13

Al principio las mujeres del poblado la ignoraban o la saludaban con la descentrada sonrisa de soslayo de quien tiene fija su atención en la tierra. Una o dos —las más jóvenes— quizás hicieron comentarios entre sí, como los hubieran hecho de cualquiera que viniera a observarles: un fotógrafo, un capataz (en algunas estaciones se alquilaban como escardadoras de las granjas blancas, acarreadas en camiones desde muchas millas de distancia). Siguió andando, mirando lo que ellas seleccionaban, recogían y extraían de la tierra: la madre de July, en particular, parecía tener olfato para saber dónde su azada descubriría ciertas raíces. No podía esperar alcanzar tal discernimiento, pero ya reconocía las espinacas salvajes y uno o dos tipos de hojas que veía recoger a las mujeres inclinándose y poniéndolas en sus cestas.

Cuando tuvo las manos llenas depositó lo que había acopiado en una cesta. Luego encontró una bolsa vieja de plástico que había contenido fertilizantes —la gente llevaba a casa todo lo que podía aprovechar de los desechos cuando iban a la aldea o trabajaban en las granjas— y la ató con un trocito de cuerda para poder colgarla del hombro, como hacían quienes no llevaban cestas.

El sol hizo surgir el humeante olor de trapos húmedos de orina de los bultos de los bebés en las espaldas de las madres. Las mujeres se subieron sus faldas en vleis y extendieron sus pies, el fango afloraba entre sus dedos como de las garras de los pájaros de las marismas; caminando por tierra firme, la capa de barro de color mate secado por el sol les llegaba hasta media pierna. Llevaba los pantalones enrollados hasta lo alto, magulladuras amarillas, finos vasos sanguíneos de color rojo púrpura en sus muslos, cuerdas de varicosis azul detrás de las rodillas, áspera pelusa de sus pantorrillas contra la piel blanca como si se hubiera olvidado de sus treinta y nueve años y de las cicatrices de la maternidad y se hubiera puesto los pantalones que llevaba la bailarina adolescente en la finca de la mina.

La hosca esposa de July reía; miraba directamente las blancas piernas; no se volvió cuando Maureen la sorprendió mirando. Riendo: ¿por qué no iba a reírse? Aquellos grandes jamones de la esposa de July pesaban más que el resto de su cuerpo: Maureen devolvió la risa a su rostro pequeño y enjuto, cuya negritud era una cualidad exclusiva, que actuaba desde dentro de ella, más que una cuestión de pigmento. ¿Por qué la mujer blanca tenía que avergonzarse de que la vieran en su debilidad, en sus defectos, tal como ella veía los de las otras mujeres? Durante un momento trabajaron en una donga como un equipo, juntas y sin hablarse, al lado, pasando y volviendo a pasar, cerca; luego alguien saludó a la mujer de July un poco más lejos y avanzó haciendo su trabajo como las otras, individualmente, aunque manteniendo la pauta de una bandada de airones que se levantan y vuelven a bajar, ahora aquí, ahora allá, donde se encuentran los mejores restos.

La familia comió su porción de verduras con harina de maíz. Si él —Bam— sabía que los había recogido ella, nada dijo. Pero cuando Victor exigió más verdura, le contestó con rapidez:

—Has comido tu parte. Cuesta mucho trabajo recogerla.

Dando vueltas al pap en su boca, sintió un impulso, que se apagó en seguida, de ir hacia el hombre y hundirse en él, abrazarlo, tocar algo que recordaba, no a aquel que seguía portando su nombre, que ocasionalmente traía carne, pescaba para la gente.

Las noticias: ese día era imposible encontrar la emisora bajo el ruido ululante de las interferencias y por vez primera se encontraron escuchando lo que sólo podía ser MARNET (Military Area Radio Network: Red de Radio de las Zonas Militares), que había sido instalada originariamente para complementar las vulnerables comunicaciones telefónicas durante la guerra de Namibia y luego se había extendido por todo el país. Las voces utilizaban un código, pero había referencias directas a Diepkloof, la base militar entre Soweto y Johannesburgo. La abrupta urgencia de las voces en afrikaans se perdió repentinamente, igual que su impulso. Le miró manejando el botón y tratando de encontrar la transmisión de nuevo. Siguió dándole la espalda como si estuviera haciendo algo privado y vergonzoso. Lo apagó; y tomó posesión de la cama.

