviéndolo al sitio donde sabía que había estado siempre.

Miró bajo las envolturas que usaban como ropa de cama y sacó de la maleta sus escasas ropas, arrugadas.

Él hasta tomó una clava que le había dado un viejo a cambio de pescado y rebuscó en el bálago amontonado fuera, levantando los bultos uno por uno y haciéndolos a un lado. Victor y Royce buscaron juntos desordenadamente, hablando sin parar.

—¿Y si alguien lo ha enterrado? Vamos, vamos a cavar. ¿Vic? ¿Vamos a cavar?

Cuando les prohibían hacer una cosa, corrían a hacer otra. Se olvidaron de lo que tenían que estar buscando; revolver las cenizas se convirtió en un concurso de tirarse mutuamente el polvo gris a patadas. Gina se había ido a saltar a la comba con Nyiko, que había encontrado el cordón de una vieja bata que servía de cuerda.

—¿Estás seguro de que no jugaste con ella? ¿Nunca?

—No, papi, ¡hombre! Te lo prometo.

Victor estaba ofendido porque sospechaban de algo que sabía que podía haber hecho.

El más pequeño, satisfecho, inocente de todo siempre:

—Nosotros nunca. Lo juro.

—Porque nadie sabía que estaba ahí.

Su padre siguió mirándoles. Respiraba como si hubiera estado corriendo; incluso como lo hacían ellos cuando estaban a punto de llorar.

Los niños seguían esperando lo que fuera que los mayores decidieran hacer. Ninguno se atrevía a decirle a su padre que todos lo sabían, cada pollo que escarbaba, cada niño cuya mirada daba vueltas en el interior de la cabaña, la cabaña de mhani Tsatsawani, donde estaban los blancos.

Gina lo sabe —chivateó Royce, pero el padre no entendió lo que eso suponía.

Y Victor, con su mano fuera de la vista en donde estaba pegado a su hermano pequeño, tomó un pellizco del flaco muslo de éste y apretó, con una presión mantenida durante unos segundos, reforzando el código de lealtad que alcanzaba hasta a su propia hermana en tiempos de verdaderos apuros.

—Puedes decírselo a la policía, papá.

Bam miró detrás, a su alrededor; se sentó en la cama. Se puso a mover la cabeza durante mucho tiempo.

Ella vio que no iba a responder al niño; pero él estaba allá: si no podía coger el teléfono y llamar a la policía, a la cual los dos despreciaban por su brutalidad y matonismo en la vida de allá, no sabía qué otra cosa hacer.

Se levantó con esfuerzo. Una oleada de adrenalina le impulsó, haciéndole salir a zancadas, bajando su gran cabeza para pasar el umbral. Pero volvió a aparecer inmediatamente ante ellos. Se tumbó de espaldas, en la cama, de la manera habitual; y repentinamente se puso de bruces, como el padre jamás había hecho delante de sus hijos.

Miraron a su madre, pero su expresión estaba cerrada para ellos. Hasta su cuerpo —tan familiar con aquellos vaqueros desgastados como el forro de un viejo juguete relleno, la camiseta estirada sobre los pequeños pechos en los que era tan dulce apoyarse—, lo sabían, como lo habían aprendido cuando un perro o un gato iba a rechazarlos, estaba prohibido tocarlo. Miró desde arriba a aquel hombre que ya no tenía nada ahora. Había delante de aquellos niños algo que era mucho peor que la visión de los grandes traseros de las mujeres en cuclillas.

La luna en el cielo era un círculo de gasa pegado sobre un azul de tarde. Maureen Smales —el nombre, la autoridad que firmaba su pase todos los meses— volvió al gumba-gumba para buscar a July. Por Mwawate. No estaba allí; estaban acostumbrados a ella, no le hicieron más caso que a los perros y a los niños que andaban alrededor de la misteriosa animación, la pendenciera felicidad y la resentida tristeza de los bebedores.

