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Bam se levantó de la cama como un hombre que se ha quedado dormido en el sofá de su oficina en las horas de trabajo.

—Según parece, es una cuestión de cortesía. No creo que haya nada de siniestro. Presentar los respetos al jefe —se puso arisco al sentirse en ridículo. La mochila que le sirviera de almohada le había dejado una señal profunda en la mejilla. Su voz inusual se enredó con la flema—. Lo nuestro no es una visita de Estado.

—De todas maneras, tenemos que ir. No sé por qué no nos lo dijo antes.

—¿Por qué no se lo preguntaste?

—No era muy amable precisamente. Estaba de mal humor.

Había tomado la botella de agua al entrar y bebía a borbotones mientras hablaba. Su boca estaba húmeda, sonreía con la voluptuosidad de la sed apagada.

—Tiene miedo de que yo hable de la mujer de la ciudad.

—¿Tiene qué?

—Porque me estoy haciendo amiga de Martha, la esposa, ¿sabes? Bueno, amiga es mucho decir: intercambiamos unas cuantas palabras en los campos, ella habla un poco de afrikaans, lo he averiguado.

—Oh, su Ellen. ¿Qué le hace pensar que tú harías…?

Miró a aquel hombre medio dormido que no sabía. Habló con violencia pero no a él. Son tonterías. No vamos a trasponer nuestros adulterios de la ciudad. Su esposa no sabía nada de él allí, tampoco.

Bam arrancó un trozo del papel higiénico que ella no se había olvidado de traer y se fue al bush. Dejó tras sí el olor de su sudoroso sueño; ella no había sabido antes cómo era su olor (el sudor de hacer el amor es diferente y de los dos). Las duchas y los baños evitan a los dos conocerse de esa manera. Ella no se había conocido a sí misma; los olores que podía secretar su propio cuerpo. No había ventanas en las paredes de barro para abrirlas y dejar salir el agrio olor de aquel hombre. La carne que tantas veces había acariciado con su lengua en la cama: siempre había sido la sustancia que producía esto. Encendió la lumbre fuera y el humo era dulce, una leña perfumada, espinosa, se resquebrajaba para soltarlo. Las otras —Martha— hacían bien en mantener viva la lumbre en medio de la cabaña. Sólo quienes siguieran pensando como si vivieran con cuartos de baño en suite creerían, civilizadamente, que la costumbre no era higiénica y demasiado calurosa.

Por la mañana estaban preparados para irse. Con ropas limpias, sin planchar, estaban más harapientos que July y Daniel; Maureen no intentó usar las viejas planchas, calentadas al fuego, con las cuales las mujeres hacían una perfecta línea de pliegue en las perneras de los pantalones raídos y andrajosos. Ella estaba charlatana, jugando cariñosamente con los niños, sonriendo ante sus observaciones, cómplice de él: Bam; como solía ser cuando estaban de excursión familiar, en un cine al aire libre, en una comida campestre. Habían estado encerrados en el vasto bush que les rodeaba durante más de tres semanas: cualquier salida era un acontecimiento. Él sintió la urgencia de afeitarse; lo hacía con irregularidad ahora. Hasta el prisionero, cuando llega el día en que tiene que enfrentarse con la temida acusación en el tribunal, probablemente se siente animado al ser introducido en el coche celular que lo llevará por las calles de la ciudad vislumbradas y olidas a través de la red de acero; allá, Bam había visto los dedos asomando entre las redes, de los camiones de la cárcel, mientras pasaba en el coche.

No sentía miedo en su pecho: un puñado de certezas. El jefe quería que se fueran: los tres niños entraban y salían de la cabaña con excitación infantil, sus llantos, sus breves éxtasis, su esposa clavaba un clavo en una sandalia con una piedra, y él se afeitaba fuera, donde había luz. Les diría que se fueran. ¿Por qué les iba a decir el jefe adónde debían ir? Él no les había dicho que vinieran allí. Un amplio cerco con la mano: hay muchos sitios adonde ir. Y ésa no era su costumbre, sino la de los civilizados; cuando un granjero blanco vendía, o se moría, el siguiente propietario simplemente les decía a los trabajadores, que vivían y trabajaban la tierra, nacidos en ella: idos.

A ella no le dijo nada no porque no quisiera alarmarla —de acuerdo con la caballerosidad viril de los suburbios no tenía derecho a mantenerla en la ignorancia de lo que debía temer y contra lo que no podía defenderla—, sino porque en esos días no sabía con quién hablaba cuando dialogaba con ella. «Maureen.» «Su esposa.» La hija de un buen tipo que había trabajado bajo tierra toda su vida y hablaba de la excavación en escalones del Número 6, de la «mala suerte» que sentían sus chicos (mucho antes de perder su dedo en aquella sección del Número 4 donde lo cogió el pozal), como un hombre habla con cariño de las características de la ciudad donde se ha criado. La chica en leotardos enseñando danza moderna a los negros en las clases nocturnas bajo la mirada de su novio arquitecto con conciencia social. Los clientes consortes querían decir cuando le hablaban: «Y nos gustaría mucho que usted y su esposa vinieran a cenar». La mujer cuya línea de la pelvis, de culo ondulante, risas entre otra gente, a veces repentinamente volvía a ser muy atractiva después de quince años; esa misma mujer tan familiar como una taza en el armario de la cocina. La mujer para la cual él era «mi marido». La otra mitad en colusión por razones de impuestos, como público de las escuelas de deportes, para esos momentos en que sin mirarse, sin contacto físico o de palabra, se juntaban contra cualquier cosa que los amenazaba en el mundo de allá: celos profesionales, reaccionarismo político, prejuicios de raza, la mareante tentación de las sensaciones.