Ella salió al vacío de la tarde calurosa sin ningún objetivo, hostigada por un velo de moscas. Bálago, viejas latas, plumas de gallo brillaban opacamente: se dirigió al lugar donde estaba el bakkie amarillo sólo porque era otro lugar, ya no había nada en el vehículo que le perteneciera. Las hormigas levantaron una costra de ramas secas que antes habían formado un redil. Con una quebradiza ramita negra rompió la costra, granos de tierra frágilmente fundida por la saliva de las hormigas, y descubrió la madera debajo de la corteza destruida; color blanco-hueso, la madera estaba también siendo devorada, con marcas finas en acanaladuras continuas y poco profundas que parecían hechas a cincel. Levantó la costra con esa satisfacción sin objeto de cuando no hay nada que hacer salvo lo que se presenta; anduvo sin rumbo; allí estaba el vehículo, todavía allí.

Un par de piernas con los viejos pantalones grises de Bam sobresalían por debajo.

Había siempre algo que decir; la fórmula de una avería en la carretera.

—¿Ocurre algo?

La voz de July llegó entre gruñidos:

—No, todo anda bien. El tubo, como siempre, está un poco flojo.

—Oh, el tubo de escape. Bueno, recibió muchos golpes al venir hacia aquí. No se puede esperar otra cosa.

Salió arrastrándose por el suelo, sobre la espalda, pestañeando y moviendo la cabeza para sacudirse la suciedad que se le había posado sobre la cara. Sonriendo, lanzó una exclamación de cómica exasperación:

—¡Qué cosa!

Hizo una pregunta en su lengua, Daniel seguía abajo.

July se puso en cuclillas, muy recto. Sus manos grasientas colgaban de las muñecas:

—En casa teníamos ese cable fuerte.

Ella afirmó. Un rollo: demasiado, mucho más de lo que podrían utilizar, malgastando espacio en el doble garaje entre los sacos de carbón de leña para el braas y la cortadora de césped.

Él se rió.

—¡Hombre, cómo me gustaría tener un poco de ese alambre ahora!

—Me pregunto si allá quedará algo.

—¡Siií! Todo está allí. Cuando vinimos poniendo ese grande… —imitó el candado con el índice y el pulgar enganchados encima de los nudillos de la otra mano—. ¡Yo cerrando bonito! —apoyó la espalda contra la rueda del bakkie. Orgullo, seguridad de posesión le hacían olvidar que era suyo gracias a que otros lo habían perdido.

—La lucha debe de ser muy dura.

—¿Oyó usted decir algo?

—No, la emisora que oímos siempre. Me parece que se ha acabado. Tal vez hayan volado el edificio, no lo sé con certeza. La radio especial para el ejército.

Para él, también, siempre había algo que decir; la fórmula del sirviente, entonada para captar los ecos de la preocupación del amo, para trasladar combate y conflicto diplomático, fatalistamente, en frases de clase de misioneros, a la neutralidad divina.

—Oh, oh, oh. Qué podemos hacer. Es horrible, todo el mundo siendo malo, matando… quemando. Sólo Dios puede ayudarnos. Nuestra única esperanza es que todo vuelva a como era antes.

—¿Como antes?

Se dio cuenta que él no quería hablarle de otra manera.

—¿Como antes?

Apretó las comisuras de sus labios y sus párpados bajaron como hacía antes, cuando ella le daba una orden que no le gustaba pero a la que no podía negarse.

—No quiero saber nada de matar. Este o este otro están matando. Nada de matar.

—Pero no quieres decir como era antes, no quieres decir eso, ¿no? No quieres decir eso.