Fue a su cabaña: no a sus habitaciones privadas, sino al hogar de su mujer. Martha estaba bañando al bebé en una palangana colocada sobre una caja. Chispeantes lágrimas de ira apelaban a quien —cualquiera— llegara para rescatarle del jabón y del agua. Aquellas mujeres negras se quedaban tan tranquilas ante las rabietas de sus hijos; Martha no parecía escuchar los gritos y, tras un momento, mirando no más arriba que los pies de la mujer blanca, servilmente, como si no hubieran andado y trabajado juntas en los campos, le indicó que no sabía dónde estaba July. Por algún sitio. Su madre estaba sentada bajo sus faldas al lado de las cenizas de la lumbre. Cuando no trabajaba activamente estaba muy vieja y quieta; se inclinaba con una ramita en la mano y soplaba hasta formar un leve centelleo en lo gris, como si fuera su propia vida que estuviera manteniendo aún encendida.

Hubo un momento en que Maureen hubiera podido ponerse en cuclillas al lado de Martha para ayudar a sostener la cabeza del bebé mientras le lavaba el pelo.

Martha no le pidió nada; July tenía que hacer lo que le dijera esa mujer cuando trabajaba en la ciudad, venía a exigirle el derecho a saber dónde estaba incluso allí, en su propio hogar.

No podía decirle a Martha para qué quería ver a July; no era cuestión de idioma, se habían comunicado antes. Ella no le podía decir a Martha lo que ella sentía que era, lo que le había ocurrido. Vio a Martha firmemente petrificada, madonna inhalando rapé por la nariz sobre la cabeza del bebé, pietà con un hijo ametrallado sobre el regazo. Martha se había reído de sus venosas piernas blancas. En un momento dado (los deseos de la Maureen Smales de antes) parecía un comienzo. Podía haber salido algo. Pero no mucho.

Dejó a la mujer y la lumbre y fue corriendo pausadamente por la hierba que había en la parte baja de la aldea. El hábito de la marcha adquirido en la ociosa atención a muchas cosas, allá: tu salud, tu sentido de la injusticia cometida, tu realización de vivir una vida que ya ha terminado; estos concienzudos pensamientos que duraban media hora y no afectaban a los abusos de la vida real. Cuando el matrimonio Smales daba vuelta a los bosques suburbanos bajo las jacarandas no sabía de qué estaba huyendo. Ella estaba siguiendo al revés, como si tuviera un dedo en el mapa, el camino por donde había aparecido el hombre del gumba-gumba. La hierba susurraba al pasar sus rodillas, su paso la segaba doblándola hacia atrás por los lados. Escarabajos negros con lunares color naranja que colgaban de los tallos se iban desde el lugar donde estaban comiendo hasta sus desnudas pantorrillas y sus ropas. Ásperas semillas se pegaban a sus vaqueros enrollados. La vegetación la manoseaba y tocaba; había diminutas garrapatas esperando que pasara un huésped animal o humano. Ésa era la naturaleza íntima del bush inerte que allí parecía disolver cualquier distancia.

No esperaba encontrarle junto al río, pero era donde la llevaba la invisible ruta trazada por la caja roja. No había ido a menudo al río salvo por razones muy personales, y no al lugar en que nadaban los niños, donde había un vado. Incluso cuando no había nadie, apenas quedaban señales de que alguien hubiera andado por allí. La gente no tenía nada superfluo que tirar; los bajíos se hundían en las depresiones hechas en el barro por los pies y mezcladas con las huellas de las pezuñas del ganado. Había trozos de muselina de mariposas sobre los excrementos. Conocía los nombres de los distintos arbustos espinosos —Dichrostachys cinerea, sekelbos—, con sus borlas amarillentas colgando de los madroños vellosos de rosa y malva, ambos colores juntos en la misma rama. El libro sobre pájaros de Roberts y las obras clásicas sobre árboles y arbustos indígenas eran la fuente de información de los Smales cuando visitaban lugares como aquél, de acampada. Al final de las vacaciones se hacían las maletas y volvías a la ciudad.

