Estaban sentados en el vehículo.
Él leyó en el silencio de ella una antigua expectación —que ya no se podía aplicar— de que pidiera a aquel hombre cuenta de sus acciones. July había bajado de un salto y cerrado la puerta para que nadie pensara en seguirle. Desde luego, no necesitaba preguntar el camino: ¿era aquélla quizá la casa del jefe?
Para ellos, una iglesia o una escuela: el tipo de estructura útil, un «edificio» más que una cabaña grande en virtud de su construcción de ladrillo y forma rectangular, acerca de la cual Bam había presentado una comunicación («Necesidades y medios en la arquitectura rural africana»). No todas las comunidades podían permitirse el chapitel de hojalata o el porche de entrada con techo picudo que los primeros misioneros habían difundido: según parecía, Dios no podía vivir en la casa redonda de un negro. El lugar tenía techo de hojalata y dos pares de ventanas con cartón haciendo de parche de los cristales rotos. Había una escuadra de hierro colgando de un árbol: el habitual sustitutivo de una campana de iglesia o de escuela, golpeado cuando era el tiempo de que los niños o la congregación se reunieran. Pero no había ninguna cruz y en vez del terrenito polvoriento con porterías rudimentarias, que es lo que eran las instalaciones deportivas de todas las escuelas, había un espacio abierto cubierto de hierba, con postes para sujetar animales bajo dos árboles de tamaño y dignidad ceremoniales que habían sido perdonados en alguna tala para leña. Había tres caballos atados; un hombre yacía con la espalda rociada por la sombra del árbol contra el que se apoyaba. Daniel debió de traer una radio consigo; el pesado golpeteo y la súplica de la música pop salió bullendo de la parte trasera del vehículo.
Abandonó el asiento y rodeó el escotillón trasero.
—¿Qué es este lugar?
Royce y Victor se estaban tirando una especie de vainas duras de semillas. Gina se inclinó sobre Daniel con su manita dando vueltas al botón, sonriendo majestuosamente, el estruendo y el ritmo como una prolongación de su cuerpo.
—¿Este lugar? —Daniel se rió buscando las palabras que pudiera entender—. Este lugar es el… el hubyeni. Es donde la gente… ellos vienen.
Volvió al vehículo e hizo ejercicios para cinco dedos sobre la falsa piel de leopardo del volante. El Gran Lugar. El Gran Lugar del Jefe. Éste debe de ser el edificio del tribunal. Habrán celebrado el kgotla bajo estos árboles de jakkalsbessie. Una vez.
—Entonces, ¿por qué no entramos?
—¿Cómo lo voy a saber? —después de un silencio habló otra vez—: Déjaselo a él. Siempre ha sido despierto.
Hubo una cierta reacción de hostilidad en ella, una emanación. Pero habían estado siempre juntos en ello, «Maureen», «su esposa»; ella lo sabía. Se habían divertido juntos con los cálculos de July, hechos en trozos arrancados de los márgenes de los periódicos, de sus apuestas de diez centavos y las ganancias de un rand en el juego de Fah-Fee en el que actuaba como agente en sus habitaciones de atrás. Cuando le tomaban amablemente el pelo, él tenía una manera de frotar el índice con el pulgar. Sonriendo: Todo el mundo le gusta el dinero. Por supuesto: el gesto de Shylock en un hombre tan pobre que nada podía ofrecer en la ciudad salvo su propia libra de carne, y nada más que ganar que no fuera dinero; dinero en las mendicantes denominaciones que conoce un criado.