Daniel, joven y ágil, salió rodando con facilidad de debajo del vehículo y se puso en pie. Ella le miró en busca de un acuerdo, para ver si entre los dos conseguían su conformidad. También él tenía algo que decirle: un saludo, ihlekauhi, señora. July le habló. Unas cuantas preguntas medio distraídas seguidas por una especie de orden: en cualquier caso el joven fue enviado al valle, en dirección al poblado, tal vez para coger algo para la reparación.

Pero tan pronto como estuvo a diez metros, los dos supieron que había sido un pretexto para quitarle de en medio. Maureen sintió que ellos dos pensaban que ella había ido a buscar a July; desamparada ante la evidencia circunstancial de que ahora estaban solos de nuevo, como lo habían estado cuando él fue a la cabaña y se dio cuenta que miraba detrás para ver si había alguien dentro.

Podía acabar de llegar; él habló como si iniciaran una conversación a partir del silencio, como si no hubieran hablado anteriormente.

—Estoy poniéndome preocupado.

Conocía el uso de los tiempos verbales. Quería decir: «Estoy preocupado».

—Ustedes tienen hambre. Creo que ustedes tienen hambre.

Ella sonrió con sorpresa; y sospecha.

—¿Por qué dices eso? No tenemos hambre. Estamos muy bien.

—No… No. Usted tiene que ir a buscar espinacas con las mujeres.

La respuesta volvió a él.

—Voy. No tengo que ir.

—Si los niños necesitan huevos, le traigo huevos. Puedo traerle más espinacas.

—No tengo nada que hacer. Pasar el tiempo —pero habría comprensión sólo si ella prescindía hasta de la más corriente de las abstracciones; el suyo era el inglés aprendido en cocinas, fábricas y minas. Basado en órdenes y respuestas, no en el intercambio de ideas y sentimientos—. No tengo trabajo.

Él sonrió ante las pretensiones de una criatura que estorba cuando quiere ayudar.

—Ése no es su trabajo.

Había tenido varios trabajos de medio día a lo largo de los años; él solía cerrar el portón detrás de ella —un saludo con la mano, demorándose para charlar con sus amigos que pasaban por la calle— cuando ella se iba en automóvil a su máquina de escribir, a los archivos de los periódicos, a reuniones, todas las mañanas. Pero sabía que podía trabajar con las manos. Cuando la hija del capataz cavaba y plantaba todo el sábado en el jardín, la reconocía (eso le parecía entonces) como una camarada. «La señora está haciendo un gran trabajo hoy.» Ahora escogía lo que quería saber y lo que no. El presente era suyo; adaptaría el pasado a su conveniencia.

—De todos modos, no quiero que las otras mujeres busquen alimento para mi familia. Debo hacerlo yo misma.

Pero ambos sabían lo ilusorio de esa afirmación, no tenían por qué insistir en ello. Las mujeres de July, la familia de July: ella y su familia estaban alimentados por ellos, socorridos por ellos, escondidos por ellos. Miró a su sirviente; eran sus criaturas, como su ganado y sus cerdos.

—Las mujeres tienen su trabajo. Deben hacerlo. Éste es su lugar, estamos siempre viviendo aquí y ellas están haciendo todas las cosas, todas las cosas como debe ser. Usted no necesita trabajar para ellos en su lugar.

Cuando ella no le entendía tenía por costumbre hacer algunos signos o sonidos evasivos, contando con evitar una respuesta equivocada para recuperar su sentido del contexto de lo que él diría después. (A pesar de sus elogios de Bam, ¿no era que buscaba herirla más que elogiar a Bam? Bam no tenía esa habilidad y a menudo le irritaba con sus rápidas respuestas que evidenciaban, por su incomprensión total, que el inglés del negro era demasiado pobre para hablar francamente.) Tal vez él decía «lugar» en el sentido de papel, o para darle a entender que debía recordar que no tenía derechos sobre la tierra —«lugar» como territorio— que arañaba en busca de hierbas comestibles para combatir las deficiencias vitamínicas y la diarrea de sus hijos. No esperó a averiguarlo. Ella habló con el súbito cambio de tono de quien ha hecho un descubrimiento y va a actuar en consecuencia.

