12

Las vasijas de barro que Maureen solía coleccionar como adornos eran ahora su refrigerador y sus utensilios. Sabandijas, aves, gatos débiles y salvajes que iban tras ella secreta o abiertamente para su supervivencia, husmeando la comida en sus manos, escuchando la proximidad de la comida en sus pasos, cerdos domésticos que la seguían con la esperanza de coger sus excrementos, fueron reforzadas en su número por el parto de una de las gatas. La criatura se estableció por sí misma en la mochila que Bam usaba como almohada. Él la echó gentilmente. Gina y Victor trajeron una bolsa de red de plástico de las que allá se usaban en la venta de naranjas, y con ella hicieron un nido para la camada. Pero llegó un hombre con el rostro de apenado malhumor que le era familiar, el rostro que había aparecido durante generaciones en la puerta de servicio, pidiendo pero no esperando que le hicieran justicia, sólo la compensación de una limosna. Maureen sabía quién era; lo miraba dejando pasar su tiempo en silencio, observando cómo pasaba para él mientras desenredaba la fibra sintética de una bolsa de naranjas, la alisaba a lo largo y la anudaba, luego la trenzaba para hacer una cuerda fuerte y de color vivo. La pareja entendió que quería que le devolvieran la bolsa; los niños se la habían robado.

La mirada de Victor fue de su madre a su padre, como una mano a una pistolera.

—¡Estaba tirada por ahí! Un montón de ellas tiradas bajo un árbol. ¡La agarramos!

Gina se quedó sin aliento por la enormidad de la acusación, como si la hubieran acusado de andar chismorreando en la escuela.

—¡Una bolsa vieja de naranjas! Además, nosotros compramos una bolsa de naranjas, ¿no es cierto, mamá?, una de esas bolsas viejas es nuestra bolsa. ¿Cómo podíamos robar nosotros una bolsa que se tira?

—Pero esas bolsas de naranjas son algo que utiliza para su trabajo, Gina.

—¿Para qué puede usarlas, qué trabajo?

—Hace cuerdas, es su material.

Victor estaba irritado con la ira del hombre blanco, demasiado grande para él.

—No debe decir que yo robé. Sólo tomé cosas que se tiran, que nadie quiere.

Pero todo lo que sus padres hicieron fue darle al hombre un billete de dos rands y Bam le dio golpecitos en la espalda con gesto de disculpa y dando por supuesto que los adultos deben ser tolerantes con las acciones de los niños.

Victor se quedó en pie, aturdido por la fuerza de sus emociones, después de que el hombre se hubiera ido.

—Jo, dos rands por una bolsa vieja de naranjas. Podría comprar un modelo de coche en miniatura con eso. Le conseguiré unas cuantas bolsas viejas si me paga dos rands.

Su padre posó la misma mano calmosa sobre él, una palma liviana en su cabeza.

—Si él tuviera dos rands para pagar por una bolsa vieja de naranjas podría comprar en lugar de ello una cuerda, ¿no crees?

Royce esquivó pacientemente toda aquella cuestión para preguntarle a su hermano, tímida, confidencialmente:

—¿Vas a comprar uno de esos cochecitos, Vic? Quiero decir, ¿si te dan dos rands?

—¿Dónde puedo comprarlos? ¿Aquí? Los hay en Sandton, en Pick’n Pay. Ahí es donde sí que los tienen.

—Pregúntale a July, Vic. ¿Por qué no se lo preguntas a July, Vic?

La emoción volvió súbitamente al niño; sus párpados enrojecieron.

—Bueno, una cosa, sé una cosa, no todos los africanos son tan buenos como July. Algunos son horribles. Horribles.

Nyiko, la amiga de Gina, que entraba y salía continuamente de la cabaña todo el día como lo hacían las aves, entró y se fue directamente a Gina en el recogimiento de la intimidad infantil. Permanecieron en pie, cogidas de la mano, mirando apaciblemente el sufrimiento de Victor. Gina separó un gatito de cada una de las mamas de la gata y las diminutas criaturas fueron poseídas por una tensión de garras y maullidos, demasiado grande para ellos, como la cólera del niño.

Llegó la esperada admonición de los padres… de la madre.

—No debes andar separándolos todo el día de la gata. Sólo tienen días.

El padre habló a la madre en el sublenguaje de insinuaciones y significados íntimos, ajeno a los niños.

—¿Tú crees que Nyiko sabrá de quién es la gata? Quizá podamos dar esa tropa a quien pertenezca.

Ella le miró, reconocimiento simbólico que se le da a quien habla desde una premisa que no existe.

A través de Gina, él preguntó a Nyiko. La chiquilla emitió risitas. Arrugó la nariz y mostró sus dientes; y le preguntaron otra vez. Gina movió sus manos en las suyas. Nyiko volvió a reír y se balanceó sobre sus pies.

—Papá, no entiende. Dice que nadie tiene gatos.

—Ya sé, ya sé. Todo el mundo tiene gatos, igual que los gatos tienen pulgas.

La chiquilla estaba impaciente por sus arrumacos cariñosos.

—Noooo. Ya te lo he dicho. Nadie tiene gatos… dice ella.

