16

En el vehículo no hablaron ante July. Fue el propio July quien desafió las críticas o simplemente explicó (Maureen podía interpretar esa actitud, Bam no):

—Los africanos son gente rara. No quieren conocer esta nación o esta nación. La gente del campo. Sólo conocemos nuestra propia nación, cada uno.

Maureen parecía seguirle.

—Tu jefe quiere que le dejen en paz. Pero no es posible.

—Él hablando hablando. Hablando demasiado.

Su cautelosa falta de respuesta despertó una especie de obstinación en July.

—¿Pueden decirme qué puede hacer? ¿Me dicen?

—Te lo ha dicho. Combatirá.

—¿Cómo puede combatir? ¿Le han visto combatir cuando el gobierno está viniendo, diciéndole debe pagar impuestos? ¿Cuando ellos diciendo debe matar parte de su ganado? Debe hacer esto o esto. Es nuestro jefe, pero no combate cuando los blancos le dicen que tiene que hacer lo que ellos quieren: lo que ellos quieren. Ahora cómo puede combatir cuando llegan soldados negros, ellos le dicen hacer esto o esto. ¿Cómo puede combatir? Es hombre pobre. Él es jefe pero hombre pobre, no tiene dinero. Si ellos vienen aquí, los como se llamen, los traen la gente de Soweto, comen maíz, tienen hambre, matan una vaca: ¿qué va a hacer? No puede hacer nada. Hablando, hablando.

El calor de sus tres cuerpos los fundía unidos en el asiento. July iba conduciendo; los llevó casi hasta la puerta de la cabaña, se separaron unos de otros de la misma forma que cae la húmeda carne de un fruto maduro. Luego, él se fue a dejar el bakkie amarillo en su refugio, llevando a Victor, Gina y Royce en el trayecto, cogiendo a otros chiquillos que corrían detrás mientras iba hacia allá, partes de la misma banda. Daniel se sentó delante, él y July estaban juntos otra vez. Cuando volvieran al poblado, July tendría las llaves del vehículo de nuevo en su bolsillo.

Fue la primera vez que los Smales tuvieron que volver a casa: a la cama de hierro, el Primus, las tazas y los platillos de cristal color rosado, en la palangana de esmalte con sus llagas de óxido, la lata de leche en polvo y el paquete de azúcar de la tienda cubierto con un periódico. Viviendo dentro de la cabaña habían perdido el sentido de todo ello. Pero ahora les esperaba. Viniendo de la luz del sol al recinto oscuro que se olía más que se veía —vieja, humosa hierba y tierra más húmeda de lo que cala de los recipientes y los cuerpos humanos que del rocío y la lluvia—, apenas se podían ver el uno al otro. En un ángulo de luz solar tan brillante como la hojalata, dibujado por la regla de cálculo del umbral de la puerta, un ave de cuello desplumado estaba sentada sobre la maleta de sus pertenencias. Maureen leyó las etiquetas como si nunca las hubiera visto antes. Statler-Hilton Buenos Aires Albergo San Lorenzo Mantua Heerengracht Hotel Cape Town. Bam echó al ave.

—No te tumbes en la cama.

Se podían ver como manchas en el resplandor. Se volvió para echarle una mirada: quién dijo que lo iba a hacer. Encendió el Primus; era el olor aceitoso del hogar. Tenían una amiga, detenida una vez por sospechas de que trabajaba con los negros preparando esta revolución, que quemó los jerseys que llevara en la cárcel porque no podía disociar la lana del olor de la celda donde la calentaban.

Dio vueltas al botón de la radio y probó la antena en todos los ángulos en que podía girar. Sus dedos se movían con una excitada concentración, palpando, escuchando para encontrar la combinación que haría saltar la cerradura. La antena oscilaba como los apéndices de un cangrejo herido que había atrapado en Gansbaai. Ella atrajo su atención con una pila nueva que sostenía por los extremos, entre el pulgar y el índice. Él movió la cabeza. No hay música de las esferas, la ciencia la ha matado junto con otros mitos; sólo hay los sonidos del caos, rugiendo, hendiendo, crujiendo, a partir de los cuales se ha hecho el mundo. No hay paz más allá de este mundo; ni tampoco fuera. Cuando se perdía el ruido un momento, sólo un suspiro cósmico; escucharon el zumbido del tiempo y del espacio, la onda estaba suspendida sobre todas las cosas.

—Déjame probar.

—Toque mágico…

Le dejó su caja negra; pero ésta no podía contener la reproducción de su desastre, su irrupción desde el suburbio en la soledad. Únicamente les pudo traer las últimas noticias, antes del silencio, desde la Zona Militar de la Red de Radio. Quizá ya habían pasado. Ella intentó lo mismo que había intentado él y luego le dio vueltas, enloquecida.