—Me gusta estar con las mujeres a veces. Y también están los niños. Nos arreglamos para hablar un poco. Me he dado cuenta de que Martha entiende un poco de afrikaans, no inglés. Sólo que es muy tímida para intentarlo.

La agradable sonrisa de su antigua posición; al mismo tiempo empleaba el nombre de su esposa con la familiaridad con que las mujeres hablan unas a otras.

Se acomodó con fuerza sobre sus piernas.

—No es bueno para usted estar fuera con las mujeres.

Ella le atajó:

—¿Por qué no? Pero, ¿por qué?

—No es bueno.

Las palabras le rodearon, esquivándole y arremetiéndole.

—¿Por qué? ¿Piensas que alguien puede verme? Pero la gente sabe que estamos aquí, por supuesto que lo sabe. ¿Por qué? Hay mucho más riesgo cuando Bam sale y dispara. Cuando tú vas conduciendo por ahí esa cosa amarilla… Tienes miedo —su mirada estalló en lágrimas de risa como si alguien le hubiera escupido su propio veneno; los dos quedaron asombrados ante ese aspecto de ella, que aparecía de nuevo como la presuntuosa extranjera que conocían desde hacía mucho tiempo—. ¿Tienes miedo de que vaya a contarle algo?

Aturdido, no aprovechó la ocasión para ganar terreno.

—¿Qué le puede contar? —la cólera le estallaba en los ojos—. Que yo estoy trabajar para usted quince años. Que usted contenta conmigo…

Las cigarras cantaban entre los dos. Él se golpeó con el puño derecho en el pecho. Ella sintió el golpe como miedo en el suyo.

No tenía recuerdo de experiencia similar alguna. El capataz, con sus gruesas muñecas de minero y con el muñón donde el tercer dedo de la mano derecha había sido cortado por el pozal, nunca se había opuesto a la voluntad de su pequeña bailarina; su marido: ¿Qué pudo ocurrir allá que lo convirtiera en amenaza para ella? Y aquí. ¿Qué era aquí? Un arquitecto tumbado en una cama en una cabaña de barro, un hombre sin vehículo. No es que pensara en él con repugnancia —qué derecho tenía ella, que ocupaba la misma cabaña—, era como si hubiera hecho un largo viaje y él se hubiera quedado en el dormitorio del amo: quien estaba aquí, con ella, era una representación defectuosa de su presencia en circunstancias distintas a las contractuales del matrimonio.

Nunca había tenido miedo a un hombre. Ahora llegaba ese miedo, encima de todo lo demás, las pulgas, la menstruación en trapos: y venía de éste, de él. Era una emanación; no sentía su amenaza personal, no física al menos, sino en ella. Cómo iba a saber ella hasta que llegó aquí que la especial consideración que demostrara por su dignidad como hombre, cuando era sólo un sirviente, llegaría a ser humillante para él, lo único que se podía decir entre ellos con algún significado

Quince años

su chico

usted contenta.

Se marchó y se sentó en unas ruinas de barro, lanzando su mirada lejos de los dos —de él, de ella— sobre la maleza gris y verde, una capa de cúmulos vista desde un avión a reacción entre dos continentes, donde el cruce de las líneas del cambio de fechas eliminan el tiempo y no hay horizontes.

El tintineo y los tirones de las herramientas sobre el metal comenzaron contra la solitaria y continua nota de las cigarras. Sus uñas rotas —únicamente la uña del pulgar izquierdo, siempre más córnea y dura que las otras, conservaba una semejanza con el óvalo que tenía allá— no podían marcar el muro de tierra. Cuando se levantó y miró sus palmas, estaban llenas de puntos por la presión de los granos, pero no retenían ninguno de éstos; en el veld que rodeaba la mina había tropezado una y otra vez con los pies contra la tierra dura y oscura, unida por los montículos de los hormigueros. Se levantó y fue hacia donde él había arrancado el tubo de escape del bakkie y lo manipulaba entre las piernas estiradas.