La música había cedido ante una voz con la misma urgente, triunfal y alegre cadencia que emplean los disc-jockeys en todas partes, leyendo las noticias en portugués. La transmisión podía proceder de Mozambique, pero había recurrentes menciones a los «Combatientes de la Libertad de Azania» en inglés, una repetición de nombres de lugares como Pretoria, Johannesburgo, y Bam pudo distinguir varias referencias a la embajada norteamericana. Metió su cabeza por la ventanilla para oír mejor, luego saltó de nuevo del vehículo. Tomó la radio de la niña pero el noticiario había terminado, había perdido el final con el ruido que hacían los niños. El hombre que estaba debajo del árbol se acercó despreocupadamente para hablarles y hablar con Daniel. Iba descalzo, tenía el rostro recio y surcado de un luchador y un ojo bizco que parecía estar constantemente tratando de huir de lo que veía. Daniel y aquel hombre hablaban de él, del hombre blanco que estaba en pie, con la radio, tratando de localizar otras emisoras; hablando de él como la gente habla de un hombre supino en su lecho de hospital. La chiquilla tuvo una rabieta por la posesión de la radio; la música vibraba otra vez. Cuando volvía a la cabina del vehículo se acercó July con un hombre que caminaba formalmente y con la panza salida. Llevaba cuello y corbata y un traje formado por una chaqueta y unos pantalones que no hacían juego. De repente hizo un alto, dejando que July diera inadvertidamente unos pasos, y estiró su afeitada y redonda cabeza aún más sobre un liso y rechoncho cuello, torciendo a un lado la cara al ver la furgoneta y los que estaban dentro. Luego avanzó pesadamente, como si July hubiera abierto un sendero para él entre las multitudes.
Menos mal que no había tenido tiempo de meterse en el vehículo; hubiera sido irrespetuoso no estar de pie para ese encuentro. Pero July parecía estar haciendo mal su papel, no intentó ninguna presentación: bueno, tal vez, ¿qué podía decir? Jefe, éste es él Amo. (Cuántas veces, allá, habían intentado Maureen y Bam que no empleara el término de Simón Legree[1], pero no quería, no podía, como si no encontrara un término para sustituirlo, ninguno que expresara con exactitud lo que era para él la relación con Bam. Pero cuando algún amigo de la casa ocupaba la habitación de huéspedes o era invitado un domingo a tomar copas o a almorzar, el sirviente que era también un familiar intercambiaba, con el hombre o la mujer blancos, desenvueltos saludos y superficiales noticias familiares.) El negro grande murmuró profunda y rápidamente una fórmula de saludo —que de todas maneras no pudieron comprender— cuyo tono contradecía, perentoriamente, cualquier bienvenida o aceptación.
—Bamford Smales. Mi esposa… nuestros hijos.
Alargó la mano y el otro la tomó. El proceso de sopesar una presencia —el bakkie amarillo, el hombre blanco fuera del vehículo, la mujer y los niños dentro— era como una forma de digestión, audible en los sonidos que emitió el hombre sin palabras. El aclarar de su garganta fue una llamada de atención.
—¿Ustedes viniendo de dónde?
July tenía que haberle dicho, él debía, como los demás de por allí, conocer su historia; aquél era el ritual magistral del interrogatorio.
—Johannesburgo, con July.
—Ya sé, ya sé…
La mandíbula se levantó reflexiva y vigorosamente sobre su lecho de grasa y su mirada sopesó el contenido del vehículo una vez más, devolviendo el saludo de la mujer con un bamboleo de carne bajo la barbilla. Daniel, antaño conductor de un camión de leche en la ciudad, bajó haciendo el saludo con el puño alzado propio de las ciudades negras y permaneció en pie, ignorado, alineado de cualquier manera con July.
—Y ustedes están viniendo aquí. ¿Por qué están viniendo aquí?
Una sonrisa: inconsciente intento de congraciarse, ¿y si se supiera que podía gustarle…? Una mano pasada por la coronilla donde quedaban sólo finos y cortos cabellos rubios, la piel no era agradable al tacto, estaba escamosa por la exposición al sol.
—Bueno, usted sabe los problemas que hay allí. Es como una guerra. Es una guerra. Nos podían haber matado. Las casas donde nosotros vivíamos fueron quemadas, algunas bombardeadas. La gente tenía que marcharse, nuestros hijos podían haber sido heridos. July nos trajo.