Había la quietud de los árboles no contemplados y del agua incesante. En los grandes troncos pálidos los higos silvestres se erizaban como acericos. La tierra tenía el olor agrio de los frutos caídos; entre los árboles gigantes un papamoscas de color canela descendía rápidamente, aterrizando para revolotear sobre las invisibles ramas de un árbol grande de aire.

De nuevo tuvo el sentimiento de que no estaba allí, el mismo que había tenido cuando el hombre de la caja roja subía para entrar en su campo de visión. La ligera subida y bajada de su aliento no producía ni un murmullo de contraexistencia en la densa paz. La sístole y la diástole sólo tenían que cesar y sería absorbida, desaparecería en aquel estado del ser que no necesitaba testigos. No estaba clasificada en ninguna taxonomía salvo en la de Maureen Hetherington sobre sus puntas recibiendo aplausos en la Sala de Recreos de la Mina.

Se retiró, cada ramita era una trampa que se cerraba bajo su peso. Tomó el antiguo camino hacia él, metiéndose en el sendero para ir en la fila india que él y Daniel habían hecho para cuidar del vehículo, desde la aldea. Su club, su retiro, su lugar de encuentro… Ella y Bam habían hablado de convertir el garaje en una habitación donde July podía sentarse con unos amigos, poniendo allí un viejo sofá, pero ambos sabían que al ser el único sirviente de los suburbios con semejante privilegio habría demasiados amigos entrando y saliendo del jardín, demasiado ruido.

Le encontró sentado en una de sus banquetas de fabricación casera en el lado izquierdo del vehículo (probablemente debido a que allí había sombra; el sol había bajado bastante como para que ya fuera innecesario). No estaba ni limpiando ni reparando el vehículo; pero el gumba-gumba y la cerveza no eran para él a pesar de su alarde de participación. Escribía en un cuaderno con un viejo lápiz corto, calculando como lo hacía antes con sus cuentas de las apuestas. El cuaderno había sido enviado como regalo de promoción a los arquitectos por una firma de suministros para la construcción en Navidad. Estaba manchado de tierra roja y sus bordes abarquillados por el uso. Él vio que lo reconocía. Parecía que iban a intercambiar algunos recuerdos.

—Tienes que hacer algo para que devuelvan la escopeta.

Hizo un gesto con su rostro irritable, hinchando el pecho: ¿qué era eso?

—La escopeta ha desaparecido. La guardábamos en el techo.

Se dio cuenta de que él no sabía nada. Pero no estaba sorprendido. Succionó sus mejillas y cerró el cuaderno con el lápiz entre las páginas. Le preguntó:

—¿Cuándo alguien lo toma?

—No sé cuándo. No estaba allí cuando nosotros volvimos de veros montar esa cosa para la música.

La acusó:

—¿Cómo puede alguien tomarla?

Le devolvió su rectitud, su moralización: fuera cual fuese la forma de jerigonza que siempre insistía en poner entre ellos.

—¿Por qué no, July? ¿Por qué no? Sólo había que entrar en la cabaña cuando no estuviéramos nosotros y tomarla. Robarla.

—¿Ahora, ahora?

—Bam lo descubrió ahora. Pero puede que no haya sido esta tarde. Pudo haber sido en cualquier momento.

—¿Cuándo es la última vez que la vio?

—No parece saberlo. Pero todavía estaba allí cuando volvimos de ver al jefe. Hablamos de ella. La vi.

—¿Está segura la escopeta está allí antes de esta tarde? Porque todo el mundo está en la música. Vio que todo el mundo estaba allí, ¿eh? Nadie puede ir a la casa aquella vez.

