17

La mujer blanca no entendía que iban a cortar hierba, no a recoger hojas para cocer. Las siguió y señaló la hoz de la vieja, negra plateada, lisa como la lengua de una serpiente, con tiras de cuero entrelazadas en tomo al mango. La había bajado de la oscuridad de la cabaña especial donde se guardaban el yugo de madera y las cadenas del arado de los bueyes. Martha llevaba su joroba con el bebé de un año a la espalda y sobre la cabeza una jofaina de esmalte con un pequeño machete, pap frío envuelto en un trapo y una antigua botella de zumo de naranja llena de una pálida mezcla de agua, leche en polvo y té. Formó para la mujer blanca las pocas palabras en afrikaans que pudo encontrar; éstas incluían una jerga donde cabía todo, traída desde las minas y las ciudades por hombres del poblado que eran la cuadrilla de trabajadores de los capataces blancos escasamente instruidos. Dingus, que significaba cosa, cómo se llama.

Vir die huis. Daardie dingus.

Sus manos estaban libres, su cabeza se irguió bajo su pesada corona, levantó los codos e imitó el declive de un tejado. La vieja había cerrado a medidas los descoloridos ojos y gruñó una grave y amistosa afirmación. Mientras su nuera intentaba responder a las preguntas de aquella mujer blanca a la que tenían que enseñar la diferencia entre una planta que hasta una vaca sabía que no debía masticar y las hojas que darían fuerza a sus hijos, la vieja tuvo oportunidad de observarla de cerca de forma satisfactoria, analítica, lo cual no solía poder hacer ya que la mujer se disfrazaba intentando con sus gestos y sus sonrisas demostrarle respeto, etc., como pensaba que hacían los negros. July le había dicho una y cien veces a su madre que la mujer blanca era diferente en su casa. Hablaba de aquel lugar que tenía una habitación de porcelana blanca para hacer las necesidades, hasta él tenía una en el jardín. Ella nunca había trabajado para los blancos: sólo en grupos deshierbando en las granjas y allá en el campo no le decían adónde tenía que ir a hacerlas. ¡No le iban a decir eso los blancos!

La hierba tenía la altura adecuada, el tiempo no era demasiado húmedo ni demasiado cálido y seco: perfecto para cortar la hierba de bálago y ella, que conocía los mejores lugares para los materiales que empleaba en sus escobas y en sus techos, iba a un terreno río arriba que llevaba semanas vigilando. Sonrió con el labio fruncido sobre sus encías vacías y la señaló con el dedo índice como si quisiera punzar a la mujer blanca: Usted; sí, usted.

Pero la mujer no entendía que ella quería decir que la hierba era para poner bálago en la casa que le había quitado. Martha hizo reproches a su suegra en su lenguaje; sin embargo, era verdad; de todas maneras podía decir lo que le diera la gana porque la mujer no entendía nada. La pobrecita, la nhwanyana (la madre de July utilizaba el término mi señora que le había llegado, vinculado a cualquier rostro de hembra blanca, desde las conquistas del pasado), la mujer blanca sonreía para demostrar que había entendido la broma, fuera lo que fuera lo que imaginaba… Tienen dinero, déjalos que se vayan con sus parientes, con los otros blancos, si tienen problemas; la vieja hablaba mientras el grupito iba por el bush. Si su nuera no le escuchaba o se negaba a hacerlo, las palabras se convertirían en un simple estribillo.

—Ahora han ido allí. Él les ha saludado.

Varios días después de que hubiera llevado a los blancos a visitar al jefe, la esposa de July le habló de lo que estaba pensando. No estaba acostumbrada a tenerlo delante para comunicarse con él directamente, siempre había la larga espera de respuestas, un tiempo durante el cual ella se decía de diferentes formas lo que quería e intentaba decírselo a él en sus cartas. Una vez le envió un telegrama. Había habido problemas con su hermano pequeño; peleas y una cabaña quemada. Pero el hombre, que sabía cómo ir hasta la tienda de la granja de los blancos, que era también oficina de Correos, le dijo que no se preocupara, sabía lo que había que decir en un telegrama, y escribió madre muy enferma vuelve a casa.

Ahora su hombre estaba en su cabaña, ella le daba la comida, estaba allí para mirarla cuando decía algo.

—El jefe puede darles un sitio en su aldea, entonces.

Como July no respondió enseguida, ella no pudo esperar:

—Quizá vaya a hacerlo.

Intentó rodearle con sus razonamientos; ¿pensaba que estaba persiguiendo a un pollo?

—¿Por qué iba a hacer eso el jefe? ¿Quién te ha contado eso?

—Nadie me lo ha contado —después de un instante—: Tú los llevaste allí.