July interrumpió:
—Él me dice el jefe está en su casa. Nosotros vamos allí ahora a la casa del jefe.
El paso del hombre grande fue repentinamente reconocible como el de un portero de ciudad (para ella sin duda), un induna que se sentaba de guardia en su caja de fruta fuera del recinto donde vivían los trabajadores del capataz. Quizá por eso ella no salió del bakkie para ponerse al lado de su marido. De cualquier manera volvió a darle la mano al hombre antes de emprender la marcha.
—¿Quién es él? Quiero decir, ¿qué hace?
Parecía como si July se divirtiera siempre siendo el mentor, como si no se tomara demasiado en serio el deseo de un blanco de comprender o su facultad de comprensión de lo que no necesitaba nunca saber, de la misma manera que un negro tiene la necesidad de entender, de asumir las leyes y las costumbres de los blancos.
—Cacique. Es un cacique del jefe.
—Realmente, un cacique, ¿o hay más de uno?
Rió otra vez:
—A veces es muchos, es muchas aldeas.
—¿Un cacique en cada aldea?
—Cada aldea. Pero éste es un cacique del jefe. De la misma aldea donde el jefe vive.
Ella volvió a asumir su antiguo papel como intérprete.
—¿No lo entiendes? El cacique de todos los caciques. Un ayudante personal, consejero, no sé, del jefe.
Dirigió el bakkie hacia el espacio que había entre las cabañas de barro, la gente y los animales. Las banderas de trapo de algunas sectas religiosas y las enseñas profesionales de los sangomas, hombres y mujeres que predecían el futuro e interpretaban el pasado arrojando huesos, destacaban en brillantes colores comerciales en palos de mimbre al lado de algunas cabañas. Había un desvencijado puesto de mimbre con un anuncio de Teaspoon Tips Tea clavado en él, pero no había nada visible en venta. Habló sólo para ella.
—Debíamos de haber traído algo.
—¿Una caja de ginebra y la promesa de un cañonero?
—Una botella de whisky.
Esa especie de gesto de buena voluntad permisible hacia un buen cliente o el regalo que se puede llevar a un granjero en pago por su hospitalidad un fin de semana de caza. Sería difícil que pudieran hacer cambiar de opinión al negro que tenía aquí el derecho y la autoridad de decirles que se fueran. Pero si hubiera pensado en ello, si July hubiera encontrado una botella en alguna parte (el tendero indio no vendía bebidas), debía haberle dicho que comprara una.
—Había algo referente a la embajada norteamericana.
—Pero en portugués. Podía referirse a otra parte del mundo.
—No, me di cuenta… había referencias a Pretoria y Johannesburgo.
Paró el vehículo donde le indicó July; un grupo de las usuales cabañas, una de las cuales tenía un porche rudimentario: mimbres con una lámina de estaño ondulado. Una niña de alrededor de doce años apartó de allí a un bebé tomándolo por el brazo, pechos como pequeños topos asomaban el hocico desde su piel oscura. Johannesburgo, Pretoria, tan lejanas como cualquier otra parte del mundo que mencionaran.