—¿Cómo puedo saber si estaba allí entonces? Ya te lo he dicho. Sé que todo el mundo estaba en la música.

—Por la noche —dejó que los dos la visualizaran—. Por la noche todos duermen, todos están en la casa. ¿Quién puede venir?

—No es Victor —July conocía esta posibilidad como cualquiera—. Podemos olvidar a Victor.

—No, no, Victor es tan bueno. A veces es un niño travieso pero tan bueno. Y si él toma, él enseña a sus amigos y lo devuelve, no es cierto. No Victor. Bueno, todo el mundo aquí tan contento en la música hoy, todo el mundo sabe que la escopeta es su escopeta.

—¿Dónde está Daniel?

La distrajo algo mal colocado. Lo que se le aparecía desde debajo del vehículo, desde las cabañas arruinadas, que solía ser una presencia silenciosa en la que no se fijaba: ahora seguramente acudiría al llamamiento de July con su andar desenvuelto de hombre joven.

Daniel no estaba allí —su voz se posó; al mismo tiempo una especie de temor y asombro llegó como un saco que oscurecía su cabeza—. ¿Dónde está Daniel?

—Daniel él no viene ya más.

Una mano alzada, suelta un momento, se deslizó debajo del cuello de la camisa. La gasa que rodeaba la luna se había hecho opaca y pulida con la luz del desvanecido sol; comenzó a reflejar suavemente, un espejo que se estaba ajustando. La sombra del vehículo cayó sobre ellos y se extendió agrandando los detalles, acuosos encajes del crepúsculo en la hierba y la maleza.

—Uno, dos días ya que se va.

—Pero sabes dónde está. ¿Te dijo adonde iba?

Habló de aquellos jóvenes:

—Ya no preguntan a nadie, a nadie. Ni siquiera a su padre.

—Pero te lo dijo, discutió contigo, tuvo que hablar contigo. Estabais juntos siempre. eras como su padre, ¿no? ¿No me dirás que no te lo dijo?

Dos mosquitos que golpeó contra su mejilla, se quedaron pegados, ahogados en su sudor.

—No me diga lo que Daniel él me contó. Yo, yo sé si él dice o no dice nada. No es asunto mío, ¿eh?

Ella se sentó sobre el muro de barro al que había dado vida el calor del día y cuyo color se había hecho más fuerte, ámbar, rojo-púrpura de terracota que reflejaba la gruesa capa de luz tardía que alcanzaba la altura de un hombre a través de la tierra.

—Tienes que hacer que lo devuelvan.

Sabía lo que significaba la dilatación de las ventanas de su nariz. Váyase, ordenó, suba la colina hasta la cabaña; como hubiera hecho con su esposa.

Él podía notar su olor de gato frío cuando sudaba. La única manera de escapar era marcharse y dejarla, cederle aquel lugar que era suyo, el lugar que había encontrado para esconder el bakkie amarillo y tenerlo a salvo.

Metió el cuaderno en el roto bolsillo de su camisa que Ellen había cosido de nuevo cuidadosamente con hilo de otro color.

—¿Cómo debo tener esa escopeta? ¿Dónde la voy a encontrar? ¿Sabe usted dónde está? ¿Sabe usted? ¿Si sabe por qué usted misma no va y la toma?

—La escopeta ha desaparecido, Daniel ha desaparecido. La usó, le dejaron disparar una vez con ella… Las tonterías de Bam. Estaba allí con el jefe escuchando todo aquello sobre escopetas. La quería para él. ¿No es cierto? Piensa que va a cazar algo. O sabe de alguien que se la comprará —sus párpados pestañearon con ira mirándole—. Quizá el jefe. Tienes que saber dónde buscarla, está contigo —hizo un gesto hacia el bakkie— todos los días.

Él se tocaba el cuello y el pecho bajo la camisa mientras ella le hablaba. Sacó la mano rápidamente y sus tiesos dedos dieron golpecitos en el centro de su ser, sobre el tórax, con sus pequeñas y brillantes oquedades negras donde los músculos se unían con el hueso.