—Así que eres tú misma la que piensa que el jefe les dará una casa.

—¿Se lo has preguntado?

Él recogió el pap y, vigorosamente, hizo con él una pelota entre los dedos y lo tomó de un bocado; levantó con gracia una mano manchada para demostrar que tenía algo que decir en un momento, en un momento.

Podía esperar; quizá estuviera pensando en una respuesta a todas las preguntas que ella podía hacerle, a él que había aprendido tanto que ella no sabía.

—Eres tú quien está preguntando, ¿no? No yo. He visto, habéis puesto los bultos de hierba de bálago al lado de su casa: está bien, la casa de mhani, ya sé. Pero ¿por qué lo habéis hecho? —añadió lo que ambos sabían que no era motivo para su objeción—: Sus hijos están jugando con eso. La romperán y la estropearán. Habéis malgastado vuestro trabajo.

Ella dijo que era tiempo. La hierba estaba bien. Quería cortarla antes de que las otras mujeres recogieran lo mejor. No puedo decirle a tu madre que no puede hacer lo que quiere. Soy su hija, debo ayudarle. Parece que has olvidado algunas cosas.

—¿Qué quieres decir?

De nuevo su cabeza ladeada para rechazar la ira, pero sin miedo, su engatusadora capacidad de humillación.

—Tuviste que aprender todas sus cosas, hace tanto tiempo. Cuando te fuiste.

—Hace más de quince años. Sí… La primera vez fue en 1965. Pero entonces no trabajé para ellos. Trabajé en aquel hotel, fregando en la cocina. No tenía papeles aquella vez. Ninguno de los que estábamos en la cocina teníamos papeles, el dueño nos dejaba dormir en el almacén, nos encerraba para que nadie pudiera robar y sacar comida —una vieja historia, su historia; la cabeza de ella afirmaba comprobando cada punto—. Aquél fue el sitio que se quemó; después, en el invierno, su estufa de parafina comenzó a arder. No pudieron salir. Dios fue bueno conmigo.

No había muerto quemado en la ciudad del hombre blanco, había traído de aquel trabajo el dinero para pagarle al padre de ella (ya había pagado el ganado). Para entonces ya había tenido su primer hijo y se convirtió en su mujer. Eso era lo que le había ocurrido a ella, su historia; él volvió a casa cada dos años y cada vez, después de haberse ido él, dio a luz a otro niño. El año próximo hubiera sido el tiempo, pero ahora había traído a su gente blanca, fue a ella después de menos de dos años y ya no había sangrado este mes.

La miró dolorosa, compasivamente, como si el hacerlo le impidiera ver algo o a alguien diferente. Habló con una precipitación entusiasmada que no había tiempo de examinar.

—Cuando se terminen las luchas te llevaré conmigo, volverás conmigo y te enseñaré, te quedarás conmigo. Y los niños también.

Con la barbilla apuntando hacia adelante, la boca desenvuelta, los ojos deslizándose por los extremos de los párpados, parecía descubrirse en los ojos de otros.

—¡Yo, allá! ¿Qué haría yo en esos sitios? —resollando, haciendo desdeñosos y suaves chasquidos con la garganta—. ¿Puedes verme en tu jardín? ¿Cómo sabría mi camino, quién me diría adonde ir?

Se rió y tiritó de timidez. Se preparó para retirarle la comida, pero él extendió una mano para mostrar que no había terminado, aunque no volvió a comer, viendo otra vez algo que ella no podía saber; aquellas mujeres Ndebele que vinieron del veld, al norte de la ciudad, y atravesaron las calles aturdidas, con miradas hacia atrás y risas, sus altos tocados de arcilla y cabellos en forma de jarrón cubiertos por toallitas a rayas, viejas botas de fútbol hechas de lona en sus pies debajo de las tobilleras de cilindros de alambre de bronce.

Al reírse, la timidez desapareció lentamente de los músculos relajados de su rostro, y el bebé, holgado en el saquillo a sus espaldas, arrancaba los objetos que estaban en la nariz de ella, en sus labios, en sus pequeñas orejas negras y la apretada cuerda de bolitas azules grabadas en barro, recetada por un médico tribal que siempre estaba armado contra cualquier desgracia.

—Después de que se terminen las luchas tal vez puedas quedarte aquí. Dijiste que el trabajo había terminado. Si conseguimos más tierra y cultivamos más maíz… un tractor para arar… Daniel dice que vamos a conseguir esas cosas. No tendremos que pagar impuestos al gobierno. Dice Daniel. No tendrás que pagarles a los blancos una licencia, podrías tener una licencia aquí, vender jabón y cerillas, azúcar: tú sabes hacerlo, has visto las tiendas de la ciudad. Entiendes tanto como el India para comprar las cosas y traerlas desde la ciudad. Y ahora sabes conducir. Para ti mismo. Veo a esos hombres de nuestro pueblo que conducen grandes camiones para los hombres blancos. Pero tú conduces para ti mismo.