Salieron del vehículo y permanecieron a la sombra del techo de estaño. Rodeando cada soporte, la tierra había desaparecido formando una depresión circular cuyo borde era liso y duro y tenía el color de unas encías desdentadas. Todo en estas aldeas podía ser barrido por una apisonadora o convertido en cenizas con una simple cerilla en el bálago; sólo la tierra desnuda hasta el hueso atestiguaba la permanencia de los pies que la hollaban, las manos que la apisonaban, las lumbres que la templaban. Las moscas se ahogaban en una olla puesta en remojo para quitarle su costra de harina de maíz. Un hombre llegó al umbral —demasiado oscuro para ver adentro a menos que se acercara uno mucho, lo cual no podían hacer los visitantes— y habló con July, volviendo otra vez para adentro. Una mujer con espirales de cabellos blancos colocados teatralmente erguidos en la cabeza (solían cubrir sus cabezas con doeks o gorros) llevaba una palangana de hojalata y vació el agua sucia con un tañido. Cuando lo hubo hecho se volvió a Daniel, que la remitió a July; ella le preguntó y él respondió con todo su repertorio de amistosas, atentas, animadas, deferentes cadencias y exclamaciones. Vino otro hombre; el primero apareció de nuevo. Las conversaciones se extinguieron como canciones. No había nada que hacer sino esperar. Los niños intentaron acariciar a los habituales gatos, pero éstos les tenían terror a las manos humanas y se escondieron tras el radiador de un viejo coche cuya rejilla estaba soldada con óxido. Victor quiso saber si la compraría su madre.
—Es un Morris de verdad, es un modelo con ruedas de radio. Oh, vamos, papá, hombre, pregunta. Si la venden. Sólo pregunta.
Se sintió incapaz de responder a su hijo. Había un asiento de automóvil (no del mismo coche) y Maureen se dejó caer en él; cuán fácil era todo ahora: si no sabía lo que esperaban de ella, podía hacer lo que quisiera. Él se situó a su lado. Una vez había esperado así, antes de una operación de hemorroides, en una camilla en el corredor de un hospital, los pies fríos y la mente suspendida sobre la ansiedad por alguna droga que le habían dado o tal vez por el simple hecho de esperar y la inutilidad de cualquier acto de la voluntad.
Se puso en pie repentinamente. Había aparecido un hombre con un grupo de los que vieran antes, y July y Daniel cayeron de rodillas y juntaron las manos. El cuerpo delgado del hombre no estaba cómodo como el de un africano de ciudad dentro de sus ropas. ¿Cómo reconocer a un jefe negro que vestía las mismas ropas desechadas que otros negros rurales? Pero llevaba un sombrero nuevo sobre sus irritables venas en las hundidas sienes.
Se irguió cuan alto era, torpe y rubio, calvo, ante el jefe a quien le estaban presentando. El jefe les dio la mano a él, a su mujer, ignoró diplomáticamente a los niños, que estaban fascinados, entre la risa y una curiosa reverencia, viendo a July y a Daniel. La madre les hizo una rápida señal para que no dijeran nada.
Trajeron tres o cuatro sillas de plástico que estaban apiladas en algún lugar en la parte trasera de la cabaña: según parecía, aquélla no era la casa del jefe sino una sala de recepción para extranjeros. July y Daniel se irguieron con descuidada facilidad; y todos se sentaron en fila o disciplinadamente en cuclillas. Para mirar a quien estaba hablando era necesario levantar la cabeza y escudriñar en la fila. Algunas mujeres con latas de agua en la cabeza se habían detenido a unos metros y formaban el público frente a la asamblea del jefe, pero no se atrevían a acercarse más.
En la silla de Bam las tuercas que sujetaban el lustroso asiento de plástico color nácar al armazón estaban sueltas y su pulgar trabajó automáticamente mientras escuchaba sin comprender. El jefe tenía la aguda, impaciente y escéptica voz de un hombre más rápido que la gente que le rodea, pero no conocía la lengua del hombre blanco. ¿Por qué iba a conocerla? No era para él trabajar como sirviente o bajar a las minas. Se mofaba haciendo preguntas que sabía que no podían responderle: miraba uno por uno a sus hombres, a July, con la torcida sonrisa de quien rechazaba de antemano débiles comentarios. Mordía una cerilla en la comisura de su boca mientras los demás hablaban.
July traducía, Dios nos proteja. Se volvió a repetir la historia. ¿De dónde venían? ¿Por qué habían venido?
—El jefe, él dice, él pregunta, si yo estoy trabajando para usted, pero él nunca ver a un hombre blanco venir al lugar de su chico.
