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Un hombre con pantalones cortos venía por el valle con una caja en la cabeza. Ella le fue siguiendo con la mirada; ya no podía seguir en la cabaña mientras el hombre rubio se afanaba con la radio. Los niños habían permanecido obstinadamente ante ella, bizqueando al sol a través de sus enmarañados cabellos cuando les prohibió ir a nadar al río y pudo oír sus chillidos mientras saltaban como ranas de un pedrusco a otro en el agua marrón con niños de allí, cuyos cuerpos estaban inmunizados a las enfermedades propagadas por el agua de nombres que aquí nadie conocía. Tal vez los tres se habían hecho inmunes también. Habían sobrevivido con su habilidad para ignorar las precauciones que ella no podía obligarles a tomar. Victor se estaba olvidando de leer, pero no echaba de menos su Superman y Asterix; ella se sentaba junto a la cabaña y no podía entender I promessi sposi. Estaba traducido del italiano pero no se podía traducir desde la página al tipo de comprensión que ella podía tener ahora. Sólo la descripción de los motines del pan en Milán en 1628 le produjo, como reflejo, una sensación olfatoria de pan, y ni siquiera eso era deseo de pan (allí no había ninguno, el pap de maíz era el pan), del que vendía el supermercado, siempre preparado, envuelto en bolsas de plástico, en el congelador, allá: no había una conexión real entre su imagen normal de sí misma y las circunstancias presentes, sino simplemente la afirmación del pan que Lydia hacía una vez a la semana. En la cocina de la casa del Distrito de Casados de la mina, por el pasillo, al abrir la puerta, la casa florecía con el ligero olor de la fermentación. Y era el pesado pan de centeno de Lydia hecho en forma de ladrillo. Casi sin sabor; había dado todo su olor a la casa.

Ella no poseía parte alguna de su vida. Una u otra salían a la luz por azar. Sus experiencias anteriores se habían venido abajo; desde aquella primera mañana en que despertara en la cabaña no había vuelto a recuperar un punto establecido de un presente continuo en el que reconocer su propia secuencia. El suburbio no aparecía antes o después de la mina. 20, Distrito para Casados, Áreas Occidentales, y el dormitorio del amo diseñado por el arquitecto formaban parte de los mismos escombros. Cuando recogía un ladrillo podía ser uno de los panes de Lydia.

La caja roja en la cabeza del hombre apareció bajo el brillante verde oscuro de las higueras silvestres, junto al río. Se le vino encima un fragmento de rojo; nadie sabía de qué dirección venía nadie, en la homogeneidad del bush, allá, ella lo miraba todo el día y no veía nada, absorbía, ocultaba lo que estaba dentro de él. Si la gente venía del otro lado del río aparecía al principio fragmentada por el follaje y los destellos que se producían en el agua al pasar; y cuando reordenaban sus bultos y sus ropas tras vadear el río con todo aquello sobre sus cabezas. Pero aquello era un baúl, o una caja, de rojo brillante. Era como astillas rojas entre las espadañas de la orilla próxima del río.

El hombre subió por la pendiente hacia ella —no la había visto, había maleza, había un montón de bálago tirado, ella sentía que no estaba en aquel lugar— con las negras piernas arqueadas. Los pantalones no eran cortos, sino tan andrajosos que los había cortado a la altura de la rodilla. La caja roja era pesada y le colgaban aros de alambre que molestaban al hombre. Dio una voz hacia las cabañas. Después de anunciarse siguió su fatigoso camino. Con la mirada fija en él, sintió la acumulación de los músculos en su cuello mientras hacía fuerza contra el terreno rampante con la caja roja encima, el frío hormigueo en el brazo donde se erguía para estabilizarla; el sudor de su esfuerzo derritiéndose en el valor del día era el sudor de la impresión de sus manos mojando las páginas del libro. Le perdió detrás del gallinero de Martha, montado sobre zancos, y el depósito de agua, al llegar a la aldea.

Por la tarde hubo un ruido ensordecedor, que se desvanecía y daba tumbos en el aire; era el gumba-gumba que estaban probando, dijeron los niños.

Aquí había algo cuyo nombre Victor, Gina y Royce conocían en el lenguaje de los lugareños pero no en el suyo. La caja roja era el equivalente en la zona de un entretenimiento itinerante; alguien había traído de las minas un amplificador que operaba con pilas y, según parecía, lo montaba en una aldea u otra, conectado a un tocadiscos para la ocasión. No estaba claro qué ocasión era aquélla. La madre y el padre fueron arrastrados por los niños Smales a ver el gumba-gumba, que no podían creer que fuera algo familiar para ellos.

—¿Cómo puedes decir lo que es?

Para Gina, lo que no había visto antes en aquella aldea era nuevo para el mundo.

Los padres fueron llevados a ver el artilugio como los divorciados se encuentran un día cualquiera para aparentar una vida familiar. Intercambiaron unas cuantas palabras con July, otro padre, con su penúltimo hijo sentado como si fuera un yugo sobre sus hombros. Su actitud era la de un agradable hombre de la ciudad que se entretenía en una fiesta rural. Bam preguntó:

—¿Hay una boda? ¿O una reunión?

Pero July no estaba separado del grupo disperso de ociosos, que iba y venía en tomo a un punto central, el hombre que había reclutado dos jóvenes para que le ayudaran a montar sus cables y el altavoz sobre uno de los armazones de juncos de la cabaña que era a la vez iglesia y casa de reuniones: frecuentemente se escuchaban voces de mujeres cantando himnos que venían de allí.

—No es boda —y la idea de una reunión le hizo reír—. A veces nosotros celebrando una fiesta. Sólo porque alguien está él… No sé qué es.

Llamó al hombre que estaba en el tejado como lo hacía su gente, embromándolo y animándole, la primera parte de lo que decía parloteante y rápida, las sílabas de la última palabra fuertemente divididas y alargadas, la palabra misma repetida. Mi ta twa ku nandziha ngopfu, swi jamba a moyeni. Ncino wa maguva lawa, hey-i… hey-i!

Se oían risas y comentarios de la gente que salía de las cabañas y se aglomeraba en tomo al hombre y July. El gumba-gumba era en sí la ocasión; el hombre hidrópico (cuyas piernas habían sido vendadas hacía poco con los harapos de una toalla sucia), a veces la presencia de un mendigo, hoy —debido a la voz del oráculo chillando y dando arcadas que salía de la maltrecha caja roja y el abollado altavoz— estaba sentado en su banqueta como un viejo dios paseado entre la gente, la grotesca presencia ceremonial sin la cual el carnaval olvida que sus orígenes residen en el miedo de la muerte. La música comenzó a salir en torbellinos intermitentes del altavoz. Ya habían empezado a pasarse la floja cerveza que tenía el mismo color cuando la bebían o la vomitaban. Sus diversiones tenían un lugar en su pobreza. Ignoraban que estaban en medio de una guerra, como si la pobreza en sí misma fuera un país cuya miseria nada tocaba.

Los blancos de July se fueron alejando. El padre no quería beber aquel potingue y no quería ofenderles. La madre pensó que había visiones más agradables para los niños que —en particular— algunas de las mujeres (jamás la de July) emborrachándose con los bebés a sus espaldas y alejándose para mear sólo hasta donde las llevaban sus pasos tambaleantes. Cuando los blancos volvieron a la cabaña, el arma había desaparecido.