—¿Yo? ¿Debo saber quién está robando sus cosas? Lo mismo como siempre. Usted me da demasiados problemas. Aquí en mi casa también. Daniel, el jefe, mi madre, mi esposa con la casa. Problemas, problemas de usted. Ya no quiero más. ¿Ve? —sus manos se apartaron de él.

—Tienes que hacer que la devuelva.

—No, no. No, no —sonriendo histéricamente, repitiendo—. No sé si Daniel está robando su escopeta. ¿Cómo sé? Usted, usted dice, usted sabe, pero yo no he visto ninguna escopeta, no estoy viendo a Daniel, Daniel está yendo; bueno, ¿qué puedo hacer?

Se apoderó de ella un salvaje impulso de necesidad de destrozarlo todo entre ellos, quería borrarlo debajo de sus talones como se aplasta un caracol, como la cáscara y la baba de los huevos podridos bajo el pie en un jardín suburbano.

—Tú robaste pequeñas cosas. ¿Por qué? No te lo decía entonces, pero ahora te lo digo. Mis tijeras en forma de pájaro, el afilador viejo de cuchillos de mi madre.

—¡Siempre me daba aquellas cosas!

—Oh, no, te di… pero no aquéllas.

—No quiero su basura.

—¿Por qué robaste basura…? No dije nada porque me daba vergüenza pensar que lo hacías.

—Usted.

Separó las piernas y puso una mano abierta sobre cada una de ellas. De repente empezó a hablarle en su propio idioma, su rostro flameando poderosamente. Las pesadas cadencias la rodeaban; la tierra se estaba desvaneciendo y un fino y lejano resplandor pintaba débilmente de rosa las neblinas sedosas que había en el cielo. Comprendió, aunque no entendía una palabra. Lo comprendió todo: lo que había tenido que ser, cómo se había engañado a sí misma sobre él para que se adaptara a la idea que ella se hacía de él.

Pero para él: ser inteligente, honrado, digno, para ella no significaba nada; su medida como hombre la encontraba en otra parte y con otros. No era su madre, ni su esposa, ni su hermana, ni su amiga, ni su gente. Hablaba en inglés lo que pertenecía al inglés.

—Daniel va con ésos como en la ciudad. Se ha unido.

El verbo, ilimitado, valía para cualquier tipo de compromiso: con una sociedad de pompas fúnebres, con un contrato de compra a plazos, la huella dactilar del pulgar en un contrato de trabajo en las minas o en las plantaciones de azúcar.

—No sé, tal vez necesitaba la escopeta para eso —se apoyó de espaldas: había terminado con ella.

—Lo sé —el puño levantado de Daniel parecía cosa de moda, para el joven lechero que volvía a su retrasada aldea desde la ciudad, igual que arrodillarse ante el jefe no era más que una convención rural para él y July—. Lo sé —«Cubas»: había sido él quien había hecho la identificación cuando el jefe no encontraba el nombre de los extranjeros que temía—. Así que se ha ido a luchar. Pequeño bastardo. Tenía derecho a hacerlo.

Tal vez July no entendió lo que ella concedía, o no se sintió obligado a hablar. Su familiar cabeza, recién afeitada por un lugareño que hacía de barbero bajo un árbol, su ancha y suave boca debajo del mostacho, sus ojos blancos contra la negritud del rostro borroso por la oscuridad, ahora todas las cosas al nivel de la tierra bajo la alta luz del cielo, se encaró con ella. Juntos en aquel lugar de ruina que era habitación de ningún ser viviente, sólo una pieza de maquinaria, sus palabras se hundieron en los muros de barro rojo como sangre vertida. Allí se quedarían enterradas. La piel de su cuerpo hormigueaba con una extática fiebre de alivio, espléndida y despreciable para ella. Ella le dijo la verdad, que siempre es desleal.