July había adoptado el distraído rostro del intérprete, arreglando las palabras para que ni su significado ni su aplicación le concernieran. Daniel se reía como una chica coqueta. Maureen se rió también, francamente, mirando al jefe; según parecía era eso lo que había que hacer, lo tomaba como un aplauso, sus labios morados y arrugados, abiertos, agradeciendo con sus ojos amarillentos. Luego hablaron de temas serios e impersonales: no había diferencias entre aquél y otros lugares, los ritos del poder. Fuera en una audiencia con el Papa, un interrogatorio de la policía secreta, una entrevista (días estudiantiles) con el decano de la Facultad de Arquitectura, después de que se suponía que estabas tranquilo y antes de que te revelaran la desconocida decisión que habías venido a buscar, había una etapa de discusión de hombre a hombre. El jefe quería saber exactamente lo que pasaba allá, en Jewburg[2] (la contracción no era necesariamente antisemita, era una cuestión de pronunciación). Quería decir que deseaba oír —de testigos oculares, blancos— lo que por fin estaba ocurriendo, después de trescientos cincuenta años, entre los negros y los blancos.
—¿Quién ha volado al gobierno en Pretoria? ¿Son esas gentes en Soweto?
—No sólo en Soweto. De todas partes. Están todos ahora. Explícaselo: hay peleas en todas las ciudades.
—Lo sabe. Y pregunta por qué la policía no detiene a esa gente como en 1976. Como en 1980, por qué la policía no dispara.
—Los negros de la policía se han unido al combate. Ya no quieren detener a su propia gente. Eso fue al principio.
—Y los soldados blancos, ¿por qué no disparan contra esos policías?
El jefe escuchó la traducción de su propia pregunta, su cabeza medio vuelta, el rostro concentrado, muy poco dispuesto a que le tomaran el pelo.
—Es una guerra. Ya no es como antes… Los negros tienen armas. Bombas —imitó el lanzamiento de una granada de mano—. Toda clase de cosas. Como el ejército blanco, todo lo que mata. La gente ha vuelto de Botswana y Zimbabwe, Zambia y Namibia, de Mozambique, con armas.
A veces el jefe emprendía la explicación en su propia lengua, con sus hombres; el hombre blanco era ignorado en la discusión. La concentración de Maureen se dirigió a July.
—¿Qué dice?
—Dice que no cree: ¿hombres blancos no fusilan, el gobierno no mata a esos hombres? Los hombres blancos siempre tienen armas, esos tanques, aeroplanos. Largo tiempo. Incluso desde catorce-dieciocho, la guerra del rey Jorge. Incluso desde el tiempo de Smuts y Vorster. Los blancos no pueden huir. No. ¿Por qué huyen?
Nosotros y ellos. ¿Quién es nosotros ahora y quién ellos?
—Desde luego que disparan. Pero ahora no son los únicos que tienen armas. Ni siquiera aviones. Los negros tienen cubanos que vuelan desde Mozambique y Namibia.
Nosotros y ellos. Sobre lo que él realmente preguntaba: una explosión de los papeles, que es lo que es la voladura de Union Buildings y la quema de los dormitorios del amo.
—Y ellos quieren matarles.
El jefe habló en inglés, sin ninguna explicación y con un rostro que no demostró sorpresa alguna.
Ella —Maureen— parecía tomarlo como si se dirigiese a ella. Cuando se produjo un silencio total, rió otra vez, dirigiéndose a él. Quizá no podía hablar. Y la sangre subió a la superficie, quemada y pecosa, de su piel, el delgado rostro perpetuamente brillante de sudor: pobrecita, cambiaba con su desnudez como un camaleón ante ellos; era algo que estaba más allá de su control.