Por la tarde se fue a pescar al río. Nadie en su familia podía comer barbo pero a la otra gente le gustaba. Dejó a los chicos allá abajo y volvió a tiempo para escuchar las noticias de las cuatro. Ella estaba tumbada en la cama; cualquiera de los ocupantes de la cabaña, en cuanto se encontraba en posesión exclusiva, aprovechaba la oportunidad para hacer uso de la cama. La vio; se vio a sí mismo como era a veces, cuando estaba allí tumbado; y como siempre en el prisionero que veía en su celda. Ya era capaz de dormir a voluntad desde que estaba en ese lugar: con la voluntad se escapaba lejos de ella, de los niños, que esperaban que se los llevara de allí.

No había música marcial.

Escucharon las noticias. La recepción era mala, el lector no era más que un vacilante locutor; ¿quién más quedaba en las espléndidas torres de granito del servicio estatal de radio para hacer semejante trabajo?

Posiblemente la transmisión ya no procedía del servicio de allá: había estado siempre tan oculto que probablemente nunca se anunciaría que había sido precisa una evacuación y operaban desde algún escondite provisional. Los acosados informes estólidamente burocráticos mencionaban «fuentes autorizadas»: ¿era el brigadier de las Fuerzas Ciudadanas, en cuyo nombre se hacía una valoración del éxito obtenido al «contener» desde la Base Militar Diepkloof a Soweto, uno que había huido como los demás? ¿Era la información de un testigo ocular de la reconquista de las minas de Far West Rand —tan confusamente mezclada con la descripción de una derrota que no parecía encajar con los rasgos de un paisaje natal para la hija de My Jim Hetherington— una fantasía del Bunker? Los reveses que admitían eran tan ominosos; anoche los Union Buildings habían sido «parcialmente destruidos» en Pretoria. Esta vez no mencionaron un ataque con cohetes. La mole debió ser volada desde dentro, probablemente combatían cuerpo a cuerpo sobre la gracia colonial de pilares y arenisca de sir Herbert Baker. O quizá lo habían volado antes que permitir que los negros se apoderaran de ellos.

Ya era imposible hablar de lo ocurrido allá. Los dos escuchaban en silencio y él anotaba inconscientemente cualquier trivialidad que pudiera comentar cuando se apagara la radio.

—¿Has encontrado a alguien que se lleve a los gatitos?

Ya no estaban en la cabaña.

Se levantó perezosamente de la cama; desde luego que había estado durmiendo la siesta.

—Los ahogué en un cubo de agua.

A veces le contestaba de manera extravagante, por sarcasmo, cuando él le sugería que hiciera algo que era evidente —por naturaleza e inteligencia— que había hecho. Ahora no dejes escapar ante Parkinson que no tengo ninguna intención de ir a la reunión porque no tengo la menor intención de votar, mm. Oh, ya estuve hablando abundantemente de ello con Sandra, para estar segura de que se enteraba bien.

Este tipo de agudezas pertenecían a la tortuosidad natural de la vida suburbana. En el dormitorio del amo en ocasiones desembocaba en frialdad e irritación, otras en bromas, besos y en el amor con una variedad sugerida por las oportunidades de la habitación y sus rituales: una mano entre sus piernas mientras ella se limpiaba los dientes, la embestida del pene buscándola desde atrás mientras se inclinaba sobre la bañera mezclando el agua fría y la caliente.

Estaba delgada, con aspecto desarreglado: el bello de sus pantorrillas, que siempre había tenido suavemente afeitado, crecía como una lanilla desigual después de tantos años de depilación. Que ella había dicho «en un cubo»: lo entendió tal como lo dijo, prueba concreta de una acción debidamente realizada.

—Oh, Dios mío —sus labios se fruncieron de disgusto, de aversión hacia ella.

Ella se rascó eficientemente las costillas, moviendo su encogida camiseta contra los huesos de debajo de sus pequeños pechos.

—Oh, pobrecita.

Se quitó la camiseta y la sacudió. Tumbarse se había convertido en un trampolín para las pulgas.

—A qué viene tanto jaleo.

La desnudez de sus pechos no significaba intimidad, sino castración de su sexualidad y de la de él; estaba como un hombre desvestido en la ducha de una fábrica o una mujer en el bloque de servicios de una institución.

—Antes las solías llevar a que les quitaran los ovarios.

—Bien, por supuesto que las llevaba a que las operaran.

—Obsesionada por la reducción del sufrimiento. Estaba muy bien, supongo… No dejarlos como hace la gente aquí.

—Maldita sea, espero que no.

Su cuello estaba curtido y estampado de pecas oscuras hasta un semicírculo dividido en dos por una V, los límites de la camiseta y la blusa de algodón que componían su guardarropa. Nunca hubiera creído que el pálido y tibio cuello de ella, cubierto por largos cabellos cuando era joven, se convertiría en el cuello de su padre que recordaba un domingo por la mañana con una camisa para jugar a los bolos.

La ceñida camiseta estiró sus rasgos, distorsionando ojos, nariz y boca. Era como si le hubiera hecho una mueca, fea; y sin embargo era su «pobrecita», desgreñada por una vida como aquélla, obligada a hacer con sus manos toda clase de cosas desagradables.

—¿Por qué no conseguiste que lo hiciera uno de ellos?