Nunca había sabido qué hacer con las cosas mecánicas. Miró los alicates que estaba usando. Hasta ella se daba perfecta cuenta de que eran demasiado pequeños para poder apretar de manera adecuada.

Y estaba abordando su trabajo desde un ángulo equivocado. Tenía que haber dado la vuelta al tubo. Bam decía que si fuera July el que colocara las maletas en el automóvil siempre las colocaría con la tapa para abajo. No dejaba que Bam le dijera nada para no ofender su orgullo; era tan inteligente en otros aspectos.

Se obstinaba con los alicates y el destornillador; no sabía qué hacer con el metal entre los dedos. Nunca lo hacía; qué problemas con la cortadora de césped, medio desmantelada y dejada en el jardín hasta que Bam volvía a casa.

Oh, no es así. Hasta una mujer lo sabe. La presencia de ella se lo comunicó, en su silencio los dos oían, sabían a partir de lo que no habían hablado en el pasado.

Le dijo:

—Nunca has sido capaz de arreglar una máquina. Dile a Bam que lo haga. Pídeselo.

No respondió. No conocía a «Bam», un hombre blanco del que había tomado el vehículo; igual que ella conocía a alguien que había dejado detrás, allá, el amo que juntaría las piezas de la cortadora de césped cuando llegara a casa. Pero él la silenció.

—Ayer noche venir alguien.

El látigo chasqueó sobre su cabeza. Una profunda inspiración hinchó lentamente su pecho; era consciente de su pulso al descubierto en su pecho, plano seno izquierdo debajo de la camisa; miedo, allá dentro.

—¿Policía? ¿Quién vino?

Él dejó pasar un momento:

—Alguien del jefe.

El alivio la impacientó:

—Bueno, muy bien, July, no es así, te conoce. Quiero decir que debe saber que tienes a alguien aquí.

—Él sabe quién es yo… Mandó alguien preguntar quién yo guardo en mi casa. Alguien dice ustedes deben ir allí al lugar del jefe, les debo enseñar. Siempre cuando la gente está viniendo a algún sitio deben ir al jefe, preguntarle.

—Preguntarle ¿qué?

—Preguntarle bonito, ellos pueden quedar en su aldea.

—Creí que habías dicho que éste es tu lugar. Todos saben que es tu sitio, que puedes hacer lo que quieras. Has estado diciendo esto desde que llegamos. Cien veces.

—Sí, estoy decir eso. Mi lugar es aquí. Pero toda la gente aquí, todas aldeas es del jefe. Si él está enviando a alguien preguntarme eso o no tengo que hacerlo. No es cierto. Si está diciendo debo ir, debo ir. Ésa es nuestra ley.

—¿Por qué no nos dijiste antes si es de cortesía, si es bonito ir a ver al jefe?

Miró hacia arriba; sus pies sucios, su rostro enjuto desde el cual había recogido el pelo con una gomita. El color de sus vaqueros se había desvanecido en los muslos y en la cremallera.

—Ahora le digo.

—¿Cuándo?

Gesticuló, a su debido tiempo.

—Mañana.

—Bam puede ir contigo.

Siguió con su reparación.

—Usted, el amo, sus hijos. Todos están yendo.

Se sentía insegura, con algo que no era cólera, sino pelea: su incapacidad de entrar en una relación de subordinación con él que nunca había tenido con Bam.

—Déjalo —dijo del vehículo, como había dicho de la cortadora—. Déjalo. Él vendrá y lo arreglará.

Se fue hacia el poblado. Al bajar, se volvió contra el sol, un momento, como si fuera a llamarle. Luego volvió, decidida, adonde había estado antes. Estaban cerca el uno del otro. Tapaba sus ojos con las manos, la cabeza de él bajo el vehículo, no podían verse las caras. Dijo lo que nadie más debía oír.

—No tienes que tener miedo. No te lo va a robar.