Él —Bam—, si ellos querían reírse del umlungu, del baas blanco, nkosi, morema, hosi, y su familia a la merced de sus manos: no había nada que decirles. Ni siquiera July miraba al rostro de aquel a quien insistía en llamar amo. Una exhibición no puede exigir nada de nadie. Si eso divertía, si eso le chocaba al jefe —interprétalo como quieras—, era privilegio suyo, anciano irascible, mal nutrido, rey de los trabajadores emigrantes, de una selva de negligencia, de aldeas sin hombres, campos sin tractores, niños harapientos tosiendo. Pero cuando llegue el edicto, Fuera, márchense, esa misma autoridad real tendría que ordenar a July que devolviera el vehículo; ¿reconocería un súbdito que había vivido tanto tiempo en los suburbios, bajo otra autoridad, que ahora veía destruirse (hasta las mujeres blancas saqueaban medicamentos de las tiendas) las órdenes del jefe?
Una o dos personas se levantaron y se fueron; quizá la audiencia se había acabado. Pero era solamente una pausa. El jefe aspiró de manera estridente a través de las separaciones de sus dientes. Todos escuchaban el sonido como si fuera inteligible. Cuando habló de nuevo lo hizo en su propia lengua; July traducía.
—¿Piensa que pueden encontrar este sitio esa gente?
—No puedo entender al jefe.
—Esa gente que pelea con los otros.
July fue apuntado por Daniel en su lengua, en la cual oyó una palabra extranjera: Cubas.
—¿Quiere decir que los cubanos van a venir aquí? ¿Qué voy a saber yo?
—Dice, el gobierno, le dice largo tiempo, los rusias y ésos, de los que Daniel hablaba, vienen a quitarle su país.
—Oh, el gobierno. Lo que ellos dicen. Las cosas que dicen a los líderes de los homelands, a los jefes. Pero ahora son los negros los que están haciendo la guerra, para recuperar toda la tierra que les quitaron los blancos.
—Pregunta, ¿su tierra también?
—Nunca he tenido tierras, no tengo granjas.
—¿Su casa también?
—Oh, mi casa… sí, la tierra donde sólo los blancos pueden construir en la ciudad, tal vez ellos me la quiten. Tal vez no. Puede estar allá, vacía; pueden haberla robado. Pero la mujer de July tal vez se haya instalado de nuevo en sus habitaciones en el jardín y esté cuidándolo tranquilamente…
El jefe habló de nuevo en inglés:
—Esa gente de Soweto. Vienen aquí con los rusias, esos otros de Mozambique, quieren quitarme este país de mi nación. ¿Eh? No son nuestra nación. AmaZulu, amaXhosa, baSotho… No sé. Ya estaban aquí al lado de la mina, vienen aquí. Si ellos vienen, el gobierno me dará armas. ¡Sí! Me darán armas, mataremos a esa gente cuando venga con sus armas —se inclinó hacia adelante, rompiendo el ángulo de sus piernas en las rodillas huesudas como un cortaplumas, cerrándolo a medias con un chasquido. Podía estar ofreciendo el privilegio de una mujer al hombre blanco—. Usted trae su escopeta y enseña cómo está disparando. Antes los blancos no estaban dejándonos comprar escopetas. Ni siquiera yo, el jefe, ni mi padre, ni el padre de mi padre, ¿sabe?, no estábamos teniendo escopetas. Cuando esos de Soweto y los rusias, como usted llama, usted viene disparar con nosotros. Nos ayuda.
El discurso se rompió en la elocuencia de su propio idioma; los arengó a todos, su fuerza fluyó retórica, terminando majestuosamente con reverberaciones de su pecho desnudo como el hierro, descamado como el hierro, que se veía a través de una barata camisa de nylon y se fue desvaneciendo en un sibilante acento que al final sonó como ¡aplauso!, elevado en el fondo de su garganta.
—Mi escopeta.
Bamford Smales se levantó, se volvió a su esposa que estaba sentada con los puños en los muslos. Todo lo que encontró fue el movimiento de sus globos oculares bajo las finas membranas de sus párpados a medio cerrar; los ojos miraban la tierra pisoteada, concentrados en una hilera de hormigas que se movía dentro de su campo de visión, amontonándose en torno del abrevadero formado por el cuerpo de su insecto aplastado.