—Maldito aparato.

Se lo devolvió; él lo colgó en el clavo donde la anterior ocupante de la cabaña colgaba su azada.

En lugar del caos, los sonidos de July —del jefe— en forma de orden para ellos. Alguien canturreaba con un ritmo en movimiento. El llanto hiposo de un bebé que se movía a sacudidas sobre la espalda de alguien, viejas voces y jóvenes gritos en la concurrencia que era para aquella gente periódico, biblioteca, archivos y teatro. Y desde allá, escuchándose siempre, cerca y lejos, más allá de donde ella podía ver el amarillo del bakkie debajo de las ramitas secas, el sonido del agua goteando lentamente desde el cuello estrecho de un jarrón: el cuco halcón que llamaba, trataba de atraer y nunca se mostraba en el bush, que no tenía otro lado.

Sólo con que hubiera podido escuchar mejor. Hasta en portugués hubiera podido descifrar algo.

El rostro expectante de ella rechazaba más que expresaba cualquier confianza: su boca abierta para hablar se limitó a aspirar el aire, se acarició con fuerza desde la barbilla hasta la garganta, como si no pudiera respirar.

—¿Cuál era la longitud de onda? ¿Recuerdas? ¿Estás seguro?

—Tú misma probaste con todas las ondas.

—Quizá sea el aparato. Podemos pedirle prestado el suyo a Daniel cuando venga. El bakkie está ahí. No se adónde han ido, no les veo.

Ella ya no tenía que preocuparse por sus hijos; les daba de comer; sabían cuidar de sí mismos, como los niños negros.

Se demoró en el pequeño espacio de la cabaña detrás de ella, podía escucharle golpeando con el puño la palma de la mano como hacía cuando hablaba del proyecto de alguna construcción cuyo diseño esperaba que le encargaran. Imposible imaginar lo que podía estar ocurriendo en aquellos paseos suburbanos donde las familias blancas tomaban juntas helados, salían de compras los sábados por la mañana adquiriendo camisetas grabadas con sus nombres («Victor» «Gina» «Royce») y contemplaban, instruyéndose acerca de paisajes extranjeros, exposiciones fotográficas cuyo tema preferido era la vida en las poblaciones negras.

—Hubo ese informe del año pasado; ya no sé, tal vez de hace varios años. El Congreso de los Estados Unidos supo por su Servicio de Información que era posible enviar aviones norteamericanos para rescatar a los ciudadanos de su país que estuvieran en peligro. Y se mencionó, ¿recuerdas?, en las noticias la primera semana que estuvimos aquí, estaba yo levantando el depósito… Puede ser que lo que oímos.

—Lo oíste tú, yo no.

—… era eso. Pretoria, Johannesburgo, Congreso de los Estados Unidos.

Ella empujaba para atrás las cutículas que eran como telas de araña secas que subían por las uñas, bordeadas de tierra, de sus pies. En cuclillas en el umbral; Maureen, que se había sentido tan cómoda con su cuerpo, el reposo de una bailarina, aunque nunca había sido muy buena, se examinó con la obsesiva atención del confinado, abandonado a sí mismo.

—Aviones para rescatar a los pobladores norteamericanos.

—Y ciudadanos de otras naciones europeas. Lo recuerdo perfectamente. Un hombre llamado Robson, era su informe al Congreso. No, Robson no, Copson, eso es.

No era necesario que le recordara que ni ellos ni sus hijos eran norteamericanos ni europeos de otras naciones europeas. No era necesario para él recordarle que podían haber sido europeos de nacionalidad canadiense. Si todos los blancos podían convertirse en enemigos para los negros, ¿los blancos podrían convertirse en «europeos» para los norteamericanos?

Ella sintió que sus ojos miraban a sus manos escarbando en los dedos. Estiró las piernas y escondió las manos en los sobacos.

—¿Qué pasa con la escopeta?

Él vino y se puso en cuclillas. Su boca sonrió a medias antes de hablar.

—¿Sabes lo que pienso? Pensaba que iba a ser otra cosa. Que nos iba a decir que nos largáramos.

Cualquier cosa suponía un alivio con tal que no fuera eso.

La cabeza de ella se apartó.

Habló desde allí:

—¿Qué pasa con la escopeta?

—Puedes verme como un mercenario.

La mirada interior de ella la dirigía él a sí mismo.

Le habían dicho que se fijara en cualquiera que llegara, pero ella miró al hombre que habían dejado detrás.

—Arrojando granadas de mano del ejército sudafricano para proteger a algún pobre diablo reaccionario, un insignificante jefe, contra la liberación de su propio pueblo.

Sacó las manos de los sobacos y las unió sin ganas. Oh, todo eso. Las frases que habían usado allá.