—Te beneficiarás de la lucha de los demás. Robar un bakkie. Lo quieres, ahora. No sabes lo que puede haberle pasado a Ellen. Ella te lavaba las ropas y dormía contigo. Quieres el bakkie, conduciendo por ahí como un gángster creyéndote un gran hombre, importante, hasta que no tengas dinero para gasolina, y no haya gasolina para comprar y se quede ahí, July, bajo los árboles, en este lugar entre las viejas cabañas, y se caerá en pedazos mientras los niños juegan en él. Inútil. Otro destrozo como los demás. Otra porción de basura.

La increíble ternura de la tarde les rodeaba como si los confundiera con unos amantes. Se apoyó y posó, grotesca, contra el capó del coche, sus rodillas que asomaban bajo los apergaminados vaqueros, la frente áspera de sudor acariciada por la luz de la luna, los descuidados cabellos de punta e hirsutos. La imagen de arpía de la muerte en que se había convertido para él no significaba nada, porque nunca había estado en una exposición de automóviles con chicas provocativas. Ella rió y dio un golpe con aire vulgar en el guardabarros, como él había hecho para espantar a las bestias en el camino. El agudo sonido volvió a ellos desde el poblado. Una pequeña lumbre casera, la primera de las de la comida de la tarde, comenzó a aparecer como la llama de una cerilla crece en el hueco de una palma.

Bam estaba dando de comer a los niños. Estaba arrancando con una cuchara pedazos de maíz que había cocido y que ellos tomaban con los dedos. Hablaban sin parar y no le dijeron nada cuando ella apareció, como si pensaran que había estado allí todo el tiempo. No le preguntó dónde había estado; él comía con los niños utilizando una cuchara de hojalata de la que colgaban pingajos de pap. Ella no tomó nada y entró en la oscura cabaña, encontrando a tientas la botella de agua. Se bebió la botella entera en una serie de tragos succionadores rotos por largas pausas, como una alcohólica que se esconde para entregarse a su vicio secreto. Y como la familia de la adicta que no sabe qué hacer con ella, ellos pretendían no saber, o no sabían.

El gumba-gumba había empezado otra vez con uno de los mismos cuatro o cinco discos. Baby, baby come duze-duze-duze, en cerrada armonía, rota por el chorro de un estribillo en voz alta que sonaba por encima, salía por el bush sobre las cabañas y bajo la neblina. No había estrellas. Baby, baby, duze, duze… Si hubiera por allí una banda errante de luchadores por la libertad oirían la música de lejos, la vieja música de Soweto, Daveyton, Tembisa, Marabastad, las ciudades que estallaron y desde donde se extendió todo.

Cuando la vio meterse en lo que era su cama, intentó un acercamiento diciendo que tenía los pies muy sucios. Se levantó y del bidón de aceite siempre lleno de agua del río los lavó con el jabón traído por July.

Habló desde más allá de la luz de la lámpara de parafina.

—¿Era así para él?

No era necesario decir July; estaba presente en sus mentes, no había nadie más.

Le entendió: pero hubiera sido una ecuación demasiado fácil. Una mano rascó la franja trasera del cabello rubio, tocó con cuidado donde no había nada.

Ella igualó la recordada dependencia total con la suya.

—Solía venir a pedir de todo. Una aspirina. ¿Puedo usar el teléfono? Nada en aquella casa era suyo.

—Bueno… no le faltaba nada. Le dábamos lo que podíamos.

—Me pregunto qué se hubiera hecho de él.

La lámpara de parafina seguía quemando pero los ojos azules estaban cerrados.

—Hubiera envejecido con nosotros y recibido su jubilación.

Daniel tiene la escopeta. La ha tomado para sí.

Sus labios se movieron con las palabras formadas pero no pronunciadas. Ella miró largo tiempo los párpados cerrados.