Había en ella el aura de quien está bajo hipnosis y para quien es peligroso topar con la realidad.
—¿Mi escopeta?
No se dio cuenta de que se había levantado con los brazos abiertos hasta que vio a July, los negros: todos miraban sus palmas abiertas hacia ellos, hundiéndose.
—Usted no irá disparar contra su propio pueblo. Usted no va a matar negros. La gente de Mandela, la gente de Sobukwe —¿se habrían olvidado de Luthuli?, ¿oído hablar de Biko? No era de su nación, aunque era famoso en Nueva York, Estocolmo, París, Londres y Moscú—. No irá usted a tomar las armas y ayudar al gobierno blanco a matar negros, ¿no? ¿No? ¿Por esta aldea, y este bush vacío? Y les matarán. Usted no puede dejar que el gobierno haga que se maten entre sí. La nación entera negra es nuestra nación.
Como el jefe, como July, como todos, ella le escuchaba decir lo que los dos habían dicho siempre, sonaba como un lamento, buscando desde su vida entera a través del bush silencioso en el cual habían caído, desde la urdimbre de aquella vida, como botones flojos que se caen y se pierden.
La cerilla pasó de la comisura derecha de la boca del jefe a la comisura izquierda. Chupó una vez más por la separación de sus dientes.
—¿Cuántas tienen allí, en el lugar de Nwawate? —ojo cerrado, manos en posición, apuntando.
Por supuesto, «July» era el nombre para uso de los blancos; durante quince años no les había dicho cómo se llamaba realmente el súbdito del jefe.
—Es una escopeta de caza, para matar pájaros. Pájaros para comer. Oh, y he matado dos jabalíes verrugosos con ella.
—¿No tiene de otra clase, revólver? —lo que se decía que los blancos tenían en sus dormitorios para proteger sus equipos de radio y televisión y los codiciados trajes.
—Yo no disparo contra la gente.
Un breve bufido de disgusto del negro; una resaca de risa. Y cuando no te creen empiezas a acordarte, a encajar en la acusación: no crees en ti mismo. El parloteo de los blancos de allá era: «¿Quieres decir que no defenderías a tu esposa y a tus hijos?». Su esposa dio una patada al insecto grande muerto que estaba delante de ella, la cosa aterrizó e hizo salir chillando a Gina y al trío que formaba fuera con niños negros, al calor. La niña se escapó, todos muy juntos en un excitado grupo, y tuvo que llamarla, desaparecería en la oscuridad de aquella cabaña o de aquella otra y no la encontrarían, como de costumbre, acogida por los que vivían dentro como nunca lo habían sido él y su esposa; beber cerveza familiarmente en el pub era el tipo de relación entre hombres que nunca se invitarían mutuamente a sus casas.
—¡Nos vamos ahora, ya es hora de que nos vayamos!
—Ah no… todavía no. ¿Vamos a casa?
Sí, a casa. Gina estaba a sus anchas entre las cucarachas, las cenizas de la lumbre y las ollas comunales para harina de maíz del lugar de Bam.
Bamford Smales, su esposa y el jefe estuvieron juntos unos minutos más, charlando, sonriendo, intercambiando observaciones acerca de la necesidad de que lloviera otra vez; agradecimientos y protestas de gran placer por haberse conocido. El jefe dio a entender que estaba dispuesto a recibir quejas sobre July.
—Todo está bien allí. ¿Se porta bonito, dándoles comidas, lo que quieren?
Fue ella la que, sonriendo a July, dijo lo que había que decir:
—Se lo debemos todo.
Las dos personas blancas dieron un paso adelante, uno tras otro, para estrechar la mano del jefe y de los ancianos. Él se separó del hombre blanco como si aceptara una invitación.
—Vengo a ver esa escopeta. Usted me enseña.