—Qué piensa que soy —la ira empezó a hacer girar en él una rueda que no acababa de arrancar.

—Qué harás si viene. Si viene hasta aquí a tomar sus lecciones de tiro.

—Qué tontería. Una escopeta de caza. Un juguete: ésta es una guerra en el bush.

—Piensa en eso sólo como muestra, un modelo para demostración. Habrá otras armas, como tú dijiste, granadas de mano sudafricanas. La última limosna del gobierno a los jefes de los homelands. Así, si viene…

Pragmatismo, eso es todo, se lo había dicho ella cuando llegaron por primera vez a aquella pocilga y ella se reprochó por aprender ballet en lugar —al menos— del despreciado fanagalo. Y él le dijo, desde allá, que si habían sido mentiras habían sido mentiras. Luchó desesperadamente buscando palabras que no fueran frases de allá, palabras que dirían la verdad que tenía que estar formándose aquí, de los negros, de sí mismo. Sintió por un momento el gran drama oculto en los monótonos días, de la misma manera que ella era siempre consciente del bakkie amarillo oculto en la uniformidad del bush. Pero las palabras no llegaban. Estaban bloqueadas por el antiguo vocabulario, «atraso rural», «bolsas contrarrevolucionarias», «fracaso en realizar un cambio pacífico, lo que inevitablemente lleva a la guerra civil»: ella conocía todo eso, lo había oído antes de que ocurriera. Y ahora había ocurrido, era una experiencia de que no se podía haber previsto. No con los medios que les habían satisfecho. Las palabras no estaban allí; su mente, su ira, no tenían donde agarrarse.

—Tú viste que «me dejó conducir» yendo allí… Un placer para mí. July está muy seguro de sí mismo estos días. No estima mucho a sus jefes, de todas maneras. Ya has podido oír cómo habla.

Ella pestañeó lentamente dos o tres veces.

—Me parece que July estaba hablando de sí mismo.

—¿De sí mismo? ¿Cómo?

Ahora ella decía algo, no provocándole de una manera que se revelara de una forma que no entendía; no quiso ni escabullirse del frágil lazo ni apretarlo con una reacción equivocada.

—Siempre hizo lo que los blancos le dijeron. La oficina de los pases. La policía. Nosotros. Cómo no va a hacer lo que le dicen los negros, incluso si tiene que matar a sus vacas para alimentar a los combatientes de la libertad.

—Mejor que sean ellos —algunas de las antiguas frases eran reales—. Para su propia gente. Incluso si necesitan la ayuda de los cubanos y los rusos para llevarlo a cabo.

—Así July no ganará guerra santa ninguna para el viejo. No nos mató en nuestras propias camas y tampoco será un buen guerrero para su tribu.

—¡Oh, matamos en nuestras camas! —se movió tras ella por esa pista, perdiéndola—. No piensas… —se detuvo—. ¿No estás pensando que ha cometido traición trayéndonos aquí? ¿Es eso?

—¿Qué piensan los negros? ¿Qué pensarán los combatientes de la libertad? ¿Se unió a la gente de Soweto? Tomó a sus blancos y huyó. Me haces reír. ¿Hablas como si no estuviéramos escondidos, como si no tuviéramos miedo de ir más allá del río?

—Por supuesto que estamos escondidos. Del… —su cuello se tensó, su cabeza se estremeció de frustración en lugar de negación—, de la rabia temporal y la muerte sin sentido. Él nos ha escondido.

—Ha estado presente en nuestras vidas durante quince años. Nadie podrá desenredar eso mientras viva, ¿no es así? Una bonita respuesta que dar a los negros que se están matando para liberarle.

—¡Buen Dios! ¡Corre el riesgo de que lo maten por tenemos aquí! Aunque no creo que se dé cuenta, por suerte…

—Entonces sería mejor que nos fuéramos.

Le miraba como nunca la había visto antes, con ojos muertos, triunfalmente, como si él mismo la hubiera matado, sin esperar nada de él.

—Así que mejor que nos vayamos, entonces. no puedes ser un mercenario. Él no se unió a su gente en la ciudad.

Los dos se contemplaban —él mismo era consciente de ello—; un fornido hombre rubio, de su calavera enrojecida, arrugada por la angustia por encima de los ojos coléricos.

—¿Dónde? ¿Dónde?

En el mismo instante oyeron (de nuevo, curiosamente, la pareja en el dormitorio del amo a punto de ser invadido mientras hacían el amor un domingo por la mañana) las voces de sus hijos que se aproximaban.

Pero no le dejó evitar la conclusión de su pregunta. Se lo estaba preguntando cuando Royce entró corriendo, haciendo cabriolas, dando brincos y boxeando con una de las fantasías heroicas de la vida adulta:

—¿Cómo? ¿Cómo?