Ella. No «Maureen». No «su esposa». La presencia en la cabaña de barro, callada en su actividad de estar, de sentido de ser que no comprendía porque aquí no había zonas familiares en las cuales pudiera visualizarla moviéndose, ni entidades familiares que la influyeran. Con «ella» no había una superficie de un fondo de reconocimiento: sólo momentos de entendimiento.

Para los niños, esta mañana había escogido aparecer como «su madre», «su esposa». Pero no era a ella a quien podía explicarle que el jefe les iba a decir que se fueran. No tenía ni idea de cómo podría reaccionar frente a su certeza. No había precedentes para saberlo. Y él mismo. Cómo enfrentarse a ello. Cómo aceptar, explicar a cualquiera: después de todo eso, cuando su objetivo (su dignidad viril puesta a prueba por «Maureen», «su esposa», Victor, Gina, Royce, que vivían de harina de maíz) había sido cómo escapar, ahora era cómo quedarse.

Daniel seguramente era innecesario, pero formaba parte del grupo; ni él ni ella sugirieron que el joven podía quedarse allí. Hubo que arreglar varias veces la colocación de los niños en el bakkie antes de que todos quedaran contentos. July lo hacía como de costumbre con las maletas. Al menos los niños le obedecían, aunque no hizo, como los padres, intentos de imparcialidad: favoreció abiertamente a Royce. Daniel subió atrás con ellos y en seguida fue reclamado como compañero de juegos. Gina había querido llevar a Nyiko; la agarró, como si fuera un derecho suyo, gritándoles en su idioma, que estaba aprendiendo a solas con ella: «¡Es mi amiga, mía!»…

Maureen optó por mantenerse al margen de las riñas y se acomodó en la mitad del asiento delantero, donde viajaría entre el conductor y el segundo pasajero.

La puerta estaba abierta por el lado del conductor. Él fue hacia la otra, pero July llegó antes que él y subió. Hubo un momento de espera, pero July no miraba en su dirección. Bajo su mirada —Maureen, July— pasó el capó del vehículo y subió detrás del volante. Habían adornado el reborde con una tela estampada con piel de leopardo. No podía proceder de la tienda de los indios. Más bien de la boutique de una estación de servicio de cualquier lugar. (Dirigió una mirada, una media sonrisa, hacia ella; ella se volvió abruptamente para mirar su perfil; ¿qué quería?)

Quizá July, como Maureen, se dedicaba al saqueo. July indicó, levantando el brazo, los dedos de la mano doblados formando una cabeza de ganso, dando golpes cortos, adelante, adelante. El vehículo seguía la ruta del ganado. Las espinas chirriaban contra la ventana. Vacas con cuernos largos y deformados se reunieron para mirar aquel objeto amarillo que se aproximaba y July bajó el cristal y sacó el brazo para dar golpes de advertencia con la palma de la mano en la carrocería. El vehículo pasó cabañas donde se hacía lo mismo que allí de donde venían los pasajeros. El mismo inacabable acarrear de leña, corte de leña para las mismas lumbres; los mismos traseros inclinados para lavar, en cuclillas, para recoger el maíz; los mismos bebés tambaleándose hacia el dominio de sus piernas entre los ancianos que lo estaban perdiendo rápidamente. Una aceptación que produciría un desasosegante temor en quien no tuviera la costumbre de vivir tan cerca del ciclo vital, acostumbrado a las poderosas distracciones de lo intermediario o lo trascendente: la nueva vida de cada logro personal, del cambio político.

La gente miraba el cargamento del bakkie con los rostros de quienes ven por sí mismos algo de lo que habían oído hablar. Una o dos veces, July saludó.

—No carreteras principales, eh, espero.

—¡Nunca!

July se reía.

—Llegamos ahora, ahora.

El vehículo disminuía su marcha sobre el desnudo y áspero terreno que señalaba cada poblado; de nuevo se encontraban entre unas pocas chozas, cercas hechas de desperdicios, volutas verdes de terrenitos sembrados de calabacines. Les ordenaron dar media vuelta a la derecha y a la izquierda; los ángulos rectos eran algo de allá, junto con los nombres de las calles y los números. Hasta el bakkie tenía dificultades en superar los badenes en la vía pública.

—Despacio, despacio.

—¿Es aquí?

July habló con una soñolienta y apaciguadora tolerancia de los nervios de los otros.

—Justo vamos para aquel lugar bajo el árbol. Sólo esperar un poquito al lado del edificio. Por allí.