Nunca habían mencionado el vehículo que había traído a los blancos. Ella no había comentado ni elogiado sus proezas mientras aprendía a conducirlo. Él no había dicho nada; le era natural suponer que ella le veía sirviendo a sus blancos de esta forma, al igual que les llevaba leña y les había dado la casa de su madre y las tazas y platillos de cristal rosado.

Había una creciente complicidad en el silencio. Lo rompió.

—Después de los combates… Si hubieras visto lo que pasaba en la ciudad. Yo estaba allí. Se moría como nada —había pensamientos que tenía que ensayar con alguien—. Dejé mi dinero. De todas maneras no podía recogerlo. Todo estaba cerrado. Acabado.

En la bolsa de Aerolíneas Argentinas que su hombre blanco le había dado al volver del congreso de arquitectos en Buenos Aires guardó su billetero de imitación de piel de ternera que le habían regalado en Navidad. Se había aplanado y suavizado, adaptándose a su contenido por los años que lo había llevado siempre contra los contornos de su cuerpo, en el bolsillo trasero o en el del pecho; su libreta de pases que sus empleadores tenían que firmar todos los meses, su libreta postal de ahorros, su libreta de la cooperativa de construcción con la entrada del depósito inicial de cien rands que le habían regalado en reconocimiento de diez años de servicios, hacía cinco años. Las cifras de su libreta postal subían y bajaban, en ocasiones desde tres cifras hasta una. Anotaba cinco rands de ganancias del Fah-Fee cuando tenía mucha, mucha suerte, sacaba cantidades para enviar a casa cuando había una crisis en la familia, lejos de su intervención: la única autoridad que le quedaba a esa distancia era el dinero. Retiraba los ahorros de dos años de trabajo, todo su capital, todo lo que valía para aquella ciudad donde pasaba su vida, todo lo que estaba entre él y una depresión, el desempleo, un repentino desastre, la vejez y la indigencia, cada vez que iba a casa con permiso. Nunca había retirado nada de la cuenta de cien rands de la United Building Society y había aumentado por sí sola uno o dos rands al año: ellos le explicaron lo que eran los intereses, cómo se podía ganar dinero sin trabajar, el sistema que los blancos habían inventado para ellos. Nunca había visto el dinero que le dieron, ni tampoco tocado, pero estaba allí. Le habían salvado, cuando llegó a ellos, de la ignorancia rural, de guardar su dinero en una lata de cigarrillos debajo del colchón.

—¿Cuánto?

Ella sabía cuál era su salario mensual y no se lo decía a nadie porque la gente siempre andaba pidiendo prestado. Pero ella no podía entender la fuente de las sumas extra que él recibía y a veces le enviaba a ella o su madre: no siempre, le veía con ropas nuevas cuando volvía a casa en el autobús del ferrocarril; aquella última vez, hacía dos años, con vaqueros azules y una chaqueta de cremallera que hacía juego con ellos. Ella no sabía que podía ganar dinero de otra manera, o cómo y con quién lo gastaba. En su hogar no había juegos de azar. Un juego del jardín trasero y de los callejones de donde el dinero procedía de las casas de los blancos.

Ellos le habían dicho que su dinero estaba seguro, apuntado en aquellas libretas. Pero ahora que habían huido, aquellas libretas eran sólo trozos de papel. Como las otras cosas que él y su esposa y su madre y toda la gente de allí guardaba en la oscuridad de las cabañas porque era muy poco lo que sobraba después de las necesidades de cada día: la medalla de seguridad que alguien trajo de las minas, el reloj de Mickey Mouse que Victor había estropeado al bañarse, el resguardo de la compra de la bicicleta pagada a seiscientos kilómetros de distancia.

Para ella hizo un equivalente aproximado:

—Más de cien libras.

La gente, allí, nunca había cambiado sus cálculos al valor de rands y centavos, la tienda de los indios seguía poniendo en viejo dinero británico el precio de las estufas Primus y de los florones de zinc que, para quienes podían comprarlos, habían reemplazado los conos de barro amasados en el ápice de los techos para asegurar la capa superior de bálago.

Pensaba en su libreta de pases como en algo acabado. Libre de ella, conducía su bakkie sin nada en los bolsillos. Pero en realidad no lo había destruido. Necesitaba que alguien —no sabía quién todavía— le dijera: quémalo, que se hinche en el río, las firmas borradas.